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Cocido en Lhardy 

Decir cocido en Lhardy es algo así como Desayuno en Tiffany’s o Té en el Sáhara, pero con una diferencia trascendental: aquí los gaseosos sueños literarios pueden convertirse en opulenta realidad, porque el tal desayuno jamás existió y aquel té no pasó de canción.

Sin embargo, Lhardy mezcla realidad y fantasía como ningún otro lugar de Madrid. Existe en verdad pero, como todo lugar mítico, su historia está trufada de tradiciones inventadas, amoríos imposibles, orgías inexistentes, conspiraciones apenas soñadas y en suma, (llamadas hoy) leyendas urbanas. 

Solo unos pocos podían acceder a aquellos grandes salones -que luego fueron el japonés, el blanco, el isabelino…- y a todos esos lujos galos en los lejanos años 30, del siglo XIX por supuesto, porque pocos eran los que los podían disfrutar y aún menos los que podían entrar. Eran republicanos o conservadores, socialistas o liberales, artistas o banqueros, pero todos procedentes del estrecho círculo de una burguesía que todo lo tenía atado y bien atado.

La Carrera de San Jerónimo, vecina de la Puerta del Sol, era la calle de moda que remataba ese elegante eje que comenzaba en el Palacio de Oriente y terminaba en el Salón del Prado, nuestro particular Bois de Boulogne, el nido de los murmullos y las murmuraciones, de los paseos en grandes carruajes o inquietos corceles, de las sombrillas y las chisteras, de las miradas y los suspiros, de la languidez y el apasionamiento amoroso. Nadie adivinaría tanta elegancia en la Carrera viendo ese imperio del low cost que ahora se enseñorea de estas calles, antaño solar de los grandes palacios y de las modernas residencias burguesas, hogar de los personajes de Galdós o Mesonero Romanos. Allí estará también, pocos años más tarde, el recién estrenado Palacio del Congreso teatro de los más grandes oradores parlamentarios que vieron los siglos, los que tomaron el relevo de los que peroraban desde el púlpito y antepasados de los que ahora, menos brillantemente, siguen sus pasos, más que en el hemiciclo, en platós de televisión y plazas mitineras. 

Era un Madrid con las primeras luces de gas, con un tímido liberalismo que sanaba las heridas de la tiranía fernandina y que quería ponerse, con el ferrocarril y el capitalismo, en el camino de la modernidad. Y como no solo ahora la gastronomía va de la mano de la vanguardia y de lo nuevo, un francés cuyo nombre no importa -y da igual porque D. Emilio adoptó rápido como apellido el nombre de su restaurante pasando a llamarse D. Emilio Lhardy– fundó esta joya decadente que ya no es lo que fue, pero que sigue siendo. 

A pesar de tanta sofisticación, el madrileño siempre ha vivido entre dos pulsiones, la del cosmopilitismo y la del casticismo, la misma que hoy hace preferir a la élite más conspicua El Qüenco de Pepa a Diverxo o Quintín a Paco Roncero. Así que Lhardy pasó a la historia por sus riñones al Jerez y su cocido a la madrileña y es de este del que les hablaré hoy, porque los riñones mejor tomarlos en tartaleta en su bella tienda bar. Allí abundan las platas y los cristales tallados, el gran espejo que todo lo ve y un enorme fanal repujado repleto de croquetas, barquichelas de variados rellenos y bollitos de hojaldre con entrañas de muchas cosas deliciosas. Recomiendo empezar por allí, bebiendo cosas antiguas de sus frascas centenarias con cartelitos de plata, un Jerez o por qué no, un Madeira. Sin embargo, lo más tradicional es una tacita de ese delicioso caldo de cocido, dorado, reconstituyente y clásico. Tomar ese aperitivo antes de subir o comer picando, lo que yo hacía cuando no me podía permitir otras cosa, porque la tienda sigue cara para ser bar, pero muy barata si la comparamos con un restaurante y sus bellezas conquistan tanto o más que el piso superior donde se esconden los sugerentes salones antes enumerados.

