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Coque

Última visita a Coque para probar “In bloom”, un menú lleno de exquisiteces, inteligencia y belleza. Una lección de sentido, sensibilidad y sabor. Presentaciones cautivadoras, sabores intensos que se apuntalan unos a otros sin taparse, muchas técnicas que se camuflan de sencillez, para no apabullar, productos sobresalientes y sobre todo, un torrente de ideas que, partiendo de lo más tradicional, se vuelve lampedusiano, cambiándolo todo para que nada cambie. Una colosal demostración de estilo de Mario Sandoval, un grandísimo chef.

Aperitivos excelentes en cuatro espacios deliciosos y, ya en la mesa, varias series de platos unidos por un eje común: los frutos secos, los mariscos, los vegetales (que son dos), los pescados (otros dos), las carnes y los dulces.

En el bar, el cóctel de la casa (con vermú y tuno canario, entre otras cosas) se acompaña con un sorbete de Bloody Mary que es exactamente eso, pero en helado, y un taco de miso de garbanzo y foie. El contraste del maíz le queda muy bien al foie. En la bodega -la más bella bodega que quepa imaginar-, un poco de fino en rama, venenciado allí mismo, con una hoja con steak tartare de toro bravo y un estupendo embutido de toro bravo ahumado con algo de sobrasada.

Después se pasa a la “sacristía” de los champanes, donde además de un estupendo Laurent Perrier, nos dan dorayaki de skrei y aceituna y una estupenda yema hidrolizada de erizo de mar. El bacalao está deliciosamente ahumado y el erizo resalta entre espuma y esa yema de que lo envuelve de sabor a huevo.

En la enorme cocina de Coque, un bocado que me encanta por sus muchos sabores: espardeñas a la brasa con ají amarillo, acompañado de cerveza de trigo. Se acaba en la zona de postres -donde también está el magnífico horno de cochinillos, que parece de oro- con un buñuelo aireado de chistorra hidrolizada que estalla en la boca llenándola de sabor punzante.

Ya todo sucederá en una de las bellas mesas de los tres comedores y empezará por los frutos secos. Sopa fría de almendra con agua de chufa y curry verde que además lleva unas falsas almendras y perlas de Palo Cortado. Tenemos en la mesa un cacahuete y una avellana de loza que ya podemos abrir. Contienen granizado de maíz tostado, cacahuete con aguacate y jalapeños y un salmorejo lleno de aromas de kimchi con romescu de avellana y escarcha de agua de tomate. Una combinación única.

La secuencia de los mariscos llama la atención por la calidad de estos y los muchos que no vemos porque van en fondos o caldo. El bogavante con emulsión de su jugo al Armagnac y pamplinas recuerda aquellas grandes recetas de la alta cocina clásica y el cangrejo real con americana de nécora picante y pulpet a la brasa parece un delicado ravioli de intenso sabor. Todo lo contrario que el dulzor de la quisquilla de Motril con jugo de gamba blanca al amontillado.

Sin haberse querido centrar en ellas, Mario es todo un especialista en vegetales. La vaina de guisante lágrima de Guetaria con miso de azafrán y vainilla es asombrosa por su sabor avainillado, pero casi más por la proeza del trampantojo de la perfecta vaina. El jugo de berza picante y papada de ibérico es un caldo tan potente que parece de carne y el perretxico guisado con guisantes y mantequilla de oveja toda una delicadeza.

Y sigue demostrando mi afirmación sobre su mano verde en lo que viene ahora: ravioli de apio nabo y consomé de tendones con jengibre y nueces que es un caldo lleno de sabor -y cierta gealtinosidad- con tropezones que lo refrescan. La lasaña vegetal con holandesa de tuétano de buey es ya un clásico en el que destaca la genialidad de ligar la salsa, no con mantequilla, sino con grasa animal. El tomate pasificado con perlas de palo cortado aporta enorme dulzor a tantos sabores contundentes y la emulsión de lechuga romana con berenjena asada, apio y hojas verdes, todo un baño de frescor y suavidad.

Para pasar de lo vegetal a lo animal hay un peldaño intermedio en forma de estupendo caldo de pescado. Lo llama parmentier de lubina pero no es un puré sino un delicioso consomé. La lubina salvaje con gazpachuelo de médula de atún es un pescado bien hecho y lleno de matices, entre los que resaltan los más salinos del caviar y ese estupendo gazpachuelo que no se liga con mayonesa (no me gusta nada) sino con médula de atún. Además nos deleitan con un caldo corto con cebollita francesa y musgo de mar.

He probado -y comentado- varias veces el plato del salmonete. Es sencillamente excepcional. Un muestrario de sabores en el que todo es perfecto, porque además posee numerosas texturas y temperaturas. Tres platos espléndidos: helado de escabeche de anguila ahumada aciduladla. Sashimi de salmonete curado con cítricos y huevas de lucio. Crujiente de salmonete con erizo de mar al tikkamasala.

Y se acaba lo salado volviendo a los orígenes. Los abuelos de los Sandoval asaban cochinillos y ellos, devotos de su pasado, jamás lo han olvidado. Eso sí, tan gran chef lo ha refinado y depurado al máximo sin que pierda nada de su esencia. Se llama cochinillo lechón con su piel crujiente lacada y es justo eso. Le añade además una estupenda chuleta confitada y un delicioso y adictivo (es para comerse muchos) saam de manita melosa y gurumelos hecho con una aromática hoja de sisho. Espectacular y diferente.

Los postres están deliciosos y más ahora en plena primavera, porque nos dan de esas fresitas que ya no se encuentran. Y con espuma de lichis y agua de rosas. Además, un riquísimo y envolvente plátano con crema de whisky y espuma de leche, un crujiente de avellanas y vainilla con cereza amarena, que es un pastelito delicioso, y una ganache de chocolate Piura al Px con ras al hanout y esponja de café que enamora a cualquier chocolatero. El añadido de las especias le da al chocolate un toque único sin desvirtuar un ápice su sabor, cosa que sí hacen otros añadidos y rellenos frecuentes.

Diego Sandoval, comanda un equipo de sala absolutamente perfecto y cuida de cada detalle con un buen gusto que asombra y Rafael Sandoval, secundado por Alex Pardo y Jorge Olías, regentan una de las mejores bodegas de España, un tesoro de buenos caldos y mucha sabiduría enológica. De Mario, el chef, está todo dicho. En este restaurante, obra magnífica de Jean Porsche, todo es lujo sostenible, elegancia llana y sin pomposidad, saber sin ostentación y sencillez en la excelencia.

Por algo es sin duda, el mejor restaurante de la cuidad (y uno de los mejores de España) si atendemos al asombroso conjunto.

