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En el mundo de la sobreinfornación, de las redes sociales y sobre todo, de Instagram todo se parece demasiado y la originalidad -siempre rara avis- cada vez es patrimonio de menos. Y en ese mundo, Diego Guerrero -con Dabiz Muñoz- es el rey. Aprendiendo mucho y olvidándolo todo -quizá eso es la cultura- solo se parece a sí mismo. Hace ya mucho, que sin concesiones y con una autoexigencia admirable, emprendió un camino único que cada vez llega más lejos. Su cocina es diferente a todas, atrevida, difícil y apasionante. No sigue ningún camino, se los muestra a los demás.

Ya rompió moldes abriendo un restaurante de lujo sin lujo alguno, de cocina arraigada pero con raíces en todas partes y, él que era el rey del trampantojo, bella pero sin esteticismo alguno. Hasta el restaurante parece una nave destruida por un ciclón del que solo se hubiera salvado un precioso baño abierto al patio y lleno de guiños al pasado: cisternas con cadena, grifos antiguos que se abren a mano y una pila que parece de lavar sábanas al pie del río.

Hay mucha investigación y rigor en esta cocina. Hace tiempo empezó a estudiar las salsas hechas a base de la proteína del ingrediente principal y así empezamos ahora, en el bar, con un calamar a la romana absolutamente brillante. No tiene pizca de harina y sin embargo es un buñuelo. Se hace solo con la proteína del calamar y es una explosión de sabor. Fresco, ligero, etéreo. Se moja -y casi se deshace- en un pil pil del calamar que completa el sabor a puro calamar concentrado.

Ya sorprendidos pasamos a la cocina, donde se nos preparan lentamente (y sin decir que es) unos huevos fritos en los que nada es lo que parece, porque la clara es pura crema de bacon fría elaborada a golpe de sifón y hielo seco, lo que le confiere una densidad crujiente como de bombón. Se monta sobre un crujiente del huevo y todo junto es una sinfonía de sabores, pero con distintas temperaturas y texturas del tradicional.

Antes de la llegada del primer plato a la mesa, nos sirven una copa de oporto Noval blanco, macerado con hoja de ostra. Todo un hallazgo de este gran sumiller que sirve para acompañar con toques marinos a un sorprendente carabinero. Otro plato con un solo producto y que consiste en una untuosa crema que es una mantequilla elaborada con la carne del crustáceo y una costra realizada con las patas y los bigotes fritos. El sabor es un poco bestia y los labios me picaron durante un rato, pero esta no es una cocina para timoratos. Se usan sabores fuertes y se busca intensificarlos de muchas formas inteligentes y habilidosas.

Lo mismo le pasa a un ingenioso y esponjoso pan viejo con anchoa realizado con el pan de la casa fermentado, una anchoa, simplemente espectacular, y un leve relleno de crema de miso. Salados, agrios y pura intensidad marina.

Hasta ahora todo era muy potente pero muy reconocible de sabor, cosa que no pasa con una floral esponja de enoki hecha con los filamentos de esta blanca y oriental seta y colocada sobre un delicioso licuado de cebolla con pequeñas cebolletas rosas y una crema de suero de alga que despista aún más.

Ya había probado este maravilloso y bellísimo plato, una mezcla de huerto devastado y de fondo marino pasado por Marte. Ahora aciertan sirviéndolo con un gran moscatel malagueño. Tomates marinados, alga codium y lo verdaderamente grande: gárum, la maravillosa salsa de pescado romana que se importaba desde España y que aquí se convierte en polvo helado. Mucha huerta y mucho dulzor de tomate, mucha sal de mar y mucho pescado que no se ve porque está todo en la salsa. Muy brillante en todos los sentidos.

