Buenvivir, Cocina, Diseño, Food, Gastronomía, Lifestyle, Restaurantes

Premodernos 

 Antes de la modernidad, Jesús Santos, ya era moderno, aunque moderadamente. Eran los comienzos de la nueva cocina vasca y los años de la tan injustamente denostada nouvelle cuisine que, con sus nuevos dogmas, cambió para siempre nuestro modo de comer, a base de menos salsas, guerra a las natas y a los espesantes, realce de los sabores y de lo natural, cocciones más breves y saludables y una decidida y fascinante apuesta por lo verde. Se fue toda la espuma de aquel movimiento, pero permanecieron sus esencias y también algunas de sus estupideces como por ejemplo, llamar a los platos con nombres imposibles que no los bautizan imaginativamente como antaño (Bella Helena, Thermidor, Waldorf, Santa Alianza, Suspiros de Monja, Bienmesabe, etc) sino que los describen con minuciosidad de recetario (lomo de ciervo, crujicoles de Bruselas con ras el hanut, aceitunas y pistachos o foie gras de pato con alcachofas confitadas y jugo de aceituna negra…)

En esos tiempos gloriosos de la cocina vasca que aún perduran, Jesús Santos fundó el que sería el mejor restaurante de Bilbao, lo cual es mucho decir porque allí demasiados son los buenos, tantos que todos lo parecen. Se llamaba Goizeko Kabi y no era el primero porque antes había pasado por el hotel Excelsior, El Bodegón y por la cafetería Atlanta. Tan vasco fue su recorrido que pocos saben de sus orígenes palentinos y de su niñez en León. Pero el mestizaje no paró en Euskadi y en 1990 se hizo también madrileño. Sus restaurantes del mismo nombre y sus hijos pequeños y más populares, aún perduran, pero es el Goizeko Wellington el único que ha permanecido fiel a las esencias.


No es un lugar demasiado bonito a pesar de su pomposidad. Tengo la sensación que muchas manos –y sin duda las del cocinero- lo han decorado. Sé de algún decorador joven que se niega a comer allí porque se siente agredido por la fealdad de sus cuadros, sus extrañas lámparas morunas y la desconcertante profusión de paredes de bambú y de terciopelos grises que envuelven enormes sillas. Sin embargo, ahí se detienen las fealdades porque los platos tienen un cuidada presentación, los manteles y servicios de mesa son elegantes y sobrios y todos los detalles gastronómicos rezuman un refinamiento natural totalmente desprovisto de amaneramientos.


La carta es enorme y se divide en muchos apartados. Siempre hay buen marisco fresco y se puede empezar tanto por unos deliciosos y crujientes kiskillones que, en todo su esplendor de rosas y platas parecen recién pescados y cocidos, o por buenas combinaciones de anchoas y boquerones, siempre con tomate, sea en finas y dulces láminas que llenan el paladar de huerta y verano o en un picadillo sutil que lo inunda como una salsa y que ahora llamamos tartar.

   También resultan deliciosos acompañados por rodajas de aceituna rellena, tan grandes que parecen hechas para saciar a los titanes, y una pequeña banda de, sí, por supuesto, tomate y es que no hay mejor combinación que esta, especialmente cuando las relucientes boquerones y las amojamadas anchoas son de tal calidad.

 Tampoco hay mucho que añadir a una irresistible combinación de espárragos frescos, blancos y verdes, que anticipan la primavera y tienen un sabor que nos lleva de los dulces a los amargos, mientras nos deleitan con su suave crujido. Nuevamente el producto es tan sublime que rechaza toda exageración.

 La pasta con carabineros es perfecta porque el lomo del crustáceo se sirve entero, los tallarines están al dente y la salsa extraída de lo mejor del marisco es de una intensidad y fuerza fuera de lo común, una esencia de pescado y marisco que nos envuelve en aromas marinos.

 El arroz de mariscos con alioli muestra los muchos saberes de Jesús Santos porque crea una verdadera paella tamizada por los gustos de un vascocastellano que extrae toda la esencia del plato. El arroz, esa pepita de oro de la alimentación mundial que bien merecería estar en las Metamorfosis de Ovidio porque embebiéndose de cualquier sustancia se matamorfosea en humilde pollo, en opulentos mariscos o en salutíferas hortalizas, es el alma de este plato. Como un vampiro, se apropia del alma de los pescados y mariscos que lo coronan y se convierte en ellos, porque este es un vampirismo generoso. Los chupasangres sorben la vida ajena para ser más ellos, el arroz para dejar de serlo siendo otro. En esta paella que, por virtud de una airosa presentación, parece un bombón, el arroz de tonos pardos de socarrat se corona con el oro de un alioli suave y más mediterráneo que Zeus y en esa corona se engarzan pequeños trozos de pescado y marisco descascarados y jugosos como ofrenda de Poseidón. Arroz en su punto, suelto y bailarín, sabroso y resistente al diente, salsa alegre y picantona y frutos del mar que se rinden ante la fuerza del arroz.

