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Arzábal New Age

 Esta es una buena lectura para todos aquellos que piensan que los libros de Boris Izaguirre o Dan Brown son literatura, Lobezno o Torrente buen cine y Michael Boltom destrozando Nessun Dorma, bel canto. Son casi los mismos que esta mañana lluviosa y desapacible de invierno, soportaban una larga cola para ver a «los realistas madrileños» e ignoraban la magnífica «Miró y el objeto».

 También son los que llenan las tabernas y huyen de restaurantes que les hacen pensar antes de gozar. Por eso, los primeros están abarrotados y muchos de los segundos o cierran o ni llegan a abrir. Ya he hablado varias veces de las excelencias populares de la Taberna Arzábal y de su detestable decoración. Ahora se han despojado de ella alojándose en el histórico edificio del Reina Sofía y poniéndose en manos de Madrid Contract. El resultado es espléndido y los espacios elegantes, luminosos y mucho más sobrios de lo habitual en estos tiempos, supongo que en en honor a Villanueva, el arquitecto del Museo Prado y de este antiguo hospital de pobres.

  Posee también un bello jardín y enormes ventanales que se abren a su verdor o a la hermosa y abigarrada Plaza del emperador Carlos V, siempre abarrotada de viajeros, paseantes, vendedores ambulantes y peregrinos varios, en busca del Santo Grial del tipismo madrileño, el bocadillo de calamares.

 Siendo Arzábal un éxito desde su apertura, han optado por el riesgo cero y la carta es repetición casi mimética de la de la casa madre, aunque aquí los resultados, quizá por la magnitud del local, son peores y las preparaciones más descuidadas. No hay más que ver el arroz de tabernucho que nos sirvieron como aperitivo.

 Menos mal que la banasta de mantequilla de Normandía es excelente, las croquetas siguen resultando jugosas y las alcachofas mantienen la corrección.

   El pisto es mucho mejor de lo normal porque las verduras se asan en lugar de rehogarse, lo que le quita grasa y le regala sabor. Hoy no tenía su mejor día por culpa de un exceso de agua pero la receta es excelente.

 Buena la sartén de huevos con trufa que no es otra cosa que unos huevos fritos con patatas de toda la vida -aunque menos crujientes de lo que deberían-, con el elegante y delicioso aporte de un aceptable rallado de trufa negra.

 El ciervo con chocolate es una gran receta gracias a esa salsa untuosa y densa que atempera perfectamente la fortaleza de la carne, aunque la guarnición de dados de frutas indica que no se han roto la cabeza precisamente. La carne del animal pecaba además de cierta dureza.

 Buena también la perdiz a la toledana, generosamente servida y sumergida en ese baño de cebolla que la sazona suavemente sin quitarle una pizca de sabor.

  
Como siempre, buenos quesos –Brillat Savarin, azul de Asturias y de vaca madrileño-,

 agradable la cuajada con fruta de la pasión y

 excelente el Tatin de manzana.

 Por lo demás, no hay guardarropa, los camareros te llaman chico, las servilletas y los manteles son de papel, no en todos los platos cambian los cubiertos y el vino -aunque sea de 200€, que de ese precio los tienen- se posa, desatendido e ignorado, sobre la mesa. No diré que el sitio es demasiado caro porque ya no me aclaro con esto de los precios, pero sepan que el almuerzo mencionado, con un vino de 46€ y medias raciones en el caso de las croquetas y los quesos, costó 198,50 y éramos tres personas. Así que no sé si el lugar es carísimo, pero sí que los menos populares y más refinados, suelen ser hoy en día, precio/calidad/servicio, mucho más baratos. Porque lo muy bueno no siempre es tan caro. Y viceversa.

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La arquitectura de las olas

  Frank Gehry ha hecho arquitectura con las olas, llenando sus edificios de elegantes curvas y sinuosas ondas, haciendo flexible lo rígido, ligero lo pesado y móvil lo estático. Además es el gran representante de la arquitectura lúdica que constituye, a su vez, uno de los más esenciales ingredientes de la sociedad del espectáculo, Vargas Llosa dixit.  

