Me gusta tanto Fismuller, como me molestan los tics autoritarios de Nino Redruello. Sus virtudes como restaurante informal, decadente y divertido con estupenda cocina, lo ponen entre los mejores de Madrid y lo hacen quizá el mejor, en este estilo y rango de precios. Además, en la era de la copia, no se parece a ninguno y esa originalidad arrebatadora muestra mucho talento.
Nino lo sabe y quizá por eso se empeña en solo servir café de filtro, licores destilados por ellos y otras zarandajas. Hemos colocado a los cocineros en un lugar de fama y veneración que no merecen y eso les lleva a imponer sus gustos por encima de los del cliente, no al revés. Basta con dar las dos opciones, la propia y la ajena, pero para eso les falta tanta humildad como para no obligarnos a comer con los dedos, en horarios absurdos o con un solo menú. Es la dictadura del chef.
Pero como lo de tenerse que ir al bar de al lado solo llega al final, antes hemos disfrutado de unas crujieentes vainas con guisantes y finísima salsa verde mezclada con unos suculentos torreznos.
Siempre me ha encantado su tatin de cebolla, peor ya no sé, tras probar este de delicados puerros con mortadela trufada y una sutil salsa blanca.
Con el arroz rojo transitamos de tanta sutileza a la fuerza del sabor, gracias a un potente caldo y a unos buenos chipirones. Es muy cremoso y eso contrasta con crujiente de un estupendo cangrejo de cáscara blanda. Cuando un arroz es bueno, puede casi con todo lo demás.
Menos mal que los aromas y el picante del pato mudo con maíz dulce y mole amarillo, brillan por sí solos. El ave muy tierna y la salsa potente y deliciosa contrastando con el dulzor del maíz.
Nunca se deben perder una de las mejores tartas de queso de Madrid, con varias consistencias y muchísimo sabor a queso azul. Pero si hay, el flan ahumado, pura crema, que se sostiene de milagro, les dejará complacidos y boquiabiertos.
Gente que todo lo hace bien: Quique Dacosta. Y no voy a descubrir su talento creativo, innovador, audaz e inagotable. Quiero resaltar su capacidad para crear restaurantes de todo tipo y la elegancia que pone en todos ellos. Hasta en los más populares, como este Llisa Negra, en el que aparece su yo más valenciano. Un sitio que quiero que esté en más ciudades porque… ¿por qué hay que tener cientos de japoneses y ni un buen valenciano?
Valencianismo que empieza con un buen pan con tomate y ajo y un tomate verde en salmuera que llena el paladar de huerta.
Después, los buenos mariscos de esta carta: un suculento salpicón de centolla con crema agria y cebollino que consigue ser fresco y ligero.
Las gambas de Dénia siempre son una joya y simplemente al josper, con sus toques a madera, toda una fiesta. Quique las pone hasta en sus menús más sofisticados porque está muy orgulloso de este gran producto de su tierra de adopción. Y se entiende.
Pero como para mí es mejor el más es más, me ha encantado el excelente carabinero al horno porque tiene también la gracia de un sabroso y cremoso gratin de erizo y kimchi que le da alegría centuplicando los placeres.
¿Y como se hace para que casi guste más que el marisco una simple berenjena? Pues siendo un genio. Al josper, con melva y dos salsas: caldo de verduras y holandesa, se convierte en un plato delicioso y lleno de matices.
Aunque casi me quedo con esa perfección (gastronómica y dietética( porque tiene de todo y todo sano) de la paella valenciana. Al fuego de leña de naranjo tiene un grano firme y regio, casi nada de grasa y un socarrat que hace olvidar el resto.
Como todo lo ha elegido él en este almuerzo fallero, un postre nuevo que me ha encantado (crujiente hojaldre, con espuma de nuez y calabaza con sus pipas garrapiñadas y un toque de naranja) y una soberbia tarta de queso de oveja de variadas cremosidades (de más a menos) e intenso sabor.
