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Desde 1911

Cada vez escucho más que Desde 1911 es el mejor restaurante de Madrid. Quizá solo pase en mi círculo de amigos, pero ocurre mucho. Y, aunque no lo comparto tan radicalmente, tampoco me extraña, porque han evolucionado y revolucionado el modelo español de marisquería. Primero fue Rafa Zafra y ahora ellos, refinando al máximo el concepto y haciendo lujo y alta cocina con lo que antes eran solo tabernas o restaurantes sencillos. En España, no conozco nada igual. Fuera, quizá Le Bernardin en Nueva York pero en un estadio bastante inferior a este. 

Y es que el servicio comandado por Abel Valverde (procedente del refinamiento más tradicional de Santceloni) es perfecto y está entre los mejores, el sumiller, con una carta de vinos magnifica, es sabio y discreto y los productos, los mejores de los mejores. Los mejores son los de Pescaderías Coruñesas, empresa propietaria del sitio, y de esos eligen los más excelsos de cada día. 

Además, no se conforman, como pasa en la mayoría, con un toque de plancha, un asado o un hervido. Aquí hay cocina, pero en segundo plano, para que nada ofusque a los tesoros que cambian cada día y se cocinan según piden. Siempre hay aperitivos, pescado salvaje del día y quesos y postres, pudiéndose optar por tres entradas, cuatro o cinco. 

El aperitivo de hoy era un tierno y delicado brioche relleno de waygu y quisquillas de Motril en equilibrio perfecto porque la carne apenas era un toque de tierra. Antes siempre hay un plato del salmón de casa, el mejor que he probado nunca, cortado en finísimas láminas. El salmón, como el jamón, cambia completamente de sabor por causa del grosor. 

Empezamos lo opcional por una divertida vuelta al pasado en forma de cóctel de mariscos, aquí de bogavante gallego. La lechuga es de esta mañana, el bogavante estaba vivo hace poco y la terrible salsa rosa de antaño es aquí de los corales del crustáceo. Por supuesto, un toque de piña y otro de aguacate. Se prepara espectacularmente ante el comensal y se acompaña de un cóctel muy tropical. Como siempre, pero en bueno. 

La duología de chipirón de anzuelo consiste en uno simplemente a la brasa, lo que que es una delicia conocida. Pero el otro es un ramen iberico con el calamar hecho tiritas a modo de noodles regado con el mítico consomé de Lhardy, aún más concentrado y bastante espeso. Ya había tomado algunas versiones del plato, como la del Corral de la Morería, pero esta es espléndida.

El carabinero de Huelva a la brasa me permite menos lirismos , pero es casi imposible que esté mejor que así, en especial porque es de una calidad apabullante. 

Los judiones, tiernos y muy mantecosos, se juntan con escupiñas en salsa verde. Lo mejor es esta, de un verde intenso y un sabor que aún lo es más, porque ese molusco me resulta algo basto. Prefiero con mucho las almejas o los berberechos, si bien es verdad que tiene algo de ambos. 

Desde el primer momento han experimentado con unos excelentes arroces a la piedra y cada vez están mejor. Una capa finisima y llena de sabor de un arroz suelto que es casi todo socarrat. El salmonete asturiano y los erizos están muy ricos, pero cuando un arroz es tan bueno, todo lo demás (casi) sobra. 

A pesar de la abundancia del menú (verán lo que falta) nos regalan con un magnífico plato en pruebas: un sutil Wellington de bogavante, con un hojaldre suave y delgado (para no tapar sabores) y una duxelle de setas muy jugosa. La salsa Perigord también es más suave y el resultado, magnífico. Cuando lo pongan en la carta será un éxito. 

El secreto del lujo está en pequeños detalles. Por ejemplo, tener para nosotros un rodaballo enorme porque la última vez tomamos lubina, el mismo pescado que hoy tenían para el resto. No tengo palabras, porque el pescado era magnífico, pero la salsa (hecha con la prensa) de espinas y colágeno, vino blanco y vinagre de sidra, es magnífica.

Los quesos del lugar son ya míticos y no he visto despliegue igual en ninguna parte del mundo,. Basta ver las imágenes. Tenían una mesa enorme, después dos y ya son tres, con tantos que podemos asegurar que aquí están los mejores del mundo, conocidos y casi secretos. Es tan difícil guiarse que lo mejor es hacer caso a Abel, que los escoge cuidadosamente y se los sabe todos. 

Hoy casi no hemos llegado al postre y lo que sigue son probaditas de pura gula. No hay que perderse el babá al ron en plato de oro (de la vajilla histórica de Lhardy) porque la masa es muy esponjosa y rezuma mantequilla. Está bien empapado en ron y la nata no es demasiado dulce. Equilibrio puro.  

Quieren ser buenos en todo y por eso incluyen cada vez más frutas y verduras. Si hasta se han comprado una finca para producirlas. Y si no, de la excelente Huerta de Carabaña. Gracias a tanto cuidado, esas fresitas eran una joya. De las que ya casi no había. 

El suflé era perfecto de ejecución, pero me ha gustado menos por ser de pistacho, ya que este es demasiado sabroso y graso. El resultado final es más denso. Por eso, casi siempre se hacen de frutas frescas, vainilla o chocolate. 

También hay mesa de chocolates y un bello patio ajardinado para copa y puro. Ya les digo, la perfección. 

