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Coque

En la vida de cada día parece no haber mudanza. Al menos en los que queremos, porque a los que no, siempre estamos prestos para adivinarles los defectos. A veces hay que alejarse un poco para percibir los cambios. Y así es en todo. También en gastronomía. Por eso, tras una larga ausencia (imperdonable) de Coque, puedo consolarme pensando que esta me ha capacitado para valorar más atinadamente el cambio, que ha sido para mucho mejor.

No ha perdido ese encanto de llevarnos de sorpresa en sorpresa -hasta que llegamos a la mesa- y que es una suerte de camino iniciático del placer al embeleso. Pero ha ganado en cocina gracias al brillante talento de Mario Sandoval. Coque está más lleno de luz y vida que nunca, ha profundizado en su cocina madrileña de alta escuela y, a pesar de ciertos extraños guiños al rusticismo y a lo sombrío, sigue siendo elegancia y alegría.

El fascinante recorrido/viaje comienza en el bar inglés con el estupendo cóctel de la casa, una ostra aromática y picante de jalapeños y Bloody Mary, y un crujiente euromex que junta magistralmente el foie con el aguacate y el maíz hasta con miso de garbanzo.

Y del bar al salón de los ónices, presidido por una monumental y alta mesa de amarillo ónix. Aquí españolismo puro de Cinco Jotas con un gran gelatina de jamón que nada más necesita y una mezcla tan loca como sublime: caviar y erizo con salsa de callos (un lejano invento de Mario que debería patentar) sobre tuétano de jamón. Impresionante.

El paso por la bodega es aún más sorprendente, porque parece un pequeño Panteón (por lo redondo e imponente) del vino. Rodeados de verdaderas joyas, bebiendo champán y bajo un cielo que evoca hojas de árbol, un macarron de vino, ajo fermentado y queso, que es un golpe de sabor, y un bombón de uva Sauvignon que estalla en la boca.

Siguiendo con los paralelismos eclesiales, el Panteón posee una pequeña capilla dedicada al Jerez. Allí nos venencian un límpido y dorado fino en rama y nos obsequian con bocados taurinos (pura carne de toro): un hojaldroso microbocadillo con forma de toro y relleno de alegre steak tartar y un canapé de embutido con mantequilla ahumada.

Y saliendo de este Hades del sótano (aquí todo es penumbroso y recoleto) llegamos al luminoso Olimpo de la cocina. Con los cocineros de fondo, nos deleitamos con los escabeches antiguos y caseros que Mario ha elevado a la alta cocina y llevado a la vanguardia. Son de mejillón con rambutan, pecan y piel de tomate y de pluma ibérica con pimentón y vinagre de Jerez y a cual más perfecto.

Escondido al fondo de la cocina está el “lab”, un precioso lugar que es el antiguo bar inglés, de impresiónate artesonado, de Archy (el mítico local de los 90 predecesor de Coque). Aquí tomamos ahumados, nuevo empeño del chef: son salmón con hierbas de la sierra de Madrid (donde está el Jaral de la Mira, la finca que surte a la casa) y lubina en salazón con las hierbas aromáticas del mismo lugar. Están tan buenos que espero que los vendan en la mantequería que están a punto de abrir. Pero nos da un bonus, un poco de piel de cochinillo crujiente con caviar que, como todo el mundo sabe, parece quedar bien con todo y mejor aún con estas pieles crocantes (también con la del pato Pekin)

Acaba el paseo pero no los aperitivos, porque quedan dos en la mesa: madrileñismo total de cocina de altos vuelos en el caldo del cocido con espuma de consomé a la hierbabuena y en un buñuelo de sus carnes (lo llaman desacertadamente pringá, aunque sea madrileño) que lleva una trufa que no necesita por lo intenso, delicioso y potente que es.

El primer plato es ya un clásico y felizmente Mario lo mejora, pero no lo olvida. Es la preciosa flor helada de pistacho con gazpachuelo de aceituna, caviar y espuma de pistachos y cerveza negra, un concierto de ingredientes que se ensalzan unos a otros y combinan a la perfección con la fuerza de un estupendo caviar.

En esa mágica finca que tienen, han conseguido unos estupendos guisantes lágrima que cocina en mantequilla de oveja y sirve sobre una barquito crujiente de su almidón y un sabroso encebollado de Tabasco, con el picante justo para animar y no matar los sabores más sutiles.

El cangrejo tiene dos variedades y presentaciones: el real es una etérea espuma con aire de erizo y el azul, a la parrilla, tiene piparras y manzana, pero sobre todo una colosal salsa americana con chiles habanero y jalapeño. Un matrimonio de cangrejos más que bien avenido y un precioso plato.

Si los guisantes elegantes eran una maravilla, aún lo son más, por rareza, los garbanzos verdes que se esconden bajo una carnosa piel de leche de oveja y se acompañan de perlas de albahaca, pesto y una potente infusión de parmesano, una gran receta italocastellana mejor que cualquier pasta o… casi.

En un trozo de tronco (el rusticismo) llega una tarta muy fina de nuez y miel rellena de crema espumosa de coliflor y escondida en el interior una mezcla compleja y fastuosa: yema curada con ponzu que, una vez rota, es una aterciopelada salsa para un rico guiso de berenjenas con papada, piñones y perlas de Jerez.

También muy goloso y primaveral es el tatin de trufa (bueno, invierno en primavera) con crujientes colmenillas, perrechicos, un toque cárnico de panceta, ácidos de tomate pasificado y un soberbio sabayón de champagne que unifica y enriquece aún más a las reinas de la estación. Mario tiene también la estrella verde, pero no es solo por sostenibilidad y demás. Es que sus verdes (pistachos, aceitunas, berenjenas, setas, garbanzos, guisantes, coliflor, etc) son platos magistrales. Que no todo es el archifamoso cochinillo (que ya llega).

Pasamos al pescado, de vuelta a la tradición renovada, con un gran alli i pebre con torrezno y papel de algas. No sé demasiado de este plato pero sí puedo decir que en el estilo Coque es un espléndido y enjundioso guiso que se remata de modo original y brillante: con un ácido y súper refrescante sorbete de anguila.

Y llegados a este punto, qué decir del cochinillo que les ha hecho famosos y que llevan varias generaciones perfeccionando. Y sobre todo, cómo explicar este final en un menú creativo y vanguardista. Pues diciendo, quizá, que es perfecto y que lo magnífico no conoce de modas. Si tienes lo mejor, además, para qué tocarlo. ¿Se puede mejorar una rosa?