Comerse un cocido con estos calores abrileños es arriesgado, pero lo he hecho esta misma semana invitado por amigos extranjeros amantes de lo castizo y que me pidieron consejo. Yo el cocido siempre lo he tomado en casa aunque desde pequeño oía hablar del del Ritz y Lhardy o de los más populares de La Bola y la Gran Tasca, pero ahora a falta de madres o abuelas cocineras, lo busco por variados lugares porque, sí, yo, el amante de la esferificación y el limequat, de los aires y el nitrógeno, también amo el cocido, ese sueño nutricio de todos los personajes de nuestra literatura heridos por hambres milenarias, o sea, casi todos.

Lo tomamos en el salón Isabelino, todo paredes castañas, como de cuero repujado, espesos visillos de encaje que transparentan la luz y dfuminan las vistas, 

y grandes cantidades de bellos objetos de plata hoy en desuso, pero que entonces, en el XIX, eran imprescindibles en la puesta en escena de cualquier gran restaurante del mundo, bueno no, me corrijo, europeo y si me apuran, francés.

Antes de empezar con el cocido, nos regalan unas croquetas que son famosas en todo Madrid, doraditas y crujientes, con relleno suave, pero bastante más denso del que yo recordaba, Eso pasa a veces, pero ya saben, quizá es que el recuerdo todo lo embellece.

El cocido aquí es de dos vuelcos porque el de tres se separa en tres servicios, sopa, legumbres y carnes. La sopa es sabrosa, con un fideo fino y suave y plagada de esos aromas que prometen las carnes y verduras que llegarán a continuación. Ese caldo contiene el alma del cocido pero como todo mortal prefiere -a menos en la comida- realidad que fantasía, más parece simple preparación para las suculencias que llegarán mas tarde.

Estas son muy variadas, como corresponde a tan elegante y caro cocido. Los garbanzos están en un punto perfecto porque es fácil que queden duros o demasiado blandos y las carnes son todas las habidas y por haber y lo resalto porque no siempre se ponen todas, depende de presupuesto, gustos y bolsillo. Ternera suave, un pollo tierno y blanco, chorizo, morcilla y tocino, como debe ser, una deliciosa longaniza blanca que nunca había visto, punta de jamón y, para aligerar, repollo rehogado, patata y zanahoria. Como sorpresa final, algo tradicional y excelente, la pelota, una bola hecha con carne picada, especias, pan y huevo que posteriormente se cuece con el caldo. En mi casa nunca se comió con salsa de tomate pero aquí también la ponen por si acaso.

Los cocidos requieren finales ligeros pero en Lhardy la tradición manda acabarlos con el soufflé sorpresa. Así que, una vez más, me sacrifico por ustedes. Se trata de una esponjosa montaña de merengue que esconde un delicioso helado de vainilla. Dorado, níveo por otros lados, espumoso y algo crujiente por causa del leve tostado. Es fríamente maravilloso, un Xanadú para dulceros y una vuelta al pasado sin necesidad de máquina de Julio Verne alguna. Entre los calores del cocido y los dulzores del soufflé, aterrizar en el XIX es pan comido, por lo que no deben dejar de hacerlo. El conocimiento, y más el nuevo, ensancha el alma.

Las mignardises son también de otro siglo, intensas trufas de chocolate y delicadas yemas de Santa Teresa, repostería de tardes de canasta y rosario, lo mismo que una tradicional carta de vinos que tan añeja es que envuelve cada página en sobres de plástico, cosa práctica donde las haya pero que muy elegante no es.

El servicio es más que atento y correcto, el comedor está animado por turistas y locales, el ambiente es maravilloso y no sé más porque fui por el cocido y nada más que eso tomamos. Por eso no me responsabilizo del resto, pero hay muchas razones para visitarlo y si les gusta el cocido y el soufflé, muchas más.

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Estrella a la vista

Hacia algunos años que el hotel Urban no contaba con un buen restaurante. Situado junto al congreso de los Diputados se halla en una de las calles más elegantes y monumentales de Madrid, la que antaño comunicaba el Salón del Prado y Palacio a través de la Puerta del Sol. Hoy es una arteria poblada de turistas, políticos, periodistas y, muchas veces, manifestantes. Los edificios señoriales siguen siendo el elegante y silencioso decorado de tanto bullicio. 