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Canchanchan

Ya pensaba que Canchanchan era el mejor restaurante mexicano de Madrid. Ahora, estoy convencido de que es el más divertido también. Yo iba tan solo por los chiles en nogada (plato que en México dura tan poco, que nunca llego), pero me he encontrado con un súper ambiente y una estupenda cantante, así que “miel sobre hojuelas”. 

Esa ha sido la sorpresa, no la espléndida cocina de Roberto Ruiz, quien fue mucho tiempo el único cocinero con una estrella Michelin fuera de México. Esa excelencia culinaria estaba garantizada. Repito muchos sus platos especialmente la crujiente tostada de (carpaccio) de carabineros -que esconde una espléndida salsa de su coral y chile costeño– y los tacos de chopitos fritos, casi una declaración de intenciones de lo que es esta cocina: lo esp/mex, lo mejor de las cocinas española y mexicana fundido en platos únicos y originales. 

Aunque si algo la representa a la perfección es un estupendo guacamole de lo más ortodoxo, al que se añaden gambas de cristal y se acompaña con pedazos de tortillitas de camarón en lugar de con totopos. Es verdad que estos están buenísimos, pero no hay color.

De su mítico  Punto Mx, el de la estrella, se ha traído los sabrosísimos tacos de chorizo verde ibérico con queso ahumado San Simón en los que la tortilla se empapa de la grasa del chorizo, mejorando cualquier salsa. 

Y después, la opulencia de los chiles en nogada, que no solo son -con el mole– el plato más barroco de México, sino también uno de los más contundentes. Como se hacen por los días de la independencia, época de buenas granadas, estas lo recubren, junto con la salsa blanca de nueces. El verde que completa la bandera mexicana , está en el chile, relleno de carne picada (aquí presa ibérica), durazno (melocotón) y muchas hierbas y especias, que cambian casi con cada cocinero. Se elabora durante días, cuatro en este caso, lo que hace comprensible que se encuentren tan poco. Aquí solo un día. 

Los postres son igualmente buenos, sobre todo el helado de leche de oveja con palomitas y frutos secos, dulce y saldado a la vez y ese espléndido chocolate negro con guayaba y mango, que acompañan muy bien pero que no hacen falta, de tan bueno que es el chocolate.

Son muy amables y cuentan también con muchos cócteles y un impresionante surtido de tequilas y mezcales. La música cambia también con mucha frecuencia, así que solo tienen que elegir el día que les guste más, pero, eso sí, no perdérselo.

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A Barra

Ya he hablado mucho de A Barra, durante años el único restaurante elegante y de cocina clásica donde se comía realmente muy bien. Ahora comparte trono con Sadle porque Horcher y Zalacain son inigualables en encanto, servicio de alta escuela y clientes poderosos y desconocidos (los que de verdad mandan) y que, en público, solo se dejan ver (poco) en ellos y menos en cocina.

Hacía tiempo que no disfrutaba de A Barra y no ha perdido ni un ápice de calidad. Desde esos bonitos y sabrosos aperitivos (fresca sopa de pepino con lima, intensidad marina de crujiente de alga codium con navajas, potente tartaleta de tomate pasificado, galleta de coliflor y chocolate blanco picante -que, a a la española, no pica- y esas grandes bellotas de foie que parecen de verdad) hasta el extraordinario jamón Joselito con añada y ese clásico ya del gofre de foie con espuma de coco y frambuesa, una creación muy brillante. 

Aquí las verduras son excelentes porque La Catedral de Navarra está en la propiedad. Así que empezar, por ejemplo, por los delicados puerros tostados con yema texturizada y caviar -con un delicioso “puerro líquido” que es la salsa/caldo- es una gran idea. 

Aunque tampoco harían mal si se decantaran por un clásico mundial: raviolis de masa gruesa rellenos de queso. El toque de caviar lo cambia todo, especialmente en contraste con la mantequilla ahumada de la base. 

Nunca hay que perderse los arroces (los de caza son soberbios) y hoy tocaba de carabineros. Tenía todo lo que debe, grano suelto y entero, sabor intenso, un buen toque de azafrán y unos espléndidos carabineros. Un pedazo de arroz

El cabrito asado es un final redondo porque, de gran calidad y pequeño tamaño, es muy tierno y suave. Los toques de avellana y la salsa de carne que parece caramelo, lo rematan a la perfección. 

Como prepostre, una estupenda audacia: helado de puerro súper cremoso con almendras y cítricos.  Deberían ponerlo en la carta. No digo más. 

El amor al producto hace que haya platos tan excelentes como de poco lucimiento y así son esas maravillosas fresitas de San Sebastian de los Reyes con nata y helado de vainilla (estupendos). Pero tienen también, para compensar con talento, cosas como una estupenda versión del banoffee llena de aromas pero, como debe ser, con los de plátano presidiéndolo todo. 

El servicio es muy esmerado y Valerio Carrera una joya de sumiller. Tiene, con El Corral de la Morería, los mejores generosos de Madrid. Si no se dejan guiar y enseñar por él, la experiencia no será completa.

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Belcanto

El mejor restaurante de Lisboa es Belcanto y tan bueno es que ya merece la tercera estrella Michelin y es que su chef Jose Avillez, no solo es, junto con Rui Paula de la Casa de Cha, el más grande cocinero portugués, es que además es el mayor empresario gastronómico del país, algo sin parangón porque en España, por ejemplo, los estrellados no han creado un imperio de lugares populares y de moda, al tiempo que conseguían y mantenían las estrellas. 

