Es impresionante como en apenas un año, Pabú, de Coco Montes, se ha convertido en uno de los mejores restaurantes de Madrid. También de los más originales, porque lo que Coco hace es único en España. Y ello arriesgando mucho porque, partiendo de las verduras del día, elabora los platos que mejor las realzan, cambiando constantemente la carta.
Y he querido volver pocos días antes de que le concedan la primera estrella Michelin, para así poder decir que yo lo predije y tampoco es difícil porque la cocina sofisticada, ilustrada, culta, elegante, sana y deliciosa de Coco es puro Michelin.
Hemos comenzado con un esplendido foie sobre un “hojaldre deshojado”, crujiente y caramelizado, con confitura de membrillo, praliné de avellana y mermelada de pimiento verde.
El tomatito raf, delicioso pero ya en las últimas, se viste con manzana y apio, y se envuelve en una gran salsa con toques de vainilla. Para jugar aún más con los dulces, pan de naranja.
El brécol con kiwi parecería supremamente soso, pero cuenta con un esplendoroso pesto de pistachos y unos suculentos daditos de panceta, con lo cual es verdura y fruta, pero con mucha carne.
Al contrario que el tomate, los boletus están en su mejor momento y con berenjena ahumada y una salsa de ellos mismos con parmesano, sumamente intensa, están mejor que buenos.
Las espinacas tienen un punto perfecto y se sirven con crema de calabaza azul y berros rojos. Además, un toque crunchy de acelgas deshidratadas.
La pintada de Bresse es un manjar supremo, así que solo le añade un punto maestro, su propio jugo y unas castañas. Una delicia.
Como no hacen más que mejorar, han incluido una espléndida tabla de quesos, afinados por el famoso Anthony, a quien descubrí en Lakasa hace muchos años.
Coco tiene una gran formación, especialmente en cocina francesa y eso se nota en los postres, empezando por unas peras al vino que yo no habría pedido jamás, porque me parece un postre bastante absurdo. Pero hechas lentamente con palo cortado, fino Tres Palmas, cabernet y otros muchos vinos, se vuelven sobresalientes. Mucho más si se acompañan con este maravilloso sorbete de naranja amarga, un fondode batata y avellanas al natural.
El final glorioso lo pone un suflé a la vainilla bourbon de Madagascar que, baste decir, que es el mejor de Madrid y uno de los más buenos que he probado.
Ahora ya solo falta esperar a ver si tengo razón en lo de la estrella pero, se la den o no, seguirá siendo uno de los mejores restaurantes de la ciudad y… mejorando.
Hay bastantes sitios en los que se come excelente pescado y marisco, pero pocos (¿ninguno?) tienen una cocina tan variada, elegante, sugestiva e imaginativa como Estimar de Rafa Zafra y aún más, el de Madrid, donde oficia magistralmente Alberto Pacheco, el hombre de moda este verano, que vuelve tan triunfante de su reciente Es Fumeral, como César de la guerra de las Galias.
Y tampoco hay que olvidar que, cuando todas las marisquerías españolas, por buenas que fueran, seguían tratando el producto hirviéndolo, friéndolo, asándolo o dandole plancha o la parrilla, Rafa Zafra , con su experiencia en El Bulli y otras grandes cocinas, empezó a cambiar la forma en la que comíamos en estos establecimientos. Los otros buenos, que hoy admiramos, llegaron después.
Seguramente por eso, por su sencillez y por ser un elegante disfrazado de taberna, sigue siendo mi preferido.
Más aún después de esta vez en la que han batido todas sus marcas. Hemos empezado por grandes clásicos, pero luego ha llegado el despliegue de novedades. Entre los primeros, los áureos y arquitectónicos boquerones en vinagre, esas gildas con percebes y aceite de pimentón que son las mejores que be comido, y unas suculentas anchoas de primavera, que no lavan en exceso para que mantengan su toque agreste. El fragilísimo pan de cristal com tomate es el detalle sencillo que marca la perfección.
Llaman al erizo con gamba roja y caviar, la joya de la corona y lo entiendo. Cualquiera de ellos por separado es un manjar, pero juntos se convierten en un bocado tan lujurioso como delicioso y que mezcla dulces y salados marinos.
