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Assaje y los jardines de Villa Borghese

Assaje tiene una estrella Michelin, está en Roma y se encuentra en un bello lugar, las estribaciones de Villa Borghese ese bello jardín romano no tan visitado como debería. Me gustan los jardines civilizados, cuajados de estatuas -aqui van de un Goethe subido en un capitel corintio a un diminuto general Santander, un héroe de la independencia de Colombia que no se muy bien qué hace aquí-, festoneados de estanques y salpicados de pequeños templetes,  glorietas liliputienses y hasta cafetines decimonónicos. Sus caminos participan de esa mezcla de descuido y belleza que hace de Roma una cuidad de belleza negligente, una especie de memento mori gigantesco, un recordatorio de que todo puede acabar en cualquier momento, la propia Roma devorada por las muchas Romas sobre las que descansa la actual ciudad.

En esas afueras verdes y fragantes está en elegante Hotel Villa Aldrovandi y en él, junto a la piscina y abrazado por pinos y magnolios gigantescos, está este Assaje que permanece secreto para los turistas. Caro -más barato que muchos de sus equivalentes españoles de una estrella, no digamos franceses-, frío como el reverso de una ostra y silencioso como los surcos del anhelo. Todo es monocolor y por eso un sabroso aperitivo escarlata resplandece en la mesa. Es ese juego tricolor -rojo, verde y blanco- que representa la bandera (Berlusconi siempre lo jugaba en las comidas oficiales) y que aquí consistía en una densa sopa de tomate templada con una crema de queso y otra de pesto. Muy buen comienzo porque con aderezos tan frecuentes sabía a todos los platos.

Las alcachofas a la romana son aquí opulentas porque se enriquecen con una leve crema de tupinambo (un tubérculo antaño comida de ovejas y que tanto se parece en su sabor a la alcachofa), pedacitos de papada de cerdo y unas frágiles bolitas de naranja que añaden un interesante contraste. Las alcachofas, grandes, carnosas, tiernas y entre blandas y crujientes.

Perfecto el risotto de alcachofas porque al increíble punto del arroz y a la jugosidad del plato -que fácilmente queda seco o demasiado líquido- y al verdor de las alcachofas se añaden dos toques marinos que no las ocultan, jurel y algo de botarga rallada, un ingrediente (huevas, normalmente de mújol, en salazón) que cada vez gusta más a los chefs italianos, cosa que comprendo porque resulta un sorprendente aliño.

El mismo punto perfecto tenían los espaguetis con ragú de conejo. Como saben la carne de este animal es suave y blanca. Estaba confitada con naranja lo que daba a la pasta un insólito sabor entre dulce y amargo realmente maravilloso. La parte vegetal la ponía una corona de bitola (acelgas) en juliana.

Con este almuerzo, atreverse con una carne habría sido semisuicida, así que nada mejor que unos suculentos salmonetes fritos (el frito es tan de Roma como de Cádiz, me temo; aquí les gusta todo frito). Los sirven crujientes y salinos sobre puré de berenjena y un toque chispeante de cebolla marinada en vinagre y unas gotas de crema de provola con pistachos menos comprensible pero muy buena.

Y lo siento, solo va a haber postre y medio. A este paso, por su culpa, acabaré rodando por las siete colinas. El medio, cortesía de la casa, un bombón de chocolate blanco y pistacho relleno de helado de fresa y un poco de basílico y otro poco de limón que lo salvaban del exceso de empalago.

A lo que no le sobraba ni le faltaba era al bello postre de plátano, con caramelo salado y chocolate, fundente o cremoso o crujiente, un festín de sabores y texturas al servicio de esa pareja perfecta que son el plátano y el chocolate. Espectacular.

Lugar bellísimo, jardín románico entre árboles y murmullos, excelente comida de clasicismo modernizado como alternativa al exagerado conservadurismo romano, servicio perfecto y raíces y formas italianísimas. Un refugio para escapar de los turistas y relajar la vista. No hay que perdérselo.

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Magorabin 

En una calle no muy bonita de un barrio más bien corriente de Turín se halla Magorabin, un estrellado local que destaca por la sencillez y sobriedad de sus instalaciones. No hay nada que desentone pero tampoco nada especialmente bello. La cocina es parecida: moderna para una ciudad tradicional de Fiats y Agnellis, tranquila y alejada de todo vanguardismo. Sus únicos alardes consisten en ciertas mezclas de sabores arriesgadas y, algunas veces, poco afortunadas. El resto ya se hacía en España hace treinta años. 

Hay cuatro menús, los dos más sencillos basados en la carne (Terra) o el pescado (Acqua), quizá demasiado, porque o todo es carne o todo es pescado. Los omnívoros lo tenemos regular con ellos. Por cierto, sean menús o sea carta, hay que hacer el pedido un par de días antes, lo cual no facilita precisamente las cosas. Quizá por eso, casi todas las mesas eran de dos. 

