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Amar de Rafa Zafra

No sé quién dijo que la cultura era el poso que quedaba tras olvidar todo lo aprendido. Y en eso pienso cada vez que me regalo (en este caso no fue así) con un festín de Rafa Zafra, porque este gran chef ha hecho eso mismo con su cocina, tras haberse formado en el barroquismo conceptual y creativo de la revolución de El Bulli. Recorriendo el camino inverso, de más a menos y no de menos a más, ha renovado completamente la manera de tratar pescados y mariscos en los restaurantes españoles.

Todo es sencillo y natural porque solo el (excelso) producto importa, pero siempre hay toques que lo realzan y engrandecen (un poco de gazpacho verde, un toque de beurre blanc, algo de vino…). Y lo mejor es que no se copia porque, manteniendo la personalidad, cada restaurante es diferente. Por eso, en este marco dolce vita de el Hotel Palace de Barcelona, saca en Amar Barcelona su lado de más alta escuela y mezcla lo ya hecho hasta ahora con lenguados meuniere, langostas a la cardinal o suflé de chocolate.

Ya destaca desde los cócteles y el servicio de mantequilla, está también a la altura de tanta opulencia, sabiamente aligerada con la sobriedad del azul marino. El matrimonio es fiel a lo dicho, con las impresionantes anchoas con gelatina de agua tomate y los refulgentes boquerones con gazpacho tomate de verde y una chispa de piparra. El pan de cristal es espléndido pero la tostada de aguacate, aún mejor. La perfección está en los detalles.

Llegan después dos de sus grandes caviares, el clásico brioche de mantequilla y una intensa vaca vieja -un rollito hecho con la carne y relleno de un estupendo tartar de la misma- que así se disfraza de mar.

Otro imprescindible de la casa es el tartar de cigalas homenaje a El Bulli, una delicia de por sí pero, en esta receta, endulzada por un anillo de cebolla confitada y animada en Amar con jugo de su coral y pimienta negra.

Siempre me preguntan por las ostras, que odio, pero siempre aquí las tomo y es que esta llamada Perú deja primero un sabor intenso a leche tigre y a ceviche, después a suave picante y a aceite de cilantro, llegando solo al final, ese puñetazo marino que es el sabor de este molusco. Pero aparece ya muy matizado y mi paladar placenteramente anestesiado. Cachetitos antes del pinchazo.

La merluza frita coronada con cocochas al pilpil de su jugo, lujo puro, solo compiten con el alocado y maravilloso tradicionalismo catalán de un canelón de centolla con jugo y pieles de pollo, uno de esos platos de cocina tradicional catalana que es vanguardia mucho antes de que se hablara de ella, una mezcla que parece imposible y, sin embargo, resulta deliciosa. En temporada también le ponen erizo.

Es imposible competir con la opulencia de una gran cigala de tronco de Isla Cristina, así que la hacen simplemente a la brasa porque que no hay que tocarla más. Como a la rosa de Juan Ramón

Rafa Zafra, como les decía al principio, se puede parecer a sí mismo y mantener la esencia en cada restaurante, pero no se copia nunca y cada local es diferente. Aquí se imponía la elegancia Belle Epoque del lugar y a un exquisito servicio, ha añadido platos tan clásicos de la alta cocina como la langosta a la cardinal y mucho trabajo de sala. El lenguado meuniere es prueba de ello, está delicioso y se sirve por dos personas. Mientras una trincha la gran pieza, la otra calienta la salsa con la que cubre los recios y sabrosos lomos. Esa salsa está montada con algo del colágeno del pescado, haciéndola más cremosa de lo habitual. Excelente.

Aunque para excelencia, ese toque heterodoxo de las patatas fritas perfectas que son todo un emblema de la marca.

También hay un delicado esfuerzo de clasicismo en los exquisitos postres, desde un brazo de gitano de dulce mango con parte helada y un suflé de intenso y aromático chocolate más cremoso de lo habitual porque se añaden las yemas a las claras creando un interior tierno y semi líquido. Para acompañar, unos aéreos churros con alma de torrija.