La novedad de hoy era una tostada repleta de mantequilla con erizo y caviar y ya se sabe cómo le queda esta estupenda grasa a ambas cosas. Ya no sé con que me quedo, porque ambos bocados son extraordinarios.
Una de las cosas que más me gusta de esta cocina es que prueba que no todas las partes de una misma cosa quedan igual de bien con el mismo cocinado y hoy lo han demostrado con el bogavante y antes con un calamar que sirven en tres preparaciones: la parte superior con un frito perfecto, la central, muy jugosa con ajo y perejil, a la plancha y las patas delicioso guiso tradicional, en su tinta. Imposible un calamar mejor.
Nunca me habían hecho algo tan marinero y adecuado al lugar como una zarzuela de mariscos y esta es de campeonato, no solo por la opulencia de los ingredientes (algo de pargo para disimular, carnosas gambas rojas, enormes percebes, unas almejas de Carril que mueven a la locura y un poco de patata), sino por la grandeza del guiso, que cuenta con una salsa enjundiosa, profunda y algo picante que está a la altura de los otros tesoros del mar.
Yo ya estaba entregado, pero el plato estrella es el mejor bogavante que he comido nunca. Fieles a su idea de que a cada parte, su preparación, a cada trozo lo que mejor le queda, el cuerpo, muy jugoso y no muy hecho, se envuelve en una memorable beurre blanc de caviar acabada con los corales, la cabeza con una picante, muy sabrosa y punzante salsa chili crab y el resto orly, con salsa diabla, y en salpicón, con una deliciosa crema llena de toques ácidos de vinagreta. Y por si fuera poca maestría, panecillos al vapor y luego tostados, para mojar, que si lo mejor está en Oriente, aquí saben hacer de todo.
Hay postres muy famosos, como la tarta de queso, la piña en tres preparaciones, el flan o la milhojas helada, pero yo me muero por la tarta de chocolate amargo con base de turrón salado y hoy, ya no daba para más.
Y era gula, porque de todo lo que ha visto, alguna cosa se ha quedado. Mea culpa, mea grandísima culpa. Aún ando arrepentido.
Lo mejor de Coquetto es su puro espíritu Sandoval. Los tres hermanos tienen una magia especial creando restaurantes y este, el de estilo más popular, no es una excepción. Mario, como siempre, ha puesto su maestría en la cocina, Rafael ha seleccionado grandes vinos y Diego, el verdadero artífice y alma del proyecto, se ha ocupado de todo lo demás, impregnándolo de sus grandes virtudes: profesionalidad, dedicación, amor al detalle y perfeccionismo.
Hacía bastante tiempo que no iba y el proyecto ha incluso mejorado. La carta es variadísima, sumamente atractiva y muestra de una cocina, rica y popular, llena de toques madrileños. Es muy amplia y se divide en secciones tan sugestivas como dehesa, huerta, asados y brasas, etc.
Empecé por el delicioso y profundo consomé, fuera de carta, y que es pura esencia de carnes y verduras excelentes. Todo lo de la huerta es también sobresaliente porque lo cultivan ellos mismos en su finca de El jaral de la Mira, en El Escorial. Me encanta la ensalada de burrata con un potente y cremoso pesto, pero casi más por esas crujientes hojas de lechuga y unos tomatescherry sensacionales.
También los espárragos trigueros son deliciosos. Quizá aún más por su con muy buena (y rara en Madrid) salsa de bearnesa.
Pero lo que no hay que perderse nunca son los mejores escabeches que he probado y que Mario heredó de su madre: desde una gran y carnosa sardina hasta una impresionante ventresca que sirven sobre una ensalada de pimientos.
Una de las mejores cosas que tiene Coquetto es que su carta tiene cosas diferentes a los demás restaurantes, algo muy raro hoy en día. Por ejemplo, unas impresionantes migas con todos sus avíos y la cantidad justa de grasa o un rico bonito a la brasa con pisto, un pisto de los de antes, y ambos platos servidos con unos huevos fritos con puntilla absolutamente perfectos. Parece una tontería, pero poca gente los hace tan bien.