Después de un cochinillo, el cuerpo demanda a gritos fruta y frescor y ellos lo saben. Poner un crocante cristal de remolacha (si esta es puro azúcar, ¿por qué no llegaba a los postres?) con sorbete de naranja sanguina y una espuma de yogur es alegrar cuerpo y alma, cuando ambos no pueden más. Es un juego espléndido de dulces, ácidos, fríos, del tiempo, blandos, crujientes… que da tanto placer como respiro.

Por poco, porque el helado de trufa (un bonito engaño a los sentidos, vulgo trampantojo) con caramelo de romero y pecan vuelve a llenar el paladar de sabor y aroma intenso junto con texturas muy envolventes y acariciantes.

Acaban con dos golpes estéticos y llenos de dulzor: leche de oveja con arándanos flambeados, qu no se sabe si gusta más por el espectáculo o por el sabor, y el más bello “plato” de mignardises que imaginarse pueda, un delicioso tiovivo para que sigamos soñando.

Con el menú de vinos (y ahí están las copas post aperitivo) es un sueño casi etílico, pero vale la pena porque un sumiller tan brillante como Rafael Sandoval emociona con cosas que van desde un Milmanda de 2018 a un asombroso Belondrade Les Parcelles 2018 (si el “corriente” es uno de los grandes, imaginen está joya), pasando por un blanco de Cos d’Estournel que ha sido un descubrimiento o esa gloria nacional que es el Vega Sicilia Único de 2007.

Si fuera sólo esto, quizá no sería el restaurante más completo de Europa, pero está el delicado buen gusto y la enorme elegancia de Diego, imaginando (y llevando a cabo) el exquisito servicio. Acepto, pues, que les guste más la cocina de otros, o el servicio, incluso la decoración o la puesta de escena, pero a esos, sean cuales sean, flojean en alguna de ellas, siendo Coque, por todas juntas al máximo nivel, cercanía a la perfección y meca de todos los placeres.

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La Finca (Hotel La Bobadilla)

La Finca, con la primera estrella Michelin de Granada, es uno de los restaurantes más bonitos de España, porque cuenta con el bello y campestre entorno del hotel La Bobadilla y porque además, dispone de una sobria capilla, presidida por un colosal órgano, a modo de altar y barra de preparaciones, en la que todo comienza después de una ceremoniosa bienvenida del maitre en el atrio.

Lo gracioso es que nunca fue iglesia y que, desde el mismo principio, se ideó para restaurante. Si eso son grandes cosas, la mejor es que se come realmente bien, a base de una una cuidada cocina andaluza, renovada con sensibilidad y elegancia, por el estrellado murciano Pablo González Conejero, asistido espléndidamente por Fernando Arjona.

Se empieza con dos aperitivos que son cumbres cocineriles populares andaluzas: ajili mojili, una sabrosa crema de ajo y pimiento, a la que se añaden unas quisquillas casi crudas y, en homenaje a Murcia, unas crujientes berenjenas fritas con un boquerón llamado espichá (seco y frito).

Sigue una poderosa menestra de alcachofas y pollo (en vez de carne) con mousse de morcilla de Loja y caldo de mazamorra. El aguacate sobre un finísimo crujiente es tan frágil que se rompe entre los dedos. Tiene además, almendras y uvas pasas de Montilla en perfecto equilibro.

Un buen final aperitivil con dos grandes guisos: olla de trigo almeriense, que se ennoblece con jugo de matanza y tartar de calamar en su tinta, con un toque picante que contrasta con el dulce maíz. Y un espléndido rabo de toro que combina con una rica gamba blanca curada en vinagre, todo cubierto y suavizado con un aire de miel de Loja.

A través de uno de los bellos patios del hotel, nos conducen al restaurante, donde se empieza con un muy elaborado y vistoso servicio de pan, aceite y mantequilla que se completa con un soberbio paté de jabalí.

La berza malagueña es sobresaliente (Pablo borda cualquier guiso) y sobre ella coloca una cigala rellena de guiso de crestas con crujiente de cigala y el estupendo caviar de Riofrio. Todo está bueno en este plato ambicioso, quizá en demasía, porque tiene variadas temperaturas y muchas cosas que acaban tapándose unas a otras.

El maitre tuesta ante nosotros un apetitoso pan de cruasan que acompañará al plato principal: cabezada de cerdo ibérico con olla de San Antón, otro plato potente y delicioso, con una buena cantidad de grasa que quizá mereciera algún acompañamiento más refrescante, si bien ayuda mucho el estupendo pan de cruasan.

Lo que no necesita nada, porque son espectaculares, son los quesos que trabaja y eso es muy arriesgado. Es un producto tan bueno y bien acabado que casi siempre fracasan los intentos de cocina. Aquí los realzan y engrandecen en barquillo de beso de queso e higo, crujiente panipuri de pata negra curado en manteca con pimienta y melocotón y un soberbio e inolvidable helado de bucarito azul.

Es un acierto aligerar con un postre floral a base de jazmín (en sabayon, mousse y helado, además de un aromático hielo seco aparte) con toques de azahar, chirimoya chocolate blanco y caviar cítrico.

Un estupendo postre que enlaza muy bien con unas mignardises que recrean dulces regionales: rosco de Loja, huevo volao, chocolate y pistacho de Archidona y un muy original pestiño de jamón ibérico.

Me ha gustado mucho La Finca porque, además de una de las puestas en escena más espectaculares que he visto, tiene una rica, creativa y renovada cocina andaluza, un marco único, un sumiller que entiende muy bien al cliente y un servicio tan profesional como amable.

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Pierre Gagnaire

¡Viva Pierre Gagnaire! Cada vez más brillante y a su aire, siempre barroco y alquimista de mezclas imposibles, un espíritu joven que pasa de los 70 y que es un mito de la gran cocina francesa y mundial, la siguiente generación de Bocusse -con quien aprendió- y de Girardet. Mi chef francés favorito, con permiso de Ducasse, y mi restaurante preferido de París, un lugar tranquilo, sencillo y sobrio que es obligatorio conocer para todo el que pueda.

Su secreto es la elegancia y su obstinación en profundizar en su personalidad, al margen de modas y manifiestos. Sigue con sus recetas multiformes (escoge un ingrediente y lo mezcla y cocina en varios platos distintos que coloca a la vez ante el comensal) y su gran despliegue de composiciones. Un festín de gran calidad y cantidades generosas que deslumbra de principio a fin.