Dani Garcia es el único caso parecido pero él tuvo que cerrar el tres estrellas y empezar de nuevo. José todo lo hizo a la vez, construyendo un imperio dentro y fuera del país e influyendo a muchos otros cocineros. 

Empezó muy muy joven y pasó por muchas cocinas, entre ellas las de El Bulli donde Ferrán Adrià le dejo una huella indeleble de modernidad, elegancia, creatividad, esfuerzo y primacía del sabor. 

Por casualidades de la vida, lo conocí hasta antes de eso, hace casi 20 años y desde entonces, he seguido su carrera ascendente y su camino hacia la excelencia. Es un mago de la cocina, pero su formación universitaria en comunicación empresarial se nota en todo lo demás. 

Nada más entrar en su sobrio y bello restaurante, parece que escudriñamos la maquinaria de un reloj. El servicio es tan meticuloso y eficaz que nada falla y el ritmo es perfecto pero, al mismo tiempo, como en cualquier reloj, todo sucede como si no pudiera ser de otro modo. 

Con buenos cócteles en su punto de dulzor (margarita y pisco sour) saben de maravilla los primeros aperitivos: tarta de brécol y almendras con caviar (o cómo hacer magia con una verdura anodina), crujiente de percebes y algas, en plan zambullida en el mar, tenpura con atún y erizo, recordando la herencia portuguesa en Japón, y el clásico y dulce bombón de foie, ahora muy mejorado con los ácidos de un escabeche de perdiz. 

La remolacha en diferentes texturas (y temperaturas) es un recuerdo de sus tardes infantiles en los pinares y por eso, no falta la crema de piñones y hasta un granizado de lo mismo y remolacha. 

Después tres deliciosos panes (masa madre, maíz y abizcochado de aceitunas) con tres coloridas mantequillas, la más clásica y dos tan insólitas como sabrosas, de tinta y de farinheira (un gran embutido portugués sin parecido fuera para compararles). 

El salmonete, curado y ahumado, se hace ensalada algarvia a base de zanahorias, crema de altramuces y el caviar vegetal del tomburi y todo se une en un plato fresco que es puro verano. 

La huerta de la gallina de los huevos de oro es un clásico de la casa (2008) que mezcla la suavidad del dorado huevo escalfado con crujientes de carbón activado y puerro, además de un profundo caldo de ave, setas y trufa negra. Hecho para el legendario Tavares (el restaurante decimonónico favorito de poetas, políticos y cortesanas) y que él regentó, nunca sale de la carta y se entiende. 

Un gran crabinero a la brasa se enriquece con tinta, un espectacular curry verde y unas cenizas de arroz que dan un toque que recuerda las brasas de carbón. 

El lado más japonés de Avillez se muestra (hasta en el corte) en un lirio curado y bañado en un gran dashi que es también caldeirada portuguesa. Para acompañar, como si fuese un ikebana con una solitaria flor, una tempura de cebolleta a la plancha.

Después, una maravillosa sorpresa porque es un plato Anatomía del gusto, creado para nosotros y que se quedará en la carta: un excelente rodaballo a la plancha con espuma de sus espinas y caviar y un espléndido arroz bulhao pato (la salsa de las almejas del mismo nombre, a base de mantequilla, vino blanco y cilantro) con berberechos. Para mi que ya está hecho y redondo. Basta con matizar muchos sabores fuertes (lo son las dos salsas y los berberechos) y será un señor plato marino. 

Los pescados se hacen tan bien y son tan buenos en esta Lisboa ribereña, que pronto se hace costera, que solo hay una carne, pichón. Tienen el buen gusto de proponerlo al punto y cuenta con una grandiosa salsa de canela y avellanas. Además, espárragos, setas, col y ese maravilloso pastel de “masa tenra (pasta tierna) que Portugal llevó a los confines del mundo. Aquí relleno de la terrina del pichón y foie). 

Americo dos Santos hace grandes postres en los que le gusta romper las barreras de lo dulce y lo salado y eso es una declaración de intenciones en el impresionante “uno, dos y tres cerditos” que no me canso de comer: un sándwich de jamón entre panes de harina de bellota y almendras y además un caramelo de tuétano y palomitas de torrezno. Una genialidad que anuncia los postres, pero puede ir en cualquier lugar. Y la estética, impresionante. 

El postre veraniego consiste en fresas, lichis y rosas, una gran combinación que se concreta en muchas texturas y temperaturas en las que las excelentes fresas de Ribatejo son protagonistas. Además crujiente de gramola y varias preparaciones de nata y, al final, un agua de rosas texturizada, que lo envuelve todo en su aroma embriagador. 

Las mignardises están llenas de cosas ricas y tienen una presentación preciosa. Pero hay más, antes de cada plato nos ponen en un soporte un precioso dibujo alusivo. 

Al final, nos entregan todos en un sobre y se añaden tres tarjetas con los principios de esta cocina y los nombres de todo el equipo. 

Y eso cierra una experiencia que es un cúmulo de detalles perfectos, alrededor de una cocina portuguesa y cosmopolita de gran sabor, consciencia e inteligencia. Nada se deja al azar. Nada es por casualidad. Ese es el camino a la perfección. 

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Atrio

Conocí Atrio hace más de veinte años y, aunque estaba en la parte menos bella y caballeresca de Cáceres, me atrapó su elegancia y esa intensa cocina con raíces de Toño Pérez. Porque Atrio es sumamente cosmopolita, pero esencialmente extremeño, en versión picassiana. 