No sé cómo he podido comer más, pero me encanta el pulpo y mucho más este porque lo hacen a la brasa. Está muy tierno y el aliño es delicioso. Las patatas se ponen machacadas y quedan muy bien.
Mario hace postres muy ricos y el flan cremoso de café desborda las papilas gustativas, al igual que unas fresas escabechadas, mezcladas con heladode fresa y nata, para contrastar su con los toques de vinagre del escabeche.
Pero quizá, lo que más me gusta sea una tarta de chocolate negro, que es simplemente densa crema de cacao con una delicada base de hojaldre. Sin duda, una de las mejores que he probado.
Es un sitio perfecto para repetir frecuentemente porque el servicio es amable y rápido, se pueden pedir una o muchas cosas y se tarda en probar toda la carta. Eso sí, una vez probada, siempre apetece repetir.
Conocí a Andrés Madrigal hace más de 20 años, cuando la explosión de la gastronomía creativa en Madrid, aún no había ni comenzado. Ninguno de los hoy estrellados, había abierto su restaurante y él, ya hacía una cocina, innovadora, elegante y muy personal.
Desde entonces, lo he seguido en todos los restaurantes que ha tenido , pero es quizá ahora, en Per Sé Bistró, donde ha conseguido su registro más auténtico y personal.
Situado en el antiguo local del mítico Arce, donde él mismo empezó, cuenta con una bonita decoración y el sinfín de detalles (cristalería, vajilla, estupendos manteles…) que siempre le han caracterizado.
La cocina es clásica y llena de influencias de otros lugares. Con razón lo ha llamado Bistró, porque es un flexible restaurante de barrio, pero en versión sofisticada e ilustrada.
Por eso, era casi obligatorio comenzar por su ceviche de lubina con maracuyá, tomate de árbol, maíz y ajichombo. La fruta es un suave caldo que no se come todo lo demás, el maíz, una estupenda espuma y la lubina está perfectamente marinada. Todo junto es una fresca explosión de sabor.
El tataki de vaca tiene un punto estupendo y le queda muy bien la vinagreta de miel y la mayonesa de mostaza, aunque la “brisurade trufa” me haya gustado menos en esta época.
El falso atroz de pulpo es de orzo (por eso es falso), una pequeña pasta que tiene forma de arroz. Está embebido en un maravilloso caldo de bullabesa, realmente intenso, y lleva también unos puntos de esa rouille que hace única a la famosa sopa marinera marsellesa.
El bacalao no sería tan gran plato si le faltara un espectacular pilpil de alga codium muy enjundioso, aterciopelado y elegante. Ponerle pakchoi es otra gran idea.
Recomiendo no perderse la crujiente y tiernísima molleja con chirivía, pimientos rojos y una salsa profunda e intensa. La gamba roja, no aporta gran cosa, pero nunca molesta.
También Andrés es muy buen repostero. La tarta de queso inversa es muy buena, pero lo arrebatador es su versión de la Pavlova, con merengue de coco, mango confitado y sorbete de leche. Una maravilla.
Andrés está pendiente de todo, el servicio es muy amable y los precios, más que contenidos. Por eso y muchas cosas más, me parece una opción más que recomendable.
Ya pensaba que Canchanchan era el mejor restaurante mexicano de Madrid. Ahora, estoy convencido de que es el más divertido también. Yo iba tan solo por los chiles en nogada (plato que en México dura tan poco, que nunca llego), pero me he encontrado con un súper ambiente y una estupenda cantante, así que “miel sobre hojuelas”.
Esa ha sido la sorpresa, no la espléndida cocina de Roberto Ruiz, quien fue mucho tiempo el único cocinero con una estrella Michelin fuera de México. Esa excelencia culinaria estaba garantizada. Repito muchos sus platos especialmente la crujiente tostada de (carpaccio) de carabineros -que esconde una espléndida salsa de su coral y chile costeño– y los tacos de chopitos fritos, casi una declaración de intenciones de lo que es esta cocina: lo esp/mex, lo mejor de las cocinas española y mexicana fundido en platos únicos y originales.
Aunque si algo la representa a la perfección es un estupendo guacamole de lo más ortodoxo, al que se añaden gambas de cristal y se acompaña con pedazos de tortillitas de camarón en lugar de con totopos. Es verdad que estos están buenísimos, pero no hay color.