Otra elegancia del chef: servicio de tres estrellas en todos sus locales. Hasta en las Fallas mantienen la profesionliadad y el gran estilo.
No se lo pierdan e incluso vayan exclusivamente hasta Valencia para conocerlo. La comida merece la pena y Valencia no digamos.
Me encanta Soy Kitchen, seguramente el mejor chino de Madrid por su audacia, creatividad y buenos productos. Unas veces parece un español achinado y otras un chino españolizado. La mayoría, un gran chino a secas, porqueel chef domina las varias cocinas de este inmenso país.
Como hacía tiempo que no venía, Julio me había pensado un menú pero la carta es tan apetecible, que se me han antojado muchas cosas y este ha sido el espléndido resultado.
Primer acierto: empezar por los estupendos mejillones al wok al estilo de Hong Kong. Se hacen con cebolla pochada y jengibre pero lo que les da los sabores únicos y punzantes son el chile rojo y una envolvente y suave emulsión de wasabi.
El tuétano de ternera es una exuberancia animal, pero también muy vegetal, gracias a un despliegue de hinojo, calabaza y coliflor. Con pimienta de Sichuan se hornea todo y la potente crema se sirve con emulsión de berenjena china ahumada y esponjosos mantou, los deliciosos panecillos fermentados y fritos.
Hay variados dim sum, todos muy buenos, pero el imprescindible es el xiaolong baorelleno de cerdo, gambas, crema carabinero y lemon grass. La particularidad de este bocado es la delicadeza de su masa y que explota en la boca porque el relleno está sumergido en un aromático y muy sabroso caldo. Único problema: abrasa paladares ansiosos, como si de un castigo de Pedro Botero se tratara.
Solo me gusta el pato pequinés con la piel crujiente en el crepe y ahora todos ponen carne. Si se quiere así, no hay mejor manera de hacerlo que este pato azulón cocinado durante diez horas a baja temperatura con cominos, pimienta de Sichuan, guindilla y soja ahumada. Y en vez de salsaHoisin, reducción de los jugos del pato con verduras. Después, se desmigaja la tierna y especiada carne y ya todo igual hasta conseguir unos rollitos aromáticos, suculentos y únicos. Para acompañar un estupendo arroz frito de langostinos y pluma ibérica.
Ricos postres como cremoso de chocolate y crema de wasabi (que podía ir sin este porque sabe poco y queda feo) y un muy fresco cremoso de coco y sorbete de maracuyá, que mezcla textura y temperatura.
Me encanta también Baoli y le gana con creces eh decoración, pero, si nos ceñimos a cocina y servicio, este Soy Kitchen sigue siendo mi preferido.
El mejor restaurante de Menorca, y admito opiniones en contrario, es Sa Pedrera des Pujol, abarrotado de libros y muy buenos vinos y con su cocina clásica y sabrosa; puramente menorquina, pero inoculada de universalidad. Por supuesto, un servicio esmerado en el que profesionalidad y simpatía se dan la mano. Fouché y Talleyrand, según Chateaubriand, pero a la inversa.
Y además, por 50€, porque en invierno hay menú obligatorio (4 entradas, 4 principales y 4 postres a elegir) por tan estupendo precio. Así que, como decía mi abuela, “miel sobre hojuelas”.
El chef nos ha sacado -yo creo que esto era solo para nosotros-, después de sus clásicos aperitivos, un delicado tartar de gambas con punzante ajoverde de piparras y una gustosa pannacotta de anchoas con olivada y migas, tres cosas que casan muy bien pero con texturas inesperadas.
La crema de champiñón con huevo poché y trufa es un plato de sienpre, que nunca pasa, porque es perfecto. Resulta cremoso y suave y mezcla sabores de bosque y granja.
De la carta, suculentos canelones (punto impecable) de bacalao y setas, con aterciopelada bechamel y la gracia del jugo de pimientos asados que le daban gran sabor.
