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Pasaje a la India

Igual que no soy ningún experto en cocina china -ya lo dije al hablar de Tse Yang– tampoco sé mucho de cocina india y eso que la ida a aquel mundo fue mi primer gran viaje y mi temprana incursión en la literatura de, o sobre ese país, me influyó grandemente. Eran los tiempos del inmortal Forster o de M. M. Kaye e incluso de escritores más recientes como Amitav Gosh, Arundhaty Roy y el después archifamoso Salman Rushdie, los cuales aprovecho para recomendarles. Nada fue lo mismo después de esos libros y de aquel viaje, pero un camino iniciático no nos hace expertos en cocina. Así que casi mejor para ustedes, porque les hablaré como un cliente normal, más o menos interesado en restaurantes indios.Y como mucho me gustan, me apresuré a visitar Benares, heredero del inolvidable -bastante olvidable en los últimos tiempos- Annapurna

Lo primero que sorprende del lujoso local es su notable y elaborada fealdad. Parece que a las decoradoras se les hubiera secado el cerebro, como a Don Quijote, pero no por exceso de libros de caballerías sino de proyectos. Todo es una avasalladora mezcla de ideas y materiales que forman un conjunto incoherente y sorprendentemente deslavazado: pasamanos dorados, papeles pintados de rayas de purpurina, paredes de madera repujada, suelos de colegio, decorados kitsch rojo y más oro y, presidiéndolo todo, desde el patio, una agresiva y horrorosa pared de ladrillo rojo completamente desnuda y ofensiva en su impudicia.  

 Todo es tan feo que el único refugio es el cuarto de baño, francamente bonito y relajante.  

 Más peculiaridades: hay cámaras por todas partes, como si estuviéramos en una central nuclear y no en un restaurante, y las luces son tan raras que todas las fotos salen rayadas. Quizá han encontrado la fórmula para que no las hagamos (de hecho, Heston Blumenthal les ha declarado la guerra). O para que los platos parezcan aún más feos que en la realidad.  

 El menú degustación no mejora las cosas. Es agradable pero increíblemente caro para 65€. No muy largo, poco variado y sin productos costosos (una vieira, una gamba, algo de  cordero y muchas lentejas, garbanzostamarindo y, menos mal, multitud de deliciosas especias) no es razonable que cueste casi lo mismo que el del aclamado La Cabra, más que el de Álbora y solo un poco menos que el ejecutivo de La Terraza del Casino, uno de los tres mejores restaurantes de Madrid.  

 Los aperitivos consisten en unas agradables tortitas de lenteja amarilla con tres salsas y bolas de harina de garbanzo con patata, cilantro, salvia, lima, yerbabuena y tamarindo, una mezcla agradable y aromática, como todo en una cocina que combina con maestría lo dulce con lo picante y lo agrio con lo cítrico.   

 Las vieiras a la parrilla con texturas de coliflor están demasiado pasadas, por lo que resultan algo blandas.   

 Los langostinos (los llaman así, langostinos, aunque es solo uno) con coco y hierbas y pollo tika es un modo de poner juntas sin mezclarlas cosas que no tienen nada que ver. El pollo es muy bueno y el langostino lo sería… con menos cocción.   

  El rape al tandoor (el horno indio) con salsa de coco es suave y nuevamente muy hecho, pero se acompaña de una croqueta de cangrejo, unos tallarines de calabacín y una salsa picante que consiguen salvarlo.  

  El guiso de cordero de Cachemira al aroma de azafrán e hinojo es fuerte y delicioso pero tan escaso para dos personas que casi no pude probarlo. Menos mal que se acompaña de panes del horno tandoor, arroz con almendras y un delicioso guiso de lentejas negras.

Es curioso que en más de cien artículos sobre alguno de los más vanguardistas restaurantes del mundo en los que es moda quejarse de las cantidades, yo no lo haya hecho nunca y lo tenga que hacer nada más y nada menos que en un indio de cocina tradicional, pero tras la gamba y la vieira, el dado de cordero es francamente ridículo. Será escaso porque es de la lejana y pugnaz Cachemira pero, siendo así, les recomiendo que se pasen al de Aranda de Duero

El sorbete de mango es fresco y correcto, como lo es casi siempre, y los tres minipostres que le siguen (un buen y dulcísimo yogur, una galleta que parece la clásica shortbread escocesa pero sin mantequilla y algo de chocolate con rayadura de cacahuete) agradables pero tan olvidables como tantos otros.  