Como si hicieran recetas de la tierra, pero convirtiéndolas en cocina de autor. Y la comparación artística es pertinente porque al innato sentido de la elegancia de Toño y José, quien se encabeza de todo lo demás, se une un amor al arte admirable y una gran colección que hace de Atrio una suerte de pequeño centro de arte contemporáneo. Estamos ante mucho más que un restaurante. Aquí se respira arte y cultura.  Todo es obra de Mansilla y Tuñón, que les hicieron una bellísima caja de cristal y hormigón blanco que parece de nata y plata. 

Los aperitivos ya abruman con sus sabores y saberes. El cristal de patata relleno de queso de cabra es técnica, belleza y sabor. Empiezan pues con los pilares de la casa. También una galleta de cereales y lino con tapenade súper sabrosa y una tierna lionesa con crema de panceta ahumada. 

Como todos los platos llevan algo de cerdo, espléndido homenaje a la tierra, llega la serie “el cochinito se va a la playa”: un soberbio morteruelo de caldo de jamón gelificado y frutos de mar, bombón de ventresca de atún y manteca colorá ennoblecida con caviar, una bella mariposa de tapioca, salmón y cochinito y unas potentes gambas al ajillo con adobo de chorizo. Y desde ya, descubiertos ante esta sabia intromisión del cerdo en todo. 

Cuando “el cochinito se va a merendar a la dehesa”, lo hace con un paté en croute de muchas partes del cerdo y abierto por arriba para recubrirlo de dulces y suaves higos en una de las mejores versiones que he probado y que lleva hasta la base de la masa pintada. Para el recuerdo. 

Además se sirve con sopa  “jamonesa” (jamón, mahonesa y tomate), crujiente de trigo con salchichón y emulsión de pimienta y un tartar de lomo doblado, un embutido muy local que me vuelve loco. En resumen, las chacinas de la tierra elevadas al cielo. 

Ya en esas alturas, casi no sorprende una sopa sólida envuelta en una empanadilla de manteca y taro (una patata con algo de trufa) con el toque mágico de los cominos. La sensación de envolver el paladar y el olfato es embriagadora. 

El porco tonnato es el vitello hecho extremeño y durante muchas muchas horas. Junto a él alcaparras fritas, pimienta fresca y una elegante salsa espumosa de atún y anchoas. La mejor versión. 

Otro plato que se apodera de paladar y olfato es el bollo frito de tinta relleno de un gran guiso de calamares y con salsa de calamares en su tinta. La quintaesencia del plato de siempre. 

Poner torreznos con vieiras marinadas en cítricos es una gloriosa locura. Los blandos delicados de unas y los crujientes agrestes de los otros, se aman. Unificarlo con un aromático suero de cebolletas es llegar a la loca perfección. 

Y el “cochinito se enamora del caviar” y se convierte en flan porque hacer la papada durante casi setenta horas consigue esa cremosa consistencia. El caviar lo hace marino y una salsa que quiere ser gelatina del propio jugo de la papada, aún más campestre. Un gran y “sencillo” plato de singular elegancia. 

Y del mar un bogavante que tiene toques cárnicos gracias a un glaseado del colágeno del cerdo, que aquí, cariñosamente siempre llaman cochinito. Además uno chips de garbanzos, Asia en curry verde y lemon gras y el gran acierto del poleo, una hierba poco usada y todo perfume al jardín de un palacio encantado. Lo digo en serio. 

Y antes de que el cochinito se ponga goloso, quedan dos grandes platos, uno de ellos el más clásico de la casa, una creación pionera de hace 30 años: careta de cerdo con una suculenta cigala confitada y un soberbio jugo de ave con foie. 

Y aún queda una presa en salmuera cocinada lentamente durante catorce horas y que se refresca con ensalada de remolacha con vinagreta de lo mismo. Y junto a ellas, un potente y tierno bombón de paté de cerdo. Espectacular. 

Y el “cochinito  se pone goloso” empieza casi en salado con jamón y queso, una preciosa audacia de torta del Casar, helado de manzana, dulce de membrillo, bizcocho de té matcha, jugo de manzana, lemon gras y lima, infusionado en hierbabuena y hasta unos pedacitos de jamón que dan un discreto, pero perfecto, contrapunto salado. 

La fresca ganache de yuzu tiene aire de yogur y se remata con crujientes de cochino y merengue de hinojo, un contraste colosal.

Y, como debe ser, como siempre fue, se acaba con chocolate y café y en este postre, lleno de preparaciones y matices, la manteca de cacao es de cerdo, lo que aporta toques ahumados y excelentes. 

Hay aún una maravillosa sesión de mignardises en el bar y de ellas destacar una perfecta cereza que es lo que parece pero perfeccionado con chocolate

No hay nada en este restaurante y en esta comida que no sea perfecto. Como en las grandes obras y en los ritos antiguos, Toño y José llevan decenios trabajando, pensando y perfeccionado una obra asombrosa que es pura sensibilidad, cultura, tradición y vida, la suya que comparten con los demás en forma de comida y alimento para el recuerdo. 

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Cebo

El que debería ser el próximo dos estrellas de Madrid (con Desde 1911) y eso que hay muchos muy buenos candidatos, pero Javi Sanz y Juan Sahuquillo han conseguido en Cebo refinar al máximo su estupendo Cañitas Mayte, moderando la gran audacia de Osa. La síntesis pues, de aquella tesis y de esta antítesis.

