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Ramón Freixa 10 años

Ya son diez años con su biestrellado restaurante de Madrid y no voy a volver a repetir que Ramón Freixa es uno de los grandes cocineros de España. Su creatividad, elegancia y el meticuloso cuidado de todos los detalles son admirables. Por eso, el actual local, después de un decenio, se le ha quedado más que corto, pero eso no es culpa suya sino de los propietarios del hotel en que se halla.

Al parecer -y lo digo porque se han entretenido mirando el libro de reservas- soy uno de los clientes que más ha repetido y aún así, me parece poco, porque habría ido muchas más veces, tal es mi predilección por este lugar. No necesito pretextos por tanto, pero en esta ocasión me ha servido de coartada la feliz idea de recrear algunos de los grandes platos de estos años y digo recrear, porque Ramón ya no es el mismo -los clientes tampoco- sino alguien mucho más sabio y por eso no se conforma con imitarse a sí mismo. Los aperitivos, todos deliciosos, son los mismos de esta temporada por lo que ya se los doy por comentados otras veces. Así que vayamos directamente al grano.

Como un otoño no es tal sin setas y el chef, como buen catalán, las venera, empezamos con su maravillosa galleta de boletus con trazo de ajo y capuchino de avellanas con trufa de otoño. En realidad es mucho mejor que una galleta, porque se trata de una hojaldrada y etérea coca de ceps rellena de una sabrosa picada catalana y cubierta por una excelente y aromática trufa blanca. Aparte y para entonar, una maravillosa y aterciopelada crema, aún más otoñal: capuchino de ceps y avellanas.

Como es muy hábil con las más variadas técnicas y gran conocedor de la cocina tradicional, las patatas a la importancia que desaparecen con cigalas son un elegante juego consistente en unos bombones de patata sobre un carpaccio de cigala y todo ello regado por un intenso y perfecto consomé de marisco. Es un plato redondo, salvo que para mi, que soy un maniático de las temperaturas, el contraste de los fríos del carpaccio y los calientes del consomé me resulta algo incómodo. Pero muy llevadero.

Me acordaba perfectamente de este súper plato, todo un festival de sabores clásicos y elaboraciones vanguardistas: tortilla líquida de bacalao con tapiz de pisto y alubias de Santa Pau. Todo gira en torno a una brillante esferificacion de tortilla, -por lo que es líquida y estalla en la boca o en el plato impregnándolo todo-, que enriquece un gran guiso de callos de bacalao, morcilla y alubias. Aparte, un delicioso brioche relleno del mismo guiso y un bello y refrescante tapiz de verduras que es un elegante mosaico de gelatinas en el que destaca el punzante pimiento rojo.

Si hubiera que buscarle más características a esta cocina, las palabras mar Mediterráneo saldrían inmediatamente. El Maremoto es eso y nada más. Mar en estado puro, tanto que los agrestes sabores de navajas, berberechos, almejas y ostras no son aptos para timoratos. A mí mismo me resultan muy bestias (recuerden que no como ostras precisamente por eso). Que además estén empapelados con bizcocho de plancton marino ayuda a fortalecer ese subidón de yodo que se siente en cada bocado. Menos mal que un brillante bizcocho de alga codiun y pescadito frito resulta más suave; y delicioso con su mezcla de crema y crujiente. Una pasada.

También tenia buenos recuerdos del lenguado en hábito negro con vainas verdes y suquet de algas, una preparación que eleva a la alta cocina los crujirse de un manido pescado rebozado, en este caso con un toque de tinta. La salsa es una brillante y orientalizante mezcla de tupinambo, lemongrass y chile. Una sabia manera de reinterpretar la comida de todos los días en varios países del mundo. Reinterpretarla con cosmopolitismo y sabiduría.

Ramón había decidido no darnos carne para que pudiéramos salir andando por nuestro propio pie, pero cómo resistirse al cochinillo ibérico confitado. Está muy sabroso y el delicioso jugo, muy perfumado de tomillo y hierbas campestres, aligera enormemente la potencia grasa de esta carne, al igual que el delicioso acompañamiento de una coca de chicharrones y pimientos increíblemente crujiente.