Los aperitivos son un espectáculo que se despliega en la mesa en forma de un plato con tres bocados y un pote con otro, un frutero diminuto con dos más y un soporte con dos varillas de retorcido hojaldre de parmesano que yo ya me he comido antes de que me los presenten. En los demás, hay enorme delicadeza en su pequeñez y sabores que van de la fortaleza de las sardinas a la suavidad del tofu pasando por amargor de espárragos, dulzor de maíz, los cítricos del limón o la sequedad de la avellana. Y por encima de todos ellos, un aroma que nos invade, el de un canapé de trufa negra que esconde un soberbio consomé frío.

No pone demasiados panes pero los dos que sirve son deliciosos, especialmente el tierno bollo que acompaña perfectamente a una mantequilla salada clásica y a otra originalísima de caramelo.

La(s) primera(s) entrada(s) giran en torno al espárrago blanco, un ingrediente que domina. Aquí están algunos de los mejores que he probado nunca. El carpaccio de vieiras con naranja sanguina, lo cubre con una exquisita y aterciopelada sopa (emulsión para mi) de espárragos blancos de las Landas. Una mezcla impresionante.

Las puntas, muy crujientes, se acompañan de una imponente salsa de trufa, cuya base es mantequilla trufada derretida, y las acompaña de tiernas hojas de espinacas y piñones.

Acaba la declinación con vieiras hervidas en una sutil y muy aromática (hierbas, eneldo, estragón…) agua de espárragos que sirve fría. Un final sumamente sencillo y poderoso.

Un recio y exquisito filete de lenguado meuniere es base de un plato muy complejo que lleva además, láminas de abadejo ahumado, alcachofas en jugo de pulpo, setas, crema de cebolla blanca y aceitunas y una pequeña ensalada flambeada de treviso (una especie de radicchio más suave) y salicornia. Todo conjuga perfectamente y es un gran ejemplo de cómo combinar lo marino y lo terrestre.

En la misma línea, una excelente crema de erizos (bisque) es la perfecta salsa que unifica una potente mezcla de láminas de ostra Legris #1, calamares, finas láminas de queso Comté de Fort Saint-Antoine y toda una selección de verduras de invierno (puerro, zanahoria y nabo). Barroquismo, alta cocina y gaignerismo, todo en el mismo plato.

Las composiciones vuelven con la carne (y seguirán en los postres): la pechuga de una colosal gallina guineana de corral se rellena, bajo la piel, de crema de almendras y pistacho y se asa con hierbas aromáticas de Mr. Pil’s. Se coloca sobre un suculento puré de cebollas dulces de Roscoff, aceitunas verdes y zanahorias. Por si fuera poco, la parte grasa de los muslos se hacen en crujiente con puré de alubias blancas y, para refrescar tanta intensidad, helado de remolacha blanca con sirope de remolacha. Casi un postre que anuncia muy bien la catarata de placeres dulces que se nos viene encima.

Comienza esta, de menos a más dulzor, con tres asombrosos, sorprendentes y deliciosos postres: pannacotta semilíquida de azafrán, crujientes aceitunas y albaricoque; gingseng pasas, salsifí y vino griego; los muchos cítricos de limón, naranja sanguina y pomelo y coco helado y quemado. Con razón estos postres son famosos en todo el mundo.

La segunda tanda de platillos contiene tamarindo y sí, diminutas lentejas con miel que resultan un postre inesperado. Además, una piña cristalizada y fruta de la pasión y puerro (que también queda muy bien) y una tan francesa como excelsa crema de castañas con trufa, bajo un merengue crujiente que está entre lo mejor de la historia. No paran de sacar cosas. Será por eso que, sorprendentemente, porque esto es un tres estreellas, no cambian los cubiertos, bellísimos y de plata, eso sí.

Llega el dulzor total y el gran espectáculo galo del chocolate (creo que nadie lo hace así de bien): pero antes un delicado y diminuto babá al ron con crema de fresa y un toque amargo; también un súper crujiente hojaldre (tampoco nadie hace así los hojaldre) con manzana asada y caramelo -una excelente forma de reconvertir la tarta de manzana-, y por fin, bizcocho crujiente con crema de chocolate, almendras garapiñadas al chocolate, lámina de chocolate negro crocante, pistachos y un oculto centro de helado de nata, un postre que es muchos. Todo está al nivel de la cocina.

El servicio de la más alta escuela es una constante en los grandes restaurantes franceses y pocos lo superan en ceremonia y distante amabilidad. La carta de vinos, está llena de exquisiteces, muy bien escogidas, que los (numerosos) sumilleres hacen aún más atractiva. Y la experiencia general, agrandada por el mítico nombre del chef y la predisposición al disfrute, es absolutamente única.

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RavioXO

Preguntarse si se puede mejorar lo inmejorable es como intentar responder a aquel problema de lógica que se cuestionaba sobre qué ocurriría si se lanzase un misil infalible sobre una fortaleza inexpugnable. El problema es que, cuando se habla de David Muñoz, hasta las premisas de la lógica se quiebran, porque él sí puede mejorar lo inmejorable. Lo ha hecho varias veces en DiverXo y ahora lo consigue en Ravioxo.

Han pasado pocos meses desde la última visita y he notado mejoras en platos ya probados y sorpresas en varios que son nuevos. Será porque el chef nunca se conforma y vuelve, una y otra vez, para perfeccionar y también porque ahora está al frente de la cocina su mano derecha en DiverXo durante doce años.

Nadie debe perderse los cócteles porque han puesto mucho empeño en conseguir nuevos sabores y una especie de cocina líquida fascinante o qué otra cosa es, por ejemplo, uno de melón con jamón, que hasta perfuman con una esencia de Jabugo.

Las mejoras comienzan con un provocador “clásico” como es la pasta de la resaca, porque es toda una sorpresa que una pasta fría embelese. Sus toques picantes están aún mejores y el de caviar sobre un crujientísino pollo es soberbio. El resto lo hacen los muchos sabores (pecorino, guanciale, albahaca thau, yuzu, yema de huevo curada…) y el perfecto punto de la suculenta pasta.

La sopa wontolini es tan vivificante -con su intenso caldo de gallina agripicante, de textura densa de gel y transparencia única, y sus suaves tortellini de mortadela– como delicada, y ello sucede por sus flores de aliso y los pequeños tropezones de shitake.