De su mítico Punto Mx, el de la estrella, se ha traído los sabrosísimos tacos de chorizo verde ibérico con queso ahumado San Simón en los que la tortilla se empapa de la grasa del chorizo, mejorando cualquier salsa.
Y después, la opulencia de los chiles en nogada, que no solo son -con el mole– el plato más barroco de México, sino también uno de los más contundentes. Como se hacen por los días de la independencia, época de buenas granadas, estas lo recubren, junto con la salsa blanca de nueces. El verde que completa la bandera mexicana , está en el chile, relleno de carne picada (aquí presa ibérica), durazno (melocotón) y muchas hierbas y especias, que cambian casi con cada cocinero. Se elabora durante días, cuatro en este caso, lo que hace comprensible que se encuentren tan poco. Aquí solo un día.
Los postres son igualmente buenos, sobre todo el helado de leche de oveja con palomitas y frutos secos, dulce y saldado a la vez y ese espléndido chocolate negro con guayaba y mango, que acompañan muy bien pero que no hacen falta, de tan bueno que es el chocolate.
Son muy amables y cuentan también con muchos cócteles y un impresionante surtido de tequilas y mezcales. La música cambia también con mucha frecuencia, así que solo tienen que elegir el día que les guste más, pero, eso sí, no perdérselo.
Mucha gente piensa que el pescado (a veces, también la carne), mejor cuanto menos elaborado. Por eso, y para mayor facilidad de los chefs, tan solo hemos tenido grandes marisquerías en las que el pescado se consume excatamente igual que sí se compra cocido en algún buen lugar. Buenos platos de cocina, solo se encontraban en restaurantes tradicionales, escondidos entre el resto de la carta.
Felizmente, la irrupción de Rafa Zafra, con Estimar, demostró que elaboraciones sencillas y hábiles, lejos de disfrazar el sabor lo mejoraban y realzaban. Cambió el concepto de marisquería hacia fórmulas más complejas y menos facilonas. Ahora, la oferta es magnífica y en la madrileña, destacan desde el elegantísimo y espectacular Desde 1911 hasta este refinado y discreto Bistronómika. Juntos forman la santísima trinidad de los locales marinos de la ciudad, aunque muchos incluirían El Señor Martín, pero yo a aún no le he encontrado la gracia.
La carta de Bistronómika es tan amplia y variada que no se sabe qué elegir, por lo que les recomiendo su magnífico menú Pleamar, pero no se fíen mucho del que les cuento porque, como debe ser, cambia cada día.
Esta vez empezaba por un meloso y magnífico puerro a la brasa con huevas de trucha y el estupendo salmón de la casa reposado en saly algas, una curación muy marina que aporta aromas más intensos.
La gilda de atún es de las mejores que he probado y se la ha copiado -no me extraña- todo el mundo, pero pocos logran tan buen aliño y el punto más suave que le da el atún finamente cortado y no, mucho más basto, en tacos.
Fieles al producto y no al lucimiento, la gamba roja (de Vilanova y la Geltrú) está simple pero magníficamente hervida. Cada producto, como mejor está.
Sin embargo, el marmitako es una gran creación que lo refina: con la patata en espuma, el sofrito en caldo templado y el bonito curado en sal. Igual, pero mucho mejor.
Como me gustan los guisos nos sorprenden con quizá el mejor plato del almuerzo, unas soberbias verdinas con gambas blancas de Huelva y una potente espuma de carabineros.
Y como no todo es pescado, el chef se luce con unos originales y espléndidos pimientos a la brasa con una rica beurre blanc algo difuminada por el gran y potente sabor del pimiento a la brasa.
Las cocochas a la brasa son extraordinarias, porque mezclan un gran jugo reducido de manitas y un pilpil clásico verdaderamente bueno. Una explosión de sabor en toda regla.
El pescado salvaje de hoy era un gran dentón que miman en la brasa y después acarician con un pilpil de las espinas, suave y aromático.
Después de eso, encanta un buen flan que no está a la gran altura de lo demás, pero cumple muy bien con su estupenda cremosidad. Y eso sin olvidar un magnífica tocino de cielo.
