Para quien aún no lo sepa, la emperatriz Eugenia de Francia (nuestra Eugenia de Montijo) fue durante su reinado (después no, porque se pasó 40 años de luto) la mujer más influyente del mundo en lo que se refiera a estilo de vida y moda. Isabel de Austria, Sissi, era casi una aprendiz a su lado.
No solo le debieron las grandes crinolinas y el paso al polisón, sino también la conversión de Biarritz en el sitio imprescindible para el verano. Y para conseguirlo, se construyó un enorme palacio al borde del mar que, aunque todo se lo debía al estilo Luis XIII, se consagró en ejemplo del más florido, como no, Napoleón III, su casquivano e imperial marido.
Gracias a su venta en 1880, hoy se puede disfrutar, ampliado, como un bellísimo y decadente hotel, uno de los más famosos de Francia, el Hotel du Palais. Y en un sitio así, más en tierras de la exreina de la cocina, se debe comer bien. Y se come… especialmente en su espectacular restaurante La Rotonde, una acristalada joya abierta al mar, plagada de alfombras y ornamentos, desde la que se contemplan unos atardeceres de ensueño.
La carta es decimonónica y encantadora y el servicio de la vieja escuela. Todo encaja perfectamente para parecer de otra época. Con lo bueno y con lo no tanto, como esos huevos, impensables hoy en día, llamados “les deux oeufs mayonnaise” y que son dos hermosos huevos duros acompañados de mayonesa y caviar. Hoy es cosa banal, hasta el caviar, pero hace siglo y medio, ni los huevos ni la mayonesa lo eran, como tampoco las huevas de esturión.
Antes de habíamos tomado un clásico y delicado petisú (petit choux) de queso que anunciaba la tradición posterior.
Los espárragos “reyes de las arenas” (¿cuándo volverá la poesía a las cartas?) hervidos, son perfectos y sencillos, por lo que se complican con una espumosa salsamuselina con limón confitado, que añaden al amargor, una deliciosa acidez.
El plato principal, es aún más clásico y espectacular porque se trincha y acaba en un bello carro de plata: pato de la granja Jean Sarthe. Antes de todo eso, aparece un camarero con una gran caja de madera y cristal, llena de hermosos cuchillos que parecen c navajas con cachas de nácar, para que elijamos.
La pechuga, un poco dura, se hace con la carcasa a la brasa y el muslo cocinado de igual modo y en su propio jugo, se mezcla con avellanas y se cubre espléndidamente de una espuma de zanahoria.
Mientras esto pasa, se asiste al espectáculo de un que desciende velozmente sobre el mar, cambiando todas las luces y reflejándose en la plata bruñida y en las enormes cristaleras. Es bueno no olvidarlo, porque tal visión adormece el sentido crítico y promueve una feliz indolencia. Reflejos y brillos que se centuplican en el carro de quesos de la región que son pocos pero excelentemente elegidos.
Tras ellos es difícil seguir, pero lo hacemos con otro espectáculo, los crepes Suzy que son unos canónicos y espléndidos Suzette -con un gran toque de anis, además del ron y el Grand Marnier– llamados así por la abuela del chef actual y antiguo chef pastelero del hotel.
Nada nuevo, todo vuelta al pasado, pero, eso sí, al esplendoroso pasado de aquella Europa que aún mandaba en la cocina y en todo lo demás. Ahora que ya se ha puesto el sol para ella, no es mala cosa combinar tanta nostalgia con los restos del día.
Las afirmaciones radicales son muy arriesgadas y por eso dejó alguna opción de duda, porque La Carboná es quizá el mejor restaurante de Jerez, excluidos Lú cocina y alma y Mantua, muy buenos ambos, extraordinario el primero. Pero, es que son mundos distintos y por eso, deberíamos empezar a diferenciar claramente los restaurantes con reglas de siempre, en los que hay flexibilidad en todo, de los de menú degustación cerrado, orden establecido, imposiciones (caprichos muchas veces) del chef y reservas muy dificultosas.
La Carboná es un restaurante enorme y bello, alojado en una antigua bodega, da muchas comidas en muy diferentes horas, tiene carta y menú y es popular en el mejor de los sentidos: por precios, sencillez y facilidad.
Pero su sencillez no es simplicidad y en todos sus platos hay bastantes ideas, algo de originalidad y renovación (un poco nada más, que los clásicos -y nada más clásico que un jerezano- se podrían alterar), bonitas presentaciones y buena cocina en cada preparación.
Y además, es una embajada de los vinos generosos, con una carta apabullante que aprovecho siempre, pidiendo que me den copas y elijan ellos. Hemos hecho un buen menú y eso que solo han sido entradas que ni lo parecen.
El tomate de Conil se hace tartar, se “soasa” en sarmientos de viña y se aliña muy bien. También se anima con cebolla morada y un queso demasiado suave y un poco de guacamole. Como les decía, es casi una ensalada de tomate pero mucho más excitante. Y con muy poco.
