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Menú Chronos en Deesa

Uno de los principales enemigos de los grandes restaurantes es el menú degustación, una imposición que puede ser la puntilla de los no tan buenos. Y es que se ha impuesto con demasiada rotundidad hasta en lugares más modestos.

Sin embargo, mucha gente quiere comer con más libertad y en menos tiempo, en suma, poder elegir. Si el problema es de precio, basta con poner un precio mínimo. Quique Dacosta, tan visionario como excelente cocinero, ha sabido entenderlo y ha añadido a sus dos espléndidos menús de Deesa, uno más breve llamado Chronos (por algo será) en el que se elige una entrada, un pescado, una carne y un postre de entre tres opciones en cada bloque. Cuesta 120€, aseguran celeridad -fundamental en un hotel como el Ritz-, y además, hay entre las opciones, dos de sus míticos arroces.

Después de un vermú sin alcohol -pura y deliciosa infusión de hierbas y especias– o una sorprendente cerveza de pimiento verde, con una explosiva aceituna esferificada (y pasificada), nos sirven una pinza de cangrejo crujiente con salsa bearnesa y flores que deja con ganas de más.

La sopa fría de remolacha con salmón y eneldo junta dulces y salados y es un plato completo pero, además, tiene un helado de kéfir que aporta toques ácidos como en una borsch mejorada.

En este capítulo, esta también la mítica creme brulee de cebollas y un nuevo clásico: la fideua de azafrán, una de las impresionantes nuevas creaciones del chef y que no me gustó la primera vez por ser en invierno y como plato principal. De entrada veraniega es perfecta, con esos insólitos fideos transparentes de azafrán con tropezones de navaja y huevas de salmón, unidos por una ligera e intensa salsa de navajas y mejillones. Tan bonito como diferente y suculento.

No falta el pan de aceite y harina de almendras y yogur que cortan con la mano y es una cumbre de la panadería. O de la bollería, según se mire.

En un homenaje a la Belle Epoque y al propio hotel, acaban de estrenar un elegantísimo y canónico lenguado con beurre blanc pero no con vino blanco, sino al sake, lo que le da un toque más sutil y delicado.

El salmonete de roca gallego, tiene una consistencia recia y aroma a brasa. La salsa es de su glasa y azafrán, pero lo mejor es la espumosa emulsión de galmesano (el parmesano gallego, de ahí su nombre) de 12 meses.

Nunca me puedo resistir a los arroces de Quique y esa ha sido mi opción de carne: el arroz albufera meloso con carney pimientos rojos asados al horno de leña. ¿Suena bien? Pues es mucho mejor porque el profundo caldo es de costilla y codillo ahumado y los pimientos se convierten en un sombrero que cubre el plato por entero, siendo una especie de piel esferificada, sólida por fuera y líquida en el interior. Quien lo nota lo valora como una proeza, quien no, se toma un señor plato de arroz. Como todo lo demás, sorprendente para amantes de lo nuevo y clásico para los despistados.

La tierna molleja está envuelta en yuba (una especie de velo de leche) y además de risotto de piñones, tiene un sabroso cremoso de parmesano y la sorpresa de la trufa negra que, sí, es posible en pleno verano, porque llega de Chile.

Nos han invitado a un postre, así que hemos probado los tres. El de los cítricos de Todolí, el “frutero” de cabecera de Quique, que tiene cientos de variedades de todo el mundo, es un prodigio de imaginación y aprovechamiento: hasta el albero -la parte blanca y amarga del interior de la piel- usa y lo puede hacer porque lo confita. Hay un canutillo de caramelo transparente relleno de sabayón de limón, sobre bizcocho de lo mismo y ginebra y otro más tradicional relleno de sorbete de pomelo y naranja.

Su ligereza precede muy bien al clásico pino mediterráneo, postre emplematico de Denia, en honor a productos característicos de Alicante como la chufa, el arrope y (papel) arroz.

Y el gran remate chocolatero, es Gianduja (pasta de chocolate y avellanas), que es una royal de avellana caramelizada con rocas de chocolate y helado de gianduja. ¿Hace falta algo más?

Un menú para tener prisa o no querer comer tanto. O para conocer esta excelsa cocina gastando un poco menos. Además, eligiendo platos, en una terraza que es uno de los grandes paraísos madrileños y con un servicio magnífico comandado por María Torrecilla. Creo que no se puede pedir más…

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La Milla

Llevaba un tiempo sin ir a La Milla y ya sabía yo que me equivocaba, pero, después de esta visita, lo corroboro. Hay quien me dice que alguno cercano es igual o mejor, pero cuando hablo de restaurantes valoro un todo que incluye ambiente, estética y, por supuesto, ubicación. Nunca lugares feos estarán en mis listas de favoritos. Y este está encima de la arena, en plena milla de oro marbellí y frente a un luminoso mar Mediterráneo.