Desde sus inicios en el primer DiverXo (ya va por el tercero y se muda…), el chef demostró que nadie hace panes chinos como él y solo el bao de la boloñesa coreana merece un monumento. Tierno, sedoso y envolvente, está relleno de carne y chorizo de venado y cubierto de una sutil piel de leche y de potente parmesano. Para mojar, una espléndida siracha casera.

El goloso dumpling como guarnición de la chuleta de cerdo, es una chuletita (que se deshace) cubierta de un agridulce de chile de árbol, de delicado picante, coronada con un micro dumpling y engalanada con trompetas de la muerte a la crema, una combinación exquisita.

Había un plato del día (hagan siempre caso al estupendo maitre) que ha resultado imperdible, por lo que espero que vaya derechito a la carta: kimsotto (mezcla de risotto y kimchi) de arroz canaroli envejecido cocinado con una cremosa mantequilla casera de kimchi y al que se añade una anguila a la brasa, de naturaleza crujiente, polvo de romero y tapioca, salsa de limones verdes y una aromática y deliciosa trufa ralllada. Para acompañar, una crocante palomita de arroz con polvo ajo negro. ¿Qué es eso de menos es más…?

Siempre hay que probar (o repetir) el suntuoso centollo Singapore que no se conforma con el chili crab y lleva también black peper crab, pero en vez de ser con cangrejo de barro es de opulento centollo gallego. Para más lujo, hay una rica cococha sobre el esponjoso dumpling. Estaba buenísimo, tanto que me ha dado mucha pena no poder apreciarlo como debería por estar demasiado caliente.

No soy nada fan del ramen, que tantas veces parece un aguachirle, pero nada que ver con este que posee lo mejor de cada casa y sabe, con sus toques tostados, como si tuviera la esencia de veinte pollos. Pero es que además, la pasta son espaguetis a la brasa y las guarniciones, perrechicos, shitakes, alga nori, tomate, etc. Aparte, una deliciosa panceta al vapor con bonito seco. Otra dimensión del ramen.

La riqueza se llama carabinero a la brasa y el lujo se condensa en este plato sinoitaliano que lleva también tagliatelle al wok y tostado, de crujiente textura, seta oreja de madera y salsas de chili garlic y guindilla. Otro de mis imprescindibles (y… ¿cuál no lo es?)

Acabamos lo salado -a punto del colapso (mayormente de placer)- con el canelón de seda (que es una masa líquida de almidón de arroz) relleno de una especiada pintada en estofado pibil, con una enjundiosa salsa de los jugos de la pintada, una etérea bechamel aireada y la rica y picosa salsa verde mejicana. Otra sinfonía en la que reina el magisterio sobre muchas cocinas y el talento para mezclarlas todas, mejorando los originales.

Nos han traído la sorpresa de un nuevo eclaire de caramelo con cinco especias japonesas, namelaka (muy cremoso en japonés), shitakes y shimejis, mantequilla crujiente y chocolate. Cremoso y muy envolvente, llena el paladar, y no desdeña el sabor de las setas que, sin abusar, le dan un toque completamente diferente y delicioso.

Sabrosos y bonitos a partes iguales, son los churros. Además, resultan ligeros, esponjosos y crujientes. Para mojar hay tres chocolates espectaculares, acompañados por otras cosas deliciosas: licor de elote, plátano, jengibre chiles, avellana, lima

No hay más que ver mi cara de idiota para saber mi opinión sobre ese suntuoso postre que nos devuelve a la infancia con una montaña de algodón de azúcar y otra de hielo raspado de fresas, que además esconde una envolvente crema de vainilla (y peta zetas).

Y lo mejor es acabar volviendo al principio, a esos irresistibles cócteles, ahora al (casi postre) espresso Martini. Un final redondo que cierra el ciclo.

En tiempos en que la cocina no es simple, sino simplona -la más de las veces por falta de ideas e impericia en las mezclas-, y en la que muchos abrazan la tendencia simplista, más por falta de ideas que por depuración del propio estilo, es refrescante el barroquismo de David Muñoz, quien, en su alocada desmesura, nos descubre nuevos mundos de sabor o renueva completamente los ya conocidos. Porque él no hace ni caso a Juan Ramón (“¡no la toques ya más, que así es la rosa!”) e incluso lleva la contraria a la Gertrude Stein de “una rosa no es una rosa…”

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DOP

Creía que iba a terreno conocido y que ya conocía DOP, el restaurante menos formal del gran chef Rui Paula (2 estrellas Michelin con el maravilloso Casa de Cha da Boanova), pero nada más lejos de la realidad, porque el nuevo DOP es totalmente diferente y va directo a por la estrella.

El local se ha reformado completamente haciéndolo mucho más bonito y con espacios tan aprovechados que parece mucho más grande.

Lleno de maderas y luz, tiene una refinada y sabrosa cocina, que recrea muchas recetas portuguesas sofisticándolas, pero sin hacer ascos a cualquier otra influencia, siempre que mejore el sabor y la enjundia del plato.

Después de un estupendo, Negroni y un chispeante cóctel a base de cítricos y jalapeños -porque también han apostado por la coctelería, tanto que además del de vinos, hay “maridaje” de cócteles– empezamos con una espléndida carbonara de calamares, en la que los tallarines son el molusco levemente, escaldado (mucho mejor que crudo) y el guanciale, un rico calamar ahumado, que esconde una yema de huevo que casa la perfección con la espuma de carbonara. Acabado con ralladura de limón, es ligero y punzante.

La versión del pulpo a la gallega es demasiado libre, -porque se hace a la plancha y se acompaña de una espuma de pimiento, pimentón picante y una patata asada-, pero está igual o mejor que el original.

Me ha encantado la corvina con acelgas y una espléndida y ligera salsa de champán. Tiene también tapenade de tomate seco y el plato en su conjunto es ligero y elegante.

El lechón es un plato espectacular, porque mejora notablemente la fina y crujiente lámina de cochinillo con una estupenda endivia con de crema naranja y sobre todo con un sabroso, refinado y original cruasán de patata relleno de queso, tan bueno, que es lo que más me ha gustado del plato y eso que la salsa con toques de naranja, es excelente también.

El sorbete cítrico es perfecto para continuar gracias a su súper intenso sabor a yuzu, la dulzura del chocolate blanco crujiente y la audacia de unos espárragos fermentados que combinan espléndidamente con el resto.