No han tocando la misteriosa, dorada y opulenta decoración del lugar y el servicio es tan cuidado como buena la sumiller que tanto descubre un vino de Arcos de la Frontera, como descorcha un magnífico Jean León de colección, que se deleita con todos los del noroeste. Una cocina de productos espléndidos, alrededor de los cuales se construyen unas recetas que los realzan de modo elegante y lleno de conocimiento. En general, con unas salsas memorables y plenas de sabor. Más si recordamos que ambos chefs son aún veinteañeros.

Empiezan, y no se puede fallar cuando Joselito anda por medio, con el cerdito relleno de paté, una espléndida, crujiente y muy líquida croqueta de mantequilla de leche de oveja con una loncha de copa, un gran chicharrón muy especiado y un perfecto caldo de jamón, demasiado invernal para estos calores.

El tomate embotado está ahumado y pasificado recubierto de lácteos y con muy buenos toques de chile. Al lado un Bloody Mary que es una sutil agua de tomate al Palo Cortado.

Las navajas de buceo son como un díptico lleno de cosas: las tripas en paté y el resto al vapor, con gazpachuelo de su agua y una refrescante y deliciosa escarcha de alga codium que dan mucho frescor y sabor al plato.

Bueno y original, el esturión ahumado que esconde una cremosa brandada de lo mismo y se cubre de una gran beurre blanc hecha con cava.

El champiñón botón a la mantequilla negra se cubre de portobello crudo y se empapa de un soberbio escabeche de ortiga de monte y amontillado, en un plato todo setas que hará las delicias de los micófilos como yo.

El calamar de anzuelo es un semicrudo que se cuece en frío y al que se le rompen las fibras para mayor suavidad. Solo así está excelente, pero se mezcla con una untuosa yema cocida a baja temperatura y un soberbio caldo rancio de jamón ibérico que también se justifica por sí solo.

Una muy veraniega y bella ensalada, lleva pepino y calabacín con sus flores, tomatitos, almendras y una estupenda ventresca. Todo se baña con un agua de ensalada con un fuerte toque de vinagre que nos saca de la sutileza del resto.

Como son esclavos voluntarios de la temporada, acaban de incluir estupendos percebes y quisquillas que mejoran ostensiblemente con un cremoso y muy buen escabeche de zanahoria y unas gotas de aceite de las cabezas de la quisquilla. Mucho sabor y gran elegancia.

Lo mismo le pasa a un crujiente, y muy al punto, virrey con coliflor china a la parrilla y otra magistral salsa de mantequilla ahumada y limón tostado, perfecta para el pescado.

Suben aún más el nivel con un bogavante asado, lacado con chistorra sobre un arroz tan potente que lleva diez partes de caldo de pescado por una de arroz. El resultado es un shock de sabor y otra prueba de su gran mano con los arroces. Lo suavizan -da igual- con brunoise de apionabo.

Sorprende que lleguen ahora unas colmenillas, pero el sabor es tan potente que se entiende. rellenas de ave, jamón y alcaparras se cubren de trufa negra (australiana) y una gran salsa (otra más) a base del jugo del ave (cuando dicen ave, quieren decir pollo, no?) reducido.

Muy tierno y de gran calidad es el pato caneton que cocinan entero y luego trinchan y sirven simplemente con cerezas: a la parrilla y en puré, al natural y con vino dulce. La salsa, una estupenda demiglas de pato.

Acaban con un verdadero espectáculo cárnico: láminas de buey de 14 años con 4 más de maduración (cruce de rubia gallega y frisona) cubiertas de nata con rábano picante de los Pirineos (nuestro particular wasabi), hojas salvajes de mostaza y rúcula y un poco de vinagre PX cordobés, envejecido en barrica de whisky. El rollito que todo lo junta, es una verdadera delicia y un compendio de buenos sabores que acompañan al más intenso de la carne.

Los postres no son lo mejor pero cumplen por sabor y variedad: fresas Mara de Bois ahumadas en romero con crema de yogur y flor de saúco, helado y kéfir de fresas.

Después un gran trabajo con la leche de cabra: flan, creme fraiche, crema de queso curado, helado sin azúcar y con el dulzor que le da la extraña heladera coreana donde lo hacen y para poner algo más, un rico bizcocho de maíz.

No le pongo un pero. Me ha encantado, mejora con las temporadas y va directo, debería ir, a las dos estrellas.

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Menú Chronos en Deesa

Uno de los principales enemigos de los grandes restaurantes es el menú degustación, una imposición que puede ser la puntilla de los no tan buenos. Y es que se ha impuesto con demasiada rotundidad hasta en lugares más modestos.

Sin embargo, mucha gente quiere comer con más libertad y en menos tiempo, en suma, poder elegir. Si el problema es de precio, basta con poner un precio mínimo. Quique Dacosta, tan visionario como excelente cocinero, ha sabido entenderlo y ha añadido a sus dos espléndidos menús de Deesa, uno más breve llamado Chronos (por algo será) en el que se elige una entrada, un pescado, una carne y un postre de entre tres opciones en cada bloque. Cuesta 120€, aseguran celeridad -fundamental en un hotel como el Ritz-, y además, hay entre las opciones, dos de sus míticos arroces.

Después de un vermú sin alcohol -pura y deliciosa infusión de hierbas y especias– o una sorprendente cerveza de pimiento verde, con una explosiva aceituna esferificada (y pasificada), nos sirven una pinza de cangrejo crujiente con salsa bearnesa y flores que deja con ganas de más.