Y al paraíso del mar une el de la cocina, cambiante cada día según el mercado. Y sin preparaciones fijas, porque cada cosa pide su propia receta, como los personajes de una novela, su propia vida. Será por eso que las coquinas me han emocionado. Creo que han sido para mi, como la magdalena para Proust, un shock de infancia malagueña. Parecen a la brasa pero se “ahúman” con el salteado en una sartén casi al rojo. Luego basta un chorrito de aceite para obrar el milagro.

Después tres humildes moluscos, conchas finas, bolos y navajas, elevados de categoría por la acción de la brasa y tres emulsiones: de maíz, piparras y jamón ibérico. Buenísimos.

Poner un gran canapé de caviar sobre una lámina de aceite me ha asustado, pero está buenísimo. Igual o mejor que con mantequilla. Más original, sin duda. Como mezclar atún con chocolate blanco y lima (ya un clásico La Milla). Pero lo confirmo, está delicioso.

Aunque menos que el siguiente plato, un brillante ceviche andaluz que recuerda la zanahoria con cominos de los bares y es crema encominada de esta al ajillo y toques picantes magníficos y una estupenda leche de tigre.

El salpicón de bogavante es el mejor probado en mucho tiempo. Una pieza de calidad excepcional, limpia, troceada y con un aliño excepcional en el que brillan los ácidos.

Las opulentas quisquillas de Marbella se preparan de tres maneras: cocidas para destacar su tersura, con vinagreta de sus azules huevas para animarlas y con burrata para sorprender.

El frito de la gallineta es otra vez proustiano. Tan bueno, seco y crujiente que se devora solo, pero no se conforman y lo hacen saam con lechuga viva, cebolla encurtida y salsas barbacoa y tártara, pasando de lo denso a lo más fresco. Brillante idea.

Ahora he comido uno muy bueno en Besaya Beach, pero hasta ahora estos eran los únicos arroces buenos de Marbella y entre ellos, el de ibéricos es una proeza, porque a la originalidad de los ingredientes (solo carne y jamón recién cortado), une punto perfecto y un fondo potente y suntuoso. Será restaurante de pescado y marisco, pero cuando Luismi toca carne y arroz se convierte de marino en campestre.

Los postres son buenos, pero no tan buenos. Un clásico español. Seguramente porque son demasiado densos para agostos calurosos: una buena torrija, torrija al fin y una preciosa versión de los limones de la Menorquina. Más bonito que redondo por falta de ligereza y un curd demasiado espeso.

Pero también puede ser que se llegue ahíto y no se aprecien porque todo es magnífico. Un servicio de primera, mesas separadas, vistas asombrosas, una carta de vinos de grande de España, la cocina magnífica de Luismi y un meticuloso y elegante servicio de un César que parece estar en todas partes. Será por eso que a las cinco siguen llenando mesas (algunas por tercera vez) y uniendo turnos. Pero es que está siempre sobre reservado y, como es lógico, nadie se lo quiere perder.

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Casa Jondal

Mi cumbre del verano es simbiosis de Ibiza y Rafa Zafra y esa unión se llama Casa Jondal. El placer no es solo gastronómico. Es también comer sobre la arena, poder solazarse, antes y después, en sus hamacas vestidas de rojo Off White (flagrante contradicción ibicenca), sumergirse en ese cálido mar de tantos distintos azules, mientras se disfruta de aperitivos memorables y siestas inacabables.

Ibiza me conquistó cuando descubrí que sus playas tenían aparcacoches. Aquí las tumbonas tienen toallas y cestos a juego -para venir sin nada- y las sombrillas de ganchillo, hasta perchas. Que aunque este sea el reino del pantalón corto, el vestido de rejilla y la extravagancia ibicenca, el colorido de los tatuajes (nada es perfecto) se une al de las flores de Van Cleef, el azul Capri de Dolce&Gabanna o el rosado del toile de joie de los estampados de Dior.

Basta con mirar el mar o el paisaje humano para ser feliz, pero lo mejor está en esa placentera, elegante y (aparentemente) sencilla comida que pone a los mejores productos los aliños perfectos. Se ve ya desde unas carnosas ostras con agua de tomate y unas delicadas vieiras con (mi) la salsa perfecta para los moluscos: la mignonette.

El tiradito de atún está marinado con una vinagreta muy equilibrada con toques de moscatel y pimienta rosa.

Todo es delicioso y ultra lujoso, pero hay algo que es más bien lujurioso: las cabezas de gamba roja con el tartar de su carne y caviar. Y al lado un poquito más de este con finas tostadas. Una idea brillante porque esas cabezas son locura de todo marisquero, pero ellos han encontrado una sencilla e imaginativa forma de mejorarlas.

Tampoco nadie servia antes bocadillos de caviar -salvo un difunto y ostentoso constructor del pueblo llano en su megayate, pero eso era privado- y aquí se hace en bikini (con salmón ahumado) y en trikini (al que añaden bogavante). La mantequilla es excelente -como la de la espléndida hogaza rústica que sirven al principio- y el golpe de estragón estupendo.