Junto a uno de los más bellos, en otro tiempo sede del Banco Exterior de España, todo sillares de granito e imponentes puertas de bronce, se alza este Urban, un lujoso hotel de decoración moderna que cuenta con una de las más bellas azoteas de Madrid y, lo que es más notable, con una imponente colección de arte africano. 

Y como todo buen hotel necesita un buen restaurante, han tenido la feliz idea de sacar a Yeyo Morales de Ramsés y darle el espacio y la libertad que necesitaba para desarrollar su cocina. Me alegro de haber intuido su talento cuando, única vez, hablé bien de Ramsés en Oro falso, cocina real. Ahora empieza a desplegar su gran cocina en este nuevo restaurante  que ocupa el espacio del antiguo  Europa Decó, despojado ahora de animal print, cuero y horteradas varias. En el nuevo comedor destaca el blanco de los impolutos manteles y el rayado de las paredes de ébano, conservando tan solo del «esplendor» pasado una gran pared de teselas doradas ante la que se elaboran las entradas. 

Sin embargo la llegada asusta un poco porque los aperitivos se sirven en un bar que conserva los lacados en negro y unas horripilantes pilastras doradas. 

Será la influencia del espacio porque lo más flojo de este gran almuerzo -lo adelanto ya- son los aperitivos. La presentación, todos juntos y en una bandeja plateada que pasan varias veces, tampoco es acertada. La ensalada de melón, pepino y hoja de ostra es agradable, el Marshmellow seco, al igual que el plum cake de butifarra, pero excelente la almeja envuelta en gelatina de vermú y la piel pollo en pepitoria, crujiente y llena de minúsculos puntitos de salsa. 

El menú degustación, servido ya en la enorme y confortable mesa, comienza con el calçot, un buñuelo japonés con crema de calçot a la brasa, salsa romescu y una leve crema que se hace con la parte verde del calçot. El buñuelo estalla en la boca inundándola de sabor. 

El bacalao es una empanadilla con pimiento, tomate y cebolla acompañada de una sabrosa crema de aceituna negra. El plato es líquido, o sea una base de cristal rellena de agua, de un efecto excelente. Ya nos hemos dado cuenta de dos cosas: esta cocina tiene sabores tan potentes que no es para melindrosos y el cuidado de la estética en todos los detalles es sobresaliente. 

La quisquilla se compone de tataki de quisquilla (me pareció más un tartar pero estando tan bueno, que más da), gel de sus huevas (por eso es azul) y un aire limón asado refrescante y resistente; porque no se cae. El plato se rellena de arena de la  Costa Brava y la ejecución impecable del marisco nos recuerda al gran maestro de Yeyo, Paco Pérez, el chef del Miramar de Llançá y uno de los grandes de los mariscos y los arroces. 

Callos: una muy delicada y quebradiza tortilla de garbanzos con emulsión garbanzos y un inofensivo chile rojo esconde una sorprendente croqueta de callos, liquida por dentro y crujiente por fuera y que es un estallido de callos a la madrileña.

Hasta ahora ningún plato había salido de la cocina porque todos se preparan en la sala. Tras la croqueta llegan originales panes de churros y negro de cereales con albaricoque y un buen blanco de hogaza. Y con ellos aparece un excelente chipirón,  hervida la cabeza y a la andaluza (fritas) las patas, un contraste perfecto alegrado con salsa de calamar al wok, un  alioli suave y espuma de codium, una deliciosa alga. 

El caviar es un plato sorprendente. Sobre una sopa gelificada de tomillo y un aire de tomillo, que esconde taquitos de pollo ahumado, se coloca el caviar. Los toques de sabor de la crema agria y de estética de los pétalos de begonia realzan una mezcla sorprendente y deliciosa. 

