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DSTAgE

Tras diez años en Dstage, Diego Gerrero ha alcanzado un envidiable grado de madurez en su propio mundo gastronómico, porque él no es de los que sigue modas, sino de los que las crea. Si sucede claro, porque si no, le da a igual.

Cosas de los que no persiguen el éxito, sino la fidelidad a sí mismos. Una cocina esencial y sin concesiones a la comercialidad, un estilo único basado en la investigación, la creatividad y la técnica, pero no en general, sino la que él mismo crea en función de las necesidades de cada plato.

Sabores concentrados y una motivación muy filosófica, porque si la sabiduría es lo que queda cuando lo hemos absorbido -y olvidado- todo, su cocina es lo que resta tras eliminar lo superfluo y reducirla a pura esencialidad.

Es fácil criticarle desde la insensibilidad o el rancio tradicionalismo, como es fácil denigrar a los artistas más vanguardistas, pero que eso no le aflija, porque eso es lo que permanece y en plan mironiano, cuánto hay que saber para pintar (voluntariamente) como un niño, qué humilde hay que ser para disfrazar el conocimiento de sencillez.

Diez años más tarde, pienso que es el único estrellado que practica el tan manido lujo silencioso y que es todo lo descrito, se aplique a lo que se aplique. El mérito es que lo practicaba hace diez años, cuando aún no existía…

Como ha acabado con cualquier artificio, se pasa directamente a la mesa y todo será sorpresa porque ha desdibujado todas las fronteras entre entradas y principales, dulces y salados… Es de lo único que me quejé -como contaré-, me lo explicó y me convenció. Empieza el menú con un arquitectónico tomate con aceite de oliva, montado sobre una base de gelatina, y que parece saber más que cualquier tomate. Está curado en sal y azúcar y la gelatina es de agua del propio tomate y aporta fuerza, elegancia y otro rojo. Como si fueran muchos tomates en uno.

Las mariposas de invierno son un bocado vegetal, lleno de intensidad, conseguido a través de una proteína vegetal, usada en pastelería, xilium, con la que se conforman unas alas de gran flexibilidad que envuelven una crisálida de baba ganoush. Se acaba con una hoja de sisho que contrasta muy bien con la intensidad de la berenjena.

Aparece ante el cliente con una lengua entera, es bastante arriesgado, al menos hasta que se prueba el delicioso pseudo paté que se hace con ella, y digo pseudo por que, en realidad, es una crema muy suave, que se produce naturalmente después de tener la lengua en aceite y sal cuarenta y ocho horas. Bastan un poco de sal y pimienta, alcaparrones y piparras, para completar esta sorprendente delicia. Después, basta untarla sobre un perfecto pan de masa madre de pasas y nueces, porque ahora también hacen panes y…vaya panes.

Ya decía que Diego nunca da la espalda al riesgo y si no explíquenme que es mezclar kiwi, coco y corazón de atún y que encima resulte muy bueno con esa mezcla dulce y salina. El kiwi está lactofermentado y el corazón de atún curado seis meses, lo que hace que quede con esa textura que recuerda más a un jamón que a una mojama.

Al chef siempre le ha encantado el ajo negro, que ha usado hasta en postres. Esta vez es una delicada y crujiente hoja que rellena con levadura tostada, a la que un kéfir de vinagre aporta sabores ácidos y punzantes ya que se debe alternar bocado y bebida.

Están experimentado mucho con almidones y el del arroz es de los más importantes. Sabiendo el erróneo origen del sushi (chino, por cierto), entierra una lubina en pasta de arroz fermentado durante siete días, lo que conlleva un peculiar curado. Una loncha se sirve tal cual (y sabe a pescado con arroz), mientras que la otra se cubre con un poco de ito togarashi. Me ha gustado más porque soy adepto a los sabores fuertes y mejor si pican. La ventresca se sirve aparte y es una especie de guanciale con kombu.

Como bien dice el cocinero, lo que ahora se llama sostenibilidad antes se llamaba aprovechamiento, y con esa filosofía sigue con el arroz del plato anterior, servido ahora en pasta de arroz, caldo y niguiri de quisquilla. La primera impresión es de insipidez, pero en cuanto se mezcla, adquiere un gran sabor gracias a la parte de arroz fermentado.

Ya les advierto que no se quedará así, porque es un plato nuevo y este chef es un inconformista. Si fuera él, yo lo dejaría tal cual porque la cuajada de pescado, con textura, perfecta, aspecto de flan y coronada con unas potentes y deliciosas huevas de lubina es un chute de sabor y un plato completamente redondo, lo que demuestra que, cuando hay talento, las cosas salen bien, casi del tirón.

Me ha encantado el impresionante, tanto por técnica como por sabor, fish and chips dieguil, una patata suflé fundida con la piel crujiente del bacalao en un solo bocado.

Empiezo a cansarme de la banalización que algunos usan el caviar como si fuera sal y por eso necesito cocina a su lado, que para comerlo con blinis ya lo hago en casa más barato. Ponerlo con una galleta de calabaza, extrafina y a modo de sándwich, rellena de mantequilla tostada es mejorarlo hasta límites insospechados porque el simple bocadillo ya es de por sí impresionante.

Hay un gran plato de trufa que mezcla un canónica y elegante crema de trufa, generosa en nata con un llamado “plant print”, una lámina hecha de almidón impreso con multitud ze plantas que se mezcla con el caldo. un plato tremendamente sabroso, y aún más interesante, en el que lo más clásico y lo más atrevido se dan la mano.

Y siguiendo con los almidones, los usa para crear un frágil y delicado crujiente con un tartar de churra, con gran sabor y textura sedosa. Menos mal que son muchos bocados porque de todos apetece más, mucho más.

El aguacate y calabacín parte de la contraposición, tan querida por los cocineros, de lo graso y lo ácido (para contrarrestar uno con otro), pero esta vez es al revés porque surge para interactuar con el avinagrado de la piel de calabacín fermentado en miso de alubias rojas y que pedía una grasa vegetal para compensar su acidez. Y qué mejor para ello que ese elegante tapiz de aguacate. Brillante y bello.

La lasaña de anchoa es de una finísima pasta fresca cubierta de suave mantequilla lacto fermentada y una rica salsa de kombu y setas que acompañan muy bien a ese sabor tan fuerte, delicioso y yodado de la anchoa.