Después de estos platos abundantes en sabores y grasas, el postre Fresh es una bendición granizada y repleta de sabores muy refrescantes: kiwi, apio, melón y cítricos. Para dar consistencia a tanta levedad un bellísimo y apetitoso suflé frío de queso de Cantagrullas en blonda de encaje que es más bien un cremoso y sabroso flan pero dejemos esa concesión a la poesía que hace Ramón.

El postre más repostero es reciente y me encanta. También puro otoño y lírica, porque se llama debajo de una hoja de helecho, el sabor del otoño que no es otro que crema de boniato, higo, calabaza, granada y castañas. Una delicia densa y ahumada. Lo que está encima, que por algo se llama debajo, es una excelente galleta que aporta un deseable crocante.

Luisa de chocolate. Pura pasión, puro amor es aún más literario, pero además es muy bonito porque se trata de un gran engaño a los sentidos, eso que en arte y, también en cocina, se llama trampantojo. Parece un cruasán, y lo es, pero no de masa, sino de chocolate con bastante leche para que tenga un adecuado y buen color. Bajo su crujiente cobertura, una densa crema de chocolate negro absolutamente adictiva.

Han pasado diez años, aunque no lo parezca, pero al menos en esto, ha sido para mejor. Ramón Freixa ha evolucionado cada día. Con tesón, imaginación y trabajo bien hecho aunque por la razón dicha, aún no ha llegado su gran momento pero, tarde o temprano llegará, porque es una de las más firmes y brillantes realidades de la cocina española o, lo que viene a ser lo mismo, dado nuestro liderazgo, mundial. Y que sea por muchos años.

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Estrella a la vista

Hacia algunos años que el hotel Urban no contaba con un buen restaurante. Situado junto al congreso de los Diputados se halla en una de las calles más elegantes y monumentales de Madrid, la que antaño comunicaba el Salón del Prado y Palacio a través de la Puerta del Sol. Hoy es una arteria poblada de turistas, políticos, periodistas y, muchas veces, manifestantes. Los edificios señoriales siguen siendo el elegante y silencioso decorado de tanto bullicio. 

Junto a uno de los más bellos, en otro tiempo sede del Banco Exterior de España, todo sillares de granito e imponentes puertas de bronce, se alza este Urban, un lujoso hotel de decoración moderna que cuenta con una de las más bellas azoteas de Madrid y, lo que es más notable, con una imponente colección de arte africano. 

Y como todo buen hotel necesita un buen restaurante, han tenido la feliz idea de sacar a Yeyo Morales de Ramsés y darle el espacio y la libertad que necesitaba para desarrollar su cocina. Me alegro de haber intuido su talento cuando, única vez, hablé bien de Ramsés en Oro falso, cocina real. Ahora empieza a desplegar su gran cocina en este nuevo restaurante  que ocupa el espacio del antiguo  Europa Decó, despojado ahora de animal print, cuero y horteradas varias. En el nuevo comedor destaca el blanco de los impolutos manteles y el rayado de las paredes de ébano, conservando tan solo del «esplendor» pasado una gran pared de teselas doradas ante la que se elaboran las entradas. 

Sin embargo la llegada asusta un poco porque los aperitivos se sirven en un bar que conserva los lacados en negro y unas horripilantes pilastras doradas. 

Será la influencia del espacio porque lo más flojo de este gran almuerzo -lo adelanto ya- son los aperitivos. La presentación, todos juntos y en una bandeja plateada que pasan varias veces, tampoco es acertada. La ensalada de melón, pepino y hoja de ostra es agradable, el Marshmellow seco, al igual que el plum cake de butifarra, pero excelente la almeja envuelta en gelatina de vermú y la piel pollo en pepitoria, crujiente y llena de minúsculos puntitos de salsa. 

El menú degustación, servido ya en la enorme y confortable mesa, comienza con el calçot, un buñuelo japonés con crema de calçot a la brasa, salsa romescu y una leve crema que se hace con la parte verde del calçot. El buñuelo estalla en la boca inundándola de sabor. 