Para acabar, una espuma de manzanilla escondida en una crujiente cúpula de manitol que también oculta lichis y fruta de la pasión, un postre, vistoso, refrescante y que gustará a todo el mundo.

Como no podía ser menos, en tan ambicioso nuevo proyecto, el servicio es tan bueno como atento, destacando un sumiller que maneja una estupenda bodega y la dirección, amable y profesional de la propia hija de Rui Paula. Así que, con estos mimbres, nada puede fallar.

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Hermanos Torres

Mucho me temo que la belleza y la elegancia no están de moda. Actualmente, parecen valorarse mucho más cosas tales como la sostenibilidad, el producto y la esencialidad, un nuevo palabro que elogia el neorrusticismo. Sin embargo, cuando se disfruta de la cocina de los Hermanos Torres lo primero que nos viene a los ojos es la cuidada belleza de sus platos, de enorme altura estética, y la elegancia de una cocina que, bebiendo de la francesa y la española, de la más alta y la más tradicional, se moderniza con técnicas de vanguardia.

Pero demuestran además, que eso es compatible, cuando hay pericia y sabiduría, con la sostenibilidad de su propia finca, el producto buscado afanosamente entre los mejores y el amor a lo popular, que no a lo rústico, disfraz muchas veces de la falta de altura. Su “esencialidad” es un enorme comedor cocina absolutamente negro y desprovisto de adornos que era un antiguo garaje. Y en ese tenebrismo resalta, cómo el diamante en el terciopelo, su alegre colorismo.

Empiezan con un invernal y delicioso consomé de caza al que añaden un burbuja de trufa negra (con textura en el interior) y acompañan de un exquisito crujiente de muslos de pato y pomelo.

Siguen tres deliciosos aperitivos: un estupendo bombón de caldo de piparras con un boquerón ahumado que casi lo hace gilda, pan tomate con estupendo jamón y un suave tartar de rubia gallega con un velo de gelatina.

El calamar curado con guías de sake es mucho mejor que un crudo y contrasta deliciosamente con un consomé templado de ave, rico, elegante y suave. Una buena opción porque la potencia ya la pone el caviar en este gran trío.

Hay un pan de masa madre (conservada desde que abrieron hace cinco años) poderosos con una Arbequina de Borges Blanques muy delicado, que sirven con gran ceremonia.

Nos entretiene hasta que llega la preciosidad que es el crujiente de algas relleno de tartar de gambas blancas, coronado de erizos, y con los toques herbáceos y anisados de una gran infusión de cebollino. Los sabores marinos son excelentes, la mezcla de blandos y crujientes (también de huevas pez volador) perfecta y el equilibrio de las algas, tan bueno que hace que no se se carguen todo lo demás, como es habitual.

Poner una anguila a la brasa, en sentido homenaje valenciano, con puré de manzana verde no parece gran idea pero lo es. Compensa lo sabores ácidos de encurtidos, del apinabo y endulza una gran salsa de anguila con infusión de cítricos. Un concierto de sabores.

Aunque para eso los guisantes de su finca de Llavaneras, esmeralditas vegetales, con crujientes migas, almidón de tapioca -que desengrasa y absorbe sabores-, y un espléndido caldo de jamón con un afrancesado y cremoso punto de mantequilla.

Otra cumbre de la presentación es una versión calentita de la sopa de cebolla, que se hace con las enorme (y con denominación de origen) De Fuentes que, a veces, pesan hasta dos kilogramos. Se cubre con un precioso encaje de parmesano curado y una buena cantidad de aromática trufa. Aún mejor que el original.

El guiso de bacalao es tradicional de denso pilpil y tiernas judías de Granxet y diferente por sus pequeños ñoquis de chorizo, el limón curado y el precios crujiente de patata que lo recubre, todo bien armonizado y muy suculento.

Antecede muy bien a una de las cimas del menú que es un singular pato caneton a la naranja. Está madurado 30 dias lo que le da una singular ternura que contrasta con una piel muy crujiente. La perfecta salsa es magistral, clásica, nada exagerada y de naranja sanguina. Más que suficiente, pero añaden estupendos purés de naranja y Grand Marnier y un arquitectónico dolmen de pera y paté de pato.

Y un regalito fuera de menú, una tímida -por eso no me ha gustado tanto- royal de liebre con crujiente de zanahoria y trufa, en la que lo mejor, nuevamente, es una soberbia salsa, tan deliciosa que se le perdona su sabor tímido, menos intenso del habitual. Y es que para quien no lo sepa, este plato, cumbre de la cocina de caza, aterroriza a muchos por la potencia de sus sabores, que es justo lo que amamos sus fans incondicionales.

Por muy suave que sea la versión, necesita de epílogos frescos y para eso sirve a la perfección un gran postre de nieve de vermú blanco, naranja fresca, limón, romero y la sorpresa excelente de un sabroso bizcocho de aceituna negra que le da una naturaleza bifronte de aperitivo y postre a la vez.

Del mismo estilo atrevido y sobrio es la manzana detox con espinacas y hierbas que, a lo suavemente aromático, une punzante jengibre caramelizado, un buen pesto de menta y ñoquis de manzana.

Como soy tan chocolatero me ha encantado el cacao en texturas con un original sorbete de pulpa de cacao y eso que es un postre muy manido, eso sí, muy bien resuelto en este caso.

Una flor de naranja amarga inicia una serie de pequeños bocados deliciosos entre los que destaca un bombón de palo cortado que depositan en un estuche, como una joya. Porque lo es…

Cierto que hay un ejército de hábiles cocineros, amables camareros y expertos sumilleres -capitaneados hoy por un omnipresente y arrolladoramente amable, Javier Torres-, pero aún así sorprende tanto el buen ritmo -algo bastante raro en estas fórmulas estrelladas- que preguntan si van muy rápidos. Una máquina perfecta que sorprende tanto como los elevadisimos precios de los vinos, donde las opciones de menos de 100€ son reglamente pocas en tan amplísima carta.

Solo de eso me quejo -y de una pequeña copa de Clos Martinet 2003 a 50€-, porque lo demás es pura elegancia, personalidad, buena cocina y mucho placer. Uno de los más grandes, sin duda alguna.

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Belcanto

Como esperaba que fuera el primer tres estrellas portugués, me había propuesto volver a Belcanto antes de la gala -primera solo para PortugalMichelin. Aunque injustamente no ha habido ninguno elevado a esta categoría, Jose Avillez está en su mejor momento y no solo por su inteligente, técnica y elegante renovación de la cocina portuguesa, sino también por la belleza y colorido de sus platos.