Recuerdo casi siempre el maíz como protagonista dstagiano pero nunca un plato tan redondo como este maíz en dos texturas (cuajado y mixtamalizado) y acompañado de un delicioso requesón de kéfir de leche de cabra con un aceite de chile con el picante justo para dar alegría y jugar con el dulzor del grano.

Hay mucha técnica y tradición en la tortilla francesa con jugo de pimiento asado. La técnica es la forma esférica y un interior semilíquido. La tradición, la humildad del plato y su recuerdo en cada paladar.

Iniciamos un recorrido por el norte con la cococha Padrón, en salmuera y a la brasa, y envuelta en aterciopelado pilpil de proteína de merluza y aceite pimiento infusionado. Otra vez la tradición hecha radicalmente nueva.

Están tan buenos los panes que su aparición se nos podría antojar tardía, pero es mejor porque estos de masa madre, tan meticulosamente hechos, son tan deliciosos que nos saciarían. Meticulosidad, he ahí otra de las virtudes cardinales de Diego a quien da gusto ver trabajar. Parece un orfebre o el mismísimo Spinoza, tallando lentes y pensando en el Tractatus Theologico-Politicus.

El paseo sigue con unas pochas gallegas -que están juntas y crujientes por la inoculación de un hongo (temper), que les cambia la textura- con morcilla de Bermeo (de puerros) convertidas en deliciosa y profunda crema.

Viene ahora una sorpresa porque, que otra sensación produce un boniato coulant que sabe a queso y casi lo es además. porque se trata con el mismo hongo con el que se elabora el Camembert, inoculándolo en el boniato, creándose la capa que lo recubre y dándole sabor a queso. Se acaba con un golpe de calor y, voilá, coulant de queso. Bueno no, de boniato. Magistral.

El flan sin huevos es desconcertante porque, siendo absolutamente dulce e idéntico, el huevo se sustituye por colágeno de tendones de ternera y el almíbar es caldo de carne endulzado. Pero sabe a flan… Y además se coloca en el lugar de la carne o del plato fuerte. Inexplicable e inexplicado.

Y, ¡abracadabra!, en ese momento preguntan que si tomamos café. Esos eran los postres, si bien queda algo para el café: el alma del cruasán, un almíbar que se hace con la esencia de este y se mezcla con algas crujientes y requesón.

Estoy absolutamente confundido porque no había postre o… ¿sí? Le digo a Diego que hay que advertir, que quizá diciendo que el boniato es como el plato de queso convencional, todo se entenderá mejor. Me mira, entre condescendiente y divertido, y me explica que eso es lo que busca, asombrar y sorprender, romper los límites. Aquí no hay dulce y salado, calientes y fríos, entrantes, platos y postres, aperitivos y mignardises, aquí cada cosa es el todo, como en el Aleph de Borges (eso lo digo yo), y el todo cada pequeña parte. El conjunto ha de ser coherente e interpelar a la razón y a la sinrazón, a la extrema libertad en suma. Es más preocupante el entendimiento que la confusión. Y me ha convencido. Por eso nada añado. Eso es Dstage.

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Ababol

Los héroes de Michelin o por qué hay que estar orgullosos de restaurantes únicos como Ababol. Ya he dicho decenas de veces que doy por sentado que, eligiendo bien, voy a comer estupendamente en las grandes capitales. En mi época de niño invitado por su padre, sabía que también sería así en pequeños lugares de Francia o Italia, pero no en España, donde se podía comer bien en plan popular, pero en el reino del fluorescente, las moscas y el frigorífico en el comedor.

Así que nada me puede complacer más que saber que alguno de los mejores restaurantes del país están en lugares impensables como Miranda de Ebro (Alejandro Serrano), Casas Ibáñez (cañitas Mayte y Oba) o Albacete, con el recién descubiertoAbabol de Juan Monteagudo, un cocinero elegante y colorista que hace platos de gran sabor e indudable belleza. Nadie podrá decir que la cocina manchega no es deliciosa, pero tampoco que es refinada. Por eso, convertirla en delicadeza y belleza, manteniendo el sabor, los productos y las recetas es un mérito innegable. Casi la cuadratura del círculo, pero con algunas técnicas, dos o tres productos prestados y mucho conocimiento e imaginación, es lo que aquí se hace.

Hacía mucho tiempo que Juan me invitaba, pero no somos señores de nuestro tiempo las más de las veces. La excursión de una hora en AVE desde Madrid, vale la pena. No sólo por él. Albacete es una ciudad luminosa y de anchas calles, limpia y ordenada y con algunos edificios verdaderamente imponentes, que alternan con grandes árboles. Un lugar próspero y apacible que se revela como una joya desconocida.

Ya desde los aperitivos muestra Ababol sus tres grandes características: técnicas variadas, belleza estética y sabores poderosos anclados en la tierra. El polvorón de sardina ahumada (hecho con su grasa) tiene la misma textura que el dulce y un sabor delicioso a mar y madera.

Pero aún es más audaz y elegante convertir las gachas de harina de almorta en crujiente panipuri indio. Las rocas escabechadas son tan perfectas que parecen un adorno. Son de setas en delicioso escabechado casero. Intenso y denso es el ajopringue, el paté manchego que se diferencia del delicioso morteruelo porque este es solo de caza.

Nos refrescan el paladar con el milkpunch de remolacha, un cóctel de deliciosos toques amargos que prepara para esa perfecta y premiada croqueta de jamón ibérico que es puro sabor y aterciopelada bechamel.

Sigue la frescura de un sutil gazpacho de tomate verde con bonito en mousse y laminado y el troque de mucho mar de una envolvente gelatina de dashi, todo el plato una oda a los métodos de conservación.

Para acompañar al esponjoso pan artesanal de harinas perdidas, no se conforma con algo normal y la mantequillla es de ajo morado y miel de retama. Una verdadera delicia con los picantes del ajo, el dulzor de la miel y la untuosidad soberbia de la mantequilla que es además una espiral hipnótica.

Siguen los vegetales (verduras y caza, pura Mancha) con una estupenda alcachofa frita con unas delicadas natillas de nabo asado y encurtido, todo de la huerta familiar también, y un fino gel de yema curada en soja.

Muy buena una coliflor (frita y encurtida) con mantequilla noisette de grasa de jamón rancia, un homenaje a la cocina popular manchega basada en las hortalizas y el cerdo.