El espárrago es otro plato de gran complejidad e inventiva compuesto, como no podía ser menos, de espárragos blancos y verdes, además de boletus, yema de huevo esferificada, caldo de carne, remolacha, bimi, brotes de soja y trufa negra. Lo que sorprende es cómo todos y cada uno de los sabores se potencian entre ellos y se reconocen a la perfección sin que ninguno impere sobre los demás. 

Boquerón: muchas texturas y preparaciones audaces (boquerón marinado, espina frita y hasta helado de boquerón en vinagre) de este pescado barato y poco usado en la alta cocina. Por si fuera poco tanto riesgo se baña en  garum, la salsa favorita de los romanos, uniéndose a una excelente aceituna esferificada, mezcla que recuerda los aperitivos más castizos. 

La sabiduría marisquera se vuelve a poner de manifiesto en la gamba roja: se prepara en dos cocciones y la cabeza se deja casi tal cual para mantener todos sus jugos. El toque vegetal está en una suave y rosada espuma de  fricandó y en un crujiente chip de alcachofa. Ambos realzan la maravillosa gamba roja de Palamós. 

Ya había dicho que el maestro de Yeyo es un consumado arrocero. Su buen aprendizaje se demuestra en el conejo que es en realidad un delicioso arroz de fuerte sabor a campo (el romero no es poca ayuda) con una picada suntuosa, en la que destacan el azafrán, los ajos y las avellanas. Sobre tan delicioso arroz un sutil carpaccio de conejo. 

Las cocochas surgen de una marmita negra, con tapa y asa, que parece la de las brujas amigas de Macbeth. Son de merluza y se bañan en caldo de cocido madrileño (¿más riesgo, alguien da más?) y se engalanan con zanahoria en varias texturas. Provocador y excelente. 

El jarrete (de waygu) se asa durante 24 horas a baja temperatura. El envoltorio de tendón aliñado y salsa de tuétano resulta algo graso, pero deja de serlo tanto cuando se mezcla con la berenjena a la llama sobre la que se coloca. La verdura da frescor al plato y retira los excesos. 

Afrancesarnos para siempre y empezar los postres con queso me parece una excelente idea, un gran tránsito de lo salado a lo más dulce. Aquí se hace pero de modo más elaborado. Queso es una piel de leche que recubre un queso líquido que inunda la boca y se endulza con los sutiles toques de un pedacito de membrillo, miel de trufa confitura de cereza. El resultado es bueno y el sabor y aroma de la trufa sumamente agradable. 

Fresa es un crujir de pétalos de rosa (el recipiente se rellana de aterciopeladas hojas de rosa) con nata y fresas que es una vuelta a aquellas tartas de toda la vida, pero con texturas y proporciones totalmente diferentes.  

Boqueria es un homenaje a las frutas tropicales y al mercado que en más variedad las vende en Barcelona. Una sinfonía de frutas tropicales: espuma de plátano, esferificaciones de lichis, ravioli de mango, lulo, kiwi y helado de naranja sanguina, una verdadera orgía de sabores frutales con el resultado más leve y refrescante. 

Lo más dulce llega con la Ratifia un original dulce  compuesto por una mousse de ese licor de hierbas que le da nombre, helado de cacao, crema espumosa de chocolate y hasta un falso merengue de haba tonka. Original como casi todo lo anterior y muy bueno. 

Es curioso que el principio y el final, cosas que casi no forman parte de la comida sea lo que menos me haya gustado. Del convento son los dulces que se sirven con el café: praline de almendra, macarron de costrada, rosquillas listas liquidas todo de buena factura pero dulzón hasta lo empalagoso.

Cebo, ya lo habrán notado, me ha gustado y mucho. Es difícil predecir el futuro, especialmente cuando se está al comienzo del comienzo, porque un restaurante, como una vida acabada de alumbrar es algo frágil y quebradizo que depende de cocina, servicio, profesionalidad, amabilidad, variedad, elegancia, eficacia, gestión y mil detalles más. Por eso, habrá que esperar un poco más observando la evolución de Cebo pero, sea como fuere, desde ya les digo -y lo digo pocas veces- que no se lo pierdan y que ¡ha nacido una estrella !

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