Tartaleta de guisantes lágrima y trufa es un excelente plato de guisantes y ya saben que me apasionan, por lo que saben también cuan exigente soy con ellos. La tartaleta es de algas y esconde una deliciosa yema de huevo curada. Crujientes guisantes lágrima y trufa negra rallada rematan una receta elegante, diferente gracias a las algas y clásica por la infalible combinación de huevo (mejor así, más denso, para no enguachinarlo todo), guisantes y trufa.

Cuando llega maya, la sorpresa es mayúscula. Un calendario azteca en el plato y muchos sabores mexicanos: mole de maíz morado y huitlacoche rodeado de yuca fermentada (lo que menos me gustó. Demasiado insípida, merma la fuerza de este platazo), crocantes pipas de calabaza y un excelente final de chile guajillo y digo final, porque su leve picante solo nos alegra en el último momento. Para acompañar, un agua de coco fermentado con especias que para mi adolece de lo mismo que la yuca: excesiva y mortífera insipidez. Solo evitando ambos -cómo hice- basta para gozar de una gran creación, puro México en la boca.

Hace bien Diego en mantener la rosa de pimientos de piquillo de Lodosa porque a la gracia de la presentación y a su gran sabor, realzado por una salsa que es puro jugo de pimientos, añade un pan de croissant tostado que es para llevárselo a casa. Otra vez un solo producto depurado al máximo para extraer todo -y más- el sabor. Suave, tierno, aterciopelado, dulce y frutal. Delicioso.

Y si bella era la rosa, el chawanmushi de foie escabechado y percebe parece un colorista cuadro de geometrías imposibles. Me asustó lo del foie con el percebe, pero gana el plancton marino que se cuaja con el foie y también con alga codium y eso no mata sino que entroniza al percebe para poner todo el mar en el paladar. De quitarse el sombrero. Como casi todo.

El colmo del minimalismo llega con los callos con bacalao, apenas una piel de bacalao frita con salsa de callos, una salsa de callos perfecta y se lo digo yo que odio los callos y adoro su salsa, lo que me ha convertido en un fan de ella con toda clase de cosas. Quizá hayan reparado en que Guerrero hace montones de preparaciones y usa cientos de técnicas para dejarlas en la nada, para reducirlas a la mínima expresión, en un ejercicio de barroquismo a la inversa. Felizmente nos dan para para mojar un agrio y denso pan con mantequilla, grasa deliciosa pero que a mí me sobra con los chorizos de los callos.

Y llegamos a una locura total que no nos dicen que es. Parece carne bajo la salsa, al cortarla sardina y nada de eso es, sino piel de pescado y toffe de atún, o sea una brillante piel de bacalao que envuelve un atún glaseado en salsa de toffe, alga nori y daikon (un rábano picante del sudeste asiático). Aquí vamos al revés, de la simplicidad al barroquismo total.

Morrillo de atún a la brasa con morcilla de Beasain parecería una declinación de los mismo, pero nada tiene que ver. Se prepara ante nuestros ojos y lleva una salsa con soja, que le aporta un fuerte y salado sabor, jengibre, miso de soja blanca y cómo no, un delicioso morrillo. Y para intensificar la naturaleza grasa y sanguínea del morrillo, lo más sanguíneo y graso de la tierra, la morcilla de sangre y cebolla. Parece carne pero no lo es aunque lo merece. Intenso, salado, potente, con una adictiva viscosidad como de almíbar.

Y por fin, también carne que nos prepara Guerrero en la propia mesa: cordero, kombu, cogollo y piparra contiene un sabroso, suave y muy tierno cordero guisado, cogollo de lechuga osmotizado, un excelente jugo de piparras y algo de mantequilla de algas. Todo se cubre con un muy crujiente velo de leche, pero no de vaca, sino de soja. Sorprendente.

Ya conocía este bella, refrescante y chispeante versión del melón que se osmotiza y colorea con remolacha fermentada. Es fresco y depurativo, además de muy anisado por mor de la flor de hinojo.