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Gofio

Gofio no es solo una harina, base de la alimentación canaria, sino también un estrellado restaurante, canario por supuesto. Sin embargo está en la cuna de la madrleñidad, en el ahora llamado Barrio de las Letras y en el XVII, con más propiedad, barrio de Las Musas y es que por aquí andaban sueltas y desenfrenadas, porque solo así podían explicarse los madrileños lo prolífico y brillante de Lope, Calderón, Quevedo, Cervantes, etc. Y es que en estas calles, vecinas del Corral del Principe, vivían todos estos y muchos más en época en la que el teatro era tan popular que su supresión podía desencadenar un motín y hasta existían profesiones tales como la de ladrón de comedias.

Gofio está en un dédalo de bellas calles recoletas junto al convento donde fue enterrado Cervantes y muy cerca de la Casa de Lope de Vega. Pero también del hotel más torero de Madrid porque, emigrados los literatos, este fue barrio de toreros, con los Dominguines ejerciendo de papas taurinos.

Entre tanta historia y tanto arte, los de Gofio han hecho bien optando por la sencillez de un local lleno de blancos y animado por un enorme espejo y decenas de dibujos gastrocanarios. Una prueba de que la sencillez y el buen gusto funcionan mucho mejor que el lujo aliado con la falta de criterio.

La cocina es menos sencilla porque reúne muchas técnicas, el conocimiento de variadas cocinas -en especial, claro, la canaria- y una gran creatividad. Y eso a bajo precio porque el menú más corto cuesta 50€. Y empieza con un estupendo salpicón de navajas con mojo de acederas y aceite de Fuerteventura. Es un plato muy fresco en el que el mojo es una espuma que parece gazpacho y, junto con las acederas, aporta enorme frescura a la composición.

Llegan a la vez tres estupendos aperitivos. Las truchas, que en Canarias son las empanadillas, normalmente de patatas y dulces. Esta es salada y está rellena de un buen y especiado salmorejo canario de conejo (que es el más normal) y para decorar y poner lago de mar, una lámina de corvina con reducción de sus espinas. Muy buena y suave la empanadilla, espléndido y aromático el guiso.

El bocadillo de pata asada con pan de Matalauva, tampoco se queda atrás. Sobre una crujiente corteza de pan, un buen guiso de pata de cerdo cocinada muy lentamente y después desmenuzada y una loncha del fiambre de la pata que me ha recordado a los chicharrones que vendían en muchas charcuterías antiguas.

«De la octava isla que es Venezuela«, así lo cantan, unas arepas diferentes: de carne mechada de vaca vieja. Se trata de una deliciosa croqueta de harina de maíz rellena de guiso de vaca madurada y acompañada de un mojo de aguacate y queso amarillo de Gran Canaria, perfectos para mojar la crujiente arepa.

Excelente y refrescante después de los guisos, el tomate aliñado con granizado de tomillo limón. Se verdea con pamplinas, crema de altramuces y bastante vinagre lo que añade un sabor punzante a los más dulces de los vegetales. Frescura no solo del sabor, también del granizado. Frescor en doble ración.

La gamba blanca con mojo rojo de las cabezas y mojo de cardamomo vuelve al sabor intenso y tradicional de las cremas de marisco hechas con cabezas y cáscaras y fuertemente reducidas. El cardamomo la llena de gracia y las dos texturas (casi cruda el cuerpo y crujiente la cabeza) agradables sensaciones al paladar.

La papa negra con calamar a la brasa y mojo de cilantro es un pretexto para acompañar a lo más humilde, la patata, una de esas excelsas papas negras que solo hay en Canarias, tan finas, tan suculentas, tan sabrosas que nunca cansan (lo siento, solo ponen una). El calamar braseado y ahumado está riquísimo pero la única reina es esa papa cubierta de mojo de cilantro. Una increíble mezcla en la boca con el toque picante de ajo y el incomparable frescor del cilantro.

Todo está muy bien, salvo el ritmo. Los platos tardan en llegar en general, pero hubo un verdadero parón hasta que apareció una espléndida versión de la raya a la mantequilla negra que aquí se hace con mojo palmero tradicional (que es suculento, rojo y picante) y mantequilla de leche de cabra canaria. La mezcla de la mantequilla derretida (como en la versión ortodoxa) con el picante del mojo es espectacular.

También nos cuentan que los canarios son muy de bocadillos, así que ahora nos ofrecen un doble homenaje a estos: uno de vendimia, con medregal, tomate y cebolla y una croqueta de pollo con papada homenaje al bocata de todo. Más rebozada que empanada, es semiliquida y llena de sabor. El de medregal es de corvina marinada, tomate y cebolla, tal como enuncian, porque el tomate no se ve ya que es la base crujiente. Sin harina, porque es de tomate en polvo. Muy buenos ambos. Espléndido el crujiente de tomate. Vaya «bocadillos«…

Carne con papas para acabar. Un agradable guiso de vaca con una salsa muy envolvente y papa negra de Tenerife frita en finísimas láminas. Muy buenas, pero nada como cocidas porque así se pierden esa textura golosa que llena la boca con su esencia harinosa.

Llega el postre y, para no desmerecer al resto de los cocineros españoles, la cosa decae. El plátano con galletas y naranja es bastante corriente aunque agradable. Lo mejor, el sabor a lácteos y cítricos más el toque crujiente de las galletas. Lo peor es que mezclando los sabores, ni rastro rastro de plátano.

Aun así -ya estoy acostumbrado a esta falla de los postres entre los chefs españoles en general- me ha gustado mucho Gofio que no es un restaurante canario como Coque no lo es madrileño, ni Apomiente andaluz ni El Celler catalán. Sin embargo Gofio no seria posible sin la riqueza, la fuerza y la originalidad de la cocina popular canaria, como aquellos sin las de sus respectivas tradiciones. Por eso, es doblemente interesante porque, partiendo de bases tradicionales y muy repetidas, consigue un resultado enteramente nuevo y completamente conocido. Un equilibrio que, a pesar del ritmo y del postre, me ha encantado.

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Ritz

Hoteles míticos hay bastantes en el mundo. Muchos menos de los que dicen las agencias de viajes, pero aún así bastantes. Se acordarán del Sacher por la tarta, del Grand Hotel des Bains por Tadzio y Aschenbach, del Watergate por sus intrigas y del Chelsea por la sangre. Incluso del Pera Palace, por Agatha Christie, o del Palace por Ava Gardner. Pero del que nadie se olvida es del Ritz de Paris, paradigma y crisol del mito, sea como hogar de Coco Chanel o Gulbenkian -que siendo el hombre más rico del mundo lo prefería a sus muchas casas- o última morada de la desdichada y sobrevalorada Diana de Gales. No hace ni cinco años de su última renovación y todo parece seguir igual, en especial su esplendor decadente, sus doradas rocallas y sus llamativos clientes.