 Solo tiene dos obras en España y una es un gran proyecto privado que no es museo ni centro de arte, sino un edificio que fue concebido para sede social de unas bodegas y ahora es el hotel Marqués de Riscal, una luminosa, colorida y brillante escultura de piedra y titanio que parece aletear entre los viñedos. Magenta, plata y oro, sus ondulaciones representan las tierras calcáreas, los vinos jóvenes, los racimos en sazón, blancos y tintos, la curvatura de los sarmientos y hasta las escarpaduras de esa Sierra Cantabria que se divisa a lo lejos.

 Su belleza bien vale un paseo -o un viaje- a La Rioja, una tierra hospitalaria y generosa surcada de ríos y plagada de árboles, la cuna del español, de los los vinos más afamados y ahora también de bodegas de autor. Pero además de arquitectura y vino, también se come, y bien, en el restaurante que en el hotel regenta Francis Paniego, famoso cocinero del Hotel Echaurren.  Aquí como allí, practica una cocina moderadamente moderna, muy apegada al producto e hija de las buenas técnicas.  

 El menú que probé en mi primera visita comienza con Sarmientos, un ingenioso guiño a esas espirales vegetales que en La Rioja se usan para animar y dar sabor a los fuegos. Aquí se sirven entre humaredas y son unos deliciosos palitos de Idiazábal teñidos con tinta de calamar.  

 Me encantó después el caviar de uva sobre cuajada de foie, una mezcla acertada que desengrasa el hígado y sin endulzarlo demasiado, al contrario que las compotas o las frutas almibaradas que demasiadas veces lo acompañan. Las bolitas de uva, que tanto deben al caviar de melón de Ferrán Adriá, le aportan una textura etérea y mucha frescura, además de dar al plato un bello aspecto.  

    Las croquetas de jamón, huevo y pollo resultan agradables y cremosas, así como el carpaccio de gamba roja sobre tartar de tomate y ajoblanco es un plato que recuerda a muchos otros, pero que se resuelve espléndidamente y cuyos delicados cortes hacen de gambas y tomate sutilísimas láminas transparentes.  

 Lo que no se entiende, al menos conceptualmente, es que el plato siguiente, semillas, cigalas, aguacate y quinoa, tambien contenga ajoblanco en cantidades masivas. Es uno de mis platos preferidos pero resulta un exceso. A pesar de ello, es una creación excelente y la quinoa cocida en caldo marinero y tostada después aporta toques crocantes y marinos que son perfecto complemento a la cigala. Eso sí, un poco menos de salsa no vendría mal.  

 El almuerzo continúa, ya en descenso, con el arroz cremoso con verduras, setas y tallarines de sepia, un plato muy sencillo que se come bien pero no apasiona, lo mismo que  

 la merluza asada sobre pil pil de patata al aroma de vainilla, un buen pescado demasiado aromatizado por la vainilla.  

 El cordero glaseado con gengibre y hortalizas frescas llevó al extremo los defectos anteriores (demasiado ajoblanco, mucha vainilla) hasta el punto de hacerlo incomible. La exageración con el gengibre, el fondo demasiado concentrado y mucho descuido con la sal lo tornaban tan fuerte y salado que hubo que devolverlo. Reaccionaron bien los encargados, reconociendo el error y ofreciendo cualquier alternativa lo que me permitió, una vez más, arrojarme a los  

 quesos de un carro suficientemente variado y muy bien escogido.  

 Felizmente la tosta templada con queso de Cameros, manzana y helado de miel eleva nuevamente el nivel. Y mucho. Es un postre que mezcla maravillosamente dulces y salados, cremas y crujientes, fríos y templados y blancos inmaculados con suaves ocres. ¡Delicioso y perfecto!