Una carta atractiva y llena de platos populares refinados junto a otros de “haute cuisin” magníficamente ejecutados por el chef ejecutivo de la casa porque Rafa Zafra no puede estar en todos los sitios y uno de sus grandes logros es la creación de perfectos equipos que cuidan su esencia. Hasta ahora, había un gran contraste entre la lujosa comida de estos restaurantes y la buscada informalidad de sus formas. Ahora se junta la grandeza de la comida con aires de alta escuela, confirmando un restaurante imprescindible que esperemos que se exporte,

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Ricard Camarena

Ya pocos dudan que Ricard Camarena es uno de los más grandes cocineros de España y, con el gran Quique Dacosta, señor de las cocinas valencianas. Su precioso, elegante y muy arquitectónico restaurante se ubica en un hermoso lugar, el centro cultural Bombagens, un precioso edificio industrial convertido en polo artístico de la ciudad.

La experiencia camariana comienza en un bonito bar, presidido por una enorme y deslumbrante bodega acristaladla. Si no quieren cava o no lo beben (como es mi caso) o prefieren otra cosa, estén atentos porque lo sirven sin preguntar, es bastante mediocre y lo cobran a 12€ la copa. Seré muy antiguo, pero esto de ponerle cosas al cliente que no ha pedido y después se cobran, me parece una falta de respeto total. Es un mal comienzo, pronto subsanado por unos magníficos aperitivos acompañados de una bebida orgánica de tomates y espárragos; lo sólido es una pequeña y delicada cebollita rellena de mantequilla de anchoa y con un toque de ajo negro, minicalabacín relleno de steak tartare con queso feta y una esplendorosa anchoa ahumada y madurada por ellos que no necesita nada más. Ya nos advierten que todo es de su huerta y ya les cuento que el menú es exuberantemente vegetal.

A mitad de camino entre bar y mesas, el chef preside una barra donde nos presenta distintas piezas de atún, que cura sin sal y con pasta de algarrobas, durante seis meses en frío. Todos los cortes que probamos (lomo, ventresca, parte alta del o toro y parte baja) tienen igual tratamiento y tiempo, pero todas resultan absolutamente diferentes. Para limpiar el paladar, un rico caldo de calamar con pepino, pimiento y hierbabuena que combina con pepino baby y salpicón de bogavante. También bacalao con pimientos sobre un pancake de bacalao, ambos elegantes y muy sutiles.

El menú comienza, ya en la mesa, con unas delicadas alcachofas con caldo cuajado de pollo de corral y que son una gran mezcla de texturas y sabores animales y vegetales, excitante y sencilla.

La sopa fría de verduras de primavera con fresitas y pez limón vuelve a ser un plato de inspiración vegetariana, pero que se enriquece con algo más pero, eso sí, dando protagonismo a lo campestre o sea, lo contrario de lo que se hace normalmente. Se acompaña de una fina y excelente empanadilla de verduras asadas.

La quisiquilla con cremoso de caviar y coco es fresca y envolvente, además de una espléndida y origina mezcla de sabores. Un espléndido plato marino.

La Valencia pura de una coca de aceite con tomates verdes encurtidos oculta en el plato de abajo una preparación impresionante de tomate en semiconserva confitado en mantequilla (con un resultado que parece bechamel) y una mezcla de hierbas libanesas.

Después, gambas al ajillo con judía bobby y yema de huevo, además de un limpio e intenso consomé de sus cabezas, otra cumbre de las verduras midiéndose de igual a igual con el marisco.

Pero parece que ya todo nos va a dejar boquiabiertos porque el pan es de masa madre y… cruasan, una mezcla perfecta de pan y bollo, de blandos y crujientes, de blanco y tostado

Tampoco deja de asombrar (y encantar) la ostra con aguacate, sésamo y “horchata” de galanga, una receta que hace de la ostra protagonista pero resaltándola com el resto de los ingredientes. También muy interesante, pero para mi demasiado forzado, el mero con cabrito e hinojo silvestre, único plato poco fino y dudoso del menú.

