Buenvivir, Cocina, Diseño, Food, Gastronomía, Lifestyle, Restaurantes

Saddle

Lo primero que me ha advertido Israel Ramirez al llegar a Saddle ha sido que había asumido la dirección del restaurante y que esperaba no defraudar. Lo ha hecho casi disculpándose, por si la cosa había empeorado, pero ya les digo yo, nada más empezar, que no debe hacerlo, porque siguen la senda ascendente que los ha colocado como el mejor de los restaurantes clásicos de Madrid.

La alta cocina de influencias vascas y francesas de Adolfo Santos y un servicio refinado de alta escuela, lo han hecho posible y todo ello remarcado por bellas vajillas y cristalerías, impecables manteles de hilo y variados carritos que permiten el servicio junto al cliente.

Comprendo que ya les he contado el final pero soy narrador omnisciente, en este caso de verdad, porque ya viví toda esta historia que les voy a contar, la de la mejor comida en Saddle hasta la fecha.

Se empieza con un gran aperitivo, esa versión repensada del pollo en pepitoria que tanto me gusta, a base de picadillo de pollo, huidiza espuma de almendras y una intensa crema de azafrán.

He elegido de entrada el estupendo paté en croute de lujoso relleno de variadas carnes y pistachos (lo más clásico) y una buena dosis de gelatina que le da ligereza, al igual que un buen contraste de ácidos los encurtidos de la guarnición.

He probado el guiso del día que eran unas potentes (de sabor) y aterciopeladas (de textura) verdinas con calamares que envolvían los sentidos desde que salían de la cocina, gracias a sus intensos aromas.

Han querido que probáramos los boletus braseados y laminados en crudo con un estupendo y campestre guiso de conejo con aires de cremoso fricasé y unas estupendas migas de panko con pimentón.

Quizá la pintada de Bresse rellena sea el mejor plato que probado hasta ahora en Saddle. Confieso que soy un fanático de las aves rellenas pero esta era especialmente sutil y delicada, cocida al momento y rellena de la propia pintada con la pechuga convertida en mousse con hierbas variadas. Esa chispeante mezcla de especias (vadouvan) que llamamos curry francés da un toque incisivo realmente bueno al igual que el royal de maíz y la humita, matices dulces. Se remata con salsa al tomillo limonero y un intenso crujiente de la piel. Un plato redondo lleno de sabor y elegancia clásica.

No puedo pasar sin probar la crocante y tierna molleja a la jardinera cuya salsa emplea más de cinco kilos de verduras para conseguir una densidad glaseada -de la que pega los labios- y un sabor único.

Recomiendo encarecidamente, por mucho que hayan comido, como era nuestro caso, que no se pierdan los quesos, un carro lleno imprescindibles que se alternan con pequeñas joyas desconocidas se muy escasa producción. Tomen tiempo para que les expliquen y ayuden porque vale la pena aprender del maestro quesero.

Tampoco podemos pasarnos sin el mejor suflé de esta ciudad que es al Grand Marnier, de espumosidad deliciosa y una cantidad justa y adecuada de azúcar. Lo sirven con un helado que ha mejorado mucho porque ha abandonado la vainilla y ya es solo de naranja y Grand Marnier y usa las ralladuras de la cáscara para ganar en potencia. Tanto me ha llamado la atención el cambio que he preguntado y eso me ha permitido descubrir que tienen una nueva pastelera.

Y de ella también es obra un postre de chocolate lleno de texturas -entre más que destaca la impresionante ganachecon piña asada y helado de lo mismo como sabio complemento.

Hoy no estaba el gran chef del lugar, pero todo está tan medido y rodado que deja al cliente en buenas manos, gracias a un equipo de cocineros excelentes que replican a la perfección sus maneras.

Estándar
Buenvivir, Cocina, Diseño, Food, Gastronomía, Hoteles, Lifestyle, Restaurantes

Boho Club

No es nada fácil crear desde la nada un local que ha de ser restaurante de hotel, lugar de moda y destino gastronómico de aficionados de altos vuelos. Mucho menos si se ubica en un lugar muy cool plagado de veganos e intolerantes, poblado de suecos y otros nórdicos con poca tradición, además de españoles muy tradicionales, y donde prima el cosmopolitismo. Pues bien, hay alguien que lo ha hecho, y es el estupendo y discreto Diego del Río con el restaurante del hotel Boho Club de Marbella, una sucesión de cabañas sostenibles, colores pálidos y un delicioso aire hippy de luxe que, sin embargo, se convierte en clásico y opulento en un comedor de invierno lleno de cueros y poltronas de terciopelo, por lo que hay cabida para todos los gustos. Y además, amor al arte porque variadas obras salpican los espacios, destacando entre ellas varias del siempre brillante (en ambos sentidos de la palabra) Richard Hudson.