El tartar de langostinos con ajoblanco (¿cuando lo recuperaremos como maravillosa sopa fría?) de ajo negro y velo de flor es un buen plato y cada componente delicioso, pero son demasiados y los sabores se pierden.
Todo lo contrario que los del magno espárrago blanco, tierno y crujiente, cubierto de dulce y sedosa crema de coliflor con unos hilos de ajo negro. Muy muy rico.
Después unos estupendos carabineros también braseados con sarmiento de viña y con un toque excelente de Palo Cortado, que aporta aroma sin mermar sabor.
Ha sido un acierto pedir las mollejas que acentúan su ternura y delicadeza con un buen glaseado de oloroso y se suavizan aún más con un buen puré de apionabo.
Vale la pena la tabla de quesos andaluces para preceder a un sabroso y algodonoso suflé de chocolate. Está sumamente bueno y es de aquellos a los que les incrustan el helado, este de caramelo. Además una crema de chocolate y palo cortado. Estupendo.
Una buenísima opción para comer bien -y beber mejor-, a precios razonables y sin complicarse mucho la vida que, a veces, también viene muy bien.
He tardado bastante en visitar Haramboure, pero tan solo por la dificultad que entrañaba reservar y no por falta de ganas, desde luego, ya que conocía bien la enjundiosa y deliciosa cocina de Patxi Zumárraga desde sus tiempos de Fismuller.
Este es su nuevo proyecto en solitario y en él se luce con su cocina clásica -unas veces más alta, otras más casera-, de guisados lentos y amorosos, gran conocimiento y productos excelentes, o sea, todo lo que me gusta. El local es agradable a pesar de la rusticidad de las mesas desnudas y está a caballo entre la desnudez de Fismuller y la calidez de un bistró. Hay abundante personal y mucha atención a los detalles.
Había que empezar por un delicioso clásico, la tarta tatin de dulces y tiernas cebollas, sobre una base de exquisito hojaldre y bañada por una potente crema de queso Idiazábal.
No comer perrechicos en su corta temporada es un delito de lesa elegancia que no hemos cometido. Los hace en un cremosísimo y perfecto revuelto con gusto a mantequilla y setas del bosque.
El pimiento de cristal está maravillosamente asado y lo sirve con buenos torreznos. Está muy rico, pero cada cosa por su lado porque la fuerza de la carne opaca la leve dulzura del pimiento.
El mero asado es un pescado de micha calidad y punto justo que sirve con una buena emulsión de sus jugos y un buen toque de vinagre, además de una estupenda ensaladita de coles de Bruselas.
El corzo de los montes de Toledo es un gran plato, por lo tierno de la carne (lomos a la plancha y patas en albóndigas) y una salsa de caza con mucho fundamento. Sin embargo, varias cosas del plato me han resultado muy saladas, quizá por culpa de la soja, esa salsa casi tan sobrestimada como el ketchup y la mayonesa de bote.
Somos muy glotones y era la primera vez. Solo eso explica tanta comida. Eso también que solo hayamos tomado un postre: helado de manzana asada con exquisitos hojaldres. El punto alto es que parece que se come una manzana asada helada, el bajo que resulta, justo por eso, un poco basto y bastante empalagoso.
Me ha preguntado una amiga, que sabía que iba, si me ha gustado. Mucho, le he dicho, pero mucho, mucho, y más si témenos en cuenta los moderadísimos precios. Todo este festín con champán, 200€…
Hay sitios que se convierten en marca. Y marcas que evocan recuerdos de toda una ciudad. O incluso, como en este caso, de una isla entera. Es lo que ocurre con el Café Balear, la señorial Ciudadela y la bella y dulce Menorca. Pár conseguirlo, han hecho falta cincuenta años, mucho tesón y decenas de miles de estupendas comidas, que cada vez son mejores.
Para ello, tienen hasta barca propia y una de las mejores vistas de la isla, al puerto de la ciudad por un lado y, allá en lo alto, al palaciego e italianizante ayuntamiento, por el otro. Por si faltara algo, Josep Caules, el hijo de los fundadores se multiplica con eficacia amable para atender a todos los clientes.
La langosta es tan buena y famosa (y cara: 156€ kg) que, a pesar de lo mucho bueno que hay en la carta, parece una obligación y, entre sus preparaciones, la caldereta me parece imprescindible.
Sin embargo, me encanta con patatas y huevos fritos (de la opulencia a la humildad, como Don Juan Tenorio), así que me han ofrecido la posibilidad de un mix: el cuerpo de esa manera y la cabeza de la otra. Con los huevos (he pedido uno extra) está muy rica -a pesar de que las patatas son muy mejorables-, pero en caldereta es una cumbre de la cocina isleña. Los “secretos” son un gran sofrito, un excelente caldo y un buen flambeado, componen un plato denso, intenso y con un potentísimo sabor, una obra maestra de la cocina popular.