Me he equivocado con los rollitos de perdiz con col y hoisin de ciruelas porque pensé que la col era a lo que el chef llamaba rollito, vamos que era un rollo de col, pero no. Todo, relleno y salsa, estaba buenísimo pero con pasta wanton para el rollito me ha gustado menos. Cosas mías.
Tienen también la inteligencia de hacer arroces para uno y el de alcachofas y pulpo es impresionante. Por el punto del arroz, lo tierno del pulpo y unas alcachofas deliciosas. Todo junto y bien aderezado en un arroz espléndido.
Muy rico el enorme confit de patoa las cuatro especias, con su piel dorada y crujiente y una estupenda compota de membrillo. Me gusta más que los clásicos frutos rojos y está menos vista.
En un país de postres mediocres, es una maravilla encontrase con el biscuit glace con toffee salado y garrapiñados. Junta muy bien dulce y salado, blandos y crujientes, helado y salsa de caramelo. Mucho y todo bueno.
Aunque nada como el hojaldre caramelizado y sublime de una pantxineta rellena de crema de café al Kahlua y chocolate caliente. Ya no podía y me he dejado alguna cosa, pero del hojaldre… ni una miguita.
Les resumo: no se lo pierdan. Me lo agradecerán y además verán en el camino, el bello y civilizado campo menorquín.
Saint Paul de Vence es uno de los más bellos pueblos de los Alpes Marítimos. A 400 metros sobre el nivel del mar, todo son vistas del Mediterráneo, casitas pintorescas con tejados de tejas y un verdor lujuriante.
Y separado por este, Alain Llorca está en una curva de la carretera y posee un perspectiva imponente del paisaje y el caserío. Además, una cuidada cocina galardonada con una estrella Michelin.
Aunque era el económico menú de mediodía (79€), empiezan con lujosos aperitivos: espumosa de crema de coliflor, una crujiente tartaleta de bacalao con yemas de huevo y una singular pizza de tomate y anchoas.
Muy bueno el foie templado con champiñones, menta, un extraordinario caldo de verduras, intenso y profundo, y un leve toque de curry verde que aporta picante.
Los salmonetes con alcachofas y flores tienen también una estupenda berenjena y, como el anterior, es prueba brillante del amor del chef por los vegetales y los productos locales.
El bacalao con espárragos verdes tenía un pinta estupenda pero no lo probé, concentrado como estaba, en una tierna y rosada pluma ibérica cubierta de puré de pimientos y con unas impresionantes lentejas a la manera de un risotto.
Como siempre, la cosa mejora en los dulces, ya sea en el milhojas de chocolate, negro, fuerte y muy crujiente, o en el merengue relleno de frutos rojos, que mezcla dos, uno más fluido, más grandes, y otro seco y crocante, a la italiana.
El lugar es maravilloso y además tiene la Fundación Maeght, uno de los museos más bonitos del mundo. Si además, se come aquí la experiencia será inolvidable.
Como el Tajo, a su paso por Lisboa, es más mar que río, no es extraño que los lisboetas sean más marinos que fluviales. Por eso, esta ciudad está llena de excelentes restaurantes de marisco y pescado y por tanto, no es raro que Sala se haya dedicado a ellos por entero.
Los trata espectacularmente bien Joao Sá y de una manera muy portuguesa, lo que viene a ser universal. Porque Portugal es, y sobre todo fue, una buena parte de África, todo Brasil, muchos enclaves de Asia y, por supuesto, el rincón más occidental de Europa. Portugal es tan grande como el mundo y Joao Sa quiere ponerlo en su cocina, como Borges en el Aleph.
Empezamos con una buena versión del caldo verde -aquí todo en esencia líquida y con aceite de algas-, y, para demostrar lo dicho, moamba, un guiso de pollo con okra que aquí es bocadillo de piel crujiente de gallina. Muy sabroso.
Mejor que una ostra envuelta en xerroco (un pescado que no sé cuál es) madurado y con un toque de vinagre que quita intensidad a sus ingredientes tan fuertes y agresivos que no deberían ir juntos.