 El restaurante -aunque mucho más la arquitectura- merece la pena y Francis Paniego es uno de los grandes por méritos propios, pero aquí se cometen algunos -pocos- errores imperdonables. Bien es verdad que está  perdido en la nada y que los más de los días está semivacío, pero eso no se justifica todo, especialmente por tener una estrella Michelin y tan elevados precios. Hay quien piensa que no es justo hablar de una única experiencia en un restaurante, como hago tantas veces, pero no estoy de acuerdo, sobre todo cuando categoría y precio son altos. Como en el teatro, cada representación es única y cada servicio un examen. Por eso los verdaderamente grandes no fallan nunca, ni en la actuación ni en colación.  

Hotel Marqués de Riscal                  Calle Torrea, 1                                Elciego                                                Álava                                                    Tfno. +34 945 180 880

     


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The Principal, orgullo y prejuicio(s)

La aristocracia española nunca fue muy de clubes. Más de canalleo, flamenco y majeza –como recuerda acertadamente en su último libro, Arturo Pérez Reverte– prefería el alboroto de los cafés cantantes y el falso lumpen de los tablaos. Sin embargo, hubo dos muy singulares, creados en el Madrid de los albores del siglo XX, y que perviven en la actualidad. 

Ya los mencioné en El Clan de los WagnerianosSe trata del Nuevo Club, una institución heredera del Veloz Club, un hogar para jóvenes deportivos amantes del velocípedo, y la Gran Peña, recreo de los militares y las más rancias tradiciones. Todavía hoy se tiene la sensación de que alguno de los espectros de sus socios es sacado de su sarcófago, cada tarde, para que puedan compartir el Tio Pepe con los todavía vivos, en un elegante edificio que se construyó al tiempo que la Gran Vía en sus límites con la calle Alcalá

Sus tejados dominan las mejores vistas del sur madrileño, empezando por la majestuosa cúpula del edificio Metrópoli, verdadero emblema de la Gran Vía, y siguiendo por las alturas romanizantes del Círculo de Bellas Artes. Al este domina el Retiro y, entre brumas lejanas, la bella corona oxidada de Torres Blancas, esa obra futurista y cosmopolita de Saénz de Oiza que envuelve entre volutas la salida de Madrid hacia la otrora moderna Barcelona. Al Norte, hasta las cuatro torres se pueden ver y es bueno que así sea porque se trata, gracias a Foster, a Pelli, a Carvajal y a Cobb de los únicos vestigios de reciente modernidad en este Madrid tan apegado al ladrillo y a las tres alturas. Allí funcionará una terraza para las tibias -o tórridas- noches del verano madrileño, vergel abierto a todos porque las últimas plantas del vetusto inmueble son ahora, ya es hora de decirlo, un hotel muy cool y más bien serio, como no podría ser de otro modo, ya que dicen las malas lenguas que la oferta de Kike Sarasola fue rechazada por demasiado alegre… Y es que si algo es la Gran Peña es baluarte de viejos valores.

Los nuevos propietarios han tenido el acierto de encargar la gastronomía del hotel al Rey Midas de la cocina madrileña, Ramón Freixa, ese duende que todo lo convierte en calidad y éxito. Como en Arriba no estamos ante su cocina más vanguardista –y más cara- y no conviene olvidar que es restaurante de hotel. Lo digo porque a una gran amiga, reina del buen gusto, le pareció algo vulgar la aparición en la carta de cosas tan banales como el consomé o la ensalada de verdes, platos que tanto agradecemos los que pasamos demasiado tiempo en hoteles.

  

Situado justo debajo de esa maravillosa terraza y abrazado por similares vistas, el comedor cubre de negro sus paredes, seguramente para dar realce a los colores del cielo madrileño y al de los verdes intensos, los cálidos anaranjados y los sutiles rosados de las tapicerías, así como a los multicolores cojines. Un entorno muy elegante que comparte con una recepción que más parece un salón de una gran casa burguesa londinense.

