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Estética para trogloditas

  Este no es lugar para vegetarianos, aunque tenga muchas verduras, tampoco para almas sensibles, aunque esté junto al mar y ni siquiera, para comedores normales. Es solamente para carnívoros y especialmente para aquellos del tipo Picapiedra. Les hablo de una de las casas más famosas de los Estados Unidos, donde hasta se han rodado películas como American Psycho, lo que me parece normal, o El diablo se viste de Prada, lo que, según se mire, podría ser hasta una incongruencia. O no tanto, porque en Estados Unidos se sigue concibiendo la comida como en los peores tiempos de la peste y las hambrunas, como si cada refección fuese a ser la última. Productos básicos y reconocibles, recetas tradicionales y sobre todo, cantidades gigantescas. 

 El fuerte de esta casa, fundada en el Nueva York de los setenta y favorita de los famosos de todo el mundo, son las carnes y no se sirve ninguna que pese menos de 400gr, o sea todo lo contrario de lo que cualquier médico –y cualquier persona sensata- recomendaría, pero da igual, esto es Estados Unidos y aquí nada es pequeño, ni las personas, ni los accidentes geográficos, ni siquiera las tormentas, que más bien son tifones y huracanes.

Ahora hay de estos Smith&Wollensky (nunca hubo ni un Smith ni un Wollensky, sino dos apellidos elegidos al azar en dos incursiones en la guía telefónica de NYC) por todo el país y, en una visita reciente, visité el más sorprendente, el de Miami, sorprendente porque estas comidas contundentes poco se adecúan a los climas tropicales pero, ya les digo, estamos en los EE.UU. y aquí todo es distinto.

Afortunadamente, mantienen sus colores blanquiverdes y las maderas y el cuero de la casa madre, pero aprovechan la localización, lo mismo para abrirse a un brazo de mar con bellas vistas de la ciudad y de su isla más chic, Fisher Island,  

 
  que para servir un delicioso cangrejo de los mares locales, fresquísimo, enorme y del que –gran acierto- sólo se ofrecen las patas. Lo sirven con medio limón y una deliciosa mayonesa de mostaza. Después uno de los detalles de antigua elegancia de la casa (otro es el excelente pan de brioche): tras ensuciarnos los dedos, el camarero exprime limón natural (nada de pañuelitos o lavamanos) sobre ellos y cambia las servilletas. 

 Pedir una entrada, y hay muchas, ya es una heroicidad porque las raciones son gigantescas y las carnes de la prehistoria. El T Bone está algo demasiado hecho porque aquí “al punto” significa otra cosa, ya que a los americanos todo les gusta mucho más hecho a a nosotros, hasta el punto de considerar nuestro “poco hecho”, directamente crudo. La carne está muy bien madurada y es tierna y muy sabrosa. 

 Lo mismo sucede con el “pequeño” entrecotte de sólo 400gr. También son excelentes todas las guarniciones, en especial las patatas fritas

 
 Hay otras carnes muy del gusto americano, como el solomillo -excelente– que ven más abajo, o quizá no, porque aparece entre nubes de gorgonzola y estrellas de bacon. A ellos les encanta pero a mi me parece que lo mismo podría ser carne que pollo, tan fuerte es la salsa, aunque ese es problema mío porque me encantan las carnes a la parrilla y lo menos disfrazadas posible. 

 Los postres son como para una fiesta de cumpleaños de trogloditas. Como en todo gran restaurante americano que se precie tienen Creme brulée y, quizá por ser francesa, tiene dimensiones más humanas aunque de humanidad obesa, eso sí.  

 La tarta de chocolate a la que ellos mismos apodan gigantic, es buena en su muy tradicional combinación de bizcocho y chocolate y una porción alimenta a muchas personas. Al parecer, una vez se la comió una señora sin ayuda y pasó varios días con la cara completamente verde. 

 La de coco es más llevadera, algo más pequeña y sobre todo más ligera. También vale para unos ocho, si son normales.  