La cabracon hinojo marino pecaba de lo mismo y con esto de las curaciones, me ha sabido como a pescado pasado.
Menos mal que un impresionante y sorprendente bogavante con castañas me ha encantado. Los dulces de esta se intensifican con una espuma de los corales con caramelo y todo de apicanta con un estupendo curry.
El choco-late es otra sorpresa porque el choco es el del calamar, que aquí se mezcla con aceite de café, cebolla y leche. Me ha encantado también un sutil sabor a nuez moscada en una salsa que, como las demás, es estupenda.
Resulta que el cuscús se quedó en Tras os Montes aunque los árabes se fueran y aún hay una artesana que lo hace a mano, por lo que es algo más grande y permite que se trate como un arroz. El plato de Joao es ten bello como sabroso: lo enriquece con navajas, alga codium y erizos y lo envuelve en una magnífica salsa de cilantro rica en ajo. Para los tiquismiquis del cilantro, hay versión perejil.
Y del falso arroz al verdadero, en otro plato memorable, con pulpo algas, vinagre y un alegre picante al que añade huevas de pulpo con cuatro meses de salazón. Un gran arroz, mejor todos los otros de “polvo” (pulpo) que he comido en Portugal.
Decirme que un sorbete es de alga nori me preocupa, pero estaba tostada y muy bien equilibrada con manzana verde e hinojo, aunque mucho más atractivo era el postre de moras, pistacho y un poderoso y original wasabi, punteando los dulces.
La selección de vinos es impresionante y el pan realmente bueno, lo que prueba que este es un restaurante redondo plagado de buenos detalles.
Lo mejor de ir a un buen restaurante cuando ya está consolidado, es que no hay sorpresas. Lo malo es que poco les puedo descubrir que no se haya dicho. Menos mal que yo siempre hablo de mi experiencia personal y en ese momento y ello, es absolutamente personal e intransferible.
Por diversos avatares, he tardado en ir a Chispa Bistró y eso me la pasado. Ningún riesgo en un restaurante en el que reina la armonía y la calidad: entre la sala y la cocina, entre los vinos y la decoración y entre los buenos productos y las excelentes técnicas (curados, fermentados, encurtidos, ahumados…), todas presididas por la brasa, aunque de modo radicalmente diferente. Es el leve espíritu que sobrevuela, así que olviden cosas simplemente la parrilla.
Aunque hay un buen menú, hemos preferido la carta y de ella cinco platos para dos (tal y como recomiendan). Así, se comienza con sabrosa agua de tomate a la brasa con aceite de chimichurri, un consomé frío y lleno de sabor gracias al braseado del tomate.
Después una royal de pollo a la brasa con un rico toque picante, pero cuya textura no me ha gustado nada porque parecía cortada. Ni cuajada, ni flan, ni chawamusi.
Me había preocupado un poco, pero a partir de ahí -auto spoiler-, todo fue subiendo. Y eso porque gustándome los exquisitos guisantes con liebre y cangrejo no he acabado de ver la necesidad de este. No es lo mejor para la liebre. Los lomos con royal de cangrejo estaban demasiado contrastados pero la pasta fresca casera, rellena del resto, con una enjundiosa salsa de cangrejo (aquí es más suave) me ha encantado.
Las pequeñas alcachofas a la brasa de sarmiento con un simple -pero extraordinario- berberecho son impresionantes, pero aún lo es más una soberbia y elegante emulsión de vino blanco y caldo de berberechos. Y como las alcachofas son reto de grandes sumilleres, Ismael Álvarez, que lo es y mucho, las sirve con Contubernio, un excelente medium sanluqueño con el dulzor justo.
El mero tiene una piel tan crujiente como nunca (la llaman torrezno marino) y se debe a una técnica de desescamado llamada sukibiki. La carne, madurada una semana, está muy jugosa y se moja en una salsa espumosa del pescado con almendras ahumadas. Súper receta.