Pero hay mucha más cocina, desde unas estupendas croquetas de cocido con velo de ibérico y tartar de gambas (muy buena combinación)
a un estupendo canapé crujiente (alga nori envuelta en panko) de cigala rellena de pulpo, pasando por un delicioso y enjundioso calamar relleno (de sí mismo) con cremosa salsa de calamares y almendras. Imprescindible también.
Buenos postres, como la greixeira de brossat -que es una suculenta tarta de requesón con helado de canela– y hojaldre relleno de higos y almendra.
Un sitio estupendo del que no hay que perderse la terraza ni dejar de navegar por la excelente y gran carta de vinos.
En la vida de cada día parece no haber mudanza. Al menos en los que queremos, porque a los que no, siempre estamos prestos para adivinarles los defectos. A veces hay que alejarse un poco para percibir los cambios. Y así es en todo. También en gastronomía. Por eso, tras una larga ausencia (imperdonable) deCoque, puedo consolarme pensando que esta me ha capacitado para valorar más atinadamente el cambio, que ha sido para mucho mejor.
No ha perdido ese encanto de llevarnos de sorpresa en sorpresa -hasta que llegamos a la mesa- y que es una suerte de camino iniciático del placer al embeleso. Pero ha ganado en cocina gracias al brillante talento de Mario Sandoval. Coque está más lleno de luz y vida que nunca, ha profundizado en su cocina madrileña de alta escuela y, a pesar de ciertos extraños guiños al rusticismo y a lo sombrío, sigue siendo elegancia y alegría.
El fascinante recorrido/viaje comienza en el bar inglés con el estupendo cóctel de la casa, una ostra aromática y picante de jalapeños y Bloody Mary, y un crujiente euromex que junta magistralmente el foie con el aguacate y el maíz hasta con miso de garbanzo.
Y del bar al salón de los ónices, presidido por una monumental y alta mesa de amarillo ónix. Aquí españolismo puro de Cinco Jotas con un gran gelatina de jamón que nada más necesita y una mezcla tan loca como sublime: caviar y erizo con salsa de callos (un lejano invento de Mario que debería patentar) sobre tuétano de jamón. Impresionante.
El paso por la bodega es aún más sorprendente, porque parece un pequeño Panteón (por lo redondo e imponente) del vino. Rodeados de verdaderas joyas, bebiendo champán y bajo un cielo que evoca hojas de árbol, un macarron de vino, ajo fermentado y queso, que es un golpe de sabor, y un bombón de uva Sauvignon que estalla en la boca.
Siguiendo con los paralelismos eclesiales, el Panteón posee una pequeña capilla dedicada al Jerez. Allí nos venencian un límpido y dorado fino en rama y nos obsequian con bocados taurinos (pura carne de toro): un hojaldroso microbocadillo con forma de toro y relleno de alegre steak tartar y un canapé de embutido con mantequilla ahumada.
Y saliendo de este Hades del sótano (aquí todo es penumbroso y recoleto) llegamos al luminoso Olimpo de la cocina. Con los cocineros de fondo, nos deleitamos con los escabeches antiguos y caseros que Mario ha elevado a la alta cocina y llevado a la vanguardia. Son de mejillón con rambutan, pecan y piel de tomate y de pluma ibérica con pimentón y vinagre de Jerez y a cual más perfecto.
Escondido al fondo de la cocina está el “lab”, un precioso lugar que es el antiguo bar inglés, de impresiónate artesonado, de Archy (el mítico local de los 90 predecesor de Coque). Aquí tomamos ahumados, nuevo empeño del chef: son salmón con hierbas de la sierra de Madrid (donde está el Jaral de la Mira, la finca que surte a la casa) y lubina en salazón con las hierbas aromáticas del mismo lugar. Están tan buenos que espero que los vendan en la mantequería que están a punto de abrir. Pero nos da un bonus, un poco de piel de cochinillo crujiente con caviar que, como todo el mundo sabe, parece quedar bien con todo y mejor aún con estas pieles crocantes (también con la del pato Pekin)
Acaba el paseo pero no los aperitivos, porque quedan dos en la mesa: madrileñismo total de cocina de altos vuelos en el caldo del cocido con espuma de consomé a la hierbabuena y en un buñuelo de sus carnes (lo llaman desacertadamente pringá, aunque sea madrileño) que lleva una trufa que no necesita por lo intenso, delicioso y potente que es.
El primer plato es ya un clásico y felizmente Mario lo mejora, pero no lo olvida. Es la preciosa flor helada de pistacho con gazpachuelo de aceituna, caviar y espuma de pistachos y cerveza negra, un concierto de ingredientes que se ensalzan unos a otros y combinan a la perfección con la fuerza de un estupendo caviar.
En esa mágica finca que tienen, han conseguido unos estupendos guisantes lágrima que cocina en mantequilla de oveja y sirve sobre una barquito crujiente de su almidón y un sabroso encebollado de Tabasco, con el picante justo para animar y no matar los sabores más sutiles.