Su restaurante estrella L’Espadon ya no es lo que era gastronómicamente, pero sigue siendo un magnífico ejemplo de la elegante, opulenta y algo acartonada cocina francesa. Al igual que el resto de los restaurantes franceses -incluso antes de los chalecos amarillos- no gusta de abrir los fines de semana, pero al menos -quizá por estar en un hotel en el que los clientes tienes el extraño hábito de comer, incluso los fines de semana- ofrece un brunch, que ya me gusta de inicio por dos cosas, ni es un buffet de todo incluido -como se usa ahora- ni hay que levantarse para nada.

Mientras el comensal elige -o se extasía con las belllas alfombras, o se deleita con la bella cubertería o se encandila con las deliciosas vistas de este pabellón de cristal que parece un invernadero ávido de la inexistente luz del Paris invernal- llegan a la mesa zumos, bollos, panes, mantequillas (con y sin sal) y mermeladas variadas. Los panes son buenos -estamos en la patria de la baguette- , pero panes al fin.

Le dijo Otello a Desdémona -o al revés, ya no me acuerdo-: «mientras nos amemos, el caos no llegará». Como saben, dejaron de amarse y nada pasó, pero seguro que pasará cuando los franceses pierdan su mano prodigiosa para el croissant. Si así es en general, imaginen lo dorado, tierno y crujiente de estos del Ritz que, como debe ser, se acercan más a lo salado que a lo dulce.

Son muy buenos, pero debo decir que lo realmente sublime es el pain chocolat, el dulce del que debió hablar Proust. la unión perfecta de masa hojaldrada y crema de chocolate. La cobertura es muy crujiente y se deshace en obleas saltarinas mientras que el interior mezcla aire y masa a partes iguales y, entre tan alegre ligereza, aparecen los tesoros de la crema de chocolate negro, aromática, intensa, pecaminosa…

El primer plato se elige entre foie gras de pato y remolacha derretida con vinagre de frambuesa, ensalada César con pollo de granja a la parrilla o endibia y jamón con «vino amarillo» y mousse de queso «Ritzy». Por sugerencia del maitre, me quedé con esta última. Se trata de unos rollitos de espuma de queso y jamón, levemente tostados, que acompañan a una buenísima endivia asada con jamón, coronada de mousse de queso. Les parecerá mucho queso, pero este es suave y vaporoso y la verdura y el jamón lo matizan muy bien.

Las opciones de segundo -no debería llamarlo así en un brunch pero es para entendernos- son huevo escalfado, langosta azul, patata ahumada y bisque de langosta; «Huevo perfecto», pistachos, avellanas y frutos secos; vieiras, cremoso de alcachofa de Jerusalén con ravioli de apio y caldo de apio espumoso o filete de venado, raíz de perifollo, castañas y arándanos. Me apetecía mucho el venado -bueno, en realidad, me apetecía casi todo- pero escogí la langosta, que me gusta más guisada que cocida y cada vez se hace menos.

En el fondo del plato, una sabrosa y clásica bisque, aireada y espumosa, y una base de patata machacada y ahumada, guarida de pequeños trozos de bogavante y, sobre ella, otros pedazos más suculentos y, ¡oh cielos!, el mejor huevo escalfado de mi vida. Perfecto de forma, suave, brillante y con la clara completamente cocida y la espesa y dorada yema, suelta, semilíquida y templada. Parece fácil pero, créanme, los pido mucho y pocas veces están buenos.

Los postres son una orgía repostera que llena la mesa. Aquí no se elige. Se ofrecen todos: una isla flotante canónica con su crema inglesa densa y al mismo tiempo suelta y un pequeño merengue esponjoso, níveo y muy suave, que se vuelve provocador tan solo con unos trocitos de barquillo que estallan en la boca.

Sigue la cremosidad con un gazpacho de mango y crema fresca de maracuyá con pepitas de maracuyá. Y ahí está todo dichos. Las dos diferentes cremas, más jarabe la de maracuyá, mezclándose y las pepitas estallando. Lo fresco, dulce y ácido, seguro que ya lo imaginan.

La ensalada de frutas, pues que les voy a decir, que remitía a cuando la fruta exótica era un refinamiento sin igual y que es otra declinación de fruta. Pero poco más. La ensalada de frutas, como la carne empanada, no está entre las grandes creaciones de la especie humana.

Todo lo contrario que las torrijas y las french toast que aun en su sencillez, admiten altas cotas de refinamiento, como este brioche tostado con mermelada de mora. Tostadas muy rápidamente con ese delicioso pan, resultan muy crujientes y, para que no sean triviales, se bañan con hilillos de chocolate blanco y mermelada de mora. A modo de gran corona, unas pequeñas y delicadas moritas como joyas ensartadas. Impresionante.

Supongo que están extasiados. Pues falta aún un esponjoso bizcocho de plátano y… lo mejor, que deliberadamente he dejado para el final. Además, así lo comí. Las llamadas nueces de pecan y caramelo Napoleón es un postre monumental y efectivamente digno de un emperador. Como si de una columna se tratase, la base es un milhojas extraordinario del mejor hojaldre caramelizado sobre el que descansa, cual anillo columnil, una finísima y muy crujiente lámina de chocolate negro. El fuste lo forman ondulaciones de perfecta y mórbida crema de vainilla, punteada por otra de caramelo y en el capitel, nueces de pecan garrapiñadas. Y todo junto, quizá columna jónica, no tan complicada como la corintia, la perfección hecha postre.

Que más puedo decir. Pues que si a la historia y al mito se añaden belleza y elegancia. Y que si a la historia, al mito, a la belleza y a la elegancia, se juntan delicadeza y talento gastronómico, perderse una oportunidad así es mortificarse innecesariamente.

 

 

 

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Le Bernardin

Este es el 26º mejor restaurante del mundo según la archifamosa y caprichosa clasificación de la revista Restaurant, pero he de decir que en este caso estoy muy de acuerdo. Básicamente porque me gusta, no porque conozca todos los del mundo, ni siquiera los cincuenta que aparecen. Según eso, Le Bernardin, que así se llama, sería el tercero mejor de Nueva York y aunque tampoco lo sé, sí es cierto que estamos ante unos de estos restaurantes que lo junta todo. Abierto en los míticos -y mitificados- 80’s neoyorquinos, mantiene una elegante decoración de cuero y maderas que no ha pasado de moda por su elegancia y cierto perfume de gran casa de siempre. Es bastante grande para ser tan refinado, pero bien es verdad que estamos en Nueva York. Por ello hay abundancia de eficaces y elegantes camareros, sumilleres, ayudantes y cuanto haga falta.