La sopa fría de remolacha con salmón y eneldo junta dulces y salados y es un plato completo pero, además, tiene un helado de kéfir que aporta toques ácidos como en una borsch mejorada.

En este capítulo, esta también la mítica creme brulee de cebollas y un nuevo clásico: la fideua de azafrán, una de las impresionantes nuevas creaciones del chef y que no me gustó la primera vez por ser en invierno y como plato principal. De entrada veraniega es perfecta, con esos insólitos fideos transparentes de azafrán con tropezones de navaja y huevas de salmón, unidos por una ligera e intensa salsa de navajas y mejillones. Tan bonito como diferente y suculento.

No falta el pan de aceite y harina de almendras y yogur que cortan con la mano y es una cumbre de la panadería. O de la bollería, según se mire.

En un homenaje a la Belle Epoque y al propio hotel, acaban de estrenar un elegantísimo y canónico lenguado con beurre blanc pero no con vino blanco, sino al sake, lo que le da un toque más sutil y delicado.

El salmonete de roca gallego, tiene una consistencia recia y aroma a brasa. La salsa es de su glasa y azafrán, pero lo mejor es la espumosa emulsión de galmesano (el parmesano gallego, de ahí su nombre) de 12 meses.

Nunca me puedo resistir a los arroces de Quique y esa ha sido mi opción de carne: el arroz albufera meloso con carney pimientos rojos asados al horno de leña. ¿Suena bien? Pues es mucho mejor porque el profundo caldo es de costilla y codillo ahumado y los pimientos se convierten en un sombrero que cubre el plato por entero, siendo una especie de piel esferificada, sólida por fuera y líquida en el interior. Quien lo nota lo valora como una proeza, quien no, se toma un señor plato de arroz. Como todo lo demás, sorprendente para amantes de lo nuevo y clásico para los despistados.

La tierna molleja está envuelta en yuba (una especie de velo de leche) y además de risotto de piñones, tiene un sabroso cremoso de parmesano y la sorpresa de la trufa negra que, sí, es posible en pleno verano, porque llega de Chile.

Nos han invitado a un postre, así que hemos probado los tres. El de los cítricos de Todolí, el “frutero” de cabecera de Quique, que tiene cientos de variedades de todo el mundo, es un prodigio de imaginación y aprovechamiento: hasta el albero -la parte blanca y amarga del interior de la piel- usa y lo puede hacer porque lo confita. Hay un canutillo de caramelo transparente relleno de sabayón de limón, sobre bizcocho de lo mismo y ginebra y otro más tradicional relleno de sorbete de pomelo y naranja.

Su ligereza precede muy bien al clásico pino mediterráneo, postre emplematico de Denia, en honor a productos característicos de Alicante como la chufa, el arrope y (papel) arroz.

Y el gran remate chocolatero, es Gianduja (pasta de chocolate y avellanas), que es una royal de avellana caramelizada con rocas de chocolate y helado de gianduja. ¿Hace falta algo más?

Un menú para tener prisa o no querer comer tanto. O para conocer esta excelsa cocina gastando un poco menos. Además, eligiendo platos, en una terraza que es uno de los grandes paraísos madrileños y con un servicio magnífico comandado por María Torrecilla. Creo que no se puede pedir más…

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Casa Jondal

Mi cumbre del verano es simbiosis de Ibiza y Rafa Zafra y esa unión se llama Casa Jondal. El placer no es solo gastronómico. Es también comer sobre la arena, poder solazarse, antes y después, en sus hamacas vestidas de rojo Off White (flagrante contradicción ibicenca), sumergirse en ese cálido mar de tantos distintos azules, mientras se disfruta de aperitivos memorables y siestas inacabables.

Ibiza me conquistó cuando descubrí que sus playas tenían aparcacoches. Aquí las tumbonas tienen toallas y cestos a juego -para venir sin nada- y las sombrillas de ganchillo, hasta perchas. Que aunque este sea el reino del pantalón corto, el vestido de rejilla y la extravagancia ibicenca, el colorido de los tatuajes (nada es perfecto) se une al de las flores de Van Cleef, el azul Capri de Dolce&Gabanna o el rosado del toile de joie de los estampados de Dior.

Basta con mirar el mar o el paisaje humano para ser feliz, pero lo mejor está en esa placentera, elegante y (aparentemente) sencilla comida que pone a los mejores productos los aliños perfectos. Se ve ya desde unas carnosas ostras con agua de tomate y unas delicadas vieiras con (mi) la salsa perfecta para los moluscos: la mignonette.

El tiradito de atún está marinado con una vinagreta muy equilibrada con toques de moscatel y pimienta rosa.

Todo es delicioso y ultra lujoso, pero hay algo que es más bien lujurioso: las cabezas de gamba roja con el tartar de su carne y caviar. Y al lado un poquito más de este con finas tostadas. Una idea brillante porque esas cabezas son locura de todo marisquero, pero ellos han encontrado una sencilla e imaginativa forma de mejorarlas.

Tampoco nadie servia antes bocadillos de caviar -salvo un difunto y ostentoso constructor del pueblo llano en su megayate, pero eso era privado- y aquí se hace en bikini (con salmón ahumado) y en trikini (al que añaden bogavante). La mantequilla es excelente -como la de la espléndida hogaza rústica que sirven al principio- y el golpe de estragón estupendo.