 De hecho, la de chocolate fue compartida entre cinco y quedó así…  

   
Una pena, pero es que para comer aquí hay que ser americano o estar loco. No hay nada sorprendente ni refinado, solo buenos productos y enormes cantidades. Los precios son altos y en el caso de los vinos, carísimos, pero ese es pecado habitual en todo el país. Sin embargo, es un lugar obligado para todo carnívoro que se precie y, mucho mejor, si el carnívoro no ha desayunado e incluso, cenado…

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Té en Santa Eulalia

  Santa Eulalia es, desde 1843, una de las más bellas tiendas de España. Su parte masculina -la que me compete- es también la mejor de España y, por ende, una de las grandes del mundo. Lo sé tras mucho admirarla y aunque nunca haya comprado mucho más que unos calcetines Gallo, dado lo elevadísimo de sus precios, aunque quizá debería decir de sus marcas. Y es que John Lobb o Berlutti, Etro, Bottega Veneta, Tom Ford o Moncler nunca han sido precisamente baratas, si bien su excelencia y exclusividad justifican muchas cosas. La camisería a medida es tan cuidadosa y refinada como la de cualquier maestro de Jermyn Street y la atención al cliente, discreta y eficaz. 

Muchas veces ha cambiado de ubicación a lo largo de los tres siglos que ha recorrido y ya parecen lejanos los locales que ocupaba en el mismo lugar que, según la tradición, fue escenario del martirio de Santa Eulalia. Ahora se encuentra en la parte alta del Paseo de Gracia, la única que escapa milagrosamente a esas hordas en chanclas, camisetas apolilladas -o pecho desnudo- y gastados trajes de baño que pueblan las Ramblas porque, al parecer, en Barcelona todo es playa. 

Para decorar sus impresionantes dos mil metros cuadrados de instalaciones, los propietarios fueron a buscar a uno de los más elegantes interioristas del mundo, Willian Sofield, quien consiguió la unión de los contrarios al mezclar la contemporaneidad con los decadentes aires fin de siècle de la firma, reviviendo fórmulas del pasado y hasta aprovechando elementos decorativos de la casa madre. El resultado, probado antes en Gucci o Saint Laurent, es una obra apabullante en su aparente sencillez, porque esconde cualquier atisbo de ostentación a pesar de los nobles materiales y de los bellísimos muebles que la pueblan. 

Además de sus plantas de hombre y mujer, las secciones de complementos y el taller de medida, plagado de patrones recortados como antaño en papel de estraza, cuenta con una rareza en España, un muy agradable café terraza en su último piso.  

 En otros países es muy frecuente que las tiendas tengan un famoso bar en su interior y muy conocidos son los casos del delicioso salón de té de Harrod’s, la excelente trattoria del Armani de Milán o el restaurante de Bergdorf Goodman (famoso por su helado de gengibre) en Nueva York. En España, sin embargo, raro es encontrar esta fórmula fuera de los grandes almacenes, aunque en Barcelona destaque el café de Jaime Beristain y en MadridIsolee lo intente. 

El salón de té de Santa Eulalia -o champagne bar-, abre casi todo el día y lo mismo sirve un desayuno que un almuerzo ligero. Sin embargo, yo les recomiendo su té completo de 22€, algo más escaso ahora que en los principios, pero igualmente excelente.  

 Sentarse en el recoleto café decorado con carteles de un mundo perdido preocupado por la auténtica elegancia y no por los disfraces de diverso género o tomar el fresco marino de Barcelona en su azotea es una verdadera delicia.  

 La oferta de tés e infusiones -que también venden, como las teteras- es amplia y muchos son del gran Pancracio, el Willy Wonka gaditano, que ahora hace mucho más que chocolate y bellas cajas blanquinegras. Junto a los más tradicionales earl grey, breakfast, darjeeling, etc. cuentan con gran variedad de negros, rojos y verdes y también con esos otros, tan de moda ahora, que parecen refrescantes cócteles de frutas. Como todos ustedes son expertos en los más habituales, recomiendo el de gengibre con limón, picante y cítrico, el verde de la Provenza, aromático y silvestre y el de frutos del bosque, púrpura y dulce.  

 Se puede escoger entre varios bocadillos aunque gana el de jamón y me gusta que hayan españolizado al tradicional sandwich.  

 Los scones, siempre dorados y delicadamente tiernos, pueden ser con o sin pasas y se sirven con confitura de frambuesa y nata, ambas engalanadas por un bello soporte plateado, vigilado allá en lo alto por un león encaramado a una columna como Simeón el Estilita.