Pero todo vuelve a las alturas con el espárrago blanco, una soberbia sopa fría de almendras y clóchinas, una delicia ácida, dulce, fresca y de variadas texturas.

Se empieza con cebollas y se acaba igual, esta trufada y con anguila ahumada, bañadas por una aterciopelada holandesa de levadura fresca. Todo resulta suculento y lleno de sabor porque esa unión de anguila, holandesa y cebolla, nunca falla.

El calabazón con sopa fría de hierbas y polvo helado de yogur es una buena transición al postre porque es muy versátil entre lo salado y lo dulce, mientras que la berenjena frita con miso es, sorprendentemente, un perfecto postre, aunque no lo parezca; igual que el mango maduro con curry dulce y hierbuena, un chute de frescor, dulzor, acidez y picor.

Cuando todo parecía demostrado nos vuelve a fascinar con la proeza técnica y gustativa de un socarrat dulce de algarroba, avellana y arroz crujiente, una bella locura que, con una galleta helada, pone colofón a una cocina esencial, sin concesiones (por ejemplo al esteticismo o a la moda) y rabiosamente personal. Ricard es de los que marcha en vanguardia abriendo los nuevos caminos.

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Canchanchan

Conocí a Roberto Ruiz antes de poner su primer restaurante y siempre he admirado su talento. Siendo el mejor en cocina mexicana, fue el primero en conseguir estrella Michelin en Europa. Pero no es simplemente un gran cocinero mexicano, es un excepcional chef en cualquier parte. Aún más ahora que anda cada vez más suelto y personal. Si en Barracuda (mi mexicano preferido hasta la fecha. Ahora, descubierto este, ya no sé…) ya apuntó maneras con elegantes y chispeantes platos hispanomexicanos (el nuevo espmex), ahora en Canchanchan se lanza al mestizaje total de ambas cocinas con resultados memorables. Y es que México y España, en todo, se engrandecen mutuamente.

Ya desde los totopos caseros, con salsas de chile mulato y pasilla conquista; nada tienen que ver con los adocenados y vulgares de casi todas partes.

Su mítico guacamole, se sirve con salsa de jalapeño y ajo, crujientes gambas de cristal y unas tortillitas de camarones, algo gruesas para mi gusto, pero que con el guacamole resultan espléndidas. Eso sin contar, que este les roba cualquier exceso de grasa y aquel se mejora con esta.

La empanada gallega (hojaldrada y crujiente) se mexicaniza con ese delicioso hongo del maíz que es el huitlacoche (además de llevar unos ricos chopitos) y el fresco e intenso aguachile divorciado de langostinos y vieiras lleva chile guajillo, chile serrano y hasta patatas revolconas sobre tostada (taco dorado). El más suculento aguachile que he probado.

Impresionante me ha resultado el taco de chopitos (también aquí la tortilla se lleva cualquier resto de grasa) con pico de gallo negro y salsa macha. La mezcla del frito con el maíz y, sobre todo, con el frescor del pico de gallo y el picantito de la salsa, conforman un bocado excelente y único. Todo un hallazgo.

Muy buenos los tacos de carne también, esta primera vez los de carnitas y cangrejo de cáscara blanda (gran mezcla de mar y tierra y también de texturas) con salsa verde y los de txuleta con salsa cítrica de chile serrano. La gran pieza de carne que utilizan, se macera y asa lentamente muchas horas, para después ser cortada y salteada (para mi, un poco demasiado. Ganaría con un paso mucho más breve por el fuego).

En los postres opta por la excelencia en lo sencillo (y no, como es norma, por la mediocridad en lo extravagante) consiguiendo un delicioso y muy potente helado de leche de oveja con palomitas y frutos secos y un gran chocolate con helado de mango y crema de guayaba, tan intenso y cremoso el cacao que es mejor no mezclarlo con el resto si se es tan chocolatero como yo. Pero aún así, los acompañamientos frutales se deben comer. Están buenísimos.

Yo creo que si me hacen caso y van, allí estaré, porque me ha encantado y… ¡volveré mucho!