Cuando veo fabes no resisto y estas, de Luarca, con jabalí son mantecosas y llenas del sabor de un potente ragú de caza con trompetas de la muerte. Mucha profundidad en la salsa y gran ternura en la carrillera del jabalí a la brasa. Un plato muy redondo.
Casi tanto como las crujientes mollejas a la brasa con una estupenda beurre blanc. Como salazón, un pedacito de anchoa que a mí me ha resultado muy fuerte frente a la delicadeza de la carne.
Y el final había de ser sorprendente y lo han conseguido con un postre de setas en forma de pannacotta y helado combinados con mousse de chocolate al aceite de oliva con un toque de aceituna y crujiente de frambuesa.
Ya les advertía que nada podía añadir a lo que todo el mundo sabe, que estamos ante un gran restaurante con una cocina deliciosa muy bien elaborada que no se parece a otras y que va de lo internacional a lo local (o ¿será al revés?) con toda naturalidad y soltura.
Solo para seis comensales, sentados en torno a una barra japonesa, Toki es uno de los mejores restaurantes japoneses que conozco. En él, todo el refinamiento nipón se une a la iluminación muy tenue y a una gran bodega que contemplamos mientras nos sirven un té de arroz Nikomaru, cuyo codiciado grano son los únicos que lo tienen en España.
Y tras una cortina empieza el espectáculo de un chef meticuloso que todo lo prepara ante nosotros, empezando por una delicada crema de tofu y judías verdes que anima su dulzor con el toque salino del caviar.
Después tres bocados deliciosos a modo de aperitivo triple: terrina de anguila ahumada con foie, mostaza y moscatel, vieira deshidratada con reducción de soja y un crujiente papel de arroz con polvo de wasabi.
El sabayón no se si es más francés o japonés porque tiene yemas de huevo al champagne, pero también un oloroso dashi de bonito y castañas, rebozuelos, tupinambo y trufa. No sé que será más, solo sé que es un bocado soberbio y lleno de matices vegetales.
El sunomono de pepino y wasabi fresco rallado, que aprovecha también el tallo y y las hojas, es de un maravilloso buey de mar gallego tanto en el natural de su carne como en crema.
La tempura se dice que es portuguesa y el agemono sería igual a los peixinhos da horta si no fuera porque en vez de judías verdes son de langostinos, hoja de sisho y ajo negro con un toque de limón. Todo está muy bueno pero nada supera la finura de ese excepcional rebozo.
Magnífica en sus ahumados naturales la berenjena con salsa de bonito y soja, coronada de katsuobushi (atún deshidratado) puerro y cebollino, un plato lleno de sabor y elegancia.
El kobe de Kagoshima A5 (máxima infiltración de grasa, masajes) es el más famoso y lo sacan y lo cortan amorosamente antes del agemono y, mientras seguimos comiendo, lo asan a la robata, con un punto perfecto, hasta que su cremosa grasa rezuma. Lo acompañan de ajo frito deshidratado y de raíz de loto en grasa del kobe. Probar esta carne tan tierna, grasa y rosada es una experiencia verdaderamente única.
Isukemono son encurtidos para limpiar el paladar: lechuga con miso, raíz en sake, un tubérculo que sabe a manzana y nabo daikon en vinagre de arroz.
El sushi llega en maraviloso espectáculo de niguiris (y más) en el que se presentan los pescados del día, se cortan uno a uno y se preparan con multitud de detalles. El arroz es el mencionado Nikomaru, una especie de Ferrari del arroz, con un grano más largo que hace más cremosa la cocción. Se sirve a temperatura del cuerpo y com un punto estupendo. Los pescados del día son salmonete, boquerones, lubina, trucha, vieira, cigala, calamar, carabineros, y los más exquisitos cortes del atún (akami, chutoro y toro), sin olvidar las huevas de samu.
