A Juanlu le sientan bien las dos estrellas Michelin de Lú Cocina y Alma, pero no las recientemente otorgadas, sino las que le predije y llevaba tiempo mereciendo. Aún así, conseguir esto en Jerez y con un local tan humilde -si bien, exquisitamente decorado por Jean Porsche– es una tarea titánica.
Todo es dulce y refinado, empezando por la omnipresencia de su mujer, Dolce, que dirige ejemplarmente el servicio y siguiendo por las vajillas más bonitas de los restaurantes españoles.

También la cocina se ha depurado desde aquel andalucismo afrancesado (o viceversa) hasta esta explosión de sabores, técnicas e historias jerezanas que ya es pura cocina personal.

Sigue empezando con las humildes conchas de Cádiz que se mejoran con salsas perfectas: ostra con granizado, huevas y tuétano, navajas con grenoblesa, conchas finas con emulsión de pimientos rojos y tomate seco, berberechos con mignonette y almejas con pimientos cuerno cabra, una variedad chipionera, fresca e intensa. Y como sorpresa del día, erizo con emulsión de chile morita que añade picante a su dulzor salino.


Y de la elegancia del “coquillage” a la humildad de la merienda de los jornaleros, interpretación alta cocina, con tiernos bollitos de atún rellenos de la mayonesa de su ventresca, un crujiente bocado de tortilla con cebolla que sabe, como pretenden, a día de antes; papas aliñas convertidas en ñoquis con granizado de cebolleta y aire de vinagre. La humildad llevada a la cumbre del sabor y el saber. Para acabar, un gazpacho sorprendente con una corona de pepino osmotizado relleno de atún y sabores a campo y mar. Para beber, como ellos, un vino singular en botijo de barro: Aguapies.
Las raíces se articulan en torno al mosto y eso se traduce en aún mejores complementos: un sabroso bocadito de semimojama y queso viejo, bombón de hígados y foie, una fina tartaleta de chicharrón de Cádiz con caviar (que no se merece menos) y el dos en uno del boquerón en vinagre con caldo, ácido y especiado, de zanahorias “encominas”.




Cuando ya se conoce el ritual de la mantequilla, se espera ansiosamente y eso porque la golpean -para atemperarla y darle forma- y moldean, en una ceremonia única.

Llega además un mantecoso Poully Fuissé de 2020, que trastorna desde que se inhala su exquisito aroma y se contemplan sus dorados.

Da paso al salpicón de mariscos “con lo que hay”. Es humilde de frutos del mar (pulpo, mejillón, huevas de merluza y algo de gamba de Huelva) pero suntuoso de aliño de tomates “asoleados” y una gran salsa que es la fermentación de los aliños del salpicón. Porque Juanlu ni necesita de productos sólidos. Con sus salsas y aliños podríamos alimentarnos, de tan perfectos y sabrosos que son.

El choco a la cochmabrosa, hermoso nombre, se llamaba así por lo mucho que manchaba la salida de la tinta. Aquí lo arregla elegantemente, haciendo del cuerpo un ravioli de tinta con consomé de tomates quemados. Y para beber un viejísimo Jerez de Gaspar Florido.


El bogavante con chícharos está lleno de guiños a Cádiz porque los guisantes acompañan al pescado. Además lleva Candy egg, el ponche jerezano de huevo y palo cortado, y caldo de guisantes, una mezcla de sabores deliciosa. El vino, una especie de Jerez del interior mucho menos interesante. Y es que no hay que hacer de todo en todas partes.

Menos mal que el sublime oloroso La Raza es el mejor amigo de la lubina a la roteña, un nuevo giro de la urta de siempre: con un cristal de patata, el pescado cocinado aparte para que no se haga en exceso y la salsa ligada con un pilpil de las cabezas. Sobresaliente.


Y llega el final salado con un pato memorable de punto perfecto y un Pomerol sublime, de esos muy especiados y apimentados. Como la salsa que baña la lechuga y las albóndigas trufadas de las patas. Por si fuera poco, un bocadillo excelente a la manera del Senador Couteaux (una de las formas de cocinar la royale de liebre).



Quizá el listón estaba muy alto, quizá es de los pocos chefs que dominan la pastelería pero, esta vez, los postres me han decepcionado algo porque los tres eran muy parecidos, extraordinarios todos, pero helados siempre: cítricos con maravillosa crema de kefir casero y aceite, envolvente queso con gran agua de dátil y la conocida y soberbia versión del Montblanc de esta casa.




Ya sé que parezco contradecirme -porque uno a uno son realmente buenos- pero a veces, la perfección está a un pasito de la excelencia. Y eso quiero de mis restaurantes favoritos. Aunque este, ya lo han visto, lo es. Basta cambiar un postre y dejar todo lo demás. Que orgullosa y feliz tiene que estar Jerez.













































Debe estar conectado para enviar un comentario.