Pero hay más vegetales porque la huerta manchega de secano, nada tiene que envidiar a la de Almería o a la de Murcia, tal como nos cuenta un orgulloso chef. Ahora tenemos zanahorias de colores con sabroso ajo negro y espinacas. La zanahoria está encurtida y también en emulsión, escabeche de ajo negro con unos buenos toques amargos que contrastan con el dulzor de la zanahoria. Para alternar, un canutillo de pieles y restos de la zanahoria, relleno de crema de pomelo. Un plato lleno de contrastes y texturas, muy bonito, pero en el que resaltan demasiado amargos muy fuertes.

El pinar, nombre evocador donde los haya, es un falso risotto de piñones, queso cabra y caldo de champiñones que tiene además gel de pino. Se ve muy bonito, pero hay un mimético de champiñón que es la guinda adorable (el pie es crema de piñones asados y el sombrero, crema tostada) y un bonito bizcocho de hoja de higuera. El plato es precioso, pero lo mejor es que todos los sabores recuerdan pinos, verde, setas y piñas. Si les gustan tanto los piñones, como a mi, es absolutamente irresistible.

En campo de secano no podían faltar las habas tiernas, aquí animadas con colágeno de bacalao y un estupendo aire de anís. También hay callos con un pilpil delicioso y gracias al corte y a la cocción estás mucho más blandos y más suaves de lo habitual. Deliciosos.

Y por fin, la caza, la otra gran pata de esta cocina de la tierra, sofisticada con mucha inteligencia y conocimiento. Es tendón de ciervo con vermu e hinojo, un enunciado que no me ha gustado nada pero resulta que está rico porque los tendones están muy tiernos, gracias a un estofado lento, y suavizados por la emulsión de hinojo. Tiene unos ricos noodles de vermú y también galleta de flor de saúco. No es lo que más me entusiasma pero es un buen plato.

Mucho mejor el desmogue del ciervo (que es cuando pierden los cuernos) en forma de tierno y delicioso bollito de caldereta ciervo con salsa bigarave y aparte, un fuerte tuétano a la brasa con gominola de erizo curado en miel. Un gran plato de caza, que son dos, aunque el erizo, que luego pruebo solo y está delicioso, no se nota lo más mínimo.

Creo que vamos subiendo, porque me ha encantado el arroz de setas y pato azulón hecho con un estupendo caldo de setas y demiglas. Sobre él la pechuga de pato, levemente crujiente, y lengua de vaca (la seta del caldo) laminada. Un súper arroz.

La liebre que quería ser francesa es una royal en terrina y le añade panceta, foie, Oporto y algunas otras delicias. La salsa sigue siendo potentísima, de las que usan de modo ortodoxo, la sangre. La preparación es más apta para todos los públicos que la royal pero está igual de buena y hecha con magisterio. Pone unas pequeñas ciruelas, excelentes falsas trufas de foie y cacao y al lado un sobresaliente rable de liebre cocinado con judiones y piparras. Lo pone junto, pero es tan bueno como el otro. Podían servirse por separado, porque ambos son tan diferentes como excelentes.

Cuando parecía alcanzado el culmen, llega una reina de las aves, becada con crema de aceituna y anchoa y profiterol (semilíquido) de los interiores. La pechuga esta asada y los muslos marcados al fuego pero todo bañado en una salsa del jugo de la becada, intensa y muy densa, una de esas que pegan los labios. De mano maestra.

Hemos pasado de fuerza a poder, de sabores muy fuertes a otras aún más profundos, por lo que viene de maravilla un postre de cítricos con maíz y azafrán que es fresco helado de pomelo rosa con granita de pomelo naranja, tierra de hibisco, una dulce y suave sopa de maíz a la brasa con mantequilla y chispeantes esferas de naranja sanguina, con ese amargor tan especial y único.

Queda aún, estamos dispuestos, “mancheguidad” absoluta de queso, miel y romero que es cuajada en el kamado para tener toques ahumados, un panal de miel con esferas de limón, maracuyá y flor de caléndula, con al añadido del frescor de un polvo helado de queso al romero. Dos grandes postres de pocos ingrediente, pero hechos, como si fueran palabras, en todas sus declinaciones/preparaciones.

Ya lo han visto, caza y huerta elevadas por la cocina, elegantes y sabias composiciones que llevan a la estratosfera de la alta cocina la deliciosa cocina castellano manchega. Vale la pena la excursión.

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DiverXo

Empiezo con los lugares comunes de Dabiz Muñoz y su incomparable y extraordinario DiverXo (primeros lugares comunes): es el mejor restaurante del mundo, todo lo hace diferente y mejor que los demás, abre caminos porque no sigue a nadie y casi todos le copian, tiene una mente creativa y sin parangón, es desbordante y excesivo pero nunca pierde el equilibrio, camina por el borde del precipicio sin caer jamas, le admiro tanto en lo profesional como en lo personal, creo que hasta le quiero, etc etc

Todo eso lo pienso yo y, como poco puedo añadir, les cuento algo que pasó en el último almuerzo y que narraré a continuación. Resulta que un amigo, compañero en esta experiencia apabullante, hombre sabio en cocina (teoría y práctica) y que posee gran sensibilidad olfativa, gustativa, estética, etc cayó, antes e la mitad de la comida, en una especie de síndrome de Stendhal gastronómico que le mantuvo el resto del almuerzo en estado semi catatónico y es que pocos están preparados para tal aluvión de placer y sensaciones desconocidas.

Todo es muy físico pero cada vez es más intelectual también. Yo sigo, días después, pensando en todo, pero es que además, ahora nos ataca la mirada estética con bellos lienzos coloristas que explican y decoran los platos, por lo que el rito es cada vez más completo y embriagador. No apto para seres hipersensibles a la belleza. Como mi amigo… como yo…

Nada más empezar, nos recibe con una bonita carta de despedida (de este local ya mítico, su tercero) y con inspiración paternal, porque el primer plato se lo inspiró su recién nacida hija. Es una mezcla casi imposible de dulces ñoquis de maíz con sorprendente calabaza ácida y dos (más es más) perfectas beurre blanc: blanca de maíz y negra de huitlacoche. Sobre ellas, un pincho de yema de huevo embrionaria saborizada con papada y al lado -nos lo dan en la boca como a niños-, polvo helado de nachos y huitlacoche. Toda una sinfonía franco hispanomexicana que ya alucina.