Está especializado en pescados pero no elaborados de formas simples sino bañándolos en salsas leves y adecuadas y con compañías bien pensadas. Hacer un gran restaurante de pescados que no sea solo plancha, horno o hervidos tiene un gran mérito, porque un buen pescado rápidamente pierde su sabor delicado y a la mayoría nos gustan crudos -aqui los hay también- o levemente cocinados. Empiezan el menú de mediodía (90$ por persona y toda la carta para elegir, aunque algunos platos llevan suplemento), con unas crujientes rebanadas de pan tostado con un buen salmón y una suerte de salsa tártara. Y ya que hablamos de panes, decir que aquí son variados y excelentes: quinoa, centeno, focaccia de aceituna, baguette, multicereales, etc

El pulpo  está tierno y muy jugoso y se acompaña de tomatillo (tomate verde) y una buena salsa que mezcla mole y vino tinto. La fuerte consistencia del pulpo permite estas cosas.

El pastel de cangrejo es mucho más espectacular de lo habitual porque reinventa la densa receta americana. Se trata de cangrejo desmigado y colocado bajo un velo crujiente que le da consistencia. Para rematar, un buen caldo de cangrejo y cardamomo.

El black bass (perca americana, de agua dulce) es suavemente cocido y lleva a su lado un pak choi al dente y caldo de lemongrass y naranja amarga con un abanico de suaves sabores y aromas.

El halibut (fletán) es escalfado y con un caldo dashi con toques de jengibre y rábano. Sin embargo, aún mejor que la salsa es el original panaché de rábano, nabos tiernos y varios tipos de chile más bien dulces.

Como no podía ser menos en una casa de origen francés, los postres son excelentes. Tienen un chef pastelero que los mima y presenta en platos llenos de elegancia, clasicismo y belleza y si no, vean el albaricoque que bajo una ganache ofrece albaricoque confitado, frambuesas maceradas y pedacitos de galleta de almendras para que gane consistencia.

Plátano y más tiene una pequeña banana caramelizada que se acompaña de un pastel de chocolate caliente muy amargo y cremoso, lascas de merengue ahumado y una buena y ligera salsa de coco. sabores perfectamente combinados desde hace siglos: plátano, cacao, coco

Supongo que solo por la descripción, ya sabrán que me ha encantado, pero se lo digo por si acaso. El pescado es excepcional e increíblemente variado, las prepraciones originales, clásicas y ligeras, los postres magníficos, como el servicio, y el ambiente, como en todos los grandes de Nueva York, de un refinamiento amable y despretencioso que me encanta.

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Viavélez, oda a la fabada

Si no recuerdo mal ya escribí una oda al tomate y otra a la alcachofa. Quizá haya escrito más, pero estas dos son seguras. Sin embargo, nunca había dedicado odas a un plato y es curioso que empiece por la fabada, yo tan poco dado a la cocina popular y contundente, yo tan lejos de Asturias… pero cada vez que la como me metamorfoseo -como Zeus en cualquier cosa, pero no para poseer Ledas o Europas, sino para honrarla- en popular y en asturiano. Me embriaga su aroma a chimenea y a pueblo, a cerdo, a matanza y a montañas nevadas; me deleita la tersura de sus tiernas fabes, pequeñas gotas de esplendor vegetal teñidas de brillo, y la intensidad y reciedumbre de los embutidos del compango; me alegran la vista sus iridiscentes rojos y naranjas, punteados de negro y rosa y me llenan los oídos mis propios suspiros cuando ante mí aparece, así que ya pueden adivinar que soy un buen consumidor de fabadas y que me gusta que me digan donde he de probarlas. Lo he hecho con muchas, guiado en general por amigos asturianos, pero he de decirles que en Madrid, en ningún lugar la disfruto como en Viavelez, porque allí no le falta ninguna de estas características.

Este es un restaurante que se esconde -está en el coqueto y elegante sótano- bajo una de las mejores barras de Madrid y que ha tenido mala suerte en cuanto a críticas y reconocimientos. Venía bien arropado (llegó a tener una estrella Michelin) desde el pueblo del mismo nombre, donde lo conocí de la mano del gran Andrés Madrigal, pero en Madrid no hemos sido tan entusiastas como deberíamos con el trabajador y voluntarioso Paco Ron, su cocinero y creador. Una pena porque los productos son excelentes, las elaboraciones precisas y con un toque de adaptación a la modernidad y el trato afable y cuidadoso. Ya se lo había contado pero vuelvo sobre ello porque es injusto ir tanto y no volver a dedicarle unas líneas.

Además de la fabada tiene unas doradas, crujientes y cremosas croquetas que están muy bien para empezar cualquier comida. También son muy buenos sus aperitivos de sopas marineras o, esta vez, el pisto de bacalao, para mí un jugoso y punzante ajoarriero.

La misma naturalidad se encuentra en otro clásico de la casa, el salpicón de bogavante, tan fresco y ligero que cuesta parar de comerlo. El picadillo es tan diminuto, crujiente y equilibrado que realza maravillosamente el sabor del crustáceo que resulta mucho más jugoso que simplemente cocido o a la plancha, no digamos ya frito o guisado.

También bueno cualquier pescado, porque varían según la calidad del día. Esta vez me recomendaron una excelsa lubina salvaje, de carnes prietas y opulentas y punto perfecto, tan solo acompañada de un buen caldo de moluscos, muy sutil y muy fluido.

Ese era su único acompañamiento pero no me resistí a innovar y le pedí la berenjena rellena que sirve con la presa. Buenísima. Rellena de cebolla, demasiada, y queso.

Antes del postre unos buenos y refrescantes chupitos de manzana verde, crema pastelera y un toque de regaliz.

Y después, la otra cumbre de Paco a la que también podría dedicar una oda, un arroz con leche muy cremoso, pero en el que se nota el grano, no demasiado dulce y con una leve costra de caramelo que aporta una textura crocante a la untuosidad de la crema.

Y para acabar, crema de vainilla con galleta de café y plátano, todo bueno y agradable pero nada como la crema fría -con consistencia de helado batido- que es pura vainilla, fuerte y aromática.

Siempre me planteo, ya lo saben, los misterios del éxito, por qué algunos que no valen nada se convierten en iconos (del mal gusto, eso si) y estos otros, llenos de esfuerzo y calidad, no acaban de romper las barreras de la discreción. No lo sé, carezco de la respuesta, pero no de una certeza, que merecen mucho más, así que por favor, no se lo pierdan.