El bacalao es una empanadilla con pimiento, tomate y cebolla acompañada de una sabrosa crema de aceituna negra. El plato es líquido, o sea una base de cristal rellena de agua, de un efecto excelente. Ya nos hemos dado cuenta de dos cosas: esta cocina tiene sabores tan potentes que no es para melindrosos y el cuidado de la estética en todos los detalles es sobresaliente. 

La quisquilla se compone de tataki de quisquilla (me pareció más un tartar pero estando tan bueno, que más da), gel de sus huevas (por eso es azul) y un aire limón asado refrescante y resistente; porque no se cae. El plato se rellena de arena de la  Costa Brava y la ejecución impecable del marisco nos recuerda al gran maestro de Yeyo, Paco Pérez, el chef del Miramar de Llançá y uno de los grandes de los mariscos y los arroces. 

Callos: una muy delicada y quebradiza tortilla de garbanzos con emulsión garbanzos y un inofensivo chile rojo esconde una sorprendente croqueta de callos, liquida por dentro y crujiente por fuera y que es un estallido de callos a la madrileña.

Hasta ahora ningún plato había salido de la cocina porque todos se preparan en la sala. Tras la croqueta llegan originales panes de churros y negro de cereales con albaricoque y un buen blanco de hogaza. Y con ellos aparece un excelente chipirón,  hervida la cabeza y a la andaluza (fritas) las patas, un contraste perfecto alegrado con salsa de calamar al wok, un  alioli suave y espuma de codium, una deliciosa alga. 

El caviar es un plato sorprendente. Sobre una sopa gelificada de tomillo y un aire de tomillo, que esconde taquitos de pollo ahumado, se coloca el caviar. Los toques de sabor de la crema agria y de estética de los pétalos de begonia realzan una mezcla sorprendente y deliciosa. 

El espárrago es otro plato de gran complejidad e inventiva compuesto, como no podía ser menos, de espárragos blancos y verdes, además de boletus, yema de huevo esferificada, caldo de carne, remolacha, bimi, brotes de soja y trufa negra. Lo que sorprende es cómo todos y cada uno de los sabores se potencian entre ellos y se reconocen a la perfección sin que ninguno impere sobre los demás. 

Boquerón: muchas texturas y preparaciones audaces (boquerón marinado, espina frita y hasta helado de boquerón en vinagre) de este pescado barato y poco usado en la alta cocina. Por si fuera poco tanto riesgo se baña en  garum, la salsa favorita de los romanos, uniéndose a una excelente aceituna esferificada, mezcla que recuerda los aperitivos más castizos. 

La sabiduría marisquera se vuelve a poner de manifiesto en la gamba roja: se prepara en dos cocciones y la cabeza se deja casi tal cual para mantener todos sus jugos. El toque vegetal está en una suave y rosada espuma de  fricandó y en un crujiente chip de alcachofa. Ambos realzan la maravillosa gamba roja de Palamós. 

Ya había dicho que el maestro de Yeyo es un consumado arrocero. Su buen aprendizaje se demuestra en el conejo que es en realidad un delicioso arroz de fuerte sabor a campo (el romero no es poca ayuda) con una picada suntuosa, en la que destacan el azafrán, los ajos y las avellanas. Sobre tan delicioso arroz un sutil carpaccio de conejo. 

Las cocochas surgen de una marmita negra, con tapa y asa, que parece la de las brujas amigas de Macbeth. Son de merluza y se bañan en caldo de cocido madrileño (¿más riesgo, alguien da más?) y se engalanan con zanahoria en varias texturas. Provocador y excelente. 

El jarrete (de waygu) se asa durante 24 horas a baja temperatura. El envoltorio de tendón aliñado y salsa de tuétano resulta algo graso, pero deja de serlo tanto cuando se mezcla con la berenjena a la llama sobre la que se coloca. La verdura da frescor al plato y retira los excesos. 

Afrancesarnos para siempre y empezar los postres con queso me parece una excelente idea, un gran tránsito de lo salado a lo más dulce. Aquí se hace pero de modo más elaborado. Queso es una piel de leche que recubre un queso líquido que inunda la boca y se endulza con los sutiles toques de un pedacito de membrillo, miel de trufa confitura de cereza. El resultado es bueno y el sabor y aroma de la trufa sumamente agradable. 