  

 Se puede decir que Benares es una carísima aproximación a la cocina de la India y que nada provoca rechazo, porque ni siquiera los picantes son exagerados, pero también que nada enamora y mucho menos encanta. Un lugar que se olvidaría fácilmente de no ser por sus precios y su inexplicable decoración. 

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Minioriginalidad, Maxipretenciosidad 

 Jose Avillez es el cocinero estrella de Portugal, quizá el único. Perteneciente a una elegante familia fue famoso desde el principio, tanto que consiguió hacer de su estancia en El Bulli un éxito periodístico en forma de diario. Hasta hace pocos años regentó el más bello de los restaurantes lisboetas, Tavares, una joya del siglo XIX que recuerda mucho, por la ubicuidad de los espejos, el rojo de los terciopelos, el fulgor de los dorados y la belleza de los frescos al Grand Vefour parisino, uno de los lugares más bellos del mundo.

Sin embargo, Avillez no tuvo su propio restaurante, Belcanto, hasta hace poco más de tres años. Ya nos ocupamos de él, es un buen restaurante y tiene el mérito de nadar contracorriente en el conservador mercado portugués. Quizá por eso se nutre básicamente de turistas. También ha conseguido con él dos estrellas Michelin. Con todo, esto no es lo más sorprendente, sino el hecho de haberse convertido en marca y haber abierto en cuatro años, una taberna en Lisboa (Cantinho de Avillez), un catering, un bistró (Café Lisboa), un bar –este Mini Bar– y hasta una pizzería, todos ellos en un radio de dos calles. 

 
El Mini Bar pretende presentar las grandes creaciones de Avillez en un entorno más sencillo que el de Belcanto y en forma de low cost. Esto es cierto que lo consigue porque el sitio es relativamente barato, pero lo logra a costa de sacrificar muchas otras cosas. Ya hace tiempo que Paco Roncero (Estado Puro) o Dabiz Muñoz (StreetXo) descubrieron que podían convertir muchas de sus elaboraciones en una suerte de tapas modernas y la idea fue verdaderamente magnífica. El problema es que muchos de estos platos han de preparase en el momento por su gran delicadeza y fragilidad y ser tratados como en un laboratorio, lo que requiere un ejército de camareros y cocineros. La pretenciosisdad de Avillez consiste en no haber entendido esto y en servir platos que no se pueden ofrecer de este modo, por lo que sus menús resultan tediosos e interminables. El que acabamos de tomar, y voy a contar, demoró nada menos que tres horas. Si a eso se añade la incomodidad y el ensordecedor ruido del local, el ambiente no parece el más adecuado para pasar en él una octava parte del día y la mitad de la noche.

Con iluminación escasa y detalles muy teatrales, el Minibar tiene unas mesas minúsculas que más que juntas están apiladas. La obsesión por hacer caja es tal que dichas mesas, escasas de por sí para dos comensales, se usan también cuando estos son tres. Afortunadamente, nos negamos a embutirnos en una de ellas y, a regañadientes, fuimos cambiados. Eso con una reserva hecha con una semana de antelación… 

 
Además de la carta se sirven dos menús, uno por 48.50€, más largo y sorpresa, y el que contaré ahora, llamado Cartaz (cartelera) y que cuesta 39. Comienza con unas caipirinhas de exterior helado e interior líquido bastante buenas y refrescantes, aunque vistas ya en mil combinaciones diferentes, por ejemplo en el gazpacho de cerezas del propio Avillez y mucho antes, el de Dani García

 Sigue con las famosas esferificaciones de aceituna de El Bulli ahora servidas en España hasta en las bodas. Están siempre buenas porque son pura esencia de aceituna y en esta ocasión, el chef tiene la deferencia de explicar la autoría. 

 
El Ferrero Rocher, es un excelente bombón de chocolate y almendra que exhibe la originalidad de un relleno de foie. Es otra preparación habitual en cualquier catering y que borda Ramón Freixa. Desconozco quién fue su creador pero desde luego no ha sido Avillez

 
Y qué decir de las gambas del Algarve en ceviche. Pues que es una buena idea en la que coincide, en este caso con la de Paco Roncero… 

   Ceviche de Paco Roncero

El “frango assado” con crema de aguacate y requesón, tiene su gracia porque la aparente tosta es el mismo pollo tratado de forma crujiente y sabrosa. 