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DOP

Ya les he hablado de Rui Paula, un famoso chef portugués al que conocí en su DOC en el río Duero y que me fascinó en la Casa de Cha. Ahí hasta predije la estrella que luego le dieron. Sin embargo, nunca había conocido su segundo proyecto, en el elegante y evocador centro histórico de Oporto, DOP. Y diré lo primero que me ha gustado, pero que también me ha sorprendido por sus altos precios. Quizá no sea caro de un modo absoluto pero sí si tenemos en cuenta que estamos en una cuidad más bien barata y que su cocina tampoco pasa de correcta. Un menú normal, con un vino aún más normal, no bajará de 80€ por persona, así que ya me contarán.

El restaurante está en las inmediaciones del río pero situado a sus espaldas y se aloja en un bello edificio que lo engalana con sus altos techos y amplios ventanales. El resto es algo banal. No molesta pero no enamora. Unos pocos colores y ningún riesgo. Todo liso y bastante plano pero tampoco ninguna estridencia. Las mesas se ahorran el mantel y las vajillas son bastante rústicas.

Se empieza con sandwich de atún y cornete de ahumados y cítricos, el primero con un pan algo seco y el segundo muy bueno y crujiente, con la alegría ácida de los cítricos realzando el ahumado.

Paloma, foie y texturas de maíz es un plato agradable. Tiene más bien poco foie y buenas texturas, entre las que destaca el infantil atrevimiento de las palomitas y del maíz asado. Sin embargo lo mejor es la inclusión del dulzor de una crema de maíz que tan bien le queda a lo graso del foie y al fuerte sabor de la paloma.

Ya saben que cuando hay un carabinero en una carta por él que me voy. Carabinero, apio y cebadita presenta un gran crustáceo de punto perfecto con salsa de marisco en pequeños toques, puré de apio y una especie de arroz de pescado hecho con cebada como único grano. Pequeñas setas rematan el plato y todo el conjunto es agradable, aunque cada cosa vaya por su lado.

Corbina con curry, mango y coco es otra agradable combinación en la que el pescado simplemente se hace a la plancha, el curry se presenta como salsa y el mango en una leve crema. Por encima coco rayado. Ni más ni menos en el plato y para acompañar, unos buenísimos noodles de verduras.

El lomo de jabalí, que está perfecto de pinto y realmente tierno, se sirve sobre una crema de castañas y manzana algo decepcionante porque tiene mucho más de esta que de castañas, con lo cual su delicioso sabor queda totalmente diluido en la manzana.

Antes del postre una bella nota de color en un pequeño trampantojo que son dos bolas (de crema densa y no mousse, como dicen) de naranja y citronella. Refrescantes y muy bonitas.

Plátano, naranja y galleta se compone de una crema fría de plátano con una costra de caramelo muy crujiente y un puré de naranja y calabaza con pedazos de galleta semisalada, que en España ahora todo el mundo llama crumble de galleta. Una agradable mezcla de sabores y texturas muy frutal y bien pensada.

Delicadamente ardiente tiene algo que me encantó porque junta un buen pastel de chocolate negro con flor de sal y un helado de guindilla que me gustó muchísimo. La idea del helado picante es excitante y el contraste con el chocolate negro excelente. También las palomitas y la roca tenían un ligero picante.

Como quizá hayan adivinado, DOP es un buen restaurante porque Rui Paula es un cocinero relevante. Sin embargo, también habrán intuido que no hay nada demasiado excitante en esta cocina tan correcta como algo anticuada. Las preparaciones y los productos son buenos, el servicio amable y los precios altos. Nada espanta. Nada encanta. Una visita recomendable pero no obligada. Vayan mejor, mucho mejor, a la Casa de Cha que además es una obra primeriza pero maestra del gran Siza Vieira.

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Elcielo, vanguardia a la colombiana

He vuelto a Bogotá y he estado otra vez en Elcielo. Como soy extranjero, desconozco los motivos por los cuales su chef es tan polémico siendo el mejor de Colombia. Cada vez que lo alabo en las redes sociales recibo multitud de comentarios educados –sí señores, también en las redes son educados los colombianos- en los que se cuestiona mi opinión. Creo yo que será porque es el único cocinero verdaderamente moderno y osado del país, el único que arriesga y mira a la vanguardia. De ahí unas críticas parecidas a las que recibió la nueva cocina española de los 80, la misma que hoy asombra al mundo y que algunos paletos calificaban de efímera ocurrencia solo apta para snobs. Claro que pensándolo bien, muchos de ellos siguen vivos y continúan sin entender nada… Los paletos digo, porque los snobs también.

Pues bien, en una Bogotá insólitamente soleada y calurosa (récord hitórico de temperatura, 22.2º) comí en Elcielo y nuevamente me gustó mucho más que ningún otro restaurante de esta ciudad, si bien el riesgo es ahora mucho menor. Temo que el cocinero haya rebajado su arrojo para no espantar a la clientela. Ahora los sabores y las técnicas son más asequibles y se ha refugiado, delicado e inteligente refugio, en la belleza de unos trampantojos que ocultan con brillantez platos mas tradicionales. Ahora, si son pacientes, lo verán.

El buñuelo líquido es un estallido de queso en la boca. Bajo una suave corteza se esconde el interior líquido y muy sabroso de una receta ya muy consolidada en la cocina actual, pero muy moderna en este entorno.

La sopa de tomate ahumada es en realidad una deliciosa infusión de tomates ahumados que, a pesar de su aspecto, es mucho más potente que una simple crema de tomate y ahí está su gracia, en eso y en su ligereza, aroma, delicadas miniaturas y en el toque ahumado, como de tomates a la brasa, que la realza.

El pan se sirve sobre una mola que es un bello tapiz popular, plagado de motivos geométricos modernísimos, realizados en brillantes colores y que llevan confeccionando las indígenas desde hace siglos por media América. Puro op art, centurias antes de cualquier modernidad. El pan es dulzón y de arracache, un tubérculo local y se acompaña de una sabrosa mantequilla avellanada y un chutney demasiado dulce para el comienzo de la comida.

El shot mistela de mora, remolacha y champagne es como una graciosa vuelta a los aperitivos. La bebida es potente y aromática y se acompaña de un complemento ideal que hasta podría introducirse en ella, una acidulada y etérea nube de limón

El cangrejo de San Andrés es un maravilloso plato solo apto para virtuosos de las manualidades y la cocina. Llega un enorme platón que es como una minúscula playa plagada de relucientes conchas y suave arena por la que se esparcen algunas vasijas de barro, restos de un tesoro escondido. Sobresaliendo de ellas, unos enormes cangrejos que son de cáscara blanda, pero no por estar mudándola sino porque en realidad es pasta, pasta de empanada que esconde un excelente y chispeante picadillo tradicional, apto para todos los públicos. La audacia está en la composición y la tradición en las texturas y los deliciosos y sencillos sabores. No me parece mal como tercera vía entre tradición aburrida e intimidante vanguardia. 