Los toques de cada niguiri son impresionantes: wasabi fresco recién rallado, hoja de sisho, daikon, huevas, crujiente alga kombu, brasa en la anguila, salsa de soja deshidratada, otra de 38 años y alguno que se me olvida.
Todo eso conforma un festín único en el que la calidad y la frescura de los pescados solo compite con la elegancia y la maestría de la ejecución y la suavidad del arroz
El cuerpo está al límite y la mente también. Por eso se agradece una potente sopa de miso rojo con cigalas, trufa y trompetas de la muerte, que rematan magníficamente la comida.
Lo mismo hace el postre cítrico y frutal de mango, pera y granizado de sake, todo un golpe de frescura que corona un menú delicioso que gusta tanto al paladar como asombra a la mente por la deliciosa meticulosidad y la barroca sencillez de todo lo japonés.
Un sitio único que ningún amante de esta cocina (y son legión) debería perderse.
Superar la elegancia, finura, creatividad y sabiduría de la cocina de Quique Dacosta es casi imposible. También superarse a sí mismo. Pero lo ha hecho con sencillez, como simples son muchas de las ideas geniales. Le ha bastado organizar un cuatro manos consigo mismo, aunque como eso es imposible, ha juntado a sus chefs de Deesa y Quique Dacosta (cinco estrellas entre ambos, pronto seis) para una noche mágica en el Ritz y un menú mezcla de lo mejor de cada casa.
Y como era en Madrid, se ha inventado para empezar, un rotundo cocido madrileño en esencia líquida a base de una espuma de garbanzo (a modo de merengue) con cerdo deshidratado como katsuobushi y pimentón de la Vera, todo presidido por un profundo y ligero caldo de cocido. Y para “mojar” y que parezca más un capuccino, una pastita de té de garbanzo. ¿No hizo el gran Adriá liquida la tortillaespañola?
Ya en la mesa, otro trampantojo asombroso recién probado en Denia, la torta del Casar extremeña (lugar de nacimiento de Quique) pero de almendras valencianas (sitio donde vive) y con una textura y aspecto idénticos. Su sutileza es impresionante y se acentúa con un brioche aireado de kéfir con mantequilla montada de oveja y trufa. La levedad hecha plato.
Uno de mis preferidos, por sabor, belleza y frescura, es la sopa fría de remolacha (del crudo al caldo) y eneldo con helado de kéfir y salmón. Son ingredientes que se usan mucho juntos en el norte de Europa pero con estas texturas y temperaturas, el resultado es tan brillante como diferente.
Nunca había probado el paté en costra de la casa y me ha dejado boquiabierto. Nuevamenhe es la esencia reconstruida: el hojaldre es una leve y frágil masa muy aireada que se rellena con una espuma de las carnes y el foie y que recibe la lluvia de una ligerísima Perigord.
De la misma estirpe, sorprendente, avanzada, audaz, es otro de mis preferidos: merluza en salsa verde convertida en un brioche ahumado (hecho del colágeno de la pescadilla) que se coloca sobre salsa verde, beurre blanc y unos diminutos y crujientes guisantitos del Maresme.
La cebolla puede ser muy dulce pero no todos lo ven. Para que así sea, Quique la hace en creme brulée con papada y setas y un toque de parmesano que me encanta. Para más sabor, una reducción de la papada que adorna el plato con finos hilos.
Me gusta el nombre Blanco sobre Negro para el calamar a la bruta, porque es un precioso flan de merengue de sepia que revela la tinta en su interior al romperse. Alrededor, la piel de la sepia en salsa verde, las patitas fritas y una estupenda reducción de cebolla morada. Cuando no se sabe que impresiona más, si el sabor o la estética.
Hay un estupendo pan de aceite -servido tan ceremoniosamente como debe ser-, que da un respiro antes de nuevos goces como el lenguado beurre blanc con sake envejecido y perfumado (literalmente porque lo asperjan con un perfumero) con vinagre de arroz. El lenguado se mima a baja temperatura y la piel se tuesta. Pequeños fideos de mirin (vino de arroz) redondean el plato.