Si nada es convencional en esta cocina, por qué habrían de serlo los postres y nada más extraño y creativo que el scoby de miel y hoja de dragón. A partir de la kombucha, una bebida fermentada por una bacteria, se consigue impregnar el hongo que la crea con una buena cantidad de miel y en esa textura gelatinosa y brillante envuelve una crema hecha con con suero láctico, para acabar colocándolo todo en una hoja de dragón que le da mordiente. Es pura leche con miel pero con texturas y matices absolutamente sorprendentes.

Y más inventos alucinantes en beber con la boca llena: fresas fermentadas en suero láctico, una crema hecha con kombucha que parece queso y la salmuera de fermentar la fresa para beber. El resultado: fresas con nata que, como la miel con leche, saben mucho a eso pero no son nada lo que parecen. Cada vez más conceptual e interesante.

Aún quedan el maíz y la panchineta, el primero un postre que mezcla colosalmente lo dulce con lo salado, que sabe a kikos y palomitas, que es cremoso y casi helado, que tiene tostado y crujiente, que se envuelve en un esponjoso y adictivo algodón de azúcar y que al final descubre un escondido y maravilloso jarabe de mango.

Y por fin, la panchineta de zanahoria morada que es muy crujiente por efecto de la zanahoria que le hace de cobertura, mientras que la crema es un dulce y untuoso suero de algas.

Y hasta ahí se llega. Y si lo han hecho conmigo, habrán visto que no es una cocina fácil porque a nadie hace concesiones. Guerrero, que insisto no se parece a nadie, sigue su camino por delante de casi todos y, como los grandes vanguardistas, no piensa en agradar. Eso va por añadidura. No voy con demasiada frecuencia aunque me encanta, quizá porque me exige excesivo esfuerzo mental, quizá porque el recuerdo persiste mucho tiempo y es que esta cocina imprescindible (así, en negritas) pervive en el recuerdo. Como las grandes experiencias artísticas o vitales, se disfruta en el momento pero, de tan intensa y única, se nos viene a la mente mucho después también porque sus efectos retardados quedan para siempre impresos en nuestra memoria.

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Coque o la madrileñidad

   

 Todas las personas tienen un pasado. Mario Sandoval también. Casi sucumbe a los mefíticos -nunca mejor dicho- olores de La Cocina del infierno, un programa más que olvidable. Sin embargo, esta fallida experiencia lo alejó de la espuma de la fama y con tesón, esfuerzo y creatividad renovados se ha convertido en uno de los grandes cocineros españoles y de entre ellos, en el único verdaderamente madrileño, porque los demás parten de raíces de otras regiones o de planteamientos más internacionales. Solo así se explica que, estando dónde está  su restaurante y siendo como es, haya conseguido ya las dos estrellas Michelin, tres soles de Repsol y toda clase de honores. Porque estar, está en una apartado pueblecito de trabajadores –Humanes- en el que pollos multicolores que fríen churros nos observan desde las persianas metálicas, los establecimientos se llaman Tropicana o Suministros Hormigo y tanto las calles como las diminutas tiendas parecen eternamente despobladas. Será porque aquí solo se viene en horas de comida y exclusivamente para comer en este estupendo restaurante, Coque.  

 Y ser, es bastante feo, una obra que Ignacio García Vinuesa debió concebir en algún acceso febril o bajo alucinaciones discotequeras en el Golfo Pérsico. La intervención se hizo sobre el antiguo mesón de los padres y abuelos Sandoval, porque estos hermanos, como los Roca, se han mantenido apegados al negocio familiar. De él se conservan unos espléndidos hornos que, con la luminosa cocina, son los más bonito. El resto, una amalgama de materiales caros, lámparas descomunales que dan poca luz, sillones que torturan al comensal y diversos efectos especiales francamente desconcertantes.  

 Lo demás todo excelente, en especial una puesta en escena que comienza en una lóbrega bodega en la que el suelo de cristal se convierte en reluciente escaparate de grandes vinos, aunque no tanto como los Chateau Latour y Mouton Rothschild de luminosas etiquetas que presumen desde sus anaqueles.  