Antes -y después- de la cena, buenos cócteles en el bar de moda y muchos de ellos creación de la casa como el Boho, a base de ron y piña ahumada y asada y repleto de hielo pilé. Y algo que parece una tontería pero no lo es, unas buenísimas aceitunas aliñadas como acompañamiento. Empezamos, ya en la mesa, con una potente y perfecta croqueta de carabineros con su tartar. Todo está bien: un exterior dorado y muy crujiente, un relleno muy cremoso y untuoso y un sabor muy potente. El añadido del tartar aporta otra textura más blanda y suave que va muy bien. Me ha gustado mucho

También la ostra, lo cual es un milagro porque todo el mundo que me siga por aquí o en Instagram, sabe que odio tanto su textura viscosa y húmeda como ese sabor acre que es como una patada en el paladar. Sin embargo, yo soy el que se equivoca porque a todo el mundo le encantan y además son ingrediente estrella de la cocina moderna. Felizmente pueden llegar a gustarme en cuanto me las camuflan un poco y así ocurre con estas que se bañan en un estupendo y punzante ceviche de mango y chile. El dulzor del mango, la acidez de la lima y el picante del chile rebajan el sabor del molusco y el líquido ceviche le cambia la textura. Sin embargo, sigue siendo una ostra por lo que puede gustar tanto a los que a las aman como a los de mi bando también.

También ha ayudado el original cóctel con el que la combinan: una estupenda y extraña mezcla de amontillado, ginger beer y flor se saúco. Refrescante, burbujeante y cosquilleante de jengibre.

Todo me estaba gustando pero me ha encantado por su originalidad y frescura, la muy diferente sopa de maíz con mojo de aguacate y verduras encurtidas. Muy bonita de colores y una gran mezcla de sabores, desde el dulzor del maíz, al avinagrado de los encurtidos, pasando por los toques ahumados que lo impregnan todo. Las verduras muy crujientes son el complemento perfecto de la aterciopelada crema.

Dentro del mismo estilo está el carpaccio de pulpo con salmorejo de pepino y cilantro, también partícipe de los aromas ahumados contrastando con verduras fuertes y muy sabrosas. Un salmorejo tan rico y original que bien se puede servir solo, sustituyendo al tan manido tradicional, que me encanta, pero que es ya un plato fetiche de todas partes como la carrillera o las croquetas.

Creo que el éxito de Diego del Río es hacer platos fáciles en apariencia y tradicionales en sustancia, pero llenos de guiños elegantes y diferentes que los alejan de lo convencional sin asustar a los tradicionalistas. Ejemplo claro es un académico steak tartar, pero que completa con yema curada al oloroso y pan de centeno y pasas. Igual pero distinto y con la aromática suavidad añadida de la yema que además lo abrillanta enormemente dejando el plato mucho más bonito. Lo acompaña de unas excelsas patatas fritas, de Sanlúcar, nos dice. No entiendo tanto de procedencia de las patatas pero estas eran perfectas. Me da siempre corte hacer panegíricos de las patatas en grandes restaurantes pero cuando son buenas son tan loables -o más, hoy en día- como una esferificación, que ya las hacen hasta los infantes de Máster Chef. Estas (las patatas) eran inolvidables.

La mayoría de los pescados tienen el problema de su sutileza. Si se mezclan mucho pierden el sabor y si apenas se tocan, para mantenerlo, resulta una sosería de plato. Imagino que por eso está tan de moda el atún que lo aguanta todo. Justo lo contrario de la delicada merluza. Del Río la trata sabiamente porque está cocinada en su punto justo, sin nada y sólo acompañada por unos picantes y bien confitados tomates arrabiata y un poco de espuma de albahaca. Parece una pasta italiana en la que las verduras realzan, sin ocultar lo más mínimo, el estupendo pescado.

Acabamos con una muy jugosa presa ibérica perfectamente rosada. Como en casi todos los platos, no se mezcla con nada sino que simplemente se acompaña de un estupendo mole poblano que se envuelve en un aro de yogur griego que lo aligera mucho y es más original que la simple nata usada en México. Para endulzar, chutney de nectarina y unos pedacitos de cacahuete para trocar cremosos por crujientes.

Muy bien también los postres. El lemon pie es una estupenda mezcla de merengue tostado que envuelve una buena crema de lima y limón, pedacitos de gelatina de limón, crumble de cacahuetes y también garrapiñados y un súper fresco sorbete de yerbabuena. Muchos sabores y variadas texturas para una estupenda combinación que me han recordado mucho las de Eleven en Lisboa.

Y como creo obligatorio en toda buena comida, terminamos con chocolate. Una densa y deliciosa ganache mezclada con crema y pedacitos de avellanas con helado de Amaretto. Ese contrapunto de almendras amargas del Anaretto me flipó -me modernizo…- porque redondean a la perfección.

Experimentado todo esto parece que Diego del Río riza el rizo, haciéndolo muy bien en esa triple condición de restaurante de moda para ver y ser visto, restaurante de hotel para todos los gustos y, sobre todo, lugar para comer muy bien, tanto que estaría entre los cuatro o cinco mejores de esta ciudad donde cada vez se come mejor. Y aun está empezando por lo que se puede ir mucho más arriba. A ello contribuye enormemente la elegante y sabia dirección de Antonio Ramírez que, además de manejar un servicio muy atento y eficaz, ha elaborado una escueta pero excelente carta de vinos. En resumen, estén o no en Marbella, no deberían perdérselo.

Estándar