Como me encantan las salsas, no puedo pasarme sin las espardeñas a la mantequilla negra, que es perfecta, y tampoco debería sin las almejas beurre blanc, aún mejor.

El huevo de siete yemas con gambas, velo ibérico y caviar, perfectamente frito, entre lo líquido, lo blando y lo crujiente, es la mejor receta de huevos y mar que he comido nunca. La mezcla perfecta y opulenta.

Es obvio que a la mejor cigala le basta un hervido o un “planchazo” porque la perfección no gusta de ser adornada.

Después un plato casi pecaminoso, la pasta con crema de caviar. Quizá la mejor manera. Como cuando es simplemente, con trufa. El matrimonio perfecto.

Pero Rafa no solo es famoso por salsas del mundo o productos excelsos. También hace los mejores fritos que conozco, por lo que les recomiendo los peces fritos enteros, hoy una rocha, crujiente, tersa y sedosa, que sirve con tortillas y avíos para hacerse unos tacos (por si quieren cambiar).

Estábamos soñando con la ensaimada rellena de helado de vainilla, desde hace muchos meses, pero ya no hay. Se ha convertido en una deliciosa versión de la torrija hecha con el gran bollo. Está muy buena y es hasta más original, pero me parece menos playera o será que, el pasado siempre se idealiza.

Lo que sigue igual, tan delicioso como vistoso, es la piña, que parece una caja china porque se va abriendo y aparecen sucesivamente una capa de natillas de piña y otra de delicioso helado. Un postre fresco, suave y súper atractivo.

Quizá esta última frase defina toda la cocina y las ideas del gran Rafa Zafra, porque tras unos grandes platos, llenos de sabor, hay una gran mano que consigue que todo sea distinto, pareciendo igual y que siempre se esté soñando con volver.

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Es Fumeral

Mi gran descubrimiento del verano. Se llama Es Fumeral y está en una de las más bellas calas de Ibiza, un pequeño paraíso de infinitos azules y verdes, que van del turquesa al esmeralda, pasando por el índigo y hasta el ultramar de Leonardo.

Cuesta llegar, pero eso es parte del encanto, porque atravesar caminos polvorientos, castigados por el sol, en los que ni se adivina el mar y, después de ser salvados por un diligente aparcacoches, tener una sobredosis de azul y sol, es ya un comienzo en la cumbre.

Acaba de abrir y ya es objeto de deseo, porque la belleza y la calidad nunca pasan desapercibidas y menos si el artífice es el gran Alberto Pacheco, mano derecha del maestro Rafa Zafra en Estimar, donde, no se asusten, seguirá también. Tiene un gran equipo ibicenco capitaneado por Marc Vadell (jefe de cocina) y Daniel Paier (jefe de sala y sumiller), que viene nada más y nada menos que del codiciado Alchemist.

Cabría esperar un remedo de Zafra, pero Alberto ha puesto su luz en cada plato, con elaboraciones sencillas, que realzan y no tapan excelsos productos (hasta ahí los parecidos), y demuestran dominio de cada técnica (guisos, salsas, vapor, plancha, frito…) y un buen gusto cautivador. Vean si no…

Empieza con la gilda, homenaje a su maestro y que es la mejor del mundo. Lleva de todo y el aliño es magistral.

Lo mismo que en la ensaladilla con dos atunes (fresco y enlatado) con patatas aterciopeladas y jugosas y el estupendo toque avinagradlo de las piparras y el floral del aceite de cilantro.

El carpaccio de gambas es excelente, gracias a los pequeños detalles de una chispeante salsa de chile tatemado.

El gallo frito es la perfección hecha fritura. Muy crujiente por fuera y muy muy jugoso por dentro. Ponerlo con mayonesa de eneldo es una pequeña gran idea. Las gambas a la gabardina comparten perfección fritera y son una encantadora vuelta al pasado.

Mejor idea aún son el trío de atún, que crea discusión en la mesa sobre cuál es mejor: encebollado, con algo de salsa vitello tonnato (un poco, no nadando en ella y empalagando) y a la pimienta, que es como si el pescado se metamorfoseara en carne, como Zeus en cisne o lluvia de oro.

Como Alberto es un gran cocinero, ha incluido guisos ibicencos tan deliciosos como tradicionales y contundentes. Por eso el pulpo con fritas (aquí versionado más elegantemente con chipirones) es un plato redondo en el que la tinta se añade a un sofrito clásico para conseguir sabores intensos, marinos y picantes.

Las patatas punto y aparte, virtud que también resalta en las espardeñas con velo ibérico al ajillo, con huevos y pimientos de Padrón. El salteado del molusco impregna todo lo demás y aquí la patata es en rodajas, mientras que en el anterior eran en bastones. Pequeños detalles que me cautivan.