El cangrejo tiene dos variedades y presentaciones: el real es una etérea espuma con aire de erizo y el azul, a la parrilla, tiene piparras y manzana, pero sobre todo una colosal salsa americana con chiles habanero y jalapeño. Un matrimonio de cangrejos más que bien avenido y un precioso plato.
Si los guisantes elegantes eran una maravilla, aún lo son más, por rareza, los garbanzos verdes que se esconden bajo una carnosa piel de leche de oveja y se acompañan de perlas de albahaca, pesto y una potente infusión de parmesano, una gran receta italocastellana mejor que cualquier pasta o… casi.
En un trozo de tronco (el rusticismo) llega una tarta muy fina de nuez y miel rellena de crema espumosa de coliflor y escondida en el interior una mezcla compleja y fastuosa: yema curada con ponzu que, una vez rota, es una aterciopelada salsa para un rico guiso de berenjenas con papada, piñones y perlas de Jerez.
También muy goloso y primaveral es el tatin de trufa (bueno, invierno en primavera) con crujientes colmenillas, perrechicos, un toque cárnico de panceta, ácidos de tomate pasificado y un soberbio sabayón de champagne que unifica y enriquece aún más a las reinas de la estación. Mario tiene también la estrella verde, pero no es solo por sostenibilidad y demás. Es que sus verdes (pistachos, aceitunas, berenjenas, setas, garbanzos, guisantes, coliflor, etc) son platos magistrales. Que no todo es el archifamoso cochinillo (que ya llega).
Pasamos al pescado, de vuelta a la tradición renovada, con un gran alli i pebrecon torrezno y papel de algas. No sé demasiado de este plato pero sí puedo decir que en el estilo Coque es un espléndido y enjundioso guiso que se remata de modo original y brillante: con un ácido y súper refrescante sorbete de anguila.
Y llegados a este punto, qué decir del cochinillo que les ha hecho famosos y que llevan varias generaciones perfeccionando. Y sobre todo, cómo explicar este final en un menú creativo y vanguardista. Pues diciendo, quizá, que es perfecto y que lo magnífico no conoce de modas. Si tienes lo mejor, además, para qué tocarlo. ¿Se puede mejorar una rosa?
Después de un cochinillo, el cuerpo demanda a gritos fruta y frescor y ellos lo saben. Poner un crocante cristal de remolacha (si esta es puro azúcar, ¿por qué no llegaba a los postres?) con sorbete de naranja sanguina y una espuma de yogur es alegrar cuerpo y alma, cuando ambos no pueden más. Es un juego espléndido de dulces, ácidos, fríos, del tiempo, blandos, crujientes… que da tanto placer como respiro.
Por poco, porque el helado de trufa (un bonito engaño a los sentidos, vulgo trampantojo) con caramelo de romero y pecan vuelve a llenar el paladar de sabor y aroma intenso junto con texturas muy envolventes y acariciantes.
Acaban con dos golpes estéticos y llenos de dulzor: leche de oveja con arándanos flambeados, qu no se sabe si gusta más por el espectáculo o por el sabor, y el más bello “plato” de mignardises que imaginarse pueda, un delicioso tiovivo para que sigamos soñando.
Con el menú de vinos (y ahí están las copas post aperitivo) es un sueño casi etílico, pero vale la pena porque un sumiller tan brillante como Rafael Sandoval emociona con cosas que van desde un Milmandade 2018 a un asombroso Belondrade Les Parcelles 2018 (si el “corriente” es uno de los grandes, imaginen está joya), pasando por un blanco de Cos d’Estournel que ha sido un descubrimiento o esa gloria nacional que es el Vega Sicilia Único de 2007.
Si fuera sólo esto, quizá no sería el restaurante más completo de Europa, pero está el delicado buen gusto y la enorme elegancia de Diego, imaginando (y llevando a cabo) el exquisito servicio. Acepto, pues, que les guste más la cocina de otros, o el servicio, incluso la decoración o la puesta de escena, pero a esos, sean cuales sean, flojean en alguna de ellas, siendo Coque, por todas juntas al máximo nivel, cercanía a la perfección y meca de todos los placeres.
Tengo los mejores recuerdo de Le Grand Vefour, el más bello restaurante parisino, tanto por su decoración neoclásica de principios del XIX -plagada de espejos y cristales pintados, divanes de terciopelo rojo y bastantes oros-, como por sus bellas vistas a los jardines del Palais Royal, la más elegante plaza cerrada que vieron los siglos. Lo conocí por necesidad, necesidad de refinamiento a la vuelta de una zambullida en el África profunda de Nuakchot y Atar. Allí las mayores delicias habían sido un cuscús dentro de un enorme cordero asado y los yogures caducados de una marca murciana, desconocida para mi. Y eso… en una cena real. Unos amigos habían reservado en Angeline’s aún no meca turística, pero yo necesitaba de toda la grandeur.