Como me encantan las salsas, no puedo pasarme sin las espardeñas a la mantequilla negra, que es perfecta, y tampoco debería sin las almejas beurre blanc, aún mejor.

El huevo de siete yemas con gambas, velo ibérico y caviar, perfectamente frito, entre lo líquido, lo blando y lo crujiente, es la mejor receta de huevos y mar que he comido nunca. La mezcla perfecta y opulenta.

Es obvio que a la mejor cigala le basta un hervido o un “planchazo” porque la perfección no gusta de ser adornada.

Después un plato casi pecaminoso, la pasta con crema de caviar. Quizá la mejor manera. Como cuando es simplemente, con trufa. El matrimonio perfecto.

Pero Rafa no solo es famoso por salsas del mundo o productos excelsos. También hace los mejores fritos que conozco, por lo que les recomiendo los peces fritos enteros, hoy una rocha, crujiente, tersa y sedosa, que sirve con tortillas y avíos para hacerse unos tacos (por si quieren cambiar).

Estábamos soñando con la ensaimada rellena de helado de vainilla, desde hace muchos meses, pero ya no hay. Se ha convertido en una deliciosa versión de la torrija hecha con el gran bollo. Está muy buena y es hasta más original, pero me parece menos playera o será que, el pasado siempre se idealiza.

Lo que sigue igual, tan delicioso como vistoso, es la piña, que parece una caja china porque se va abriendo y aparecen sucesivamente una capa de natillas de piña y otra de delicioso helado. Un postre fresco, suave y súper atractivo.

Quizá esta última frase defina toda la cocina y las ideas del gran Rafa Zafra, porque tras unos grandes platos, llenos de sabor, hay una gran mano que consigue que todo sea distinto, pareciendo igual y que siempre se esté soñando con volver.

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Smoked Room

Me sorprendió mucho que la tacaña (al menos con España) guía Michelin concediera dos estrellas de golpe a Smoked Room de Dani García. Tampoco era rara mi sorpresa, porque no se hacía algo así desde 1.936. Esa extravagancia no estaba reñida con la calidad, porque lo visité muy al principio, me encantó y así lo dije. Revisitado, casi tres años más tarde, está aún mejor y es sin duda, uno de los grandes restaurantes españoles que, además, se distingue por la originalidad y personalidad de la cocina (una especie de andalucismo nipón), a las que une un servicio perfecto comandado por David Hernández Galarraga, unos excepcionales vinos de Pol Samon y una ejecución impecable de cada plato a cargo de Massimo delle Vedove.

Se preguntarán entonces por qué no estoy allí todo el santo día y la respuesta es fácil: en una barra y dos mesas, solo caben un máximo de catorce personas. Pero me puse en lista de espera (varias veces) y hubo suerte.

Ellos dicen que el hilo conductor son el humo y las brasas, japonizantes añado yo, pero a ello hay que sumar la sabiduría tres estrellas que alcanzó Dani Garcia en Marbella con alguno de los mejores platos de la cocina andaluza moderna.

Quizá por eso, empiezan con algo tan malagueño como un aguacate a la brasa que mezclan con mantequilla de levadura tostada a la vista del cliente. Y eso hacen con casi todos los platos, en plan software abierto y trasparencia gastronómica, una gran opción que hace disfrutar más. Quien me lea sabe que no soy un loco de las grasas, así que gustándome mucho ambas, juntas resultan algo untuosas de más. Menos mal que se untan en un brioche tan bueno, esponjoso y crujiente que es de los mejores que he probado.

Sigue un elegante clásico de la casa: quisquillas de Motril con mantequilla noisette y pimienta ahumada. En verdad, no hay nada más, pero la mezcla es deliciosa y refinada.

El hamachi se mezcla maravillosamente con uno de los ingredientes que más me gustan y Dani más domina, el tomate. Lo hace en una esencia asombrosa (unos 20kg. de tomates asados para 1 litro de caldo) que cubre un delicioso pescado ahumado al sarmiento en frío.

Después, Andalucía en un puchero con hierbabuena (y algas) con un caviar ahumado mucho mejor que el original, porque mezclar humo y mar tiene un resultado embriagador. Gelificar el caldo es ennoblecerlo. Lo malo es que resulta demasiado sabroso y aromático y el caviar se pierde un poco.

Si hay algo que siempre recuerdo y venero de la cocina de Dani son sus gazpachos únicos y las variadas versiones del tomate nitro, un plato precioso y delicioso. Este, blanco y radiante, es de espuma de anguila, caramelo de pimientos asados y ajoblanco, una mezcla de equilibrio perfecto cuajada de cosas que me encantan.

Demasiado gente hace chawanmushi (un delicado cuajado japonés) pero pocos lo hacen bien. Este de maíz dulce es excelente y de textura perfecta y a los toques japo, une los franceses con una gran vichisoysse de miso. Para rematar, un espléndido cangrejo real.

La frescura de la caballa marinada en sake es asombrosa porque une a un dashi cítrico de tomate, esa estupenda nieve sabrosa que es el kakigori, aquí hecho con todo lo que lleva el ceviche.

Aún no comeremos el bogavante pero nos lo enseñan antes de ponerlo al fuego porque está macerado macerado en frío dentro de un alga durante 48 horas.

Sigue algo que no me gusta mucho, las conchas ¿finas? (por serlo poco), pero en esta finísima versión se hacen un plato memorable después de pasarlas por la brasa y embeberlas en una gran beurre blanc de salsa Tosazu (vinagreta de arroz japonés, soja, kombu…) y ponerles un poco de wasabi fresco.