   Para rematar, muchos crujientes y suaves macarons de caramelo, vainilla, pistacho, fresa y, sobre todo, de chocolate negro, mi favorito.  

 Las pastas de té con confituras, chocolate o frutos secos también están a la altura, si bien no son lo mejor del lote.  

 Quizá le pase como a mí y no pueda comprar nada en esta tienda, pero si puede tomarse un té o un café a palo seco, siempre le quedará la opción de pasear por sus espacios silenciosos y deleitarse con los más bellos sueños, mientras lee una revista y se solaza en esa terraza que se decora con el límpido azul del cielo de Barcelona, la ciudad de las gaviotas. 

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El sabio silente de Nerua

 Hay muchos restaurantes con vistas, como el River Café en Nueva York o el Mirador de Morayma en Granada, y a ellos se va simplemente para que la vista goce de bellos atardeceres o de embriagadoras noches de luces titilantes. Además existen otros donde incluso se come muy bien y a los que iríamos se viera lo que se viese. Es el grupo del Jules Verne de París, situado en le segundo piso de la Torre Eiffel y que es en sí una experiencia incomparable (y desmesuradamente cara…) y el de Nerua, en Bilbao: está este situado en un saledizo del Guggenheim y no solo domina curvas de titanio y plateadas ondulaciones de ría, sino que además goza de un incomparable vista sobre la Mamá de Luois Bourgeois, una suerte de espectacular arácnido de bronce que además es marsupial, una elegantísima oda a la maternidad y al mundo de las texturas metálicas.

 Estas, las bellas vistas y la excelente comida, son dos de las tres características principales de este restaurante. La tercera es la injusticia a la que se ve sometido, año tras año, por la tacañería de Michelin. No es necesario que diga cuanto admiro los criterios de esta guía, pero es muy cierto que varían grandemente según los países, siendo muy generosos con Francia (la madre) y Japón (por deslumbrado desconocimiento, quizá) y tremendamente tacaños en el caso español, sentimiento comprensible en quien se sabe despojado del cetro de la cocina mundial.

Conozco muchos restaurantes de dos estrellas en Francia –y alguno de tres- que merecen mucho menos esta calificación que la talentosa mano del chef Joseán Alija, quien ya en 1998, con motivo de la apertura del Guggenheim, se convirtió en la gran revelación de la cocina española. Ahora, 17 años después, ese fogonazo ha cristalizado en una realidad incuestionable de inteligencia, elegancia, modestia y trabajo incansable. 

Cuando fui por primera vez, hube de atravesar una cafetería de museo de moda completamente atestada y francamente incómoda, al fondo de la cual se escondía, como una gruta encantada, el restaurante del Guggenheim porque, en aquel entonces, ni nombre tenía. El hechizo fue inmediato porque no había museo en el mundo con tal calidad gastronómica y ello debido al cuidado extremo con que se culminó este alucinado proyecto que sigue asombrando al mundo. 

En 2011, el restaurante ganó este espléndido saledizo sobre el que vuela y hasta consiguió el nombre propio, Nerua, del que carecía. Ahora en un local sobresaliente cuenta también con un buen equipo, encabezado por un excelente sumiller, Ismael ÁlvarezAquí se sigue por los mismos rumbos de cocina cuidada y respetuosamente moderna en la que los vegetales se tratan con saber y maestría desde mucho antes que los nórdicos, con Noma a la cabeza, pusieran de moda la cocina verde.

  Empezar con un aperitivo en la terraza de la azotea o en la mesita de la entrada es gran idea, para así poder disfrutar de bellas esculturas, de los paseantes, de la ría y de un ambiente de paz culta que prepara todos los sentidos para el goce de la comida. Entre este espacio y la cocina, empieza el placer de este almuerzo con unos chicharrones de bacalao realizados con la fritura de la piel del pescado cuidadosamente tratada,

  
unos bellísimos tomatitos convertidos, gracias al relleno, en Bloody Mary
  
y la explosión de una croqueta de huevo que es en realidad un huevo frito en tempura que estalla en la boca sin perder un ápice del tradicional sabor, pareciendo croqueta pero siendo huevo…
  
Un buen pan de caserío, ecológico y amarillo de maíz, precede a un panecillo asombroso, un mochi de aceite que junta lo mejor de Oriente y el Mediterráneo, renovando la clásica torta de aceite.
  
