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The Grill

Imaginen comer en uno de los mas bellos edificios de Mies Van Der Rohe y que a su llegada, entre bellas recepcionistas, les reciban tres impresionantes cuadros, uno de Miró, otro de Léger y el tercero de Yves Klein. Además no en azul, así que miel sobre hojuelas. Los cuadros son auténticos y el edificio es el Seagramde Nueva York, ese prodigio de elegancia y belleza que sigue siendo un moderno de más de sesenta años.

Y el restaurante, The Grill, es un compendio de fama y buena comida, lo más  de lo más ahora mismo en la ciudad, porque viene precedido de gran fama. Los propietarios la consiguieron en al celebrado restaurante del Four Seasons. Ahora con este marco de techos de ocho metros, maderas nobles y ventanales cubiertos por cadenitas ondulantes a modo de cortinas, han conseguido que sea el centro de encuentro del todo Nueva York, una gran corte de gente elegante y diversos estilos que sí se viste para cenar y que me hace preguntarme, una vez más, por qué en España gastando más, teniendo lugares bellos y, en general, mejor comida, el ambiente deja tanto tanto que desear. Fíjense que para la mayoría el equivalente a este sería esa meca de la elegancia tropical que se llama Amazónico

Antes de pasar al comedor, recomendaría darse una vuelta por el inmenso bar lleno de gente interesante y junto a un gran bodegón de productos que se ofrecen en la carta, especialmente inmensas tartas que parecen sacadas de uno de aquellos cuentos de gigantes que comían niños.

Me gustó la tortilla de setas (salvajes dice el camarero) que se prepara ante el comensal en un gran alarde de vuelta y lanzamientos al techo. No es complicada, tiene buen punto y le ponen algo de trufa -no fresca-.

Las sardinas en vinagre son deliciosas, suavemente marinadas y sobre algunas verduras encurtidas, zanahoria y cebolla en realidad. Están muy frescas y suaves y sus lomos plateados y brillantísimos las hacen irresistibles.

Tienen aquí una buena oferta de carnes -mucho menos de pescados- y de ellas me encantó el solomillo, que ofrecen a la florentina, con salsa de pimienta o de ostras. Aunque no me gustan las carnes con salsa esta fue una excepción, Opté por la de pimienta, intensa, muy fluida y sin grasa alguna, un buen realce que no esconde una carne tierna y de sabor suave y sutil

Algo parecido ocurre con el pato en salsa de mostaza y miel. La pechuga está rosada y la piel muy crujiente en un efecto perfecto. La salsa agridulce recuerda los patos chinos y reúne las mismas buenas características que la anterior.

Los americanos cuidan los postres, quizá lo mejor de su cocina. También lo hacen con los muchos que han importado. Optamos por la tarta de limón, muy a la americana, no sé si la favorita del gusto europeo: mucho bizcocho jugoso, abundante merengue y aún más crema con leve sabor a limón. A mi me encanta y quizá por eso no hay foto.

O porque estaba embelesado con el fuego de una fantástica tortilla Alaska, ese dulce antiguo de merengue flambeado que esconde bajo su tibio exterior un helado relleno de frutas escarchadas. La preparan, como siempre, en la mesa, y de modo muy espectacular.

Vengan a The Grill. No se lo pierdan, sobre todo porque no tenemos equivalente. Los tenemos mucho mejores y algunos casi tan bonitos. Lo que no hay en España es esa mezcla de todo lo dicho con ambiente de película o de serie de TV. Esperaba ver a Carrie Bradshaw o Patrick Bateman (ya saben, American Psycho) en cada esquina. La comida es sencilla y el precio elevado, pero el conjunto irrepetible.

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Peripatéticos 

Este blog se me está haciendo más platónico cada día. Incluso peripatético. De ahí que cada vez pasee más y me pregunte más cosas. Hoy me cuestiono por qué cuando viajamos a Estados Unidos nos precipitamos a tantas ciudades y dejamos de lado las bellezas de Washington. Quizá será que la creemos tan solo una capital administrativa, la metrópolis del mundo global, pero aun siéndolo, es además una bella ciudad que parece construida por masones escapados de La Flauta Mágica

Aquí sólo se conoce la línea recta, la razón y el orden, y la proliferación de templos griegos y la veneración a los tres órdenes clásicos parece remitir a gentes que se olvidaron de cualquier dios para rendir tributo exclusivo al hombre, al intelecto y a la historia. 