Ha combinado este plato con unos “simples” mejillones a la brasa que son arrebatadores y diferentes de todos, porque al ahumado de la brasa añaden un salteado con su agua. Más detalles: un limón a la brasa. Nada que ver.

Suculento, elegante y lleno de matices (de oriente y occidente) es el “spicy lobster” (bogavante, que no langosta) con unos soberbios molletes al vapor, esponjosos y delicados.

Como esto era una exhibición, no podía faltar la de la brasa y se han lucido con un señor rodaballo con una estupenda bilbaína que apenas lo acompaña, dejando resaltar el estupendo sabor del pescado. Las patatas fritas son, como en Estimar, sublimes, y la ensalada de tomate, de aliño y corte estupendos. Ya se lo he dicho, grandes productos, detalles constantes.

Los postres siguen la misma senda y han convertido el estupendo flaó local (de requesón) en estupendo e intenso cheesecake y un simple arroz con leche en un plato colorido y excelente a base de flores, toques de fruta y crema diplomática.

Me ha encantado el servicio y no digamos los vinos. Una muy buena carta llena de hallazgos y con tesoros que no están en ellas. Además, ese mar es uno de los más bellos de la isla. Así que lo dicho: el descubrimiento del verano. No se les ocurra perdérselo.

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A Terra (Hotel Octant Furnas)

Muy ridículo irse a mitad del Atlántico a comer pizza, pero el mundo está loco loco.

Estamos en las Azores, Sao Miguel, un absoluto paraíso donde la naturaleza abandona lo agreste y se convierte en un jardín. Todo parece alfombrado de césped, arbolado misteriosamente y sembrado de flores. Donde en otros lugares hay amapolas y genista, aquí, campos y arcenes están cubiertos de hortensias y lirios. Entre tanta flor, lagos, lagunas y riachuelos de agua caliente que surge del fondo de la tierra como mágicos surtidores. Y qué más se le puede pedir a una tierra que dé jardines y aguas termales.

La cocina popular es deliciosa pero aún no ha dado el paso hacia una cierta estilización y refinamiento. Salvo el algunos lugares, bastantes de ellos hoteles y entre estos, ninguno mejor que los Octant, una cadena muy refinada que se destaca por el cuidado de los detalles y los mismos a los clientes. Buena arquitectura, decoración elegantemente discreta y acogedora y, siempre, buena cocina. En el de las Furnas, entre aguas termales y jardines, hemos disfrutado de una cena deliciosa, que rinde culto a lo popular. Y es un gran mérito.

Todo gracias Henrique Mouro, un experimentado chef que desde el mítico Bica do Zapato, hasta los Orient Exprés peruanos, ha pasado por sitios tan estupendos como el hotel Pestana Palace, mi “casa” de Lisboa o el pionero Assinatura. Y de todos he hablado aquí.

Así no es raro comenzar con una croqueta de rabo de buey, con cereza encurtida y rellena de alioli y un fondo de chalotas también encurtidas que dan el perfecto contrapunto ácido y fresco.

En homenaje a los 90, uno de esos quesos empanados, tan ricos como poco saludable. Este era el estupendo Misterio de la isla de Pico, famosa por quesos y vinos (todos los que hemos bebido), acompañado, para equilibrar, de una buena compota de physalis y una finísima rebanada de pan de maíz.

Me encanta el caranguejo de casca mole (cangrejo de cáscara blanda) y mucho más así, en una especie de coentrada (el clásico guiso portugués de cilantro) con mucho más: gachas de maíz, estupenda bisque de gambas y hasta palomitas, para que haya más crujientes que contrarresten los blandos.

El pez espada es de gran calidad y está muy jugoso y con un punto óptimo. Se llena de toques orientales con salsa ponzu, setas enoki y algas. Los sabores autóctonos son de potente y aromático poleo y salsa de miel, mostaza, fruta de la pasión y limón. Un pescado de diez.

Un solo plato de carne y muy bueno: carrillera al vino tinto con puré patatas y los toques dulces y frutales de la nectarina y el melocotón. Lo gracioso es que la salsa se hace de un vino prohibido llamado Cheiro (olor) y es que las uvas tienen más metanol del permitido en la UE. Es la misma del rosado del principio.

De postre, un mix de todo los mejor de las islas, miel y queso. Un pastel de canela y miel que es un delicioso pudín, una teja de miel, queso fresco y una estupenda mousse de lo mismo.

Hemos disfrutado mucho pero sobre todo hemos llamado la atención porque comer estas cosas en el reino de las pizzas y los refrescos, tomar cocina regional tan bien hecha y estupendo vinos de la tierra (por eso los pongo), descubiertos y muy bien explicados, por un gran sumiller, es súper disruptivo. Casi una provocación. Pero, por favor, sean provocadores. Así descubrirán mundos nuevos.

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Boccondivino

¿Os habéis preguntado alguna vez por qué comiéndose bien en un restaurante no os apetece volver? Pues eso me ha pasado a mí en Boccondivino.