Érase una vez un malvado cangrejo, invasor y carnívoro, azul de tanta maldad, que alimentándose de moluscos y pequeños crustáceos, esquilma nuestros mares. Comérselo es una acción social y para eso, David lo emborracha con mil cosas y lo hace gelatinoso por efecto de la maceración. Su sabor excelente y punzante (la textura me ha gustado menos), acrecentado por el helado de kimchi, se endulza con una delicada brocheta de flores y fresitas de Aranjuez, mientras que la vista se alegra con el primero de los bellos dibujos que, como también recogen sus notas, parecen páginas iluminadas de antiguos manuscritos. Al final de la comida, nos las entregarán, lo que constituye el más culto y estético de los regalos.

Unas lascas de pato azulón, asado y semicurado en miso, yodado y salino, se ocultan entre hojas de otoño por las que asoma una pata, de pato. La carne de punto perfecto se moja en un verde río de gazpacho de coquinas con hierbaluisa y chacolí, pamplinas y limón marroquí. Ácidos, picantes, dulces, recios, suaves, cremosos, terrosos, en fin, qué más se puede decir…

Hay un plato tan nuevo que ni nombre tiene, pero que ya es un monumento. Yo lo llamaré dragón de esmeralda y charol, porque es negro brillante de un espléndido caviar de Ríofrío asado en horno tandoori con grasa de jamón. El polvo de esmeraldas, son diminutos y crujientes guisantes de Zamora “acariciados” por el wok. En el yin y el yan que es la salsa, delicioso ajoverde de pistachos y jalapeños y ajoblanco de macadamia, coco y horseradish. Más sencillo de lo normal, porque no necesita más, es un plato exquisito y lleno de elegancia.

El kakigori es una especie de sorbete japonés que Dabiz convierte en salado, haciendo con él una suerte de soberbio ceviche -homenaje al rey Gastón Acurio-, lleno de notas ácidas, cítricas, saladas, marinas, picantes, herbáceas, especiadas y no sé cuántas cosas más. Tiene volandeiras y berberechos, tomates pasificados, aceitunas y una estupenda leche de coco. Es tan bueno que fue el causante del síndrome de Stendhal de mi amigo. Si además de toma con el más delicado de los sakes, que no se vende en el mercado y se elabora con el mejor arroz que queda cuando se ha desechado ya el mejor y el excepcional, la explosión de sensaciones solo puede ser inolvidable.

Cuando hay pulpets, siempre hay un plato con ellos porque es un producto fetiche del chef. Esta vez los esconde bajo uno que convierte en oblea de papel, que parece falso pero no lo es, porque se trata de un pulpet seco “bajo una apisonadora”. O eso parece. Hace de pan para el estuupendo guisotentáculos a la andaluza y emulsión de suero de parmesano-, con un remate muy loco: chili crab de miel melipona, llamada así por una especie de abeja del Yucatán que no pica y hace una miel más líquida y floral de lo normal. La probamos sola y es verdaderamente única. Será por eso que ya se queda con los cuatro mil kilos que se consiguen al año.

Sin salir de México, nos regala con un bello gazpacho de jalapeños y tomates verdes que es base de un sashimi de quisquillas de Motril y sus huevas, fortalecidas con erizo en aceite de cacao, y aligeradas con un sobrecogedor polvo helado de espárragos blancos, que es pura esencia esparraguil. Para acompañar un pan chino de leche y gambas. Que menos mal que lo sigue haciendo porque en estos y en mochis, no hay quien le iguale.

Y otra loca novedad: tortiyaki estilo Betanzos o una tortilla española japonizante para acompañar una cabeza de bogavante con sus corales y una salsa de patas, carcasas, etc con un gran toque de mantequilla tostada y delicioso y potente curry rojo picante.

Las espardeñas también le encantan y estas son “al dente” glaseadas y con un estupendo caldillo de perro, aromatizado con el delicado amargor de las naranjas, un toque picante y el dulzor de un tartar de bonito aliñado con su propia grasa.

Ya había tomado las edades de la merluza pero, como nunca se conforma, ha perfeccionado el plato: la de tres meses a la romana con sus quebradizas cabezas y espinas fritas, la de un año con la cococha a la meuniere de ají amarillo, y la de ocho años con sus huevas como botarga.

La última vez me emocioné con los minutejos del Agus (su padre) y ha vuelto a hacerlo com este sencillo e intenso bocadillo de cerdo con las pieles crujientes (a modo de pan) y cabeza de cochinillo, picantito de siracha casera, alegre de crema de Pecorino y meloso de “salsa” de yema de oca, además de un condimento (pesto, albahaca, pimienta…) lleno de aromas y sabores para un bocado tan popular como regio.

El gallo de Mos es una cumbre guisandera porque se estofa más de nueve horas. Se sirve en forma de rotundo caldo con tiernas espinacas presalé de Guetaria y angulas, congeladas a -60º y a la brasa, en lugar de fideos. Fino que es uno. Para rematar, el muslo estofado y un crujiente torrezno de la pata (pata de gallo) y pata todo, otro toque estupendo de picante.

Después un gran cuerno, en plan druida, sobre el que cabalga un espléndido ravioli de rabo toro tapado con tuétano. Y el cuerno esconde la sorpresa de un sabroso y oloroso caldo de buey gallego que levanta a un muerto.

Y otro plato novísimo: virrey curado dos días en lías de sake con una bilbaína XO del jugo de las espinas al carbón, mahonesa de bacalao y un rico dumpling de trompetas que pasaba por allí y quedaba flojo para el resto.

Hacer un tinto de verano con Brunello di Montalcino puede parecer otra locura porque lo es. Llega el sumiller narrador con una copa del aterciopelado tinto y otra con una enorme esfera de hielo y kombucha de lima kéfir y menta. Bebidas una detrás de otra provocan esa sensación mágica y ese humilde tinto de verano, empapa una paella que se convierte en niguiris (o al revés),

Otra genialidad que mezcla Japón y España porque consigue la textura de un arroz nipón en la paella y la sirve en tres niguiris: de foie, seso de liebre y trufa blanca, de salsa y tartar de una cierta ave con vinagre ahumado y el tercero de solomillo y sardina ahumada con chipotle. Conceptual y visualmente es una absoluta genialidad, pero el sabor de un niguiri de arroz intensamente cocinado en paella es tan placentero como indescriptible. ¿Por qué es el mejor? Pues por estas cosas…

Se acaba lo salado -o mejor lo no dulce porque no usa sal sino cítricos (más de 14) y chiles y ajíes (más de 16) para dar sabor-, con otra proeza: un plato como de restos, la mejor parte de guiso, lo que queda debajo de este y está súper concentrado. Le lleva más de 9 horas y es pura esencia de aves y verduras algo pasadas, con otro de esos toques picantes que me fascinan de la cocina davidiana.