Cebada y chicharrón es otro plato tradicional o eso me pareció: pedacitos de cerdo crujiente sobre un lecho que parece pasta o quinoa y es en realidad cebada adobada con cebolla. Remata un leve y transparente crujiente de yuca que me gustó mucho.

Me sorprendió mucho más el llamado montañas de Colombia, porque toda la receta se esconde bajo una enorme hoja que parece de plátano y resulta ser otro engaño a los sentidos, una hoja de pasta de espinacas que imita perfectamente a la otra. Bajo ella, una sencilla ropa vieja que es como una de las nuestras, res deshecha en finísimas tiras. 

El primer bocado dulce –aún o es un postre- es un quebradizo y muy agradable crocante de maíz en texturas y es que este alimento básico de toda América, también del norte, tiene una cualidad naturalmente dulzona que queda muy bien para ser convertida en crema, pongo por caso.

Todo, o casi, termina con el contundente merengón Elcielo, un postre dulcísimo en la mejor tradición latinoamericana de dulzores máximos. La corona de crujiente y níveo merengue tostado oculta una untuosa crema pastelera que para mí que estaba reforzada con leche condensada. Menos mal que los toques de la gran fruta colombiana, el lulo, así como de aguardiente y polvo de mora refrescaban tan embriagador conjunto.

Como esta vez me negué a que me embadurnaran las manos de chocolate blanco –al parecer al chef Juan Manuel Barrientos esto le encantaba en su niñez y piensa que, habiéndonos gustado a todos, es bueno repetirlo en la edad adulta. Falso antes y falso ahora- nos lo cambiaron por café y nitrógeno y ciertamente ganamos con la troca porque la ceremonia del café es a Colombia lo que la del a Japón, aunque felizmente algo más breve. El café, no se alarmen, no se mezcla con el nitrógeno sino que este nos envuelve mientras paladeamos el delicioso y leve café de Colombia.

Acabamos con unos sutiles pétalos de rosa, no para comer sino para suavizar las manos, porque esconden una perfumada crema de rosas. No es mal final para nada.

Me reafirmo. Con moderación y todo, Juan Manuel Barrientos es el mejor chef de Colombia y con Leo Espinosa -que juega más a reverdecer la tradición más escondida que a modernizarla- el único cocinero verdaderamente interesante del país, así que ánimo todos a corroborarlo.

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Beriestain y lo cool

Un poco más y no escribo este post. Un poco más y dejo de ser bloguero para volver a ser nadie. Todo por culpa de Barcelona. O casi. 

Intenté reservar en dos restaurantes de esa ciudad. En uno Roca Moo -que tanto me gusta y si no vean esto– me pidieron la tarjeta de crédito para evitar algo llamado no show, o sea los que reservan y no van. La penalización, no por no ir sino por cancelar con menos de 24 horas, era de 50€ cuando el menú ejecutivo que pensaba tomar cuesta 49, con vino y café. También quería ir nuevamente a Lasarte, el hijo pequeño y barcelonés de Berasategui y allí fue peor. A vuelta de correo hay que enviar un formulario por el que se les autoriza, en caso de no cancelar antes de 24 horas, a cobrar de la tarjeta 75€ por comensal. O sea, un estrés y una prueba de que ya nos consideran a todos presuntos tramposos. Ellos no confían en ti, pero tú has de confiar en ellos entregando tu tarjeta. 

Para colmo, suscité la cuestión en Twitter y un tal Dani Montia (supongo que del restaurante del mismo nombre) respondió airado y, sin conocerme de nada, hasta fue tan impertinente como para decirme que si tanto me molestaba sería porque yo sería uno de esos odiados no show. Yo, que hasta llamo para anunciar que me retraso diez minutos…. Espero que el señor Montia tenga más cualidades como cocinero que como educado tuitero. También que la estrella no se le haya subido a la cabeza. Un fan suyo, supongo, animado por tanta locura cibernética, clamaba: «tarjeta ya y listas negras». O sea, los Torquemada de la restauración. Así somos. Todo español lleva un inquisidor dentro. 

Empecé, por tanto, a preguntarme si es que estamos locos o si es que los cocineros han perdido el norte, si no será que los hemos endiosado entre todos, que de tanto hacerles modelos, prescriptores de tendencias (tomen nota, así se llama ahora), opinadores de todo y hasta embajadores de cualquier cosa, no habremos sacado las cosas de quicio. Y también reflexioné sobre cuánta culpa tenemos los que escribimos sobre ellos y les profesamos una admiración sin límites. Cierto es que hay mucho caradura, pero que todos hayamos de pagar por eso, que sospechen ya de todos y cada uno de nosotros y que la reserva sea casi una declaración de bienes, es una exageración. Tanto como que en sitios como Amazónico o Perra Chica haya que reservar con semanas de antelación cuando solo son casas de comidas refinadas donde ver y ser visto. Sinceramente no vale la pena hacerlo. Además, también ellos deberían considerarlo porque llenarán y ganarán fama pero no clientes, porque ¿cuantos estamos dispuestos a esas condiciones o a esas esperas cuando hay tanto y tan bueno?

Total que pensé en dejar de ser uno de los que sopla en la burbuja gastronómica, pero no pude. Como una folklórica cualquiera, me debo a mi público y España me quiere. Intentaré eso sí, ser más crítico y comparar menos los platos con las bellas artes, porque esto es comida ¡no grandes obras de la cultura universal!

Total, que al final me fui a Beriestain que estaba al lado del hotel y no ponía condiciones. Este Beriestain es uno de los más elegantes decoradores de España y además cuenta con una bella tienda en Barcelona a la que adosó, feliz idea, un restaurante cool. Muy cool en verdad, porque la decoración es suntuososa y el público parece escapado de revistas frívolas, galerías de arte y agencias de comunicación. 

Componen el lugar enormes cuadros de dudoso mérito, pero coloridos y adecuados al ambiente, sillones bajos de terciopelo y veladores de mármol, remates de dorado latón y, en la cabecera,

hasta el refulgente escaparate de la floristería que como un bello fanal vegetal semeja un invernadero decimonónico. 

La comida es la de un correcto bistró, fácil y a la moda. Tiene naturalmente pulpo, hamburguesas y jamón ibérico pero también un sabroso ceviche, quizá algo pasado de caldo, cosa que se evita fácilmente porque se puede servir aparte. Es aromático, intenso y muy fresco. 

El salteado de setas es tan bueno como sulelen ser en Cataluña, gran destino micológico; mezcla una buena cantidad, tanta que hay sitio hasta para la nada catalana enoki o la deliciosa trompeta de la muerte. Lo que no entiendo tanto es esta moda de mezclar casi todo con una yema, sea o no a baja temperatura. En el caso de las setas las embadurna y humedece cambiándoles de textura. 