Como no hay demasiados turistas y sí muchos buscadores de oro y poder, los pantalones cortos escasean y las chanclas no existen, razones bastantes para visitarla. La elegancia del vestido se prolonga en las interminables y rectilíneas avenidas y en una inacabable serie de museos (historia natural, historia americana, del espacio y hasta del espionaje…) entre los cuales la National Gallery está entre los mejores del mundo. Aunque son gratis, están plagados de sofás y maravillas y hasta permitidas las fotos, se puede ver a Leonardo, Vermeer, El Greco, Rothko o Giacometti casi en soledad. Así que insisto, ¿como no venir?

El viaje también puede servir para ver los grandes monumentos de una nación feliz y autocomplaciente que no se cuestiona a cada paso o para ver cómo vive y se mueve el jefe del imperio en una democracia sin complejos. A saber, tráfico cortado incluso para los peatones y seis grandes motos de escolta para dieciséis vehículos, entre los cuales destaco dos limusinas presidenciales -o muselinas como decía aquella dama, amante de un banquero del franquismo-, un coche de bomberos, una ambulancia y un todoterreno para el cámara oficial. 

Triunfar en este mundo extraño y altamente competitivo, siendo español además, no es tarea fácil, pero José Andrés lo ha hecho. También sirve esta circunstancia para reflexionar sobre los ya tratados misterios de la fama, ya que lo que el público le da, los entendidos se lo niegan, pues estos le hacen poco caso mientras que aquí se puede permitir codearse con los Obama o desafiar al mismísimo Trump

Nunca se me habría ocurrido ir a un restaurante español fuera de España pero me moría de curiosidad y ya saben lo que decía Wilde, así que escogí uno de sus locales más populares, Jaleo, una especie de tapas y olé, un concepto de comida rápida pero española cien por cien. Y no fui defraudado, porque el éxito es admirable. Ya era hora. 

El enorme local estaba abarrotado de americanos que comían con fruición todo lo imaginable que se pueda hacer en España porque este es un restaurante panhispánico, que bueno hay en todas partes. Por eso, no renuncia tanpoco a los humildes botijos, a las asustadoras cabezas de toro y al rojo de Carmen y de todas nuestras pasiones. 

Hay de todo y si no, véase simplemente la tapa de la carta. Escogí un menú rápido con tres platos, postre y tres opciones para elegir en cada uno. Los nombres son siempre en español (olé nuevamente) y las explicaciones en inglés. Empieza sirviendo pan acompañado de aceite con ajo y romero. Por qué no si aquí comen pan con mantequilla de ajo derretida tan solo porque les parece el colmo de la italianidad. 

El gazpacho tiene todo lo que hay que tener pero prudentemente no se carga de pepino y el ajo se aligera en beneficio del vinagre. Además le pone una gotitas de aceite crudo que es justo lo que yo hago cuando me mimo. 

El empedrat junta unas buenas judías con excelente aceite, variadas hortalizas y una  salsa agradable de aceitunas negras y perejil. 

No entendía que era un pollo al ajillo con salsa verde pero resulta que es un tierno pollito marinado con una densa salsa y un picadillo de perejil en el centro a modo de corona aromática y vegetal. 

Lo mejor sin embargo fue el postre. El flan estaba teniendo mucho éxito entre mis vecinos pero opté por el pan con chocolate y, en su sencillez, me pareció gracioso y original, una buena reinvención de la merienda perfecta de una España lejana y mucho más pobre: bajo una crujiente rebanada de pan con algo de aceite y miel, una bola de helado de pan y otra de densa y amarga crema de chocolate negro rebozada en polvo de cacao. Por todas partes pequeñas pepitas de sal, hilillos de aceite y algo de orégano fresco. Comido todo junto es aquella golosina pero mucho más sofisticada. 

Este no es un restaurante de alta cocina y no lo pretende, pero tampoco trata a los clientes como necios guiris. Estando a miles de kilómetros de España es mejor que cualquier tasca, más digno que algunos para turistas famosos en Madrid o Sevilla y se basa en un concepto exportable del que podemos sentirnos orgullosos. Además, el menú descrito cuesta 20$ y tal como promete, se come en una hora o incluso menos. Con bastante razón José Andrés es el gran embajador del made in Spain en los Estados Unidos

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