Había leído tantos elogios que allá que me fui a almorzar un domingo normal. El sitio es más bien corriente y feúcho y el vacío de las mesas no contribuía a hacerlo más alegre. Nueve personas en total. El propietario llegó a las tres de la tarde, saludó en una mesa -hasta se sentó en ella-, tomó la comanda de otra y al resto ni nos dio las buenas tardes. Quizá se estaba preguntado por qué no había nadie. Quizá esa era una razón.

Lo que más resalta, más aún que un servicio amable pero como herido de tedium vitae, es una apabullante carta de vinos italianos a precios en consonancia. También me pregunto si muchos españoles serán tan expertos para gastarse 150/200€ de media en un vino que probablemente no conozca.

La comida, muy rica y con toques absurdos como es ponerle a una muy estupenda caponata unas diminutas lascas de ventresca enlatada.

Las alcachofas fritas a la romana son suculentas y crujientes gracias a un poco de pan rallado.

También me ha gustado, me encantan estos envoltillos, la berza rellena de carne de cerdo y suavizada por un sabroso puré de apionabo.

El pulpo se cocina igual que muchas pastas, con una salsa estupenda de tomate, aceitunas y alcaparras, y el resultado es muy bueno.

La pizza está rica sin mucho más. No soy un experto, pero mi perito pizzero, que fue quien la comió -yo también la probé- me dijo que nada resaltable.

Me apasiona la ‘nduja -la sobrasada calabresa-, y voy a comerla mezclada con pasta -ya lo he contado varias veces- a Pagus. Esta versión también es rica y con un picante excelente.

Con todo, lo mejor ha sido el postre, un memorable pastel de rosa, blando en el corazón y crujiente en los bordes, que se desparrama por el paladar inundándolo de sabor.

Ahora releo y quizá vuelva. La comida está buena, pero todo lo demás…

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Le Kaiku

Todos mis amigos empeñados en que en Biarritz se come muy mal. Me extrañaba mucho, pero como hacía tanto que no iba, pues cualquiera sabe: pero estando en el País Vasco Francés, parece algo imposible. Por si acaso, empecé mi ruta gastronómica por San Juan de Luz y no pudo estar mejor.

Después de aprovisionarnos de galletas y chocolate en la centenaria Adam, nos metimos en el vecino Le Kaiku, una casona de piedra -supuestamente la más antigua de la villa- con un elegante restaurante de una estrella Michelin y estupendos precios.

El resultado de mezclar los menús Artha (90€) y Déjeuner (58€) no pudo ser mejor. Ambos empiezan con aperitivos comunes: tres delicados bocaditos de ratatouille con cecina de León, una crujiente pasta sable con parmesano y pimiento y una aérea espuma de pimiento con chorizo picante.

Después, un poco de tartar de buey gallego con mayonesa de hierbas y patatas paja, una mezcla deliciosa que, además, deja clara la naturaleza mestiza de esta cocina fronteriza que aprovecha lo mejor de ambos países.

El pulpo gallego se sirve caliente y en carpaccio y se alegra con chimichurri, cremoso de guisantes, lágrimas de piquillo, virutas de espárragos verdes y blancos de las Landas, guisantes y un crujiente de tinta de calamar. El plato es precioso y hace adivinar el gran amor del chef por las verduras.

El foie gras de pato de Las Landas, semicocido con Jurançon se sirve como debe ser, tan solo con sal y pimienta pero se acompaña de cosas deliciosas que le hacen mucho bien: chutney de cerezas de Beltxa con jengibre, gel de cereza y verbena, polvo de pimienta de Jamaica blanca y helado de verbena. Todo es fresco y frutal y aligera la fuerza grasa del foie.

La merluza de anzuelo es de estas costas, está muy bien asada y es tan buena que prescinde de salsas, pero no se une a una maravillosa colección de vegetales eco de temporada al estilo «barigoule« y de un buen caldo de verduras con ajos silvestres. El toque cárnico y muy suave consiste en un poco de lardo.

Me encanta el francés amor a las aves y eso se nota es recetas como esta deliciosa suprema de ave asada con muselina de boniato, verduras de primavera con jugo de ave y anís estrellado y, en plato aparte, un falso risotto de espelta con queso de oveja que podría ser plato independiente en cualquier otra parte. Otra vez, una maravillosa demostración de cocina vegetal que completa el protagonismo del producto principal, riquísimo pero menos excitante que estas maravillas vegetales.

El postre de fresa y ruibarbo tiene sello francés con sus tierna galleta de mantequilla bretona, crujiente y suave, las fresas y el ruibarbo confitado, mini babas en almíbar de cítricos picante y dos excelentes sorbetes de lima y albahaca.

Cuando estoy en Francia espero excitado los postres, mientras que en España lo hago temeroso. Ya lo había confirmado con las frutas, pero la llegada del suflé me ha desarmado: una perfección algodonosa con crujiente acabado de chocolate grabado con le nombre, en la que introducen un excelente sorbete de frutos rojos.