La esponja de cacahuete con mayonesa de wasabi es el primer aperitivo. Y ya se sabe, es un bizcocho aireado en el sifón,  invento del genio Adriá; está un poquito seco y mezclado con el chispeante sabor del wasabi. 

El macarron con tartar de gambas une lo dulce del crujiente envoltorio con la salinidad de las gambas. No es una mala mezcla pero tampoco para patentarla. 

No sé si le gustará al chef -quizá sí estando en Italia- que diga que el mejor aperitivo es la focaccia de cinco cereales, pero es que es cierto. Está realmente maravillosa, es más rústica que la habitual y los sabores de las hierbas y el aceite de oliva compiten con lo crujiente de la corteza y la algodonosidad del interior. Realmente espectacular y ya es difícil en este país en el que todos las hacen y hasta hay bares en las calles llamados focaccerias

El arroz de tinta de calamar frito con marisco es una crujiente oblea que sabe a arroz negro no solo porque lo es sino también por la inclusión de los toques de pescado. Es sabroso y muy vistoso. 

Tampoco en Italia son inmunes a la moda de los bollitos chinos y japoneses. Ya he dicho que todos los hacen y pocos los saben hacer. Por eso el bun de cerdo ahumado con teriyaki estaba bastante bueno pero resultaba seco y es que mantener el punto de humedad y ligereza no es nada fácil. 

Muy buenos los tacos de maíz con ceviche de ciervo y aguacate, el taco reconvertido en finísima y traslúcida tostada y formando un bocadillo que contiene tan buen relleno. 

De la misma naturaleza es el beso de dama, un plato tradicional de bellísimo y poético nombre que esconde un leve y delicioso bocado de foie. 

La tartaleta de yogur con crema de cassis y botarga de muggine no está mal gracias al relleno, porque el uso de tartaletas remite a bodas ochenteras muy de provincias. La bottarga es una buena salazón italiana de huevas de atún aquí sustituido por ese misterioso muggine. 

Acabados los aperitivos, la entraña de waygu con brotes y crema ahumada es bastante decepcionante por no ser más que un grueso carpaccio sin nada remarcable. No está mal pero, como la tartaleta, no es para un gran menú. 

Ocurre todo lo contrario con la jardinera de pollo a baja temperatura, un plato sencillo, reinventándo y excelente por sus buenos ingredientes y la conversión de algunas de las verduras en puntos de color, o sea en sabrosas cremas que lo decoran y acompañan a la perfección. 

Fetuccini con ragú de Angus y trufa negra es como debe ser: una pasta perfecta y al dente, una gran carne muy bien cocinada y un pequeño toque de trufa. Ninguna innovación y nada de riesgo pero la receta es tan deliciosa que quizá no lo necesite. Puede que si yo fuera italiano y estuviera harto de comerlo, pensaría otra cosa pero como no lo soy, me encanta tal cual. 

Para el siguiente plato, sacan un negrísimo pan de cacao e hinojo. Ya saben que me gustan mucho el cacao y me encanta el hinojo pero juntos ambos y en pan combinan francamente mal. Una pena porque el pan recién horneado que sirven con el resto y que aparece más arriba es excepcional. 

Los amargores del pan agudizan los del cordero con crema de avellanas y endivia asada, una receta que no es un fiasco pero que no acaba de funcionar a pesar de lo bien ejecutada que está. 

Parece como si en esta última parte de la cena, el cocinero se hubiera precipitado por el riesgo gustativo, porque hacer un sorbete de tomate y mezclarlo con habas y rábano a modo de prepostre o postre refrescante no es solo osado. A mí no me importa que lo sea, pero lo cierto es que no resulta nada agradable, especialmente por culpa del rábano y las habas. Quizá como original aperitivo, con algo vodka y sabores más marcados y hasta algo de picante, pero así, ni chicha ni limoná. 

Mucho más ortodoxo resulta el cacao Jivara, gel de limón Hendricks y helado de cacao ahumado, un postre que combina lo untuoso con lo crujiente y en el que el fuerte sabor del chocolate se matiza con un toque de limón tan sutil que lejos de anularlo lo potencia. Muy bueno. 

Se ve que el chef se luce en los dulces porque las mignardises son tan abundantes como excelentes, destacando unas espectaculares trufas de chocolate y una esponjosa y aromática Colomba un bollo al que podríamos definir como el Panettone de Semana Santa

Es Magorabin un buen restaurante escondido de las rutas más habituales y que merece la pena conocer. Conozco otros estrellados de esta ciudad (solo hay restaurantes de una estrella en Turín) y creo que es el mejor a pesar de algunos fallos de concepto, como la propia configuración del menú o algunas mezclas fallidas. Sin embargo, no es caro, es sencillo pero refinado, arriesga y complace.  Una buena visita. 

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