 Menos excitante es, sin embargo, el cornetto de steak tartar de con emulsión de mostaza, por ser otro habitual de cualquier catering pueblerino. Este para colmo brilla por su extraordinaria insipidez, cosa que ya es difícil de conseguir en esta receta. Quizá se les olvidó el aliño…

 
Sigue un atún braseado con salsa de miso, agradable sin más, pero bellamente presentado sobre una brillante piedra negra encaramada en una base cetrina, y pétrea también, que esconde una pequeña mariposa de aceite que más que contribuir al calor, embellece el plato. 

 
El caliente y frio de escabeche de bacalao con vinagre de frambuesas son unos más bien vulgares y crujientes buñuelos de bacalao, bien ejecutados y algo empalagosos por culpa de un exceso de aceite. 

 
Sin embargo la caída, como siempre que uno se va despeñando, se acelera con el arroz de ternera com parmesano, un engrudo parecido a un risotto y que me hizo recordar por qué, según me explicó el chef Olivier da Costa había retirado este tipo de platos de sus cartas: «a los portugueses les parece comida de perro…” Lo dijo él, no yo! 

 
Los postres mejoran algo y se comen con alegría tras los últimos sobresaltos. El primero es un yogur de frambuesas y mascarpone sobre el que nada hay que comentar 

 
y el segundo un suspiro de avellanas revisitado, del que ya ni siquiera hay foto porque a estas alturas, todas las mesas cercanas habían oído nuestras conversaciones y nosotros las de ellos, habíamos aspirado su olor y sentido su calor, el ruido era ensordecedor (el vino y la larga espera, ya se sabe) y estábamos cerca de alcanzar las tres horas de cena. O sea, un martirio.

Resumen: el precio es asequible y la comida no está mal dependiendo de cada plato -luciéndose más en los aperitivos que, si bien no sorprenden a ningún aficionado, son agradables-, pero naufraga en todo lo demás. Naturalmente tiene arreglo si se cambia el servicio en pleno, se reducen y separan las mesas, se consigue un ritmo razonable, se insonoriza el local y se sustituyen todos los platos superfluos, que son bastantes, porque la sensación general es más de descuido arrogante (a la gente le gusta cualquier cosa) que de incompetencia. 

Que la cocina de Avillez –al menos esta- carezca de originalidad, no es el mayor problema. Al fin y al cabo, la emulación es la forma más sincera de adulación.

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Tres estrellas no es nada

Paco Roncero merece ya su tercera estrella. Así de contundentemente lo afirmo, tras mi visita de cada verano a esa hermosa azotea blanquinegra, ahora punteada de rojo, que sobrevuela torres rojas de cobre, inmensas esferas que parecen manzanas de oro, rotundas pilastras de piedra y bronce, esbeltas columnas de mármol, descomunales y negras cuádrigas modeladas a la medida de los titanes y exhaustas y níveas cariátides de rostros agotados. 

 Ver todo eso ya es mucho, pero hay más, porque un límpido cielo madrileño, de cambiantes tonos y múltiples luces, y una luna, ora tímida, ora deslumbrante, coronan nuestra cabezas. Que tanta belleza no apague la comida sino que la ilumine es mérito de este gran cocinero que creó una excelsa obra personal sobre los pilares de lo que fue el pied a terre madrileño de Ferrán Adriá, cuya poderosa sombra hizo desaparecer incluso el nombre de Roncero al punto de permanecer por muchos años desconocido.  

 Tomando lo mejor del maestro pero explotando su propia personalidad, consolidó un restaurante completo que tiene todo lo que un tres estrellas requiere, incluso cosas de cuatro, visto lo poco que ofrecen algunos que sí las ostentan gracias a la incansable generosidad francófila de la Guía Michelin, a la que pido desde ya justicia para La Terraza del Casino. Y explico por qué: un chispeante Pisco Sour se sirve para refrescar paladares y comenzar este menú fijo de verano. Es tan reversible como toda la cocina moderna porque, al cuajarse con nitrógeno líquido, tiene la consistencia de un sorbete que también estaría excelente como postre o pre.  

 Los boquerones en vinagre son crujientes y se enrrollan en la raspa convertida en chip y las patatas sufladas con ali oli son una gran y diminuta versión de las souflé, esta vez con corazón de salsa de ajo. La aceituna es una deliciosa esferificación, alma de aceituna. Ya se ve, nada más comenzar, el talento del chef y su espíritu juguetón, porque con grandes y avanzadas técnicas transforma tres aperitivos de taberna en creaciones de la más alta cocina y con sabores autóctonos, eso sí, intensificados.  