  

 Tras ese golpe de mar, el iridiscente salmonete solo necesita un leve ajillo provenzal con aceitunas que no anula un ápice su sabor porque en realidad lo realza en gran medida. Por su parte, la merluza rellena de carabinero con salsa verde es una receta elegante y suave, rematada por el delicioso sabor de diminutos guisantitos.


Y para acabar, antes de los dulces, la tierna, melosa y untuosa carne de un waygu estofado en una salsa española densa, perfecta y que parecería de luto si no fuera por los fluorescentes guisantes y el fulgor del puré de calabaza.

 Seguir con un postre es una empresa heroica pero imposible de eludir y más si es esta Paulova deconstruida a base de suaves y crujientes obleas de merengue entrelazadas con olas de nata, cubierta de frutas del bosque y asentada en puré frambuesa. Para rematar la orgía calórica y visual, un sorbete de mango que refresca el paladar.

 Jesús Santos comenzó con una burguesa modernidad, como esos jóvenes de la movida que convirtieron la revolución en un peinado de colores y la rebelión en una muñequera de pinchos. Como ellos, ha mantenido el recuerdo de la juventud pero envuelto en el clasicismo. Y es justo ahí donde radica su mérito.

Estándar
Buenvivir, Cocina, Diseño, Food, Gastronomía, Restaurantes

Oda a la alcachofa

En su Oda a la Alcachofa, el maestro Neruda no habla de Cynara, la bella muchacha que enamoró a Zeus. Enamorar al dios no era difícil porque padecía de enfermedad amatoria y por eso perseguía ninfas, musas, diosas, sirenas, náyades y hasta simples mortales, transformándose ora en cisne (para Leda), ora en toro (para Europa), ora en lluvia de oro (para Dánae). Pero no sólo; también lo hizo en otro hombre –Anfitrión- y en algunas cosas más que se pueden descubrir en Las Metamorfosis de Ovidio. Enamorarle, como queda dicho, no era difícil pero sí huirle (de ahí las metamorfosis) y mucho más, abandonarle. La pobre Cynara así lo hizo y la venganza del dios a ella la arruinó, pero a los humanos nos enriqueció con el regalo de la alcachofa, porque en eso la convirtió. 

De la alcachofa es bello hasta el nombre y mucho más si en andaluz se dice: alcaucil.

Después de esto no me hará falta decir que yo también me enamoré de Cynara (su nombre científico), de la comestible, claro, que a la otra no llegué a conocerla. Rebosante de cualidades nutritivas y medicinales, bella e hipocalórica, combina bien con todo (foie, marisco, bechamel, rebozados, etc), pero como todas las bellas, es sin afeites como mejor resulta, levemente cocida, cuidadosamente salteada o frita en un dorado y ardiente aceite. 

Tan simple como una alcachofa es La Manduca de Azagra, el templo madrileño de las verduras y el mejor lugar para comerla. Madrileño porque aquí esta, pero navarro en la realidad, porque es una embajada de aquellas tierras ubérrimas, una de las grandes huertas de España y del mundo. Su culto a la hortaliza hace que hasta en los floreros reluzcan.

 

IMG_0933
 

A partir de ese comienzo floral, todo se agranda porque no hay lugar donde las verduras sean más hermosas y sabrosas que en este, donde menos se manipulen y más se respeten, desde un sabrosisimo y purpúreo tomate, como ya no hay

 

IMG_0932
 

hasta esos pequeñísimos y deliciosos corazones de alcachofa de los que se come todo, tal es la delicadeza de sus hojas. Alcachofas excelsas, tan sólo hervidas o simplemente fritas, porque otra cosa las disfrazaría como a una bella dama embadurnada de pinturas.

IMG_0935
 

También son excelentes los cardos, las borrajas, los espárragos, los pimientos de cristal y los hongos, ya sean salteados o en revuelto. La menestra es sobresaliente y cualquier verdura es perfecta, no sólo por su tratamiento sino, sobre todo, por su calidad, ya que cada una se elige primorosamente en su propia huerta por los propietarios, Juan Miguel Sola y su mujer Anabel, una pareja hospitalaria y cariñosa que recibe como si el restaurante fuera una acogedora y espaciosa casona navarra.

 

IMG_0934

IMG_0937
 

No digo yo que las carnes (vilagodio y solomillo, jugosos y tiernos) y los pescados (suculento el cogote de merluza, intenso y recio el besugo a la espalda) no sean excelentes. Todo es fresco, delicioso y está muy bien cocinado. Lo mismo ocurre con los postres (crocante, tierna y líquida la torrija). Pero siendo todo bueno, lo que hace grande a este restaurante y una meca para herbívoros son esas joyas verdes que bien valieron la metamorfosis de la muchacha, una más como Cynara y absolutamente unica como Alcachofa.

IMG_0940

Estándar