Decir Avillez es decir verano, mar, alegría, fiesta y días interminables en playas doradas. Los portugueses andan presos en la saudade y por eso ponen todo el color en las fachadas, la fuerza en los vinos y la luz en los azulejos. Todo ello está condensado en este menú, el más brillante hasta la fecha de Belcanto.

Empieza con bellos dibujos y literatura, porque los aperitivos tienen una imagen y una evocadora palabra: mar, familia, estación, huerta, caza y compartición. Son pequeños bocados de percebes sobre crujiente de algas, que es puro mar, frágil tartaleta de tempura con ventresca y erizo, llena de sabor, una tartita de brécol con caviar que sabe tanto al vegetal que hasta puede con la fuerza de las huevas de esturión y la mítica esfera de oro que es ahora de perdiz y foie. La belleza de la mano de la delicadeza.

Siempre ha jugado Avillez con huevos de oro, si fue antes el huevo o la gallina y con las muy variadas maneras de cocinar este alimento. Esta vez nos presenta un delicioso y potente consomé clarificado con las claras y el frescor de la yerbabuena, una cáscara rellena con crema de yema, trufa rallada y un toque de buen salchichón ahumado y un estupendo sándwich relleno de paté y hecho con la piel crujiente del pollo (abajo) y un suave merengue con toques de limón (encima).

De paseos por los bosques y de la tierra que limpia la resina de las manos, surge este tartar de remolacha en texturas, con boniato frito y leche de piñones en crema y shots que refrescan un conjunto vegetal que acaricia, cruje, estalla y endulza.

El estallido de color que viene a continuación es un plato de pescado , pero tambien una fresca y deliciosa ensalada de salmonete curado, zanahorias en texturas, emulsión de perejil, crema de altramuces con un toque de mandarina y la sorpresa del tomburi, semillas de kochia que parecen caviar y a las que ponen aceite de caviar para que también sepan. Toda una fantasía de plato que alegra nada más verlo y después llena de placer.

Siempre hay un extraordinario carabinero en los menús Belcanto, esta vez de rojo ensangrentado y dulzura de guisantes lágrima, papada, ceniza de arroz y calamar crudo muy finamente cortado. Remata un “calamar descalzo”, tan poéticamente llamado así porque es una salsa tradicional de la pobreza con todo menos calamar: cebolla, cilantro, vino blanco, zumo de limón… También otra más opulenta de las cabezas del animal. Que aquí no falta de nada…

De la añoranza de la vecina y muy marinera Cascais y de zambullidas en el mar es un plato con el que parece que te bebes un poco de un mar lleno de algas, demasiado intenso para mi y perfecto para amantes de las ostras y similares: lubina a la plancha con algas rojas y verdes y dashi de crustáceos y navajas (también picadas). La lubina, excepcional.

Si el anterior me ha parecido muy agreste, la deliciosa merluza de las Azores parece francesa (por la riqueza de su salsa) pero no puede ser más portuguesa. Hecha levemente a la plancha japonesa tiene una densa y riquísima salsa de las cabezas, callos de bacalao, puerro y uvas con conentrada (el coentro es cilantro). Llena de enjundia y personalidad, debería patentarla.

Quizá por ser el único de carne, el cordero a baja temperatura y con la piel caramelizada y crujiente es uno de los platos que más he apreciado. En la mejor tradición de nuestros dos sures entronca con el norte de África a base de un cuscús más grueso que el marroquí, fresca emulsión de yerbabuena y col blanca. La salsa del asado es tan aromática y potente como golosa. Una delicia de receta de cordero lusomegrebí.

El primer postre -que ya me había encantado la primera vez- es de una osadía total, pero resulta perfecto entre principales y dulces. Claro que los quesos que tanto me gustan en este final de las comidas, también son bastante fuertes y salados. Basado en los tres cerditos, es el jamón en postre, un suculento bocadillo de harina de almendra, caramelo y tuétano con helado de nata ahumada, jamón deshidratado y trufa. Muy muy rico y semi dulce, pero si les parece poco, lleva también palomitas y piel de cerdo frita. Una deliciosa acrobacia.

La reciedumbre del cerdo se compensa con la delicadeza de un paño de encaje hecho con fécula de patata, bajo el que asoma un tradicional arroz con leche trufado que se enriquece con pera, helado y salsa de leche de cabra.

Para acabar un poco más de frescor con un exquisito y delicado sorbete de mandarina contrastando con el dulce de una tradicional crema de huevo y el crujiente de la masa frita llamada azevia.

Un paseo colorista, brillante y sabroso por el Portugal más “descontraido”, realzado por un servicio perfecto y preciosista, de camareros y sumilleres, que participa de la creatividad y la excelencia del, quizá, mejor chef portugués.

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Ramón Freixa

La cocina de Ramón Freixa es brillante, imaginativa, sabrosa y alegre. Refleja como pocas la personalidad de su autor que, transplantado y florecido en Madrid, sigue exhalando luz Mediterránea y exceso ampurdanés por todos sus poros. Lo mejor es que también es un cocinero culto y técnico que transita de lo clásico a lo vanguardista y de la sencillez al barroquismo, con suma naturalidad. Y todo ello, con una regularidad admirable. El invierno, época de trufas, setas, bosque, fuego y caza, es una muy buena estación para visitarle.

Y dicho todo eso, parecería curioso que enpiece su menú con un un homenaje a Andalucía, pero es que nada se explica en Cataluña sin ese profundo sur y qué mejor que un brillante cucurucho comestible (es de obuato) de camarones con salsa brava. Ese aperitivo en la mano, el resto en la mesa: chispeante paulova de lichi Martini picante con coco especiado, envolvente cupcake de lechuga, yema de codorniz curada y hojas cítricas y un brillante pan de cristal con tomate y jamón, que parece verdadero vidrio y en el que prima más la belleza que el sabor.

La secuencia de invierno se compone de un estupendo barquillo de romesco con calçots, un potente bombón líquido de perdiz roja escabechada y col líquida y una estupenda sopa de cebolla y tomillo que es una restallante esfera rellena.

Los guisantes del Maresme son suntuosos, crujientes y apenas hechos y se animan con callos de bacalao, de estupenda textura, aromática trufa y una “no” carbonara de panceta.