Pues ya está dicho. Para mi, uno de los tres grandes de pescados y mariscos de Madrid y el de precio más amable, lo que no quita para que tenga un irreprochable y amable servicio, buenos vinos y una decoración realmente bonita y relajante. ¿Qué más se puede pedir?
Ya he hablado mucho de A Barra, durante años el único restaurante elegante y de cocina clásica donde se comía realmente muy bien. Ahora comparte trono con Sadle porque Horcher y Zalacain son inigualables en encanto, servicio de alta escuela y clientes poderosos y desconocidos (los que de verdad mandan) y que, en público, solo se dejan ver (poco) en ellos y menos en cocina.
Hacía tiempo que no disfrutaba de A Barra y no ha perdido ni un ápice de calidad. Desde esos bonitos y sabrosos aperitivos (fresca sopa de pepino con lima, intensidad marina de crujiente de alga codium con navajas, potente tartaleta de tomate pasificado, galleta de coliflor y chocolate blanco picante -que, a a la española, no pica- y esas grandes bellotas de foie que parecen de verdad) hasta el extraordinario jamón Joselito con añada y ese clásico ya del gofre de foie con espuma de coco y frambuesa, una creación muy brillante.
Aquí las verduras son excelentes porque La Catedral de Navarra está en la propiedad. Así que empezar, por ejemplo, por los delicados puerros tostados con yema texturizada y caviar -con un delicioso “puerro líquido” que es la salsa/caldo- es una gran idea.
Aunque tampoco harían mal si se decantaran por un clásico mundial: raviolis de masa gruesa rellenos de queso. El toque de caviar lo cambia todo, especialmente en contraste con la mantequilla ahumada de la base.
Nunca hay que perderse los arroces (los de caza son soberbios) y hoy tocaba de carabineros. Tenía todo lo que debe, grano suelto y entero, sabor intenso, un buen toque de azafrán y unos espléndidos carabineros. Un pedazo de arroz.
El cabrito asado es un final redondo porque, de gran calidad y pequeño tamaño, es muy tierno y suave. Los toques de avellana y la salsa de carne que parece caramelo, lo rematan a la perfección.
Como prepostre, una estupenda audacia: helado de puerro súper cremoso con almendras y cítricos. Deberían ponerlo en la carta. No digo más.
El amor al producto hace que haya platos tan excelentes como de poco lucimiento y así son esas maravillosas fresitas de San Sebastian de los Reyes con nata y helado de vainilla (estupendos). Pero tienen también, para compensar con talento, cosas como una estupenda versión del banoffee llena de aromas pero, como debe ser, con los de plátano presidiéndolo todo.
El servicio es muy esmerado y Valerio Carrera una joya de sumiller. Tiene, con El Corral de la Morería, los mejores generosos de Madrid. Si no se dejan guiar y enseñar por él, la experiencia no será completa.
Conocí Atrio hace más de veinte años y, aunque estaba en la parte menos bella y caballeresca de Cáceres, me atrapó su elegancia y esa intensa cocina con raíces de Toño Pérez. Porque Atrio es sumamente cosmopolita, pero esencialmente extremeño, en versión picassiana.
Como si hicieran recetas de la tierra, pero convirtiéndolas en cocina de autor. Y la comparación artística es pertinente porque al innato sentido de la elegancia de Toño y José, quien se encabeza de todo lo demás, se une un amor al arte admirable y una gran colección que hace de Atrio una suerte de pequeño centro de arte contemporáneo. Estamos ante mucho más que un restaurante. Aquí se respira arte y cultura. Todo es obra de Mansilla y Tuñón, que les hicieron una bellísima caja de cristal y hormigón blanco que parece de nata y plata.
Los aperitivos ya abruman con sus sabores y saberes. El cristal de patata relleno de queso de cabra es técnica, belleza y sabor. Empiezan pues con los pilares de la casa. También una galleta de cereales y lino con tapenade súper sabrosa y una tierna lionesa con crema de panceta ahumada.
Como todos los platos llevan algo de cerdo, espléndido homenaje a la tierra, llega la serie “el cochinito se va a la playa”: un soberbio morteruelo de caldo de jamón gelificado y frutos de mar, bombón de ventresca de atún y manteca colorá ennoblecida con caviar, una bella mariposa de tapioca, salmón y cochinito y unas potentes gambas al ajillo con adobo de chorizo. Y desde ya, descubiertos ante esta sabia intromisión del cerdo en todo.