Casi lo mismo ocurre con el steak tartar que se sirve acabado de aliñar (una pena que se esté perdiendo la costumbre de darlo a probar antes de rematarlo) pero con la yema en el centro. Además de la mucha gente a la que no le gusta la yema cruda y tan rudamente exhibida, incorporada al final no acaba de mezclarse bien y, como a las setas, le da a la carne un toque demasiado viscoso. Una pena porque es muy buena y cortada a cuchillo. Hay que decir por cierto, que las carnes de Beristain son variadas y todas buenas. 

El cordero lacado es un bello plato, bien condimentado y sumamente tierno. Cuenta con pequeños toques de queso, muy suaves, que acompañan perfectamente, pero lo más chispeante es el añadido de unas simples y excelentes lentejas fritas. 

Los postres siguen esta línea de calidad y popularidad. Un buen banoffee, untuoso de plátano y crema

una tarta de zanahoria que sigue la más clásica receta americana y no resulta tan seca como es habitual o un praliné de chocolate relleno de avellanas, algo flojo para los muy chocolateros como yo, pero tan apto para todos los públicos, como una peli de Disney

Por las noches hay cócteles y copas y un constante peregrinaje de gente nice. La comida es correcta, el lugar precioso y los precios contenidos, así que si quieren algo sencillo pero bello y hasta sentirse en la versión barcelonesa de Sex in the City, ¿why not?

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La familia y uno más 

La omnipresente moda de los emprendedores llega hasta aquí. Quizá la moda sea solo por el nombre porque un emprendedor no es más que un empresario, alguien que emprende, arriesga e innova. Quizá por la desconfianza latina en estos pioneros hayamos tenido que cambiarles el nombre. O quizá sea por esta manía reciente de la neolengua de Orwell, o sea de no llamar a nada por su nombre: desprivatizar por expropiar, ciudadanía en lugar de ciudadanos, esférico en vez de pelota o balón, etc

El mundo de la cocina está lleno de emprendedores, probablemente más, porque ya no hay ningún cocinero que no sepa de las dificultades e incomprensiones de contar con un socio capitalista con mando en plaza. Por eso, los Roca esperaron a ahorrar unos millones antes de reformar completamente su restaurante o David Muñoz (entonces aún no se llamaba Dabiz Muñoz) se instaló en un primer local indescriptible empeñándose hasta las cejas.

Javier Aranda ya tenía La Cabraun gran y bonito local lleno de espacios diferentes y en el que servía su cocina más compleja y creativa junto a otra más informal. A esta parte, demasiado humildemente, la llaman tapería a pesar de no servir tapas y ser de un refinamiento y calidad muy superiores a la media. A la media de los buenos, claro está. Con estos mimbres se construyó una buena reputación que le valió conseguir una estrella Michelin bastante antes de los treinta. Pero como al emprendedor solo le basta emprender, se ha embarcado en un nuevo y aún más ambicioso proyecto, Gaytán. Eso sí, manteniendo el anterior. 

La propuesta es novedosa en Madrid al tratarse de un espacio diáfano -decorado tan solo por enormes columnas escultóricas y una festiva y colorida instalación de verduras multicolores- presidido en el centro por una gran y brillante cocina. Parece un altar alrededor del cual colocar a unos fieles que se distribuyen en mesas de sólida madera con forma de riñón y situadas alrededor de esa cocina escenario. Solución divertida pero arriesgada, porque obliga a olvidar almuerzos de negocios o cenas románticas. Claro que la gastronomía espectáculo aguanta eso y mucho más. 

La cocina que se ve no es la única, por supuesto, pero es en ella en la  que se elaboran algunos platos y se rematan otros, permitiendo que observemos la maestría de Javier y la pericia de sus ayudantes, sea con un wok que parece la espada flamígera de un arcángel o con un pequeño sifón transformado en varita mágica. Para el resto ha sido lampedusiano por lo que lo ha cambiado todo (el menú y la decoración) para que todo siga igual (la calidad, la creatividad y el servicio). 

Lo primero que llega a la mesa es una delicada miniatura: hamburguesa de ternera, un buen bocado que sabe a tradición renovada porque el pan es merengue de tomate, crujiente y sabroso, el filete está crudo y los aliños son más aromáticos. 

El taco de caballa a la llama y jalapeño mezcla los crujires de un taco, que los mexicanos llamarían tostada, con un pescado maravillosamente temperado y con las alegrías de un suave picante que se completa con pequeños trozos de aceituna gordal y un buen caldo de lo mismo. 

Sin embargo, la mayor audacia llega con el plátano y chorizo de montaña que agrega a esta de por sí arriesgada mezcla los toques cítricos del yuzu. Y además, queda muy bien. Un bocado delicioso y nada convencional. 

El buñuelo de panceta juega con los recuerdos de un buñuelo de chocolate aunque no lo es. El panecillo de trigo al vapor se rellena de panceta y se rocía, y este el culmen del plato, con una salsa densa y golosa con algo de dulce. Como se come con la mano, pedí una cucharilla, porque tanto sabor era de aprovechar. 

Lástima que el arrojo naufragara en pasión y bacon, un bocado demasiado graso y empalagoso, porque el sabor del bombón de fruta se baña en una espesísima reducción de bacon solo apta para los muy amantes de las grasas duras. 

Tampoco la ensalada de quisquillas y berberechos está entre las grandes recetas de Aranda. Conceptualmente nada que objetar, además el plato es vistoso y la espuma de limón lo remata bien, pero los sabores carecen de equilibrio y la textura de la pasta no es la más agradable. 

Y hasta aquí las objeciones porque las tripas de bacalao es un plato sobresaliente y por eso hasta les hice un vídeo gastronómicomusical. Se trata de una especie de pilpil revisitado al que se añade un golpe de aceite para que tome un cierto aire de fritura. La gelatinosidad de las tripas se mezcla con sopa y crujiente de tripas, cebolla holandesa crepitante y unos filamentos de ito togarashi. ¿Como se quedan?. Todo el plato es una explosión de sabores excitantes e intensos. ​​​


Del risotto de celeri también me gustó todo. Escondido bajo una piel de leche es en realidad un falso risotto de colinabo sumamente suave y además muy aromático gracias a las deliciosas trufas de verano. 

El salmonete y azafrán es un gran plato de pescado, sobre todo  por el punto del salmonete que se hace al wok, pero no a la oriental, sin que las llamas toquen el pescado, sino a la peruana, exponiéndolo a las llamas, lo que permite un sellado perfecto que mantiene un interior jugoso y poco hecho. Es un acierto combinarlo con leves toques de aire de naranja, crema de azafrán y colinabo porque no le restan un ápice de sabor sino que lo realzan. 