Hoy ha venido a menos pero conserva toda la belleza y un razonable nivel, sobre todo en comparación con unos precios micho más bajos. Ya no es hogar de Colette y Cocteau pero aún se puede uno sentar en los sitios que ocupaban ellos o, aún mejor, en el del mismísimo Victor Hugo como fue mi caso.
El menú del sábado (cambia cada día y cuesta 68€. Nosotros hemos añadido los quesos) comienza con una rica sopa de calabaza con pipas de lo mismo y un estupendo sabor a citronella.
La carrillera es tierna y deliciosa, pero lo mejor es una riquísima jardinera de zanahorias, alubias blancas y panceta, con el acierto de unos pistachos y con una salsa profunda y llena de sabor.
Hemos añadido unos buenos quesos, de esos que engrandecen cualquier comida, antes de un estupendo postre.
Y es que, como tantas veces en Francia, el dulce ha sido lo mejor de la comida: un estupendo pastel de chocolate y coco, con variadas texturas de este y algunos crujientes deliciosos.
Como quien tuvo, retuvo, las vajillas y las cristalerías son preciosas y, a pesar de turístico, aún conserva bastantes clientes con aspecto de habituales. Un sitio que vale la pena conocer. Pura historia de Francia (el más antiguo gran restaurante de París) y del buen gusto.
Otro espléndido menú de Alberto Pacheco para un almuerzo memorable, en el gran Estimar de Rafa Zafra, donde cada vez me gusta más ir. Y es menú porque ya hace mucho tiempo que no pido, sino que me dejo llevar, porque conocen tan bien mis gustos que eligen mejor que yo; sin necesidad de inteligencia artificial alguna, tan solo con inteligencia natural y conocimiento de todo lo bueno que tienen cada día.
Los principios siempre pasan por esos brillantes boquerones en vinagre -que así cortados, saben incluso mejor-, o por las sabrosas y rústicas anchoas de primavera que lavan y soban ellos mismos.
Esta vez no ha habido gildas, las mejores que he probado, pero la ensaladilla de bogavante, simplemente el crustáceo con huevo y mayonesa, ha hecho que pudiéramos pasar sin ellas.
Y después, una sorpresa inesperada, porque en Estimar hay mucha cocina y no solo pescado y marisco. Los espárragos blancos en escabechede su propio jugo y con un punto perfecto entre lo blando y lo crujiente, podrían estar en la carta de cualquier restaurante de alta cocina. Una maravilla.
Sigue un verdadero tesoro: la moluscada, enriquecida con gamba roja y caviar, un picadillo perfecto de ostras, navajas y percebes con los dos aderezos ya dichos. Además, en la decoración están las cáscaras de todo y también la cabeza de la gamba por lo que se puede rechupetear a conciencia. Un dos en uno verdaderamente lujoso.
Pero había más, porque ese caviar que ha hecho famoso a este restaurante, hermoseaba también el mítico carpaccio de cigala de El Bulli, que tiene la particularidad de un anillo de cebolla confitada que lo cambia todo y que con una simple idea, hace alta cocina de algo muy simple. Y cómo no, el gran canapé de caviar marca de la casa.
Llega el turno de los fritos. Mucho se habla de los precios de Estimar, no sin razón, pero me temo que todo el mundo se atiborra de caviar y de los mariscos más caros. Pero hay también platos más humildes de precio e igualmente opulentos por calidad y preparación, como son los impresionantes fritos. Y ese es el secreto de este restaurante: que tras la aparente sencillez todo está muy pensado, ensayado y lleno de detalles, para empezar la mezcla de harinas que consigue una “costra” gruesa y crujiente que aísla al pescado dejándolo tremendamente jugoso. Los chopitos apenas tienen grasa y se acompañan de una estupenda emulsión de su tinta.
Los boquerones de una potente mayonesa de limón (con ralladura de la cáscara para acentuar el sabor)
y la sabrosisima raya en adobo de otra, pero esta vez de ajo negro. Cono la carne lo permite, es esta la que tiene la capa de harina más gruesa y crocante. Una delicia.
Hay un guiso imprescindible: almejas al fino Quinta, un extraordinario molusco de Carril (aquí siempre lo mejor de cada casa) con una salsa perfecta en su equilibrio de vino, ajos, leve picante, etc
Las gambas rojas de Rosas son muy suculentas y ya apetecen solo de tan purpúreas y brillantes. A la plancha es como más me gustan.
Recomiendo siempre elegir uno de los grandes pescados del día. O que te elijan, como en mi caso. Hoy, un gran y elegante San Pedro hecho a la brasa y con la multicopiada salsa de vino que aprovecha las espinas y el colágeno del pescado. Una delicia que, si además, se acompaña con unos buenos guisantes lágrima a la brasa, que no siempre hay, nos lleva por caminos de perfección. De lo que siempre es temporada es de las mejores patatas fritas de Madrid que ahora ponen con unas espléndidas piparras fritas de imponente calidad (los grandes detalles de la casa).