Cuando “el cochinito se va a merendar a la dehesa”, lo hace con un paté en croute de muchas partes del cerdo y abierto por arriba para recubrirlo de dulces y suaves higos en una de las mejores versiones que he probado y que lleva hasta la base de la masa pintada. Para el recuerdo.
Además se sirve con sopa “jamonesa” (jamón, mahonesa y tomate), crujiente de trigo con salchichón y emulsión de pimienta y un tartar de lomo doblado, un embutido muy local que me vuelve loco. En resumen, las chacinas de la tierra elevadas al cielo.
Ya en esas alturas, casi no sorprende una sopa sólida envuelta en una empanadilla de manteca y taro (una patata con algo de trufa) con el toque mágico de los cominos. La sensación de envolver el paladar y el olfato es embriagadora.
El porco tonnato es el vitello hecho extremeño y durante muchas muchas horas. Junto a él alcaparras fritas, pimienta fresca y una elegante salsa espumosa de atún y anchoas. La mejor versión.
Otro plato que se apodera de paladar y olfato es el bollo frito de tinta relleno de un gran guiso de calamares y con salsa de calamares en su tinta. La quintaesencia del plato de siempre.
Poner torreznos con vieiras marinadas en cítricos es una gloriosa locura. Los blandos delicados de unas y los crujientes agrestes de los otros, se aman. Unificarlo con un aromático suero de cebolletas es llegar a la loca perfección.
Y el “cochinito se enamora del caviar” y se convierte en flan porque hacer la papada durante casi setenta horas consigue esa cremosa consistencia. El caviar lo hace marino y una salsa que quiere ser gelatina del propio jugo de la papada, aún más campestre. Un gran y “sencillo” plato de singular elegancia.
Y del mar un bogavante que tiene toques cárnicos gracias a un glaseado del colágeno del cerdo, que aquí, cariñosamente siempre llaman cochinito. Además uno chips de garbanzos, Asia en curry verde y lemon gras y el gran acierto del poleo, una hierba poco usada y todo perfume al jardín de un palacio encantado. Lo digo en serio.
Y antes de que el cochinito se ponga goloso, quedan dos grandes platos, uno de ellos el más clásico de la casa, una creación pionera de hace 30 años: careta de cerdo con una suculenta cigala confitada y un soberbio jugo de ave con foie.
Y aún queda una presa en salmuera cocinada lentamente durante catorce horas y que se refresca con ensalada de remolacha con vinagreta de lo mismo. Y junto a ellas, un potente y tierno bombón de paté de cerdo. Espectacular.
Y el “cochinito se pone goloso” empieza casi en salado con jamón y queso, una preciosa audacia de torta del Casar, helado de manzana, dulce de membrillo, bizcocho de té matcha, jugo de manzana, lemon gras y lima, infusionado en hierbabuena y hasta unos pedacitos de jamón que dan un discreto, pero perfecto, contrapunto salado.
La fresca ganache de yuzu tiene aire de yogur y se remata con crujientes de cochino y merengue de hinojo, un contraste colosal.
Y, como debe ser, como siempre fue, se acaba con chocolate y café y en este postre, lleno de preparaciones y matices, la manteca de cacao es de cerdo, lo que aporta toques ahumados y excelentes.
Hay aún una maravillosa sesión de mignardises en el bar y de ellas destacar una perfecta cereza que es lo que parece pero perfeccionado con chocolate.
No hay nada en este restaurante y en esta comida que no sea perfecto. Como en las grandes obras y en los ritos antiguos, Toño y José llevan decenios trabajando, pensando y perfeccionado una obra asombrosa que es pura sensibilidad, cultura, tradición y vida, la suya que comparten con los demás en forma de comida y alimento para el recuerdo.
El que debería ser el próximo dos estrellas de Madrid (con Desde 1911) y eso que hay muchos muy buenos candidatos, pero Javi Sanz y Juan Sahuquillo han conseguido en Cebo refinar al máximo su estupendo Cañitas Mayte, moderando la gran audacia de Osa. La síntesis pues, de aquella tesis y de esta antítesis.