    

  

 Junto a tan ilustre aristocracia vinícola nos ofrecen un dulce y refrescante cóctel de la casa que acompaña bien a una uva ácida Sauvignon Blanc, que es un delicioso bombón líquido

 o a un llamado bocado aireado de polifenol con queso azul macerado en vino. La tartaleta, llena de sabores fuertes, es mucho más sensata que el nombre y mezcla texturas y sabores admirablemente, si bien la presencia de cualquier componente del vino está presente como en todo el resto de los aperitivos.  

 El crujiente de touriga nacional es un airoso merengue que estalla en la boca y 

 el corte helado de Pedro Ximénez una especie de postre del aperitivo, no sólo por el helado sino también por su dulzor de vino de sobremesa.  

 Antes, hemos tomado de una extraña estructura plateada, el único bocado que no se sirve en caja de vino, el macarron de Merlot con torta del Casar.  

   
A estas alturas nos trasladan a la cocina y uno ya sabe que esta no es cocina de sabores insípidos o tímidas intenciones, sino de otros más recios y contundentes, por eso es típicamente madrileña o castellana. En la límpida y hermosa estancia recibe el enorme equipo encabezado por el famoso chef, que es sin duda alguna, un seductor nato.  

   
Él nos ofrece el primer gran bocado del almuerzo, una enorme creación a partir de la sencillez de un ajoblanco, sencillo, pero también uno de los mayores platos de la cocina española. La particularidad de este es que es de piñones y se llama, piñón hidrolizado con helado salado y extracto de su aceite. Quiere decir que de un simple piñón extraen agua, aceite, leche y dos tipos de pasta y con todo eso, pero con nada más, se elabora este prodigioso plato.  

   
En la zona de los hornos, para los que usan tres tipos de leña, una campana de cristal esconde, entre humos aromáticos, la lechuga Batavia ahumada y estofado de ternera con polifenoles de vino, un bello huerto que mezcla el frescor de la lechuga tierna con la fuerza de la carne.  

      

 El paso al comedor es duro porque, tras tantos placeres, hay que enfrentarse a su penumbrosa fealdad. Menos mal que pronto resurgen los manjares sandovalianos: un delicioso pan al vapor con guiso de ternera y mostaza picante (otra vez el gran juego de sutileza y potencia) acompañado de un intenso consomé de carne y setas al Armagnac.  

   
Muy bueno el único pan que ofrecen, de aceite y leche de oveja cocido en horno de leña. Que haya tan poca elección se justifica por la gran calidad de este panecillo.  

 La adafina (caldo de legumbres) con humus, chucrut y codorniz guisada es otro plato clásico revisitado en el que se rinde homenaje a las legumbres, alimento básico y delicioso en la dieta manchega. Los sabores son fuertes y antiguos, pero la elaboración impecablemente ligera y moderna.  

 Siguen semillas de verduras asadas y encurtidas con especias de los cinco continentes, una propuesta elegantemente presentada, muy viajera y original, en la que tomates, calabacines y pepinos se mezclan con especias de todo el mundo entre las que destacan el azafrán o el ras el hanout.  

 La trucha en salazón con hierbas amargas, encurtido de coliflor y lombarda anisada es indudablemente sabrosa pero no se entiende muy bien su inclusión en el menú, de no ser para darnos un descanso a base de exceso de simplicidad.  

 Nada que ver con el soberbio escabeche de esturión nazarí vinagre de uva, miso, enebro, mostaza y algas, una recreación simple pero que tiene toda la complejidad de lo clásico, enriquecida por la fusión que provoca toda una explosión de sabores.  