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Zaranda

Si él no hubiera muerto y yo no estuviera felizmente comprometido, creo que me casaría con Dom Perignon, tal es mi agradecimiento a los grandes placeres que me provoca. Todo vino es, al menos en el placentero Mediterráneo, sinónimo de amor, celebración y fiesta, pero eso se convierte en una obviedad cuando de champagne hablamos, mucho más si es en sí mismo un mito que evoca lujo, refinamiento y felicidad.

Pero aun yendo unido al placer, no alcanza la perfección si no se hace uno con la comida. Y eso les debe parecer a ellos también porque miman a los mejores cocineros del mundo. Esta vez le ha tocado al gran Fernando Arellano de Zaranda, al que conozco desde su primer local en la calle San Bernardino de Madrid, donde ya exhibía talento, belleza y una delicada habilidad para hacer alta cocina de cualquier cosa. Ahora que desde hace años se ha bautizado de mar mallorquín y luz balear, todo eso se ha engrandecido. Y si no, qué es empezar un almuerzo con pieles (de bacalao, patata, etc) para rendir homenaje a los antiguos curtidores del barrio histórico donde se halla su restaurante.

Por eso los coloridos (como los cueros de colores de Fez) aperitivos se llaman pieles y encurtidos y son una gozosa selección de piel y brandada de bacalao, de calçots con estupendo romesco y de patata con una punzante y deliciosa salsa brava. Además, espinagada de anguila ahumada de mucho sabor amaderado, piel de queso San Simón y estupendas banderillas de sardina.

Ya en la mesa un plato espectacular: la ya legendaria ostra Majorica, un homenaje a esta legendaria marca isleña. Puesta en escena muy teatral que esconde una perla de encurtidos, ostra y rábano picante. Como bello y purpúreo complemento, ostra, gelatina de remolacha y caviar, una mezcla intensa aligerada por el dulzor del tubérculo. No puede complementarse mejor que con ese Dom Perignon 2013, que acaban de presentar esta primavera. Lujo y esplendor.

También es muy espectacular el huevo negro, que se mezcla golosamente con puré de cebolla y caviar de sepia que es el molusco crujiente, picado y lleno de sabor. Un plato bonito y sorprendente, gracias a esa negrura del huevo que es un hallazgo.

Beber con él un Penitude 2, 2004, es todo un privilegio. Para un Plenitude 1 el vino está un mínimo de 8/9 años en la bodega, mientras que para la segunda requiere al menos 15; eso sí, el escasísimo 3 -que nunca he probado- al menos 20/25. Es un prodigio de aromas y color que remata una burbuja diminuta e inimitable, que genera una espuma que parece mágica.

También lo tomamos con un gran rape con chermula (salsa de cítricos y hierbas) y un pil pil muy ligero de sus pieles y frescas espinacas. Un plato más que interesante porque contiene elementos muy disímiles (la salsa es bastante marga, por ejemplo) que juntos y es su justa medida, casan a la perfección.

Llega después en maravilloso Rose, vintage 2008 que es más complejo y perfecto para carnes ligeras. Se consigue con con parte de las uvas vinificadas como si fuera tinto y usando solo Chardonnay y Pinot Noir porque la otra uva de Champagne, la Meunier no es Grand Cru. La piel destiñe (porque el interior de la uva es blanca) y así se consigue ese color que embelesa. Son los únicos que ensamblan blanco y tinto. Una obra maestra que embelesa.

Es perfecto para este plato audaz que es el mármol, una asombrosa combinación de lengua de ternera con un vitello tonnato de pieles de atún rojo que remata una deliciosa ensaladilla que esconde encurtidos y sobre la que se disponen las finísimas lonchas de lengua. Magistral.

Acabamos con un lomo de cordero de perfecto punto y guarneceos con intensa endivia asada y envolventes aromas de ras al hanout. Marruecos y España dándose la mano.

La ensaimada es también asombrosa -porque solo tiene la cobertura crujiente de cuando está recién salida del horno y no tiene miga- y todo un ejercicio memoria porque Fernando aprendió a hacerlas al llegar a Mallorca. Un buen helado de almendra combina a la perfección. Las mignardises cierran el juego llamándose marroquinería y siendo diferentes texturas y sabores de cuernos de gacela junto a variadas cremas dulces.