Los postres están estupendos todos porque han elegido cosas sencillas, pero en su mejor versión, como ese milhojas de perfecto hojaldre relleno de helado de nata
o el flan, que flanea poco, porque es casi un denso y goloso pudín de crema de leche. Acompaña una ligera nata con una ralladuradelima que da un gran contrapunto cítrico y fresco.
Ya lo han visto, Estimar ha elegido un estilo muy propio que muchos han imitado. Ese es un estilo sencillo pero no simple porque solo tiene una opción: conseguir los mejores productos para hacerlos mejor que nadie y llenarlos de toques únicos.
La Finca, con la primera estrella Michelin de Granada, es uno de los restaurantes más bonitos de España, porque cuenta con el bello y campestre entorno del hotel La Bobadilla y porque además, dispone de una sobria capilla, presidida por un colosal órgano, a modo de altar y barra de preparaciones, en la que todo comienza después de una ceremoniosa bienvenida del maitre en el atrio.
Lo gracioso es que nunca fue iglesia y que, desde el mismo principio, se ideó para restaurante. Si eso son grandes cosas, la mejor es que se come realmente bien, a base de una una cuidada cocina andaluza, renovada con sensibilidad y elegancia, por el estrellado murciano Pablo González Conejero, asistido espléndidamente por Fernando Arjona.
Se empieza con dos aperitivos que son cumbres cocineriles populares andaluzas: ajili mojili, una sabrosa crema de ajo y pimiento, a la que se añaden unas quisquillas casi crudas y, en homenaje a Murcia, unas crujientes berenjenas fritas con un boquerón llamado espichá (seco y frito).
Sigue una poderosa menestra de alcachofas y pollo (en vez de carne) con moussede morcilla de Loja y caldo de mazamorra. El aguacate sobre un finísimo crujiente es tan frágil que se rompe entre los dedos. Tiene además, almendras y uvas pasas de Montilla en perfecto equilibro.
Un buen final aperitivil con dos grandes guisos: olla de trigo almeriense, que se ennoblece con jugo de matanza y tartar de calamar en su tinta, con un toque picante que contrasta con el dulce maíz. Y un espléndido rabo de toro que combina con una rica gamba blanca curada en vinagre, todo cubierto y suavizado con un aire de miel de Loja.
A través de uno de los bellos patios del hotel, nos conducen al restaurante, donde se empieza con un muy elaborado y vistoso servicio de pan, aceite y mantequilla que se completa con un soberbio paté de jabalí.
La berza malagueña es sobresaliente (Pablo borda cualquier guiso) y sobre ella coloca una cigala rellena de guiso de crestascon crujiente de cigala y el estupendo caviar de Riofrio. Todo está bueno en este plato ambicioso, quizá en demasía, porque tiene variadas temperaturas y muchas cosas que acaban tapándose unas a otras.
El maitre tuesta ante nosotros un apetitoso pan de cruasan que acompañará al plato principal: cabezada de cerdo ibérico con olla de San Antón, otro plato potente y delicioso, con una buena cantidad de grasa que quizá mereciera algún acompañamiento más refrescante, si bien ayuda mucho el estupendo pan de cruasan.
Lo que no necesita nada, porque son espectaculares, son los quesos que trabaja y eso es muy arriesgado. Es un producto tan bueno y bien acabado que casi siempre fracasan los intentos de cocina. Aquí los realzan y engrandecen en barquillo de beso de quesoehigo, crujiente panipuri de pata negra curado en manteca con pimienta y melocotón y un soberbio e inolvidable helado de bucarito azul.
Es un acierto aligerar con un postre floral a base de jazmín (en sabayon, mousse y helado, además de un aromático hielo seco aparte) con toques de azahar, chirimoya chocolate blanco y caviar cítrico.
Un estupendo postre que enlaza muy bien con unas mignardises que recrean dulces regionales: rosco de Loja, huevo volao, chocolate y pistacho de Archidona y un muy original pestiño de jamón ibérico.
Me ha gustado mucho La Finca porque, además de una de las puestas en escena más espectaculares que he visto, tiene una rica, creativa y renovada cocina andaluza, un marco único, un sumiller que entiende muy bien al cliente y un servicio tan profesional como amable.
¡Viva Pierre Gagnaire! Cada vez más brillante y a su aire, siempre barroco y alquimista de mezclas imposibles, un espíritu joven que pasa de los 70 y que es un mito de la gran cocina francesa y mundial, la siguiente generación de Bocusse -con quien aprendió- y de Girardet. Mi chef francés favorito, con permiso de Ducasse, y mi restaurante preferido de París, un lugar tranquilo, sencillo y sobrio que es obligatorio conocer para todo el que pueda.
Su secreto es la elegancia y su obstinación en profundizar en su personalidad, al margen de modas y manifiestos. Sigue con sus recetas multiformes (escoge un ingrediente y lo mezcla y cocina en varios platos distintos que coloca a la vez ante el comensal) y su gran despliegue de composiciones. Un festín de gran calidad y cantidades generosas que deslumbra de principio a fin.