 Algo parecido sucede con la pepitoria  de gallina con huevo escalfado, perretxicos y panceta, receta con la que comienza la más grande exhibición de Mario, cosa natural si tenemos en cuenta que la cocina madrileña es más de carnes, aves y guisos que de otros productos. Esta gallina es suntuosa porque los sabores tradicionales se enriquecen con la maravillosa seta de primavera y un toque de trufa que deslumbra al olfato, tan pronto se abre el coqueto recipiente en que se esconde y que parece una polvera de otro siglo. 

   
  El ravioli meloso de toro bravo y tendones con higos y jugo de cochinita picante es un plato recio como los que se hacían en la meseta en tiempos de penuria y calores de secarral. En esta versión sofisticada pero fiel, se aprecia toda la fuerza del toro combinada con la suavidad de un ravioli lleno de sabor y aromas que se deshace en la boca.  

 Sin embargo, tanta altura parece haber servido tan solo para llegar a la incomparable perfección de la suprema sencillez, un excelso cochinillo que parece seguir aquella máxima de que la cultura es el poso que queda después de olvidar todos los conocimientos. Para llegar a esta expresión tan desnuda había que saberlo todo. La carne es perfecta en su ternura y suavidad, blanca con todos los blancos, y la piel crijiente, dorada y churruscante se ha desprendido formando una campana que la protege. El asado en leña de encima es simplemente perfecto y los acompañamientos de puré de ciruela y melocotón asado bellos vestidos para un cuerpo perfecto. Nunca un cochinillo asado había alcanzado tales cotas de perfección.  

   
El helado de flor de hibisco con esponja de ginebra y helado de frutos rojos es el golpe de frescor que el paladar pedía tras tantas sensaciones fuertes, un descanso para el gusto y la vista porque su bello color y ese retorcimiento salomónico son lo más fuerte de lo suave, lo más intenso de lo sutil porque, no lo olvidemos, esta no es cocina para paladares timoratos.  

 Acabado casi todo se nos acompaña al llamado lounge, más discotequero aún que el resto y adornado con esculturas de hiero alojadas  en hornacinas luminosas e imponentes vídeos de paisajes y platos históricos de Coque.  

 Allí se vuelve a la belleza del blanco por el que se empezó (el ajoblanco y el pan al vapor) y que nos siguió hasta el final en muchos de los recipientes o en las inmaculadas carnes del cochinillo. Todo es blancor en el delicioso e intenso yogur ácido de oveja con arándanos y espuma de trebejo ahumada que se sirve entre humos que sacan fulgores aromáticos de palos de canela en una presentación efectista y espectacular. 

   
  Las texturas de chocolate es un plato que nunca falla porque este maravilloso diamante negro que es el cacao admite muchas combinaciones y presentaciones, yendo de lo más suave a lo más denso, del amargor del negro al dulzor del blanco y presentándose lo mismo crujiente, que espumoso, que helado, que gelatinoso. Mario lo borda en un gran postre que equilibra a la perfección todos sus componentes extrayendo todo lo posible de esa mágica pepita que por algo fue moneda en míticas civilizaciones. 

 Las mignardises llegan como pequeñas gemas en un soporte de plata y más parecen orfebrería que gastronomia. El árbol de plata recuerda al coralino donde los Roca sirven los aperitivos. Y es normal ese recuerdo porque si la de los sublimes Roca es cocina ampurdanesa pura, mejorada por la del mundo entero, la de Sandoval es madrileñismo cosmopolita; pero con una gran diferencia y es que él Ampurdán siempre fue mar y tierra, opulento y toscano, mientras nuestro Madrid era, como alguien lo llamó, un poblachón manchego, sometido a sequías bíblicas y azotado por fríos y calores inacabables, una tierra orgullosa pero pobre y con una alimentacion de pura subsistencia, por lo que hacer de ella alta cocina parece más milagro que esfuerzo. Será por eso que dudo si convertir mi Santísima Trinidad de cocineros madrileños en tetrarquía o dejarla incluso en monarquia, porque Roncero es universal, Freixa catalán y Dabiz Muñoz oriental. Solo Sandoval es madrileñidad

 

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