Siempre hay arroz y cada vez más atrevido. Este era deespardeñas (el mar) y de puerro asadoy lavanda (la montaña). Una mezcla armoniosa y casi poética.
No sé si decir que dejan para el final el plato más asombroso porque todos lo han sido, pero llegan a la mesa unos huevos de oro para presentar el huevo de otoño que cuando se pincha, estalla de mole negro de… algarroba y yema. Para mayor textura ante tanta ternura, angulas de monte y anacardos. Otra vez ojipláticos.
La llegada de una bella hoja de higuera no baja el nivel, ni lo puede subir, simplemente lo mantiene muy alto. No es un postre de higo sino de higuera, con una hoja de merengue que da el pego, espuma de leche de la misma y perlas e higos confitados y el toque agridulce del vinagre envejecido de Pedro Ximenez.
Todo un espectáculo de polvo de espuma de vainilla, helada con humeante nitrógeno líquido, es una berlinesa de chocolate blanco con lima kaffir y jengibre. Si además se le ponen perlas de vainilla la cosa se pone inmejorable.
Pero todo llega a su fin y en mi caso con el reto de comer algo que me gusta tan poco como los pastosos polvorones, pero Quique no sería él si fueran normales. Estos son una muy ligera delicia de almendra, nada densa, una especie de espuma seca que se derrite en la lengua.
Pero aún queda y es que las mignardises son aquí más bien postpostres: merengue seco de manzana verde y una tartita de queso repleta de sabor.
Todo ha brillado. Estaba Quique, que brilla mucho con su aire de torero fino o de ingrávido bailarín, y su sumiller estrella que es el deDenia. Pero no faltaba el perfecto equipo de María Torrecilla y la sumiller de la casa. Como dice los portugueses “ouro sobre azul” que significa lo mismo que en español, “miel sobre hojuelas”
Bienvenidos al nuevo Skina, un espléndido restaurante, que ya se merecía unas instalaciones a la par de su cocina. Antes era como esas princesas de los cuentos que, por azares de la vida, vivían en una choza, para luego recuperar su palacio encantado. Pues así pasaba con Skina, estaba en un local pequeño, humilde y escondido.
Ahora, por fin, se aloja en una bella casona andaluza, reluciente de blanca, frente a un parque y en la milla de oro de Marbella. El enorme y luminoso interior se asoma a la cocina, pero sin estar demasiado cerca. Tiene una decoración muy neutra, lujosa e internacional, pero la cocina es como la casa, puramente andaluza, pero sofisticada, moderna y muy mejorada. Ahora todo es equilibrio y elegancia.
Se entra por una sinuosa bodega donde nos ofrecen un primer aperitivo detox, para limpiar el paladar, que es una sinfonía de la manzana verde. Un bombón de merengue, muy sutil, con gelatina y espuma de lo mismo, acompañado de un té verde de albahaca y menta con zumo de manzana y cítricos. Eso sí, no se olvidan del champán y sirven un delicado Perrier Jouet.
Después de otro umbrío pasillo, el golpe de luz de la cocina, donde siguen los aperitivos en una enorme mesa de mármol: la trufa negra es el hilo conductor y la fragilidad la norma: tartaleta de membrillo con trufa negra, poderoso tartar de ciervo macerado, esponjoso brioche con emulsión de trufa al vino, boscosas trompetas de la muerte con coliflor y huevo y un reconstituyente consomé de setas y hierbas aligerado y aromatizado con un etéreo aire de mantequilla ahumada.
Es como una declaración de principios: temporada, múltiples sabores y técnicas, elegancia, delicadeza, originalidad y sutileza. Casi aires poéticos.
Nos vamos a la mesa con nuevos aperitivos: bombón líquido de aceituna (perfecta) relleno de cachorreña (sopa de pan, vinagre, ajo, pan y cáscaras de naranja típica de la zona), tartaleta de ajoblanco con sabrosa sardina y uva que se deshace en los dedos y cruje en el paladar. Lo mismo que el cubo de dulce maíz relleno de foie y rematado con jamón de pato. Tartaleta de tinta y pez limón y un tierno buñuelo de lubina aceituna negra y naranja.