Fresa es un crujir de pétalos de rosa (el recipiente se rellana de aterciopeladas hojas de rosa) con nata y fresas que es una vuelta a aquellas tartas de toda la vida, pero con texturas y proporciones totalmente diferentes.  

Boqueria es un homenaje a las frutas tropicales y al mercado que en más variedad las vende en Barcelona. Una sinfonía de frutas tropicales: espuma de plátano, esferificaciones de lichis, ravioli de mango, lulo, kiwi y helado de naranja sanguina, una verdadera orgía de sabores frutales con el resultado más leve y refrescante. 

Lo más dulce llega con la Ratifia un original dulce  compuesto por una mousse de ese licor de hierbas que le da nombre, helado de cacao, crema espumosa de chocolate y hasta un falso merengue de haba tonka. Original como casi todo lo anterior y muy bueno. 

Es curioso que el principio y el final, cosas que casi no forman parte de la comida sea lo que menos me haya gustado. Del convento son los dulces que se sirven con el café: praline de almendra, macarron de costrada, rosquillas listas liquidas todo de buena factura pero dulzón hasta lo empalagoso.

Cebo, ya lo habrán notado, me ha gustado y mucho. Es difícil predecir el futuro, especialmente cuando se está al comienzo del comienzo, porque un restaurante, como una vida acabada de alumbrar es algo frágil y quebradizo que depende de cocina, servicio, profesionalidad, amabilidad, variedad, elegancia, eficacia, gestión y mil detalles más. Por eso, habrá que esperar un poco más observando la evolución de Cebo pero, sea como fuere, desde ya les digo -y lo digo pocas veces- que no se lo pierdan y que ¡ha nacido una estrella !

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Toutain y la fábrica de chocolate (con coliflor)

Recomiendo acercarse a David Toutain por la explanada de Los Inválidos. Mejor en un día de primavera o de otoño, cuando los colores parisinos se tornan más tenues y delicados. Tampoco hace falta llegar hasta el edificio. Es preferible verlo a distancia porque, quizá, el alejamiento le confiere una mayor belleza. Y es que en París todo tiene la cualidad del oro y la opulencia, demasiado oro, exceso de opulencia. Sin embargo, en la relativa lejanía, la arquitectura imperial de la cuidad adquiere una dimensión más humana sin perder sus pueriles riquezas de cuento de hadas.

A un tiro de piedra y escondido en una callejuela estrecha, está el restaurante de David Toutain, el niño prodigio del Agapé Substance, el local donde con menos de treinta años alcanzó fama mundial, cosa casi incomprensible porque el restaurante era apenas un estrecho túnel con una mesa corrida para veinte personas y tres mesitas para seis comensales más, todos encaramados, como papagayos, en altísimos taburetes y oprimidos por la falta de espacio. La incomodidad, las cuentas de entre 100 y 150€ como media y las interminables listas de espera, no amilanaban a nadie y el restaurante se convirtió en objeto de culto y lugar de peregrinación.

Nunca fui al Agapé. Este blog se llama Anatomia del Gusto porque considera la gastronomía moderna una experiencia sensorial completa, en la que estética y belleza son esenciales, en el plato y en el entorno. De igual modo que no iría a un restaurante solamente por su decoración o ambiente, tampoco lo haría por su comida, si el entorno me resultara demasiado hostil.

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Así que, cuando en 2013, Toutain abandonó el Agapé para tomarse un año sabático y anunció su nuevo proyecto, empecé a aguardar impaciente. Y la espera ha valido la pena. Toutain es nieto de agricultores meticulosos y amantes del campo. Desde los veinte años ha trabajado en algunos de los mejores restaurantes del mundo (Pierre Gagnaire, L’Ambroisie, L’Arpege…) y siempre ha cultivado un amor desmedido por el mundo vegetal. Por eso admira a dos de nuestros genios verdes, Andoni Aduriz y Josean Alija. Esa pasión hortícola y un local lleno de maderas claras, barros recién cocidos, mesas toscas, luz a raudales y austeridad calvinista, nos acerca más a la reciente y celebrada cocina nórdica que a los lujos parisinos, pero está bien que así sea porque Toutain está llamado a cambiar muchas cosas en el acartonado mundo culinario francés.