El bogavante que ya vimos, tiene dos partes a cual mejor: cuerpo a la brasa con una clásica y punzante emulsión de pimienta verde y la cabeza y las patas salteadas en itanmemono o sea, salteadas con mantequilla shio koyi, yuba de leche y setas shitake. No se entiende muy fácil la descripción pero el sabor y los aromas son impresionantes.

Como pescado, un jugoso mero reposado relleno de panceta ahumada, que le da recuerdos de dehesa, mantequilla de oveja ahumada (a estas alturas, no hace falta decir por qué se llama “smoked”, ¿verdad?), boletus y emulsión de algas. La mezcla perfecta.

Ya casi se acaba y, quien lo iba a decir, nos faltaban algunos de los mayores placeres, como esa comparación del Ermita de (quizá el mejor vino español, una obra maestra de Álvaro Palacios) de 2002 con un para mi desconocido e igualmente extraordinario 1902 de 2012 que estaba mejor, simplemente porque el maravilloso Ermita apuntaba un poco de oxidación.

Han servido para acompañar a la que probablemente sea la mejor codorniz que he comido (tampoco olviden que en mi ideario reza “cualquier pasado fue peor”): pechuga madurada con un mole mexicano -una de mis salsas fetiche- asombrosamente perfecto y equilibrado y un dulce y falso risotto de maíz. Las patas y el hígado componen un envolvente y jugoso buñuelo (tenpura de mezcal) que se moja en una gran crema de ajo negro. Un final apoteósico. Hasta ahora…

Y sigue la fiesta porque los postres están muy buenos: creme caramel de sésamo negro con unas fresas extraordinarias y delicadas, de esas que no se encuentra, Mara des bois. Y ese sabor entre dulce y ácido que tienen se funde con el dulzor de ese caramelo diferente.

Lías de sake con vainilla y caramelo de soja, esconde un gel helado de sake y vainilla al que cubre una chantilly maravillosa que parece expandirse esponjosamente por todo el paladar.

Y menos mal que hay quien siguen pensando que los postres siempre han de primar el chocolate. Este está lleno de toques ahumados y alcohólicos de whisky de malta, toda una fiesta de amargos, dulces, amaderados y vegetales (turba).

Un final que ya sería perfecto si no fuera, porque pidiendo un Oporto (mi mejor vino de postre de la galaxia. Y no suelo exagerar…), ha aparecido mágicamente un Taylor’ del 63 que jamas olvidaré.

No me gustan los sótanos ni la oscuridad, pero ciertamente conllevan el recogimiento, el silencio y el misterio. Será por eso, o por todo lo demás, que esta ha sido una vivencia mágica.

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La Carboná

Las afirmaciones radicales son muy arriesgadas y por eso dejó alguna opción de duda, porque La Carboná es quizá el mejor restaurante de Jerez, excluidos Lú cocina y alma y Mantua, muy buenos ambos, extraordinario el primero. Pero, es que son mundos distintos y por eso, deberíamos empezar a diferenciar claramente los restaurantes con reglas de siempre, en los que hay flexibilidad en todo, de los de menú degustación cerrado, orden establecido, imposiciones (caprichos muchas veces) del chef y reservas muy dificultosas.

La Carboná es un restaurante enorme y bello, alojado en una antigua bodega, da muchas comidas en muy diferentes horas, tiene carta y menú y es popular en el mejor de los sentidos: por precios, sencillez y facilidad.

Pero su sencillez no es simplicidad y en todos sus platos hay bastantes ideas, algo de originalidad y renovación (un poco nada más, que los clásicos -y nada más clásico que un jerezano- se podrían alterar), bonitas presentaciones y buena cocina en cada preparación.

Y además, es una embajada de los vinos generosos, con una carta apabullante que aprovecho siempre, pidiendo que me den copas y elijan ellos. Hemos hecho un buen menú y eso que solo han sido entradas que ni lo parecen.

El tomate de Conil se hace tartar, se “soasa” en sarmientos de viña y se aliña muy bien. También se anima con cebolla morada y un queso demasiado suave y un poco de guacamole. Como les decía, es casi una ensalada de tomate pero mucho más excitante. Y con muy poco.

El tartar de langostinos con ajoblanco (¿cuando lo recuperaremos como maravillosa sopa fría?) de ajo negro y velo de flor es un buen plato y cada componente delicioso, pero son demasiados y los sabores se pierden.

Todo lo contrario que los del magno espárrago blanco, tierno y crujiente, cubierto de dulce y sedosa crema de coliflor con unos hilos de ajo negro. Muy muy rico.

Después unos estupendos carabineros también braseados con sarmiento de viña y con un toque excelente de Palo Cortado, que aporta aroma sin mermar sabor.

Ha sido un acierto pedir las mollejas que acentúan su ternura y delicadeza con un buen glaseado de oloroso y se suavizan aún más con un buen puré de apionabo.

Vale la pena la tabla de quesos andaluces para preceder a un sabroso y algodonoso suflé de chocolate. Está sumamente bueno y es de aquellos a los que les incrustan el helado, este de caramelo. Además una crema de chocolate y palo cortado. Estupendo.

Una buenísima opción para comer bien -y beber mejor-, a precios razonables y sin complicarse mucho la vida que, a veces, también viene muy bien.

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