El caviar no se toca -afortunadamente-, pero se coloca en buena y original compañía de dulces: croissant de boniato, papaya calcificada, aterciopelada crema de chirivías y unas sorprendentes y extraordinarias natas de leche de oveja que, siguiendo la tradición de poner el caviar con lácteos, la mejoran en grado sumo.

El deslumbrante foie, de delicioso sabor, me ha complacido tanto como desconcertado y es que, a pesar de su belleza, la elegancia del cuajado de alcachofas y el toque de mar de la lámina de sepia con salsa de cebolla, he echado en falta algún elemento cítrico o muy fresco para contrarrestar los elementos grasos.

Ramón siempre ha sido maestro arrocero y por eso borda un arroz venere con boletus y butifarra que contrasta con un excitante socarrat de arroz bomba, muy crujiente, con gamba roja. Pero no solo, falta la poderosa, cremosa y muy gustosa sopa de las cabezas, un prodigio con personalidad propia.

Con el excelentísimo Calvario de 2012, solo se puede tomar algo excepcional y el pato azulón lo es. Muy tierno y en su justo punto, lleva también crema de castañas, madroño al calvados (el primer madroño rico que pruebo en mi vida), membrillo y cítricos, puras frutas de invierno. Y lo mejor, una demi glas lujosa hecha con los muslos. Entre otras cosas. Por si fuera poco, con los interiores hace un rico parfait, tan bonito que da pena desbaratarlo.

Creo que el queso siempre es perfecto para acabar una buena comida, pero aquí me parece esencial y ello porque el binomio de queso Olavidia es magnífico y diferente: un delicado tocino de cielo que llena la boca de placeres y una crocante croqueta semilíquida de Stilton, llena de fuerza y sabor.

Así sabe aún mejor el pan tostdo con nueces, semifrío de tupinambo, apionabo asado con té ahumado y semi compota de limón y pera, toda una exhibición de preparaciones y un desparrame de sabores e ingredientes tan buenos para postres como poco usados. Junto a ellos y en un bello plato hexagonal, algo lleno de densidad frutal y golosa, una delicia, milhojas de galleta, plátano y caramelo con hechizante crema helada de vainilla.

Y si creo que los quesos son imprescindibles, aún más lo pienso del chocolate, aquí en un plato bello y arquitectónico con cacaos de cuatro intensidades y procedencias con perfectas mezclas: cremoso de lavanda, romero, tomillo limón, flor de saúco y estragón, otro admirable despliegue.

Supongo que con esto ya sabrán por qué es uno de los grandes. Pero hay más, porque es un chef esteta y, con la ayuda de espesos manteles, las platas de la familia hostelera y refinada, las exquisitas vajillas y cristalerías, que busca por todo el mundo, la experiencia táctil y visual es sublime. Y esas se añaden un gran servicio y una sumiller elegante que nos hace soñar. Sin duda entre los tres mejores de Madrid y eso es ponerse muy arriba en el mundo.

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Enoteca Paco Pérez

Me gusta tanto Paco Pérez que me fui hasta Llança (cuidad en la que lo mejor es el nombre, como en tantos libros e incluso personas) para conocer su esplendido Miramar.

Así que con esos antecedentes, la preciosa y luminosa Enoteca, del excelente y excitante Hotel Arts, lo tenia bastante fácil. Claro que ya tiene dos estrellas Michelin muy justificadas, por lo que tampoco descubro nada.

Paco es discreto y anda medio escondido en aquella esquina oriental de España, ya casi en Francia y es probablemente, con Ángel León, el cocinero que mejor trabaja los pescados y mariscos o cualquier otro producto del mar, como las algas. Los mezcla sabiamente, los somete a muchas preparaciones, los cambia sutilmente de sabor o textura, pero jamas los devalúa o traiciona. Al contrario, los frutos del mar parecen redoblar su sabor cuando pasan por sus manos. Además, lo celebra con tanto placer y alegría, que sus platos son bellos, coloristas y transmiten eso que los franceses llaman joie de vivre.

El menú actual de Enoteca permite gozar esta cocina en todo su esplendor, porque es un recorrido por estos 15 años.

Pero es mejor que vean todo esto a través de su cocina, empezando por cuatro grandes aperitivos: una nada marina -pero dulce y deliciosa-, y muy crujiente tartaleta de calabaza y naranja (helada) acompañada de un sutil pisco sour de calabaza y naranja (2022); un muy marino y sabroso sándwich de melba (que es también potente crujiente de alga nori), con punzante mayonesa de wasabi (2017) y un soberbio “recuerdo de Galicia” (2018), un mosaico de estofado de pulpo con patata y pimentón. Como un pulpo a la gallega, pero en mejor aún.

La tartaleta de erizo y caviar (2018) está hecha con obulato de tinta de calamar. El caviar polaco es excelente y espléndida la tartaleta. Llevamos hasta ahora cuatro crujientes diferentes para envolver los aperitivos y todos rivalizan en pericia, sabor y deliciosa fragilidad.

El escabeche de algas y mejillón (2033) es un prodigio de sabor marino concentrado, a través de esferas heladas, mejillón en escabeche de algas y de él mismo.

Estamos haciendo una gran prueba de vinos y tomamos ahora un sorprendente vino tratado como cerveza. Acompaña exquisitamente a El mar recordando a Gaudi (2017), un enorme collage de tartar de quisquilas, atún, percebes, caviar, algas, zamburiña y yema curada en dashi, una asombrosa mezcla de perfecto equilibrio, porque nada domina al resto.

Los guisantes con codium, zamburiña y trufa, de 2018, con sus toques ahumados, son guisantes lágrima (de Llavaneras) con su crema, cremoso de algas y estupenda zamburiña. Y todos los eximios ingredientes mejorando al resto.

Las espardeñas a la carbonara (2012) son una falsa pasta hecha como la otra (en la versión nata y mascarpone), pero reforzada con la piel de las espardeñas, panceta y, nuevamente, una maravillosa trufa.

Magnífico y potente es el bogavante con alcachofas de 2019. Se baña en un perfecto chili del crustáceo y se corona con un sutil aire de mantequila de hierbas, en la mejor tradición de la receta francesa. Por si fuera poco, unos helados shots de los corales. La alcachofa está encurtida para que no desmerezca ante tanta intensidad. Para mojar, un estupendo pan chino.

Tradición de 2020, es un magnífico arroz -en los que Paco es reputado especialista- cremoso con caldo de gallina, caviar de piñones (nitrógeno), otros al natural y deliciosa trufa, un plato en el que se ve poco porque todo está en el sabor del caldo que embebe el arroz.