Los aperitivos son un espectáculo que se despliega en la mesa en forma de un plato con tres bocados y un pote con otro, un frutero diminuto con dos más y un soporte con dos varillas de retorcido hojaldre de parmesano que yo ya me he comido antes de que me los presenten. En los demás, hay enorme delicadeza en su pequeñez y sabores que van de la fortaleza de las sardinas a la suavidad del tofu pasando por amargor de espárragos, dulzor de maíz, los cítricos del limón o la sequedad de la avellana. Y por encima de todos ellos, un aroma que nos invade, el de un canapé de trufa negra que esconde un soberbio consomé frío.
No pone demasiados panes pero los dos que sirve son deliciosos, especialmente el tierno bollo que acompaña perfectamente a una mantequilla salada clásica y a otra originalísima de caramelo.
La(s) primera(s) entrada(s) giran en torno al espárrago blanco, un ingrediente que domina. Aquí están algunos de los mejores que he probado nunca. El carpaccio de vieiras con naranja sanguina, lo cubre con una exquisita y aterciopelada sopa (emulsión para mi) de espárragos blancos de las Landas. Una mezcla impresionante.
Las puntas, muy crujientes, se acompañan de una imponente salsa de trufa, cuya base es mantequilla trufada derretida, y las acompaña de tiernas hojas de espinacas y piñones.
Acaba la declinación con vieiras hervidas en una sutil y muy aromática (hierbas, eneldo, estragón…) agua de espárragos que sirve fría. Un final sumamente sencillo y poderoso.
Un recio y exquisito filete de lenguado meuniere es base de un plato muy complejo que lleva además, láminas de abadejo ahumado, alcachofas en jugo de pulpo, setas, crema de cebolla blanca y aceitunas y una pequeña ensalada flambeada de treviso (una especie de radicchio más suave) y salicornia. Todo conjuga perfectamente y es un gran ejemplo de cómo combinar lo marino y lo terrestre.
En la misma línea, una excelente crema de erizos (bisque) es la perfecta salsa que unifica una potente mezcla de láminas de ostra Legris #1, calamares, finas láminas de queso Comté de Fort Saint-Antoine y toda una selección de verduras de invierno (puerro, zanahoria y nabo). Barroquismo, alta cocina y gaignerismo, todo en el mismo plato.
Las composiciones vuelven con la carne (y seguirán en los postres): la pechuga de una colosal gallina guineana de corral se rellena, bajo la piel, de crema de almendras y pistacho y se asa con hierbas aromáticas de Mr. Pil’s. Se coloca sobre un suculento puré de cebollas dulces de Roscoff, aceitunas verdes y zanahorias. Por si fuera poco, la parte grasa de los muslos se hacen en crujiente con puré de alubias blancas y, para refrescar tanta intensidad, helado de remolacha blanca con sirope de remolacha. Casi un postre que anuncia muy bien la catarata de placeres dulces que se nos viene encima.
Comienza esta, de menos a más dulzor, con tres asombrosos, sorprendentes y deliciosos postres: pannacotta semilíquida de azafrán, crujientes aceitunas y albaricoque; gingsengpasas, salsifí y vino griego; los muchos cítricos de limón, naranja sanguina y pomelo y coco helado y quemado. Con razón estos postres son famosos en todo el mundo.
La segunda tanda de platillos contiene tamarindo y sí, diminutas lentejas con miel que resultan un postre inesperado. Además, una piña cristalizada y fruta de la pasión y puerro (que también queda muy bien) y una tan francesa como excelsa crema de castañas con trufa, bajo un merengue crujiente que está entre lo mejor de la historia. No paran de sacar cosas. Será por eso que, sorprendentemente, porque esto es un tres estreellas, no cambian los cubiertos, bellísimos y de plata, eso sí.
Llega el dulzor total y el gran espectáculo galo del chocolate (creo que nadie lo hace así de bien): pero antes un delicado y diminuto babá al ron con crema de fresa y un toque amargo; también un súper crujiente hojaldre (tampoco nadie hace así los hojaldre) con manzana asada y caramelo -una excelente forma de reconvertir la tarta de manzana-, y por fin, bizcocho crujiente con crema de chocolate, almendras garapiñadas al chocolate, lámina de chocolate negro crocante, pistachos y un oculto centro de helado de nata, un postre que es muchos. Todo está al nivel de la cocina.
El servicio de la más alta escuela es una constante en los grandes restaurantes franceses y pocos lo superan en ceremonia y distante amabilidad. La carta de vinos, está llena de exquisiteces, muy bien escogidas, que los (numerosos) sumilleres hacen aún más atractiva. Y la experiencia general, agrandada por el mítico nombre del chef y la predisposición al disfrute, es absolutamente única.
Rui Paula es uno de los mejores chefs de Portugal y además, el primero -al menos de los que quedan en activo- en abrir caminos en esto de la cocina moderna o vanguardista, en la que el país andaba bastante rezagado.