  

Todos los platos son correctos, de una pulcra corrección, desde las croquetas de chipirones, boletus o jamón hasta las más atrevidas y excelentemente ejecutadas patatinas rellenas de turrón y queso azul, una elegante y deliciosa variación de las famosas bravas.
  

Deliciosa, fuerte y profundamente catalana, en su mejor expresión del mar i muntaya, es la butifarra con calamarcitos y cuatro garbanzos, gratinada, perfectamente pelada y pletórica de sabores intensos.
  

La pizza invertida de atún con pinceladas de wasabi es mucho mejor que una normal, ya que solo lleva un anillo de masa y el resto es todo relleno. Perfecta para amantes de lo crudo y muy fuerte para el resto, porque el atún resulta en exceso potente, al menos para paladares que, como el mío, lo prefieren algo hecho. Quizá con pez mantequilla o cualquier otro de menor fortaleza resultará apta para todos lo públicos, quizá marinada, con el pescado ahumado…
  

El imaginativo mundo de alta cocina de Ramón Freixa aparece en todo su esplendor en algo tan sencillo como la pieza de ternera reposada con un toque de humo que llega oculta entre vapores y bajo una cúpula de cristal que, al abrirse, nos embriaga con los toques boscosos del ahumado. La carne excelente y, claro, perfecta de punto, jugosidad y ternura.
   

 


Los postres son un punto fuerte del cocinero y aunque reluce en los chocolates y ello se ve claramente en los tres chocolates, tres colores,
  

la media esfera de queso, miel y piñones es un dulce sobresaliente que actualiza otro clásico catalán y lo embellece con una presentación sobresaliente.

Hay muchas otras cosas, steak tartar, hamburguesa, sandwiches, y todo está bien hecho y es poseedor de cierta originalidad. Los precios son asequibles, el servicio atento y la carta de vinos tan exigua como variada. Que nadie espere la gran cocina de Freixa, pero que nadie piense que este es un restaurante de hotel más porque el cuidado y las buenas ideas abundan por doquier permitiendo refecciones informales, elegantes y no demasiado caras.

Nota: este almuerzo fue cortesía de la casa

Restaurante Ático
Hotel The Principal
Marqués de Valdeiglesias, 1 (esquina con Gran Vía, 2)
Tf. +34 91 521 87 43


 


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Belleza interior

Según Oscar Wilde «es mejor ser guapo que ser bueno, pero es mejor ser bueno que ser feo». Quizá la aguda frase valga para la vida, pero no para los restaurantes. Mejor ser bueno que bonito pero, la cuestión es: en el mundo del gusto y de los sentidos ¿hay bondad sin belleza? En mi opinión, no. El placer de comer ha de ser una experiencia sensorial total en la que impere la excelencia de la comida, pero en la que ninguno de los cinco sentidos resulte agraviado.

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Por esa razón, siempre entro refunfuñando en la Taberna Arzábal, el único lugar verdaderamente feo que aparece en estas crónicas. Local pequeño, pocas mesas, gusto pésimo en la decoración, ruido por doquier, servilletas y manteles de papel y… frigorífico en el comedor. Será un elegante Smeg, pero es un frigorífico.

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Y hasta aquí lo malo, porque todo el resto es bueno. Malo para mí, desde luego porque en esta ciudad, meca de las tabernas y centro de ese callejón del Gato, epítome de la fealdad valleinclanesca, esta parece importar muy poco. Será que al madrileño medio solo le interesa la comida, será que opinan como Jean de Labruyère de la mujer, que no las hay feas, sino solo las que no saben como parecer bellas. Ojalá en Arzábal tomaran nota de esta frase o de la más famosa de Coco Chanel («no existen mujeres feas, sólo mujeres que no saben arreglarse») y se encargaran en serio de que la decoración estuviera en consonancia con la excelente comida y la gran bodega. Si así fuera y descubrieran las flores, las alfombras, los tejidos, las luces tenues y la insonorización, dignificarían la taberna y tratarían con respeto sus platos. No seria una revolución, ni renegar de nada. Los bistrós parisinos son sencillos, baratos, populares y moderadamente bellos.