Lo dulce (que no azucarado porque en esta cocina, además de extravagantemente genial, tampoco hay azúcar ni grasas y se persigue lo saludable) empieza con un postre frutal sumamente goloso, una declinación de mango: cremosamente macerado, con crema montada, otra agria de de arroz con leche (hecho como risotto), polvo helado de pesto y más mango en kakigori crujiente. Muy dulce (pero de fruta) y bien especiado.

Y un semifinal, porque después llegan las estupendas mignardises, en níveos blancos: leche de camella, mano de buda, miso, galanga y chocolate tostado al caramelo. Otra vez un combinado maestro de texturas, sabores y contrastes de todas clases, también de temperaturas, por supuesto.

Para que un restaurante esté considerado el mejor del mundo, o da igual, entre los grandes, todo tiene que ser prefecto y eso se consigue con un equipo de grandes cocineros y un perfecto servicio de sala y ese es justamente el que regala la dulce, inteligente y sumamente elegante y eficaz Marta Campillo. Los excepcionales vinos los pone un sumiller muy notable, Miguel Ángel Millán que, además, es único por su entusiasmo y sus dotes de narrador. Consigue contar una bella historia de cualquier vino y hacerlo como un verdadero trovador.

Está dicho: DiverXo es todo, creatividad y extravagancia, locura y sensatez, barroquismo y cultura popular, cosmopolitismo y casticismo, cocina saludable y hedonista, provocación y tradición, modernidad y clasicismo; en fin, todos los oximorones posibles, todo lo que es capaz de hacer una mente (y unas manos) desbocada que hace posible lo imposible (como quería el Calígula de Camus) y todo lo que caracteriza la creación de un estilo y una cocina revolucionaria que es la senda por la que los demás transitan.

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A Barra

Soy muy fan de A Barra. Todas mis comidas allí se cuentan por instantes de placer. La calidez del lugar, el buen servicio, la deliciosa comida y la refinada bodega de Valerio Carrera , hacen que el placer esté asegurado. Hasta la música de fondo es un contrapunto perfecto.

Empezar con el excelente e inigualable jamón Joselito (empresa propietaria del lugar) es una gran idea. No solo se disfruta de su sabor intenso y sus muchos aromas, sino también del corte en directo. Gran acierto instalar al cortador en la sala.

El jamón es opcional. No así dos estupendos y vistosos aperitivos de la casa: una marina royal de codium con espuma de erizos y un terrestre y otoñal crujiente de trompeta de la muerte con ganache de lo mismo que queda algo quemado. Y es que a veces se sacrifica el sabor a la rutilante estética.

El gofre de foie es una preciosa opción que no falla. Por eso, permanece en la carta desde el comienzo. El foie es muy espumoso y los toques de coco y frambuesa le dan frescor y buenos contrastes dulces.

Todo lo contrario -porque no le hace falta- que un ragú de setas con yema curada y mantequilla de chalotas que es puro sabor de otoño.

Nunca hay que perderse la perdiz en temporada, porque es de las pocas salvajes que se pueden comer en un restaurante madrileño. Sé a ciencia cierta que lo es porque el propietario -gran empresario y mejor gurmé- se cuida de que así sea. El estofado, rico en chocolate y hierbas aromáticas– es excelente y las fabes que acompañan el toque aterciopelado que las remata. Una delicia de estación.

También es otro imprescindible, la silla de cordero al sarmiento, un producto excepcional, en su pequeñez y delicadeza justa, y con un vistoso trinchado ante el comensal.

Hay otra cosa a la que no me resisto nunca, en gran parte, porque ya son una rareza: las crepes Suzette. Las de aquí me encantan porque su grosor, algo mayor, permite que se embeban perfectamente en la deliciosa salsa. Hoy no estaban del todo rematadas porque no han conseguido flambear el alcohol. Yo creo que es un problema técnico, porque tampoco ayuda nada que el carrito no se pueda acercar a la mesa, por tener que estar cerca de una toma de corriente. Este postre, cumbre de la dulcería clásica, es tanto o más espectáculo que sabor.

No habido tanta perfección como siempre, pero me pasa como con las películas de Woody Allen. Pienso eso si lo comparo consigo mismo, que es un genio, porque si lo comparo con los demás, está infinita distancia. Como A Barra

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Hakkasan Londres y el champagne brunch

Los dos Hakkasan de Londres, son justamente famosos. Cuentan con una decoración espectacular y discotequera, una carta excelente y tienen un ambiente de lo más cool, y eso en una ciudad que ya lo es de por sí. Pero es que además, ambos tienen una estrella Michelin.

Es una buena idea ir cualquier noche porque, en plan vampírico y crápula, es cuando mejor están. Sin embargo, hay una estupenda excepción y es el brunch del fin de semana, champagne brunch para ser más exactos. En él se goza de todo lo dicho y además regado por un estupendo Moet Chandon Vintage 2015 y todo lo que verán ahora al increíble precio de 80£, sorprendente en cualquier capital europea o americana, pero aún más en la antaño carísima Londres (que hoy ya no me lo parece tanto en lo que a comida se refiere).

Incluye también un cóctel y muchos bocados deliciosos, empezando por una estupenda ensalada crujiente de pato refrescada con naranja y siguiendo por un surtido de maravillosos dim sum: shui mai de vieira, cangrejo real y gambas con salsa XO, dumplings de lubina y otro de langosta, hojaldre (de hilo de seda) de venado a la pimienta negra y un crujiente rollito primavera de colmenillas y vegetales.

Hay tres platos a elegir y los hemos probado todos: un aromático y crujiente salteado de Rib Eye con salsa de Merlot y cebollitas, deliciosas gambas picantes y un fantástico cerdo agridulce. Para acompañar un rico arroz con huevo frito y cebollitas y espárragos salteados.

Para que nada falle, un postre nada oriental: la bomba de chocolate Jivara rellena de praline de avellana y cubierta de arroz crujiente, un combinado que llena el paladar y se apodera del cerebro. Muy rico.

Yo creo que no hay más que añadir, así que solo recordar que con en Vintage 2015 de Moet, cualquier cosa resalta y lo más humilde resplandece.