Gracias a su trabajo y a una venturosa conjunción de las estrellas, pudo establecer su segundo restaurante -ahora ya con dos estrellas Michelin– en uno de los lugares más bellos del mundo: la Casa de Cha (té en español) da Boanova, una bellísima construcción primeriza del gran Siza Vieira. Está en un precioso roquedal sobre el mar y es un ejemplo de integración de arte y naturaleza, todo piedra, madera y enormes -a veces diminutas- cristaleras abiertas a la rompiente.
Un escenario único en el que cuando se levantan las ventanas, se está literalmente en el mar. Podía haber sido un nuevo fiasco pero la cocina de Rui ha sido la guinda de este pastel de belleza, arte y naturaleza. Un lugar inigualable para disfrutar.
Quizá inspirado por la austeridad del edificio, comienza con un sencillo -y extraordinario- pan tostado con lardo que se sirve junto a una masa que va subiendo en un vasito mientras cenamos.
Tras este desconcertante comienzo propone un juego, basado en los descubrimientos portugueses: situar los aperitivos cosmopolitas en un esquemático mapa-bandeja de porcelana. Se trata de un europeo cóctel de marisco con aceite, una india y sabrosísima almeja en espuma de curry con cilantro, tinta y pan frito y, por fin, el Brasil de la tapioca y la caipirinha con mejillón.
Sigue una espléndida anguila ahumada con avellana y granada y todo bajo una espléndida y fina gelatina de caldo de gallina. Una mezcla tan conseguida como inesperada.
Con un estupendo cóctel cítrico de ginebra y jalapeño, resalta con sus toques ahumados el lirio de mar con pepino dulce y eneldo en un crujiente barquillo; junto a él, una perfecta y potente cuajada de erizo con parmesano, salicornia y un fresco tartar de atún de las Azores con ostra y crujiente de algas.
Un merengue de pulpo al curry con coco parece un disparate, pero como tantas cosas en manos de grandes chefs, se torna un delicioso bocado lleno de matices.
Acaban entonces la masa que crecía en la mesa y que resulta ser un tierno pan de algas con estupenda mantequilla de lo mismo.
En plato de desperdicio cero (porque se aprovechan piel, huevas y espinas), la lubina en su hábitat está montada en espuma de dashi, piel crujiente, estupendos percebes, gelatinas de plancton y dashi y también algas, toda una zambullida en un mar como el que nos circunda.
La gamba roja es pura esencia marina, también gracias a la espuma de sus cabezas, pero también aromas terrestres de lima kéfir y brécol.
El carabinero de Rui es un clásico, con la cabeza a la plancha, el cuerpo levemente hecho y ácidos de limón, dulces y suavidad de polvo de mantequilla. Un poco de piña de Azores y la salsa de las cabezas completan los muchos y bien armonizados sabores.
Sigue el lujo marisquero con un imponente bogavante con espuma de sus cabezas, una deliciosa pannacotta salada de leche y bogavante y toques picantes de chile y frutales de aceite del Duero.
Hay un muy buen plato probiótico y depurativo, del que están orgullosos, a base de un estupendo y punzante kimchi que se completa con cigala, setas enoki, boletus, pakchoi, cacahuetes y lombarda, reuniendo variados, deliciosos y suaves picantes.
Me ha gustado mucho el delicado pez gallo con quinoa crujiente, tempura de navajas, un toque de papada sobre el pescado y una sorpréndete crema de arroz y navajas con salsa de vainilla.
Borda el chef el clásico bacalao con garbanzos, al que añade sus callos, puré de garbanzos y una estupenda y afrancesada espuma de champán, mas ligera que la salsa.
Para acabar, mi plato favorito de la casa y no sé si es por su belleza. El calamar Chanel es una belleza de molusco relleno con salsa bordalesa y arroz crujiente, una receta que entra por los ojos y hasta mejora en el paladar.
Vuelve la cajita del curry cerrando el círculo de lo salado. Pero esta ves en un dulce pastel de limón, exactamente igual en la apariencia que el aperitivo.
Me encanta el postre cosecha tardía de Rui, toda una sinfonía de sabores de viñas y otoño: pastel de pecan, puré de albaricoque, uvas, crujiente de miel y un estupendo sorbete de cosecha tardía.
Es un postre intenso que se compensa con la frescura del melón, yuzu, pistacho, jengibre y bizcocho helado con gelatina. Otro gran postre.
Y para acabar lo que toca: café y chocolate, que también lleva cacahuetes en texturas y un arriesgado y muy equilibrado toque quemado.
Rui Paula se ha consagrado como uno de los grandes cocineros portugueses y la Casa de Cha como el restaurante más bello de Portugal (y único en el mundo) que además, ofrece una cocina del mar refinada, muy meditada y de muy altos vuelos. El exquisito servicio y una gran bodega piden a gritos la tercera estrella.
Debe estar conectado para enviar un comentario.