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Por eso, nada más que decir de la (anti)estética, así que hablemos de la comida y de cómo un simple vermú casero plagado de hierbas y pletórico de aromas embriagadores puede hacer olvidar el ambiente. Lo mismo que la aparición de una enorme banasta de mantequilla que brilla con un dorado de campo agosteño y un sabor que solo puede provenir de vacas felices en prados mullidos.

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Todos los productos son escogidos tan cuidadosamente como esa suntuosa mantequilla y el jamón, de variadas procedencias, está siempre perfecto, cualidad no ajena al excelente y luminoso pan con tomate que lo acompaña.

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Las croquetas están simplemente perfectas, gracias a una bechamel tan suave como consistente y una fritura justa y carente de grasas superfluas que las hace crujientes y cremosas. Las hacen de jamón y de boletus. No están mal estas, ahora tan de moda, pero en el mundo de la tradición, la antigüedad es la verdad y ninguna ha conseguido superar a las de jamón.

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También es memorable el pisto. Cielos, hacía años que no comía pisto y ninguno recuerdo tan sensacional como este. Será porque aqui asan las verduras en lugar de sofreírlas agrandando así el sabor y privándole de exceso de aceite. Bastante le aporta ya el delicioso huevo frito con que lo coronan, dorado y lleno de puntillas como de hogar antiguo, chimenea crepitante y sarmientos quemados.

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Ahora que estamos en temporada de setas tienen algunos buenos platos. No hay posible equivocación con los siempre festivos boletus que aquí sirven salteados y llenos de aromas: a campo de otoño, a flores secas, a paseos al sol, a mañanas frescas y a escondidos claros en el bosque.

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El salteado de arroz con setas y trufas tiene un punto perfecto aunque yo le suprimiría el segundo apellido. La trufa, supuestamente, es parte de un sofrito elaborado con ellas y variadas setas. Estas se notan a la perfección, pero no así las trufas que, o no existen o han muerto en el camino perdiendo su inconfundible y maravilloso aroma.

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También es excelente -y vistosamente servido en sartén- el arroz de pato, este seco por contraste con el salteado. Tan en su punto como el anterior y engalanado con un pato canetón tierno, jugoso y acompañado de un grano suelto, al dente y reluciente de pimientos.

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Antes de los postres yo no me perdería los quesos, porque son buenos y variados. Esta vez tenían, entre otros, un Comté de cura media, muy sabroso y un excelente y tierno Reblochon.

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Si como se decía antiguamente y no estoy de acuerdo, los grandes restaurantes se ven en los postres, este lo es también por ellos porque, si excelente era todo lo anterior, la parte dulce es sobresaliente. Una simple cuajada alcanza elevadas cotas de calidad gracias a una excelente leche de oveja y a una miel que parece escogida y premiada por un exigente jurado compuesto por las mismas abejas.

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La cremosa torrija es sobresaliente, quizá la mejor de Madrid. Muy tierna y jugosa por dentro, crujientemente caramelizada por fuera, ni demasiado dulce ni demasiado embebida en leche.

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Quito el «quizá la mejor…» cuando hablo de la tarta Tatin, porque esta es la mejor sin ninguna duda, con los gajos de manzana de tamaño perfecto y una suave base que acompaña pero no resta sabor a la manzana, que en muchas otras parece torpemente asada y sin una gota de azúcar. Aquí están doradas y levemente crocantes. Perfectas.

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Seguro que a estas alturas ya están pensando en la Taberna Arzábal. Yo también. Pensando, como se piensa en lo maravilloso que sería que ese genio de inteligencia excepcional y fascinante conversación que tenemos por amigo se arreglara un poco más, sacara partido de su físico y reparara, al fin, en que la bondad puede ser triste en la fealdad, mientras que es siempre perfección en la belleza…

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