Este champán lo engrandece todo pero lo que es muy difícil es estar a su altura y Fernando Pérez Arellano lo ha conseguido a la perfección revelándose como uno de los grandes y más discretos chefs de España. Un almuerzo cercano a la perfección.

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Raiva de Octant Douro

Nadie duda que Portugal vive un muy dulce momento, gastronómicamente hablando, tras años de calidad tradicional, pero estancamiento e inmovilismo. Los grandes restaurantes están por doquier pero, como en los grandes destinos culinarios, también los hoteles se esfuerzan por tener a los mejores. No hace falta ningún pretexto para visitar el mágico hotel Octant Douro, un cofre de cristal y pizarra enterrado en la exuberante naturaleza del Duero. Entre tanta perfección, el restaurante Raiva es uno de sus grandes alicientes.

Comandado por el chef Darcio Henrique, curtido en Paris, Shangai y Londres (en mi querido Celeste, uno de mis preferidos), el restaurante es un canto a la gastronomía del norte de Portugal y a la despensa del río, también a la de su parte española.

Rodeados de bellas vistas, hemos sido obsequiados con un delicioso menú que comienza con unas flores de pasta de remolacha rellenas de creme fraiche y coronadas de salmón ahumado y polvo de chorizo. Perfectas para el Negroni y buen acompañamiento para el espléndido pan (blanco y de milho, que es maíz), el potente aceite de la zona y una sofisticada mantequilla ahumada.

La ensalada de tomates con sorbete de lo mismo, es ácida y refrescante y por eso se complementa tan bien con un Oporto muy seco y escaso que parece de oro.

La siguiente ensalada incorpora marisco al regalarse con estupendo pulpo asado, además de patata, judías verdes y pimiento asado. Con un vino sumamente original: verde pero de uvas tintas de bodega muy antigua y con gasificación natural.

Me ha gustado mucho el pescado ofrecido en el menú degustación, una estupenda lubina asada con flor de saúco, puré de coliflor y acabado con un aromático aceite de limón, albahaca, cilantro y huevas de trucha. Nos lo ponen con un gran blanco que, para nuestro entusiasta y sabio sumiller, es como un desayuno en Paris de tanto como recuerda a un brioche repleto de mantequilla. Yo no llego a tanta poesía, pero sí a percibir que está excelente.

También se emplea a fondo con el reserva especial (solo se elabora cuando es excepcional la cosecha) de Vallegre, una viña de más 150 años y una mezcla de 80 uvas con recuerdos de tarta de chocolate y compota arándanos y vainilla. Realmente está plagado de aromas y es perfecto para un tierno lomo de cordero envuelto en polvo mostaza y hierbas, con puré de apio, rábano encurtido y guisantes. La salsa, una estupenda demi glas de los huesos, es poderosa y envolvente. Muchos sabores y muy bien combinados.

Antes del postre y tras tanta potencia, se agradece un refrescante sorbete de albahaca, la deliciosa planta tan usada en Portugal -y tan poco por nosotros (tan cerca, tan lejos)- como el cilantro. Lleva también Oporto blanco y manzana, haciéndolo muy apetitoso y aromático. Espléndida, para acabar, la tarta de chocolate (muy negro, exquisitamente amargo) y avellanas con caramelo salado y helado de vainilla, un postre tan clásico como imbatible. Aún más si se toma con una joya: Oporto de 40 años elaborado en exclusiva para ellos y envejecido en barricas de whisky, lo que le da un sabor menos dulce y un toque más alcohólico. Excepcional.

Una buena mano la de Darcio en la que se nota su mucha experiencia en cocinas clásicas y elegantes, unos productos durienses (y no solo) excepcionales, un buen servicio, una espectacular carta de vinos y unas vistas que cortan la respiración, forman un conjunto realmente excelente, fiel exponente -como todo el hotel- del nuevo lujo tranquilo.

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