    
 La tosta helada sigue por los caminos de los helados salados y es una divertida versión del pan tumaca, el soufflé un delicado envoltillo de obulato y el queso de aceite de oliva una broma deliciosa que sustituye la leche por aceite perfumado con un intenso parmesano.  

    
 El cono de palomitas especiadas y aguacate es una mezcla que traslada inmediatamente a México –y eso que le falta una chispa de picante- y el rollito vietnamita de jurel ya se sabe donde, pero en este caso pasando por el muy español mundo de las frituras y los buñuelos.   

   Culminan los aperitivos con otros paseos por el mundo y es que los grandes cocineros son artesanos cosmopolitas y viajeros incansables: el tiradito de corvina es perfecto y servido sobre media lima gana en frescura y sabor, el cacahuete thai esconde alma líquida bajo una corteza crujiente en la mejor tradición de las almendras miméticas de Adriá, el gran maestro de Roncero. Y la tortilla de camarones es una vuelta a los orígenes pero practicando la filigrana. A mi que no me gusta nada la fritanga estas me apasionan por su consistencia de cristal y su ausencia de grasa.  

    
 Acaban aquí los que llaman snacks y comienzan los tapiplatos. Confieso que no sé distinguirlos porque todos son pequeños, delicados y sorprendentes. Sin embargo, ese entreacto me sirve para decir que, a estas alturas, ya estamos rendidos ante la imaginación, la chispa, la inteligencia y la pericia técnica de Roncero

El canapé granizado de gazpacho es una deconstrucción inteligente. Alejadisimo de la tradición, basta con probarlo para que estallen en la boca los muchos y refrescantes sabores de la más grande de las sopas frías. La ostra con escabeche de zanahoria respeta el sabor del molusco pero lo realza con un refinado escabeche. Eso hace que pueda gustarnos incluso a los que nada nos gusta una simple ostra.   

     Contrasta con la otra gran crema fría la vychissoise, aquí enriquecida con almendras tiernas, cigala y tomate, consiguiendo una mezcla de sabores y texturas tan compleja como excitante, auque incomparable con lo extraordinario de la gamba roja, cuerpo a la plancha perfecto, cabeza hecha crujiente y puros jugos. Una maravilla que también comparte David –o Dabiz- Muñoz.  

  Los guisantes con callos de bacalao fue el único plato que no me gustó, quizá por su emplazamiento. Tomar en ese momento una sopa de guisantes no era muy apetecible al igual que un aspecto que parece indicar que la falta de emoción ha impedido una presentación tan bella y elegante como las demás. Tanto que renuncio a poner foto para no desmerecer el resto y porque hasta el mejor escribiente…

El arroz cremoso con yogur, berberechos y limón es un gran plato, aunque no muy bonito, y que apenas puede alcanzar las alturas del salmonete con tirabeques, una mezcla suave e inteligente que respeta el maravilloso sabor y la perfecta cocción del que ya he llamado el rey del verano.  

   
Se acaba con un delicado y crujiente costillar de cochinillo que sorprende y eso a pesar de lo manido de este plato.  

 

Los postres son también punto fuerte de Roncero. Comienzan con ya un clásico, una hermosa rosa natural en la que los pétalos centrales -el resto son todos verdaderos- están confeccionados con manzana teñida de rojo. Se llama Versailles y más que un gran postre es una bella y refrescante creación que causa sorpresa y placer.  

 Los cítricos parecen una paleta de blancos y ocres. Son frescos y frutales y preparan a la perfección para el plato fuerte, el café con leche, intensos sabores bien combinados de nata, chocolate y café así como distintas texturas y temperaturas también que son un colofón extraordinario.  

   O eso parece porque aún resta una sorpresa y es que los petits fours aquí llamados pequeñas locuras, llegan en un enorme y colorido carro, cuajado de bombones, algodones, galletas, filipinos, etc que harían las delicias de cualquier niño. Hay que ser fuertes y probarlos todos porque todos son diferentes y deliciosos.  

 Es sorprendente la madurez de Paco Roncero que está en su mejor momento de técnica, conocimiento e imaginación, lo que le ha permitido construir una carta moderna y elegante con base muy popular, una especie de cocina casera en los sabores pero altamente sofisticada en la ejecución y de fastuosa belleza en la presentación. 

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