No han tocando la misteriosa, dorada y opulenta decoración del lugar y el servicio es tan cuidado como buena la sumiller que tanto descubre un vino de Arcos de la Frontera, como descorcha un magnífico Jean León de colección, que se deleita con todos los del noroeste. Una cocina de productos espléndidos, alrededor de los cuales se construyen unas recetas que los realzan de modo elegante y lleno de conocimiento. En general, con unas salsas memorables y plenas de sabor. Más si recordamos que ambos chefs son aún veinteañeros.
Empiezan, y no se puede fallar cuando Joselito anda por medio, con el cerdito relleno de paté, una espléndida, crujiente y muy líquida croqueta de mantequilla de leche de oveja con una loncha de copa, un gran chicharrón muy especiado y un perfecto caldo de jamón, demasiado invernal para estos calores.
El tomate embotado está ahumado y pasificado recubierto de lácteos y con muy buenos toques de chile. Al lado un Bloody Mary que es una sutil agua de tomate alPalo Cortado.
Las navajas de buceo son como un díptico lleno de cosas: las tripas en paté y el resto al vapor, con gazpachuelo de su agua y una refrescante y deliciosa escarcha de alga codium que dan mucho frescor y sabor al plato.
Bueno y original, el esturión ahumado que esconde una cremosa brandada de lo mismo y se cubre de una gran beurre blanc hecha con cava.
El champiñón botón a la mantequilla negra se cubre de portobello crudo y se empapa de un soberbio escabeche de ortiga de monte y amontillado, en un plato todo setas que hará las delicias de los micófilos como yo.
El calamar de anzuelo es un semicrudo que se cuece en frío y al que se le rompen las fibras para mayor suavidad. Solo así está excelente, pero se mezcla con una untuosa yema cocida a baja temperatura y un soberbio caldo rancio de jamón ibérico que también se justifica por sí solo.
Una muy veraniega y bella ensalada, lleva pepino y calabacín con sus flores, tomatitos, almendras y una estupenda ventresca. Todo se baña con un agua de ensalada con un fuerte toque de vinagre que nos saca de la sutileza del resto.
Como son esclavos voluntarios de la temporada, acaban de incluir estupendos percebes y quisquillas que mejoran ostensiblemente con un cremoso y muy buen escabeche de zanahoria y unas gotas de aceite de las cabezas de la quisquilla. Mucho sabor y gran elegancia.
Lo mismo le pasa a un crujiente, y muy al punto, virrey con coliflor china a la parrilla y otra magistral salsa de mantequilla ahumada y limón tostado, perfecta para el pescado.
Suben aún más el nivel con un bogavante asado, lacado con chistorra sobre un arroz tan potente que lleva diez partes de caldo de pescado por una de arroz. El resultado es un shock de sabor y otra prueba de su gran mano con los arroces. Lo suavizan -da igual- con brunoisede apionabo.
Sorprende que lleguen ahora unas colmenillas, pero el sabor es tan potente que se entiende. rellenas de ave, jamón y alcaparras se cubren de trufa negra (australiana) y una gran salsa (otra más) a base del jugo del ave (cuando dicen ave, quieren decir pollo, no?) reducido.
Muy tierno y de gran calidad es el pato caneton que cocinan entero y luego trinchan y sirven simplemente con cerezas: a la parrilla y en puré, al natural y con vino dulce. La salsa, una estupenda demiglas de pato.
Acaban con un verdadero espectáculo cárnico: láminas de buey de 14 años con 4 más de maduración (cruce de rubia gallega y frisona) cubiertas de nata con rábano picantede los Pirineos (nuestro particular wasabi), hojas salvajes de mostaza y rúcula y un poco de vinagre PX cordobés, envejecido en barrica de whisky. El rollito que todo lo junta, es una verdadera delicia y un compendio de buenos sabores que acompañan al más intenso de la carne.
Los postres no son lo mejor pero cumplen por sabor y variedad: fresas Mara de Bois ahumadas en romero con crema de yogur y flor de saúco, helado y kéfir de fresas.