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Gordon Ramsay

Todo en Gordon Ramsay me emociona porque fue allí donde pagué mi primera gran cena en el extranjero, con el dinero de mis primeros sueldos. Pero no fue a Gordon sino a La Tante Claire, el mítico restaurante de Royal Hospital Road que después ocupó él, cuando abrió su primer local, con el que en tres años consiguió las tres estrellas con las que sigue. Por tanto, a ambos nos debe llevar a bellos tiempos pasados en los que él ha parecido quedarse, porque su cocina es más de los noventa que de ahora. Yo, espero haber evolucionado más…

En esa línea empieza con aperitivos tales como un rico paté al Oporto, una chispeante croqueta de chorizo (qué tendrán estos ingleses con el spanish chorizo) y una reconfortante crema de lentejas verdes con capuchino de trufa.

Y se empieza en grande con un colosal pan, que es pura esponjosidad, y ensalada otoñal, una fresca composición de verdes con moras, ramolacha, frutos secos y el rico añadido de pato ahumado. Tan sabrosa como corriente.

Menos mal que el ravioli del 98 (los inicios) sube el nivel con su clásico y elegante relleno de langosta, cigala y salmón con toques de limón y una clásica y excelente salsa americana donde se nota su sólida formación francesa con, entre otros, Guy Savoy y Robuchon.

El rodaballo de Cornualles tiene un muy buen punto, en esta línea de mayores cocciones que usan los ingleses, e incluye todos los aromas de la clementina en la salsa y en el acompañamiento, con excelentes y frescos resultados. Además, un toque de sisho y otro de calabaza.

Las carnes me han parecido lo mejor: el pichón asado, de punto y ternura perfectos, se envuelve en una salsa profunda que se refresca con apio y endulza con ciruelas pasas.

El solomillo de Blue Grey (una raza autóctona) de cien días de Cumbria es excepcional, una carne joven, tierna y llena de sabor que mejora con una salsa de tuetano excelente y la guarnición de alcachofas de Jerusalén y un punto de crema de ajo negro.

Me han encantado los quesos ingleses que ofrecen. No tienen una gran mesa, pero es bastante para tener variadas procedencias y algunos del país realmente ricos y diferentes.

El sorbete (que también lleva crema y espuma) se esconde en un encaje de miel sumamente bonito y combina el membrillo con el masala chai, esa deliciosa bebida india de leche con té negro y especias.

Es un gran y vistoso postre pero aún es mejor -cómo mejora el menú desde las carnes- el praliné de pecan que llena la boca con su cremosidad y está lleno de sabor a pasas y a PX, una combinación perfecta con un gran helado escondido, de semillas de cacao. Dulces, afrutados, levemente amargos de nueces y cacao, golosos alcohólicos de vino dulce… una delicia que es el mejor plato del almuerzo. Y ¿quien decía aquello de que el postre arruina o salva una comida? Pues eso.

Y dos notas para acabar: me ha recordado mucho lo que hacían Arzak y compañia hace varios decenios, lo que no quiere decir que no me haya gustado mucho. y sorprendido, porque este menú (210£) es más barato que el de cualquier tres estrellas español e incluso, que el de muchos dos estrellas. A lo mejor, es que en España nos estamos pasando con los precios

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Adrián Quetglas

No me va a ser fácil escribir este post porque Adrián Quetglas es un agradable restaurante mallorquín, lleno de gente amable y muy profesional y con un chef, sin duda esforzado, que realiza platos de gran audacia, demasiada audacia y poco seso se podría decir. El problema es que además tiene una estrella Michelin en una isla donde hay muy pocos y solo uno de dos. Eso, indudablemente, aumenta las expectativas.

Los platos son en general, bonitos estéticamente y destacan por sus potentes sabores, pero todos mezclan tal cantidad de ingredientes de mucho y disímil sabor y lo hacen de manera tan arbitraria y sin sentido, que unos se tapan a los otros, haciendo que sólo se aprecie uno (en general no el principal), así que la pregunta es por qué tantos.

Veamos: nos ofrece en primer lugar salmonetes al natural con hinojo salvaje (además del muy potente marino), jugo de caracoles, alioli helado y aceite de sobrasada. Por si fuera poco, los acompaña de unos gofres con crema de sobrasada y alioli, además de hinojo fresco. Cierto que son los mismos ingredientes pero repetidos hacen que sólo sepa a eso y el alioli prevalezca sobre todo.

La yema de huevo de corral curada, foie gras con ravioli de pato y gambas, su consomé y granizado de manzana fermentada es ya un enunciado preocupante por la multiplicidad de mezclas. La yema está rica y el consomé también pero el pato estaba desaparecido y el foie también y eso que los crujientes de arroz que acompañan eran también de gambas y pato, eso sí con mayonesa de cebollino también. A lo mejor bastaría con no decir todo lo que lleva y así se notaría menos.

Quizá es eso lo que pasa con un excelente plato mucho más sencillo, un delicioso cordero Garam Massala con arroz de la Albufera de lichis, yogur de hierbas aromáticas y esencia de bergamota que se arroja de un espray, una vez colocado en la mesa. Al menos se nota el arroz y la salsa, especiada y levemente picante, envuelve suavemente a la carne.

El cordero es lo que más me ha gustado pero ha sido una falsa esperanza, porque el pargo con mole de pasión (mole con esferas de fruta de la pasión encima es un despropósito) y cacao, aire de leche de bambú y chile habanero. Como en todos los platos, cada cosa está rica por su lado pero las mezclas naufragan. Sin embargo, lo más incomprensible es un pescado que al ahumarse y también confitarse queda seco y muy hecho. No sé, los mexicanos llevan siglos haciendo mole y jamás se les ha ocurrido ponerlo con pescado y menos con maracuyá. Por algo será…

El solomillo con crumble de remolacha, muselina de berros y trufa blanca en polvo, tiene aún más cosas (como tartar y macarrones de remolacha) y todas son ricas y pegan mejor, pero la carne vuelve a esta mega pasada. En fin, ya he dicho que no me iba a ser fácil porque todo era servido con tanto cariño y maestría.

Hemos tomado dos postres : bizcocho de pistachos especiados con crema de Mahalabia y granada helada, un postre rico y precioso en el que el problema era que el bizcocho tenia tanto clavo que se apoderaba del resto. Acabado el bizcocho, el resto estaba estupendo.

Para acabar, otoño, chocolate pacari con calabaza y mandarina, un conjunto de menores mezclas que funciona mucho mejor, pero que a estas alturas me ha costado apreciar.