El lenguado de invierno (2021) es una maravillosa receta de pescado con emulsión de pistachos, setas (sobre tíos trompetas) y chipirón a la brasa. La mezcla del exquisito lenguado con las setas es perfecta y la presentación de muy alta escuela.

Hay una carne, pichón (2021) de perfecto punto bien madurado, una profunda demiglas y los toques maestros e históricos (la salsa preferida de los romanos y que salía a espuertas se Hispania) de un garum de pichón y otro de portobello.

Me ha encantado para hacer la transición al dulce, un elaborado queso: fragilísima y crujientísima tartaleta (2022) de un muy cremoso brie, cubierta de trufa.

Magnífico prólogo para el invierno blanco (2020), un níveo paisaje de membrillo, shot de sake, una aterciopelada yuba (nata de soja), polvo de menta, lichi y hasta palomitas.

Mucha suavidad frente a la contundencia del exquisito chocolate de 2017, con maíz, mole, plátano frito, kikos y cilantro, un postre dulce, salado, amargo y herbáceo con aromas muy mexicanos.

Todo es rico y muy bonito y nunca decae porque la presentación de las mignardises es de una delicadeza incomparable, una suerte de dulce rama de cerezo en flor.

Y como no podía ser menos, el servicio acompaña y no digamos los buenos vinos de un gran sumiller. Una gran noche que agradezco a la amabilidad del Hotel Arts.

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Aleia

No sé si les gustará a los independentistas, tan esencialistas ellos, pero una de las cosas que más me agrada de Cataluña es su mezcla, es ese mestizaje milenario que le ha dado una personalidad única, y en la conformación de la misma, Andalucía ha tenido un papel esencial. Por eso, Aleia del gran chef andaluz Rafael de Bedoya solo podía encantarme, porque aúna, con mucho amor, lo mejor de ambos mundos.

Por si esto fuera poco, el restaurante se aloja en el antiguo comedor de la elegante y alocada casa Fuster, una oda de mármol blanco al lujo modernista.

Lo catalano andaluz está en todo y desde el principio, por lo que el Negroni se acaba con oloroso. El comienzo es muy fuerte, porque nunca había probado una ostra que supiera mucho más de lo habitual y esta del Delta del Ebro se refuerza con gelée de agua de ostra y hoja y vinagre de zacura (cerezo). Tiene la acidez justa y un sabor muy realzado, sobre todo para mí que soy poco fan.

Los aperitivos bajan la intensidad, ganando en delicadeza: gambas blancas de Tarragona con crema de raiford y aceite de perifollo, con el toque delicioso de la creme fraiche, tartar de jurela, qué es más sutil que el jurel, con los sabores punzantes de los encurtidos, tierno brioche frito relleno de guiso de chocos encebollados, con una espléndida holandesa de su tinta, y una soberbia croqueta de merluza en la que usan el cogote y en vez de harina el colágeno; espectacular y semilíquida.

La rosa de atún conquista, como los bellos, por su simple aspecto que consiguen mezclando láminas de descargamento de atún (la parte menos grasa) con otras de rábano sandía que restan intensidad al pescado, labor que continúa un delicado caldo de esencia de tomate aliñado.

En un precioso recipiente, llega el flan salado con consomé ibérico a la Manzanilla, girgola de Castanyer a la brasa, foie y el delicioso sabor de la anguila ahumada. Un conjunto soberbio.

Llegados a este punto, no puedo dejar de fijarme en el contraste entre el comedor modernista y la muy andaluza música de fondo y que es el mismo que se ve en los panes que juntan payés y mollete, los aceites, andaluz de acebuche y catalán de llargueta. Las estupendas mantequillas son de jamón, tomate y madurada como si fuera queso. Pero, por si fuera poco, pone esa “mantequilla” natural que es el tuétano, aquí mezclado con una picada tradicional.

El pargo está soasado al carbón y se acompaña de mejillones, huevas de salmón y un gazpachuelo haute cuisine por ser mucho más fino: a una mayonesa de anchoas junta el caldo de cocción de los mejillones. Creo que el pargo es puro pretexto para lucirse con ese excelso gazpachuelo. Y lo digo yo, que evito el tradicional.

La cigala (hecha a la brasa con su cáscara) tiene aceite de las carcasas, aire de las cabezas y otra vez, una salsa memorable, una beurre blanc de amontillado, sin duda una de de las mejores que he probado. Y vuelvo a decirlo, con salsas así, lo demás casi da igual.

Otro gran pescado es el rape madurado cinco días y confitado a baja temperatura con un guiso senderulas, trufa y una espléndida (también esta) e intensísima salsa foyot de fricandó, en la que Francia y Cataluña se dan la mano.

Hay un solo plato cárnico y es una maravillosa ave convertida en farcellets de codorniz. Está deshuesada, rellena y envuelta en col. Una vez trinchada a nuestr vera, se completa con verduras de la familia de la col (brécol, coliflor, repollo, etc) en muchas preparaciones. Contrasta muy bien con la intensa, y perfecta, demiglas y un acentuado toque picante. Y cuando pensábamos que ya estaba, aparece la sorpresa de las patas glaseadas con trufa rallada.

Los postres son excelentísimos, cosa tan rara. Para empezar helado de nata quemada con aguacate y caviar. Sí, me pareció una locura pero el resultado es magnífico y ni siquiera el caviar Kaluga domina el plato quedándose con todo el sabor, como podría esperarse.

Me ha parecido espléndida la versión del mel i mato con nueces, en la que el queso fresco es flan cremoso, la miel no es de abeja sino de boniato (asado, licuado y reducido, tanto que de 10kg salen unos 500gr) y las nueces son una frágil galleta crujiente.

Acabamos con otra versión, ahora de las Catanias que se transforman deliciosamente en bizcocho de chocolate, almendra en praline y exquisito helado y contraste boscoso de trufa negra. Un súper postre también.

Formado en la muy refinada escuela, tan francesa como andaluza , del gran Juanlu de Lu, cocina y alma, sus platos son de una gran belleza, sabores ora delicados ora potentes y un manejo de las salsas absolutamente admirable.

Todo funciona perfectamente, desde una sala elegante, a vinos que huyen de lo más convencional (y todos se sirven por copas, ojalá los copien) pasando por una refinada pastelería. Un restaurante completo.

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