  
El taro con alubia blanca es otro trampantojo en el que la legumbre se sustituye por bolitas de este tubérculo, aunque parecen ñoquis en la boca y judías a la vista. El caldo es una intensa infusión de pochas que completa un plato que es reinvención de las veraniegas recetas frías de legumbre que mucho gustan en el País Vasco.
  
Tanto monocromatismo se rompe con el verde fulgor de unos deliciosos, tiernísimos y perfectos guisantes lágrima, el caviar verde, acompañados de un soberbio helado de aceite que se elabora con una excepcional arbequina mallorquina y que me recordó aquella gran invención de Martín Berasategui, el primero que se atrevió a servir tan arriesgado helado.
  
Las alcachofas confitadas, praliné, fondo de jamón y hierbas aromáticas son tan diminutas como sabrosas y se envuelven en un caldo avellanado excepcional y es que, ya tardaba en decirlo, Joseán es un mago en esto de los caldos, que clarifica y embellece con maestría, dotándoles además de intensos sabores.
  
La sopa de marisco y pescado no tiene un sólo sabor que no corresponda a la receta más tradicional y llena el paladar de marisco y mar. La diferencia es que se compone como si fuera la más delicada miniatura japonesa.
  
Las quisquillas, tallos de brócoli, endivia blanca, lima y vainilla constituyen un colorido y elegante acuario en el que los acompañamientos respetan el suave sabor del marisco, añadiéndole tan solo un toque cítrico y un leve aroma a vainilla que resulta perfecto. 
  
Los garbanzos guisados con hierbas y especias son una gran sorpresa, por el emplazamiento en el menú, como un modo de limpiar el paladar huyendo de los manoseados sorbetes, y porque son un golpe de Castilla y de secano en las feraces laderas verdes de Bilbao que se cuelan por las ventanas. Están repelados, mantecosos y sumamente tiernos y se asientan en un luminoso caldo transparente.
  
La kokotxa de bacalao al pil pil es una perfecta creación que se consigue haciendo casi brandada con la kokotxa y emulsionando tanto la salsa que entre eso y que se le escatima el aceite parece nata.
  
La merluza frita con calabaza y salsa verde es otro gran alarde de técnica porque se envuelve en una tempura crujiente e impermeable que consigue una jugosidad única para el pescado, al modo de lo que hace Dabiz Muñoz con el wok usado a la peruana.
  
El foie gras de pato, crema de lentejas verdina, ajo y perejil posee sabores tan intensos como los de los pescados, demostrando que si Alija domina la sutileza de las verduras, también borda los placeres más intensos. En este caso el hígado está cocinado de un modo admirable que le quita el exceso del grasa del que suele pecar este plato.
  
Zanahoria y rosas es un bello cuadro de naranjas y verdes que refresca tras tanta intensidad y muestra una perfecta combinación entre aromas florales y una hortaliza que sólo se llevaba al postre para hacer tartas, cosa incomprensible dado su dulce sabor.
  
El cabello de ángel, aquí un nido crujiente, plátano y helado de limón es el único plato que estéticamente está por debajo de la media, pero esa sosez se compensa con creces con una mezcla de sabores deliciosa y que subyuga tanto a los más fruteros como a los más dulceros.
  
Nunca había comido mochis de postre y, como me pasa con la zanahoria, tampoco sé por qué dada su naturaleza. Estos son unos pastelillos húmedos y algodonosos con recuerdos a mazapán y a canela, una culminación aparentemente sencilla y en realidad, compleja.
  Y así es toda esta cocina que sólo puede ser bien entendida apelando la personalidad del cocinero, un sabio silente que huye de los focos y de los reportajes de moda, que casi no sale a recibir parabienes y que expresa su grandeza no consumiéndose en la fana sino expresándose, como la Santa Teresa escritora, con aparente sencillez pero gran altura, esa simplicidad que solo se alcanza después de despojar de alharacas y adornos al alma del idioma.

Nerua
Museo Guggenheim 
Abandoibarra Etorb, 2
Bilbao
Tfno. +34 944 00 04 30
   

   

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