Gran sitio lleno de buenas y clásicas recetas modernizadas y con unas verduras arrebatadoras, servicio femenino (en la mejor tradición del País Vasco), impecable y amable, y una estupenda carta de vinos. Además, llegar y salir es una delicia. Rodeado por el puerto y el mar, todo es bello en sus alrededores.

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Smoked Room

Me sorprendió mucho que la tacaña (al menos con España) guía Michelin concediera dos estrellas de golpe a Smoked Room de Dani García. Tampoco era rara mi sorpresa, porque no se hacía algo así desde 1.936. Esa extravagancia no estaba reñida con la calidad, porque lo visité muy al principio, me encantó y así lo dije. Revisitado, casi tres años más tarde, está aún mejor y es sin duda, uno de los grandes restaurantes españoles que, además, se distingue por la originalidad y personalidad de la cocina (una especie de andalucismo nipón), a las que une un servicio perfecto comandado por David Hernández Galarraga, unos excepcionales vinos de Pol Samon y una ejecución impecable de cada plato a cargo de Massimo delle Vedove.

Se preguntarán entonces por qué no estoy allí todo el santo día y la respuesta es fácil: en una barra y dos mesas, solo caben un máximo de catorce personas. Pero me puse en lista de espera (varias veces) y hubo suerte.

Ellos dicen que el hilo conductor son el humo y las brasas, japonizantes añado yo, pero a ello hay que sumar la sabiduría tres estrellas que alcanzó Dani Garcia en Marbella con alguno de los mejores platos de la cocina andaluza moderna.

Quizá por eso, empiezan con algo tan malagueño como un aguacate a la brasa que mezclan con mantequilla de levadura tostada a la vista del cliente. Y eso hacen con casi todos los platos, en plan software abierto y trasparencia gastronómica, una gran opción que hace disfrutar más. Quien me lea sabe que no soy un loco de las grasas, así que gustándome mucho ambas, juntas resultan algo untuosas de más. Menos mal que se untan en un brioche tan bueno, esponjoso y crujiente que es de los mejores que he probado.

Sigue un elegante clásico de la casa: quisquillas de Motril con mantequilla noisette y pimienta ahumada. En verdad, no hay nada más, pero la mezcla es deliciosa y refinada.

El hamachi se mezcla maravillosamente con uno de los ingredientes que más me gustan y Dani más domina, el tomate. Lo hace en una esencia asombrosa (unos 20kg. de tomates asados para 1 litro de caldo) que cubre un delicioso pescado ahumado al sarmiento en frío.

Después, Andalucía en un puchero con hierbabuena (y algas) con un caviar ahumado mucho mejor que el original, porque mezclar humo y mar tiene un resultado embriagador. Gelificar el caldo es ennoblecerlo. Lo malo es que resulta demasiado sabroso y aromático y el caviar se pierde un poco.

Si hay algo que siempre recuerdo y venero de la cocina de Dani son sus gazpachos únicos y las variadas versiones del tomate nitro, un plato precioso y delicioso. Este, blanco y radiante, es de espuma de anguila, caramelo de pimientos asados y ajoblanco, una mezcla de equilibrio perfecto cuajada de cosas que me encantan.

Demasiado gente hace chawanmushi (un delicado cuajado japonés) pero pocos lo hacen bien. Este de maíz dulce es excelente y de textura perfecta y a los toques japo, une los franceses con una gran vichisoysse de miso. Para rematar, un espléndido cangrejo real.

La frescura de la caballa marinada en sake es asombrosa porque une a un dashi cítrico de tomate, esa estupenda nieve sabrosa que es el kakigori, aquí hecho con todo lo que lleva el ceviche.

Aún no comeremos el bogavante pero nos lo enseñan antes de ponerlo al fuego porque está macerado macerado en frío dentro de un alga durante 48 horas.

Sigue algo que no me gusta mucho, las conchas ¿finas? (por serlo poco), pero en esta finísima versión se hacen un plato memorable después de pasarlas por la brasa y embeberlas en una gran beurre blanc de salsa Tosazu (vinagreta de arroz japonés, soja, kombu…) y ponerles un poco de wasabi fresco.

El bogavante que ya vimos, tiene dos partes a cual mejor: cuerpo a la brasa con una clásica y punzante emulsión de pimienta verde y la cabeza y las patas salteadas en itanmemono o sea, salteadas con mantequilla shio koyi, yuba de leche y setas shitake. No se entiende muy fácil la descripción pero el sabor y los aromas son impresionantes.

Como pescado, un jugoso mero reposado relleno de panceta ahumada, que le da recuerdos de dehesa, mantequilla de oveja ahumada (a estas alturas, no hace falta decir por qué se llama “smoked”, ¿verdad?), boletus y emulsión de algas. La mezcla perfecta.