La carta de vinos también es sorprendente por lo pequeña, quizá por su afán de que todos sean baratos, pero la elección queda minimizada.

El chef tiene madera y maneja bien las técnicas de vanguardia, sin duda se esfuerza y tiene un rabioso afán por ser original. Pero quizá es víctima de tanta frase de autoayuda tipo “el que no arriesga no gana”, “el cielo está en ti mismo”, “no hay límites” o tonterías semejantes. Quizá bastaría con no hacerles caso, aplicar el sentido común y cargarse la mitad de los ingredientes.

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El Serbal

Una noche de verano (casi mediado el otoño) en un lugar junto al mar y con grandes ventanales sobre la bella (Segunda) playa de El Sardinero. Alli fue mi cena en El Serbal, un restaurante elegante y excelente que tiene una estrella @mi desde hace veinte años. Y la justifica con creces.

Para empezar dos sorpresas, una enorme carta de vinos con grandes referencias a precios increíbles y un estupendo menú degustación -el que tomamos- por 66€. Empieza con unos suculentos aperitivos que llegan sobre una rama de coral dorada: un delicioso caldo de tomate con una aromática albahaca y emulsión de perejil, un tierno brioche a la plancha con un poderoso tartar de vaca Tudanca y seta Simeji y un crocante de maíz con emulsión de anchoa y queso parmesano. Se colocan con el fondo del mar y sobre un arbolito, también de áureo coral. Y así, ya estamos ganados.

El comienzo es fuerte, porque un arroz nocturno es cosa de campeones cántabros. Está muy bien de punto y delicioso con su surtido de chipirones, calamares, un estupendo gambón a la brasa y el toque maestro de una sabrosa emulsión de ajo asado.

La merluza es de una calidad excelente, jugosa y poco hecha sin pasarse, se anima con emulsión de perejil y una salsa marinera muy rica, pero que anuncian picante sin que lo sea en absoluto.

Lo mismo pasa con el kimchi de la original y estupenda presa con salsa de ostra que además, está rebozada en tinta de calamar y arroz crudo. Se ve que por aquí se atreven a muchas cosas, salvo con los sabores picantes o incisivos. La salsa del jugo de la carne es concentrada y llena de sabor.

Se acaba con la sencillez de un helado de queso con lágrimas (gelatina) de membrillo y una galleta de curry que lo llena de contrastes.

Ya saben cuánto admiro esos restaurantes estupendos, alejados del altavoz y los focos de las más grandes ciudades, en los que día tras día se practica la excelencia. Este es, claramente, un bello ejemplo de ello. Y sin haberlo meditado, me ha salido un pareado…

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El Cenador de Amos

Conseguir tres estrellas Michelin es siempre una proeza. Hacerlo desde la nada y en un pueblo cántabro no muy conocido y con apenas 300 habitantes, raya en la heroicidad (porque tocan a una por cada 100, de récord). Pero hasta ahí la sorpresa, porque todo se entiende en cuanto se llega a El Cenador de Amos, un hermoso y sobrio restaurante instalado en una imponente casona, más bien palacete rural, de 1756. Y que no es nada habitual en la zona salvo por el uso de piedra y madera, sino más bien obra caprichosa de los poderosos canteros Mazarrasa.

La restauración es primorosa y solo busca el lucimiento de la obra. De esa y de la otra: la elegante y clásica cocina moderna se Jesús Sánchez, en la que nada destaca tanto como el equilibrio. Y eso he pensado con muchos platos porque si en toda cocina, la cuestión son las proporciones, aún más en la de vanguardia donde el grosor excesivo de un crujiente, la blandura exagerada de una escenificación o el abuso de cualquier exotismo lleva de lo sublime a lo ridículo.

Por eso, Jesús -celebrando el treinta aniversario del lugar- es puro equilibrio y eso se nota mucho ya en los aperitivos, donde el bombón de ensaladilla -que proviene de 2008- es una tartaleta de… ensaladilla perfecta (rellena de lo mismo pero a lo tradicional) a la que las huevas de salmón dan mordiente y alegría.

La tortilla española en texturas, que parece un helado y en la boca es impecable tortilla de patatas con cebolla, tiene un cucurucho que un poco más grueso sería inadecuado, lo mismo que la densa galleta del perfecto de pato y anguila con bombón de foie y vinagre de Módena, que contrasta con la ternura de un foie, animado por el vinagre.

Para acabar, un delicioso bonito en que parece mojama gracias a una delicada curación. Se sirve cortado finamente con tofu de almendra y un delicioso ajoblanco. Junto a él, una sobredosis de sabor marino en forma de crujiente: roca de tinta de cachón y tartar de lo mismo.

Y del disfrute del jardín, sea acristalado o al aire libre, se pasa al de la blancura luminosa del patio de carruajes, ahora cubierto, donde nos sorprenden con unos pimientos de cristal transformados mágicamente en cristal de pimientos y una sutil cuajada de bacalao con néctar de pimiento asado y un leve y delicioso toque picante.

Para el siguiente plato, una bebida singular, obra al alimón del chef y un gran sumiller, Andrés Rodríguez: agua de tomate clarificada y con variadas hierbas con fino Tradición. Es perfecta para una anchoa(recién sobada a mano) en mantequilla pasiega que es una cumbre del mundo anchoil. La mantequilla es tan buena que luego acompaña a los famosos -con razón-, panes de la casa.

A mi que no soy de ostras a las bravas, esta, con toques de limón y caviar, me ha perecido una cumbre de la elegancia. Algo cocinada, lleva dos guarniciones excelentes: caviar Imperial y helado de ostra con pepino encurtido, a cual mejor.

El magano de guadañieta es un escaso y exquisito calamar de temporada muy corta, pescado con es tipo de anzuelo. Aquí lo visten con las galas de un imponente marmoreado de tinta y pilpil de cogote merluza (me recuerda a la gamba Chanel de gran Rui Paula en la Casa de Cha da Boanova) y lo rellenan de modo tradicional con un lento, larguísimo y majestuoso guiso de sus patas y aletas con verduras que solo se ve superado por la esencia de guiso y tinta que lo acompaña. La tradición mejorada por manos sabias y las posibilidades de un restaurante así.

Me encantan las mezclas de marisco y carne escondida y eso es el bogavante azul con emulsión de chuleta Tudanca madurada, cuya salsa, en la que está escondida la vaca, es pura esencia de carne que el crustáceo parecería pedir porque, otra vez, el equilibro, entre sabores es perfecto.