Preceden a los excelentes panes con aceite y cuatro grandes mantequillas: remolacha, naranja, ahumada y clásica.
Empiezan los platos con un espléndido tartar de atún rojo con caviar y un delicioso y aterciopelado ajoblanco de pistacho. Por eso lo llaman “ajoverde”. Con Ferrán Adriá descubrí el caviar con avellanas y era una mezcla perfecta, pero el pistacho le aporta también contrastes interesantísimos. El caldo es tan bueno que no necesitaría más y hay que decir que les dan tanta importancia a caldos y salsas, que los presentan antes que el plato y hasta regalan un recetario con los mismos.
Para las quisquillas hacen un profundo y oloroso caldo thai, con sus cabezas y hierbas aromáticas que además, infusionan en la mesa con cilantro, lima kaffir, cotronella… Se sirven con una espuma del bisque de las cabezas y sus huevas. Además, un gran buñuelo que aprovecha el resto de las quisquillas.
El carabinero crujiente con guisantes lágrima es una estilización de los guisos en amarillo de la zona. Los delicados fideos son gelatina de azafrán y la salsa lleva el majado tradicional de pan y almendras. Para refrescar una tartaleta de tartar de cítricos con huevas de trucha.
No me gusta el malageñísimo gazpachuelo por culpa de la mayonesa que no hace muy graso, pero aquí la sustituyen por un pilpil del colágeno de la sarda que protagoniza el plato (suponiendo que no lo haga el gazpachuelo). Además el frescor de esferas de cebolla, el pesto y los toques de manzana.
Tienen un excepcional virrey gallego. La fritura inversa (echan aceite hirviendo sobre las escamas) lo pone jugoso y crujiente, pero tiene más excelencias: una increíble meunierede ciruelas y mantequilla ahumada y moussede chirivías y remolacha cruda. Impresionante.
Es difícil mejorar el sabor y la sutileza de un solomillo de buey sobresaliente. Lo consiguen con un punto perfecto y una canónica demiglas que hacen durante 16 horas y se nota. Además mole en polvo, calabaza con kale, crema de boniato y un arrebatador mimético de mandarina de dulces y ácidos magníficos. Casarlo con un Vega Sicilia de 2006 es tocar el cielo.
Y eso que no sabíamos que el Chateau d’Yquem nos aguardaba para los postres. Así, sin preparación o aviso alguno. Peligro de colapso de placer. Casa maravillosamente en su opulencia con lo más fresco: mango de Málaga con ácidos de lima y golosos de albahaca.
Pero me gusta aún más con el chocolate, que no está solo, sino con las mejores compañías, vainilla y plátano. En un gran bombón con caramelo de miso, blandito y envolvente, en helado de banana y con una esfera fresca y ácida de pomelo y fruta de la pasión, otra de pomelo y todo con una gran salsa, líquida y ligera, de chocolate negro.
Y claro, después de esto, las mignardises solo podían ser una lección de repostería en miniatura que ponen colofón a un almuerzo memorable.
Hay un solo menú (que se puede combinar con vinos Premium) y opción de carta a precio fijo.
Esta es una obra magnífica y caso único, porque no es restaurante de un chef, inversor o empresario distraído, sino de Marcos Granda, un visionario profesional del sector que se ha empeñado en hacer los mejores restaurantes, a base de esfuerzo y buen gusto. No es cocinero, ni camarero, ni director de sala, pero su impronta está en absolutamente todos los detalles y su buen ojo y exquisitez marcan la diferencia de un (unos, porque tiene varias marcas) restaurante único e inigualable, seguro próximo tres estrellas español. Acuérdense que lo he dicho con tiempo.
Debe estar conectado para enviar un comentario.