Después un gran trabajo con la leche de cabra: flan, creme fraiche, crema de queso curado, helado sin azúcar y con el dulzor que le da la extraña heladera coreana donde lo hacen y para poner algo más, un rico bizcocho de maíz.
No le pongo un pero. Me ha encantado, mejora con las temporadas y va directo, debería ir, a las dos estrellas.
Mi cumbre del verano es simbiosis de Ibiza y Rafa Zafra y esa unión se llama Casa Jondal. El placer no es solo gastronómico. Es también comer sobre la arena, poder solazarse, antes y después, en sus hamacas vestidas de rojo Off White (flagrante contradicción ibicenca), sumergirse en ese cálido mar de tantos distintos azules, mientras se disfruta de aperitivos memorables y siestas inacabables.
Ibiza me conquistó cuando descubrí que sus playas tenían aparcacoches. Aquí las tumbonas tienen toallas y cestos a juego -para venir sin nada- y las sombrillas de ganchillo, hasta perchas. Que aunque este sea el reino del pantalón corto, el vestido de rejilla y la extravagancia ibicenca, el colorido de los tatuajes (nada es perfecto) se une al de las flores de Van Cleef, el azul Capri de Dolce&Gabanna o el rosado del toile de joie de los estampados de Dior.
Basta con mirar el mar o el paisaje humano para ser feliz, pero lo mejor está en esa placentera, elegante y (aparentemente) sencilla comida que pone a los mejores productos los aliños perfectos. Se ve ya desde unas carnosas ostrascon agua de tomate y unas delicadas vieiras con (mi) la salsa perfecta para los moluscos: la mignonette.
El tiradito de atún está marinado con una vinagreta muy equilibrada con toques de moscatel y pimienta rosa.
Todo es delicioso y ultra lujoso, pero hay algo que es más bien lujurioso: las cabezas de gamba roja con el tartar de su carne y caviar. Y al lado un poquito más de este con finas tostadas. Una idea brillante porque esas cabezas son locura de todo marisquero, pero ellos han encontrado una sencilla e imaginativa forma de mejorarlas.
Tampoco nadie servia antes bocadillos de caviar -salvo un difunto y ostentoso constructor del pueblo llano en su megayate, pero eso era privado- y aquí se hace en bikini (con salmón ahumado) y en trikini (al que añaden bogavante). La mantequilla es excelente -como la de la espléndida hogaza rústica que sirven al principio- y el golpe de estragón estupendo.
Como me encantan las salsas, no puedo pasarme sin las espardeñas a la mantequilla negra, que es perfecta, y tampoco debería sin las almejas beurre blanc, aún mejor.
El huevo de siete yemas con gambas, velo ibérico y caviar, perfectamente frito, entre lo líquido, lo blando y lo crujiente, es la mejor receta de huevos y mar que he comido nunca. La mezcla perfecta y opulenta.
Es obvio que a la mejor cigala le basta un hervido o un “planchazo” porque la perfección no gusta de ser adornada.
Después un plato casi pecaminoso, la pasta con crema de caviar. Quizá la mejor manera. Como cuando es simplemente, con trufa. El matrimonio perfecto.
Pero Rafa no solo es famoso por salsas del mundo o productos excelsos. También hace los mejores fritos que conozco, por lo que les recomiendo los peces fritos enteros, hoy una rocha, crujiente, tersa y sedosa, que sirve con tortillas y avíos para hacerse unos tacos (por si quieren cambiar).
Estábamos soñando con la ensaimada rellena de helado de vainilla, desde hace muchos meses, pero ya no hay. Se ha convertido en una deliciosa versión de la torrija hecha con el gran bollo. Está muy buena y es hasta más original, pero me parece menos playera o será que, el pasado siempre se idealiza.
Lo que sigue igual, tan delicioso como vistoso, es la piña, que parece una caja china porque se va abriendo y aparecen sucesivamente una capa de natillas de piña y otra de delicioso helado. Un postre fresco, suave y súper atractivo.
Quizá esta última frase defina toda la cocina y las ideas del gran Rafa Zafra, porque tras unos grandes platos, llenos de sabor, hay una gran mano que consigue que todo sea distinto, pareciendo igual y que siempre se esté soñando con volver.
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