El rape negro del Cantábrico con (estupenda) esencia de sus brasas es otro gran plato de apariencia sencilla y dificultad notable, ya que esa inspiración en las brasas llega al paladar de modo asombroso. Como el homenaje a las patatas panadera, que son pequeñas rocas crujientes.

Cuando llega la secuencia de la liebre nos damos cuenta que vamos de más en más. Es toda una sinfonía en tres platos (estaba tan maravillado que solo hay foto de uno): a una potente (cómo me gusta que Jesús sea señor de sabores contundentes) morcilla, aligerada con berza salsifí, apio y aterciopelados ñoquis de apionabo, se añade un envoltillo de explosivo sabor a base de liebre y foie. Aparte, un transparente consomé de liebre con setas enoki a modo de fideos. Por fin, un lomito -que es la sorpresa de sabor porque parece sin más, pero es una maravilla de adobado-, con salsa de caricos (alubia cántabras) para mojar. Había comido memorables platos de liebre en el Celler de Can Roca y en Ramón Freixa, por ejemplo. Después de este, ya no sé qué más decir.

Como en todo gran lugar, prestan una gran atención a los quesos. Durante todo el banquete contemplamos una enorme mesa que ya sorprende por su variedad, pero mucho más cuando sabemos que solo seleccionan quesos cántabros y del norte, muchos de ellos de pequeñísima producción. Las mermeladas que los acompañan, son espléndidas también.

Y después una broma en forma de cóctel (fruta de la pasión, aguas de rosas y azahar y algo de Bourbon) y que se llama “beberse el agua de los floreros”, porque la base -que después agitan y refuerzan en coctelera- estaba en uno (con sus flores y todo) que nos habían puesto como decoración antes de los quesos.

El primer postre es un arroz con leche convertido en un delicado mochi, tierno por su masa y crujiente por el fino caramelizado.

La tarta helada de yemas y fruta de la pasión tiene algo de aquellas más clásicas y que fueron a los 90 lo que el coulant al presente. Muy rica y sobre todo, muy equilibrada de dulzor de yemas y ácido de fruta. Aún mejor por ser helada y esconderse entre esponjoso merengue y arenosa galleta.

Y hablando de coulant, lo que parece ser uno y sin embargo, es una gran obra de repostería, una emulsión aérea de cacao con núcleo fundente, lo que viene a ser la versión magistral y a sabia de ese ya insoportable coulant pero aquí sin rastro de harina ni calores y con una cobertura sólida y un corazón semilíquido. Muy parecido a uno que es para mi el canónico, el que hacía Alain Senderens, una versión -como esta- alquímica y casi imposible.

Es casi un lugar común, pensar que tres estrellas y perfección es la misma cosa. Y estoy de acuerdo, al menos en España, pero aún más en este lugar, donde la belleza se junta con un servicio esmerado -obra de la sabia mano de Marian Martínez Pereda, la esposa del chef-, un menú sublime, abrillantado durante treinta años, la exuberante bodega de Andrés Rodriguez y una búsqueda incansable de la excelencia.

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Desde 1911

Hay sitios que ya la primera vez parecen magníficos. La segunda se antojan tan perfectos que piensas que ya no podrán mejorar. Y muy pocos van de lo sobresaliente a lo excelente, sorprendiendo una y otra vez por su carrera ascendente. Es el caso de Desde 1911 que, en la comida de presentación del gran Termanthia 2016, me ha parecido mejor que nunca, si bien ya no dudo que conseguirá ser aún mejor. Es el inconformismo de lo perfección.

Después de un salmón ecológico cortado finísimo -y que es lo único que se mantiene- exhiben los productos del día y que siempre son los mejores de lonjas y campos, porque carne no hay pero sí frutas y verduras. Uno de ellos es un impresionante centollo con el que preparan un suave changurro con crema de pimientos que redondea el plato con su delicado dulzor.

La corvina se sirve en dos deliciosas formas: en sashimi, con fresquísimo dashi de tomate, y en un ceviche de perfecto y justo picante, porque es apto para todos los públicos.

La langosta gallega del salpicón hablaba por sí misma. Extrañamente jugosa para su gran tamaño apenas necesita nada, si acaso un poco de mayonesa ligera de sus corales cubriendo los grandes y suculentos medallones.

Y tras las exquisiteces gallegas, los lujos mediterráneos de la trilogía de gambas: la de Sanlúcar Orly, la de Huelva cocida y la roja y suntuosa de Palamos, a la brasa. Quizá había que pensar cuál estaba mejor, pero ante tanta bondad me parece un ejercicio inútil.

Por cierto, al contrario de lo que hacen en el Ritz, las ponen con cubiertos y lavamanos. A elegir. Y como el cuchillo era de carne, pedí pala de pescado. Son tan elegantes que me dieron a escoger entre dos.

Y como decía, no se privan de lo mejor de tierra adentro y hoy nos han deleitado con espléndidos boletus con caviar y una yema curada con matices cárnicos espectaculares. Y es que la curación se hace en papada ibérica. Un platazo.

No se queda atrás el guiso de calamar con la humilde untuosidad de unas manitas de cerdo que dan fuerza y contundencia a la tinta.

El pescado del día era un rodaballo de Vizcaya a la brasa superlativo y no solo por su tamaño sino más bien por su sabor y por esa espléndida salsa hecha en la prensa con su colágeno, las espinas, todos los jugos y toques de sidra y vino blanco. Un aderezo que lo realza sin ocultarlo.

Todo esto es único pero hay algo más que hace a este restaurante incomparable en el mundo y son esas mesas de queso (que no tablas) que en calidad y cantidad no he visto en ninguna parte y mira que he retado a gente a encontrar otra mejor.

Tenían al lado una pavlova deconstruida estupenda pero el queso la tapaba por completo. Menos mal que después ha venido solita una de las estrellas de la casa, ese babá al ron que rezuma mantequilla y esponjosidad y se acaba ante el comensal en una bella exhibición de alta escuela.

Y antes acababa ahí la cosa, pero ahora sacan una gran mesa de chocolates que sería una ostentación si no fuese porque de lo bueno, cuanto más mejor.

Desde 1911 puede presumir de comida, exquisito servicio, excelentes vinos y delicias de tamaños XXL y vaya si lo hace. Pero quien puede, puede. Hacen bien.

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