Ya casi se acaba y, quien lo iba a decir, nos faltaban algunos de los mayores placeres, como esa comparación del Ermita de (quizá el mejor vino español, una obra maestra de Álvaro Palacios) de 2002 con un para mi desconocido e igualmente extraordinario 1902 de 2012 que estaba mejor, simplemente porque el maravilloso Ermita apuntaba un poco de oxidación.

Han servido para acompañar a la que probablemente sea la mejor codorniz que he comido (tampoco olviden que en mi ideario reza “cualquier pasado fue peor”): pechuga madurada con un mole mexicano -una de mis salsas fetiche- asombrosamente perfecto y equilibrado y un dulce y falso risotto de maíz. Las patas y el hígado componen un envolvente y jugoso buñuelo (tenpura de mezcal) que se moja en una gran crema de ajo negro. Un final apoteósico. Hasta ahora…

Y sigue la fiesta porque los postres están muy buenos: creme caramel de sésamo negro con unas fresas extraordinarias y delicadas, de esas que no se encuentra, Mara des bois. Y ese sabor entre dulce y ácido que tienen se funde con el dulzor de ese caramelo diferente.

Lías de sake con vainilla y caramelo de soja, esconde un gel helado de sake y vainilla al que cubre una chantilly maravillosa que parece expandirse esponjosamente por todo el paladar.

Y menos mal que hay quien siguen pensando que los postres siempre han de primar el chocolate. Este está lleno de toques ahumados y alcohólicos de whisky de malta, toda una fiesta de amargos, dulces, amaderados y vegetales (turba).

Un final que ya sería perfecto si no fuera, porque pidiendo un Oporto (mi mejor vino de postre de la galaxia. Y no suelo exagerar…), ha aparecido mágicamente un Taylor’ del 63 que jamas olvidaré.

No me gustan los sótanos ni la oscuridad, pero ciertamente conllevan el recogimiento, el silencio y el misterio. Será por eso, o por todo lo demás, que esta ha sido una vivencia mágica.

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Santa Mariana

Es una suerte como país, contar con jóvenes tan sobradamente preparados y llenos de futuro. Aseguran la siguiente generación de grandes cocineros y auguran que la gastronomía española seguirá en vanguardia. Es el caso de José María Borras, que a pesar de sus veinticuatro, ya lleva casi diez trabajando en su pasión. Y es que nada sucede por casualidad. Llegan muy pronto pero porque empiezan antes que nadie.

Tiene sus dominios en un mágico lugar de Menorca, el Agroturismo Santa Mariana, un paraíso campestre de acebuches que conserva el encanto de las casas payesas. Al incesante canto de los pájaros, se une el rebuzno de un lejano y algodonoso burrito y la aparición de gallinas y gallos que parecen preparados para una exposición.

José María está en pleno aprendizaje y aún le queda mucho recorrido, pero ya exhibe una cocina diferente, que crea desde las raíces de la isla y que está llena de sorpresas y espectaculares puestas en escena, quizá demasiadas.

Empieza en el jardín mostrándonos unos aperitivos con “trampa” (y trampantojo) porque la sobrasada es de verdura. A mi, gran amante de este embutido, me deja un poco frío, pero está deliciosa y encantará a veganos, afines y otros enemigos del cerdo. Hay también shitakes muy bien aliñados y un caldo delicioso pero demasiado graso.

En la mesa, antes de más aperitivos para comer con la mano, un estupendo gel hidroalcohólico casero de salvia que quizá deberían dar al llegar porque la cosa manual empieza desde el principio.

Los siguientes aperitivos son un rico y crujiente rollito de crema de lengua con alcaparras, una crocante coca de Semana Santa, llamada “amb pinxa” por las espinas de la sardina y que tiene una estupenda masa brisa y flor de borraja.

Acaba la secuencia con una deliciosa tartaleta de flores de hibiscus, caléndula, miel, chantilly de brossat (requesón) y dátiles a la brasa y su premiada croqueta de leche y mantequilla locales, con gran sabor a jamón y un semi líquido que contrasta muy bien con la sólida y extra crujiente cobertura.

La primera entrada es un pequeño (así son los de este mar) carabinero a la brasa acompañado de una velouté estupenda. No necesita más porque solo está muy bueno, pero esa salsa, madre de otras, está más que rica. Como empieza a ser habitual, ausencia de cubiertos. Tampoco se ponen ahora bien colocados (absurdamente, ambos a la derecha). En fin, caprichos populistas de los cocineros que no están por los buenos modales.

Está muy bueno el pan y tiene su ceremonia: lo acompañan con buenas salsas -de miso y queso de Mahón y estupenda mayonesa de kalamata-, un gran aceite de la finca y una malísima mantequilla de la isla.

He visito al entrar el paté en croute y se me ha antojado. Hay que mejorar sabor y proporciones, pero me ha encantado esta versión escarlata a base sobrasada blanca (sin pimentón y con vinagres) y una remolacha de la que aprovechan todo. Para que se parezca en algo al original, algo de foie. Muy interesante.