También goza de un punto certero el ciervo y remolacha. La carne está jugosa y sobre todo tierna, cosa que no siempre sucede con estas piezas de caza. Se acompaña además de con la remolacha de un chispeante tomate de árbol, de cacao y ruibarbo

Para hacer un buen menú degustación, no sólo vale trufarlo de buenos platos. El equilibrio entre ellos y un cierto sentido de conjunto es fundamental. Por eso, optar por el frescor después de este festival de sabores intensos es un acierto. La piña, anís y melocotón es una composición fresquísima y llena de frutas sabrosas, que se enriquece con apio y algo de chile,  en un juego de texturas y contrastes sumamente logrado. 

El gazpacho de fresa y frutos rojos cumple la misma función pero esta vez con los más intensos sabores de los frutos rojos mezclados con granizado de malvas y aire de pimiento rosa que además, nos devuelven al bosque, a la caza y al plato del ciervo


Javier Aranda ha vuelto a arriesgar porque junto a este Gaytán mantiene La Cabra intacta y con sus dos propuestas, pero de seguir así habrá ganado. Además, tras una efímera pero poderosa fascinación por Oriente, ha recuperado sus más intensos sabores, perfeccionando su gran cocina manchega pasada por la vanguardia y trufada con técnicas y sabores de todo el mundo. Así que vengan a Gaytán -donde este menú cuesta 70€- y no pierdan de vista a Javier Aranda que, a fuerza de tesón, humildad y creatividad está lleno de futuro. 

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La belleza de lo impuro

 Una de las razones del éxito estratosférico de la cocina japonesa está en su gran versatilidad, en su enorme capacidad de adaptación a otras muchas tradiciones. Por suerte, porque a los que nos gustan los sabores fuertes e intensos, muchas veces nos cansa la sutil delicadeza de la cocina nipona, bella y pura como ninguna otra, pero tan aburrida como una belleza sin alma. La Nikkei, la cocina japoperuana, es lo japonés con rostro humano, una cocina menos pura, pero mucho más rica y creativa porque incorpora toda la chispa del Perú, frutas, verduras, especias, aliños y condimentos.

Y es que nada como el mestizaje; que hizo que el muy germano Mozart nunca fuera más rico y vital que cuando abrazó la ópera italiana, el francés Manet más brillante que cuando reinventó la pintura española y la tradición velazqueña y Nabokov -que ni siquiera hablaba el idioma al llegar a Estados Unidos-, más asombroso que al convertirse en uno de los mejores escritores de la historia en lengua inglesa.

Es por eso por lo que la pintura japonesa nunca evolucionó, lastrada por el exceso de ritualismo, el peso de las normas y una penuria temática que le hace pintar, por los siglos de los siglos y en pos de una perfección inalcanzable, los huidizos contornos del monte Fuji. Ya lo llamé una vez, aquí mismo, las trampas del nacionalismo y a lo contrario, beneficios del cosmopolitismo.

Luis Arévalo practica magistralmente este cruce de cocinas desde hace años. Empezó en la pura tradición japonesa en su Perú natal y en Madrid ha pasado por la imprescindible escuela de Kabuki, por Sushi 99 y por el excelente Nikkei 225. Ahora, por fin, afronta el gran reto de crear su propio restaurante, Kena. La gran ventaja de tan largo camino es que conoce muchas cocinas, lo que le permite ir más allá de la clásica cocina Nikkei para enriquecerla con sus propios saberes.

  El restaurante es bonito aunque sin excesos y eso que lo ha hecho un gran decorador, Ignacio García de Vinuesa. Mesas cómodas, buena iluminación

 y un desconcertante toque 2.0: pantallas de TV en las que vemos el trabajo de los cocineros.

 Un buen y demasiado dulce pisco sour acompaña muy bien a unas finas y crujientes láminas de plátano con mayonesa de rocoto y a unas tiernas y excelentes albóndigas de atún y salmón bañadas por una gran salsa de quinua y curry.


  Las gyoshas de rabo de toro son ese buen ejemplo de fusión del que hablaba. Levemente tostadas, atesoran el intenso sabor de una carne cocinada con cilantro, ají amarillo y cerveza negra y se perfuman con hierbas, aguacate y un leve toque de naranja, kumquat para ser más exactos.

 Él tiradito de atún se asienta en la excelente calidad de un pescado cortado con maestría y en una salsa levemente picante y espléndidamente aromática. Lo endulzan con crema de boniato y se refresca con wasabi, cebolleta y shiso.

 El ebi tempura roll se envuelve en lubina en lugar de alga y los toques crujientes de la tempura de langostino y la batata le añaden texturas deliciosas al arroz y al aguacate. Normalmente se sirve con salsa de ají amarillo pero en este caso nos la cambiaron por una excelente mayonesa de rocoto,

 por la simple razón de que el ceviche templado de corvina se adereza también con ese delicioso ají, condimento fundamental en Perú y en uno de los grandes platos de la cocina peruana, el ají de gallina, omnipresente, con el chupe de camarones, en el imaginario peruano y si no, que se lo digan al Vargas Llosa de Conversación en la Catedral, pongo por caso. Este ceviche además de la originalidad de la temperatura, cuenta con variadas hierbas y con mejillones y almejas junto al pescado, lo que le asemeja a una zarzuela de pescado teñida con colores nipones y aderezada con gustos peruanos. Los dos tipos de maíz y la leche de tigre redondean un excelente plato.

 La pachamanca de waygu es una deliciosa receta de carne. La pachamanca es un modo de adobar la carne y de cocinarla. Esta es tierna, sabrosa y tiene un punto perfecto. Se acompaña de dos tipos de patata, una blanda y otra crujiente, cebollas encurtidas y hierbas andinas.

 Solo hay dos postres, uno basado en la cerveza -que me pareció nada apetecible- y otro de chocolate (helado) con bizcocho tibio de té verde y un leve toque picante a base de jalea de rocoto. Nada sobresaliente la verdad, pero es sabido que los especialistas en cocina japonesa, sea pura o impura, no deben tener tiempo para los postres porque siempre son el punto flaco, flaquísimo, de todos estos restaurantes. Baste pensar que el mejor de Kabuki no se debe al talento de su cocinero sino al de Oriol Balaguer.

 Solo tengo un pero a esta gran comida y es el ritmo de la cocina. Aunque el servicio es bueno, algunas esperas entre plato y plato son excesivas y ello a pesar de los muchos cocineros que se afanan en la cocina y en la barra. Afortunadamente es algo que se puede evitar facilmente, que se debe, porque un detalle menor no puede deslucir al mejor Nikkei de Madrid y de muchos sitios más.

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