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Lamentablemente, mi primera aproximación fue rápida, pero me permitió probar un asombroso menú de almuerzo al alcance de muchos bolsillos. Cierto que 42€ no es precisamente lo que llamamos menú del día pero téngase en cuenta que estamos en París, ante uno de los grandes y en un lugar cuidado y lleno de lujos sutiles: recetas únicas y arriesgadas, exquisito servicio -comandado por un gran sumiller colombiano, Alejandro Chavarro-, presentación, refinamiento, etc. Además, se trata de un festín que cambia cada día.

El mío comenzó con un crujiente de guisantes y pomelo, un aperitivo que mezcla crujientes y blandos y posee un delicioso y fresco sabor a hortalizas de primavera.

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Después, el bocado de steak tartare cortado a cuchillo, por supuesto, se aliña con toques de frambuesa y avellana (o no seria de Toutain) pero mantiene un sabor clásico irreprochable donde la excelente carne es única protagonista.

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Los espárragos, levemente tostados, con emulsión de queso parmesano y yema de huevo ahumada son un prodigio de sencillez, porque un buen espárrago blanco no admite casi nada. Su sabor delicado, de leve amargor, se disipa con cualquier salsa o preparación que no sea sutilísima. Exactamente lo que son estos acompañamientos que además, evocan juguetonamente a la manida y tradicional mahonesa, dejándola en mantillas.

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Llega a continuación uno de los platos que le ha dado más fama al cocinero, tanta como la ostra con kiwi o el salsifí (barba de cabrón en castellano clásico) con chocolate blanco: la anguila ahumada con sésamo negro, otro juego genial porque por su aspecto, recuerda a lamprea al vino tinto o a las salsas de tinta, sin parecerse en nada a ellas, como en nada se asemeja la tinta de calamar al sésamo. Cocina inteligente, culta, arriesgada y llena de sentido que alcanzará el culmen con otra de sus famosas creaciones, pero para eso hay que llegar al postre.

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Antes de ello, una deliciosa broma: una camarera armada hasta los dientes de afilados cuchillos se aproxima a la mesa.

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Ensartados en un bloque de madera, el comensal ha de elegir su preferido y con él, trinchar un excelente plato de tres carnes -ternera, buey y ibérico- a las que nada perturba. Como debe ser. El talento no está en salsas que disfrazan, sino en un exquisito acompañamiento: zanahorias confitadas en mantequilla avellanada y quinoa frita, dos manjares sencillos y excelentes. Y además, saludables e hipocalóricos…

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La anunciada sorpresa, la otra mezcla audaz y ya clásica, es la crema de coliflor con chocolate blanco y helado de coco. Sí, así como suena, pero la mezcla está tan bien realizada, los ingredientes dosificados tan en su justa medida que el postre, a priori disparatado, resulta excepcional, porque esto es lo que distingue a un creador, «hacer posible lo imposible», que diría el Calígula de Camus. Lo que en otro seria puro disparate y mezcla sin sentido adquiere en ellos una grandeza inesperada.

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Supongo que a estas alturas ya nadie pensará que el menú es caro y eso que aún falta un postre de belleza pop, el que hace recordar al Toutain de antes al decir de algunos, los que afirman que sus preparaciones han perdido belleza. Desde luego, no lo dirán por la mandarina con merengue y helado de shiso, otra mezcla refrescante y perfecta de diversas texturas, muchos colores y variados sabores, de diferentes preparaciones brillantes por si solas y perfectas juntas.

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Después de esos postres geniales, yo casi evitaría los financiers de frutos rojos porque, siendo buenos, ya parecen tan sólo unas magdalenitas sin importancia.

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Mientras degustaba almuerzo tan «sobrio» y miraba goloso a las demás mesas, en las que se servían quesos y platos y más platos, me arrepentía de no haber venido con más tiempo, de no haber optado por unos de los otros dos menús más largos pero, acabada la refección, me consolé pensando que mejor así, que siempre es preferible echar de menos que echar de más, que la belleza, como la rosa, siempre es breve y que no está mal abandonar un restaurante, una música, una ciudad o un museo con ansias de volver, con un ferviente deseo de, la próxima vez, apurarlo hasta el fin.

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