Después, la ligereza de un plato en apariencia sencillo y que ha sido el mejor: usando escabeches del pasado se hace uno impresionante con tomates fermentados en sal y oliagua (la deliciosa sopa menorquina) y se macera con pez limón (serviola aquí). El estupendo resultado se mezcla con nabo daykon y se coloca sobre gelatina de pimiento italiano e higos. Un grandísimo plato que va de lo popular a la alta cocina.

Las ortiguillas (hirvientes en mi caso) en una fritura perfecta, son una sobredosis de sabor que se acentúa con un queso de Mahón lavado con agua de mar, suero de queso y algas. Acertadamente, se combina con una muy refrescante bebida de espirulina (de ahí su bello azul) y pepino.

Como pescado, hay un muy buen rape escondido en espuma de cebolla blanca y aderezado con unas bolitas de naranja, hechas con agar agar.

Hay en el menú (que nos ha sido adaptado porque el largo me parecía demasiado y el corto escaso) una opción de langosta y nos la ha puesto en una caldereta diferente y espectacular. Primero un caldo intenso, elegante y muy marino, como una bisque del pasado; después el lomo de la langosta con velo de ibérico (que hace mucho más jugosa la carne) y caviar sobre una picada espectacular. Un plato con todos los sabores del original pero mucho más refinado.

A José María le encanta la pastelería -cosa rara entre los cocineros españoles, tan flojos en esto- y eso se nota mucho en los postres. Su sofisticada torrija, mezcla está con los recuerdos infantiles de pan con chocolate y aceite, componiendo un gran plato de chocolate al que añade sales diferentes, por ejemplo la del caviar, que es la moda. No sé si es muy necesaria pero el postre es estupendo de concepto y sabores.

Para acabar, una versión de la ensaimada con flores y frutos secos que es otra gran obra de repostería moderna basada en sabores antiguos.

Y así es la cocina de José María, la de los sabores tradicionales y las recetas de la abuela transformadas por un disruptor moderado que tiene abuela pero que ya ha nacido con redes sociales, sifones, abatidores y con Ferrán Adrià jubilándose en el Bulli.

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Cornamusa

Mucho va a tener que mejorar Cornamusa para colocarse entre los buenos restaurantes de la cada vez más competitiva Madrid. Está en los altos del Ayuntamiento y cuenta con una de las más bellas vistas de la ciudad, pero disfrutarla supone pasar un arco de seguridad y subir seis plantas. Es una idea del Grupo Azotea, muy conocido por su colección de sitios bonitos, mucho ambiente y comida muy corriente.

Dicen en su página web que es alta cocina, pero por ahora es más un deseo (¿inalcanzable?) que otra cosa. Encomendarlo a Jesús Almagro, cuyos muchos proyectos, siento decirlo, se cuentan por fracasos (famoso es su breve paso por Top chef), no parece la mejor idea.

Como está en sitio tan castizo, todo ha de tener un toque madrileño y por eso empiezan con calamares fritos -en una presentación que recuerda a aquella gran tapa de Javier Aranda, pero empeorándola-, un rico y crujiente buñuelo de oreja con salsa brava y una croqueta jugosa.

La berenjena con setas es un canelón que se quiere parecer a una morcilla y en verdad lo consiguen, a base de condimentos y mucho sabor. Eso sí, a costa de la berenjena que no sabe a nada.

Los guisantes tiernos -así se llaman, a pesar de la dureza de la piel- están buenos y son elegantes con su salsa de mantequilla, pero se mezclan con unas grandes fresas de Aranjuez (nunca las había visto de tales dimensiones) y helado de lo mismo. Están ricos, pero poco equilibrados.

La roulade de conejo en pepitoria es una gran idea mal confeccionada. Ponerle encima un carabinero sin más, no le hace mar y montaña y -queriendo tostar los lados-, quemarla, la destruye sin remisión.

He pedido queso, pero como forzosamente han de ser madrileños, pues tampoco son nada del otro mundo. Ya se sabe, cuando uno se limita al terruño se queda casi sin elección. Quizá en unos decenios hagamos mejores quesos en Madrid que en Francia pero hoy por hoy, no es así. Eso por no hablar de la plástica y penosa presentación de sus escasísimas variedades.

Con los postres baja aún más el nivel. En realidad, ni siquiera han sabido integrar los lácteos, miel y nueces en un solo postre y ponen dos platos, en una mezcla desconcertante y tremendamente dulce, como si en la tarta de manzana estuviera por un lado un plato de hojaldre y en otro las manzanas y demás.

El sitio es bonito y el servicio voluntarioso, pero en esta vida, querer no es poder, por mucho que se empeñen los coaches y demás charlatanes. A veces no se puede, por más que se empeñe uno. Cuestión de aptitud, no de actitud. ¿Como era aquello de “lo que natura no da, Salamanca no presta?

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