Entrar en el hotel Ritz es adentrarse en un mundo de belleza y refinamiento, en el que lo gastronómico es protagonista absoluto. Bien es verdad que ya no se abre un gran hotel sin asociarlo a chefs estrellados y a la mejor comida, pero no conozco otro caso como este y eso se debe exclusivamente al mecenazgo de la cadena Mandarin Oriental y al talento, creatividad, sabiduría y enorme esfuerzo de Quique Dacosta, que ha creado y coordinado todo, y eso son más de siete ofertas distintas que van desde el dos estrellas Michelin (no tardará la tercera) Deesa, al elegante y clásico Palm Court, pasando por el mítico brunch y los desayunos o las “campestres” comidas del jardín.
Y una joya, entre todos ellos, es el áureo, delicado y, como no podía ser de otro modo, burbujeante Champagne Bar, el único que me faltaba por probar. Y tras hacerlo, no saben como me lo reprocho. Claro, que lo mismo harán ustedes si acaban de leerme sin haber ido.
Hay dos menús, uno de seis y otro de nueve bocados -el que les cuento- pero ambos empiezan con ese monumento champagnil que es el legendario Blanc de Blancs de Ruinart.
Sirve para engarzar un ostra que parece salida de las grandes mesas francesas del XIX, y es que está depurada y mejorada por una salsa de champagne de la más alta escuela, a base de suave puerro confitado, sabayón de yema y nata. Después se gratina en la propia concha y llega más dorada que el champán.
Le sigue una coca crujiente (especialidad de la casa Dacosta) que esconde cebolla caramelizada, queso parmesano y bacon y aroma de tomillo. Aumenta sus sabores con un poco de salsa de bacon ahumado y un concentrado y sabroso consomé de rabo de toro trufado, que es por sí solo una maravilla.
La coca de oro es un cremoso de boniato, ligeramente picante, con una canónica y rica salsa bearnesa y poderosa yema de erizo. Como todo, es un homenaje al producto que protagoniza cada plato, pero no dejándolo tal cual (que para eso están los bares de toda la vida) sino vistiéndolo con galas de alta cocina que lo realzan y no lo disfrazan (que para eso están los impostores).
Claro que hay cosas que mejor no tocar, como ese huevito (el primero que pone la gallina) perfectamente frito con puntillas, buen pan y caviar osetra. ¿What else? que dice George Clooney.
La cigala, otro tesoro marino, tiene en la base una salsa americana de gran sabor, hecha con sus cabezas y además puerro confitado en aceite de trufa, aceituna negra en aceite, trufa y un magnífico crujiente de carabinero.
El salmonete llega oculto en su papillote y resalta por el perfecto punto. Acompañado de aceite de cangrejo, se sumerge en una muy marina emulsión -muy cremosa- de buey de mar.
Y como estaba tan bueno el bueyde mar llega después en un guiso con ajo, cebolla y zanahoria que se flambea con brandy y jerez seco. Y para dar textura, un crujiente atomatado de panko.
Se acaba, sí, desgraciadamente se acaba, con unas láminas finas se papada ibérica con una salsa agridulce cantonesa y, para contrarrestar la deliciosa grasa, un buen arroz de sushi.
La parte dulce empieza con un postre que parece una joya: espuma de plátano con un interior semilíquido de caramelo, galletas de almendra y láminas de chocolate blanco y oro. Gran delicia.
Y para acabar, un clásico de Quique, la bellísima rosa que se come porque los pétalos son láminas de manzana en almíbar de rosas. Y en la base del tallo, macarrón de chirivía, chocolate blanco y vainilla, además de un bombónde chocolate blanco y casis.
Y ahora díganme: ¿no es cierto que tenia que haber ido antes y hasta varias veces? Sé cuál es la respuesta….
Por suerte conocí Disfrutar muy al principio. Y fue por el azar de conocer a sus tres artífices desde los tiempos de El Bulli, donde ejercían de “manos derechas” de Ferrán Adrià quien, como Siva, tenia muchos brazos. Solo así pudo cambiar, en unos pocos años, varios siglos de gastronomía. Así que estaban sobradamente preparados para abrir un restaurante propio. Sería un reto lo empresarial, pero en absoluto lo técnico, lo creativo y lo intelectual. Iban tan rápido que arrasaron desde el principio, haciendo una cocina con aromas bullinianos, pero absolutamente personal, abriendo nuevos caminos y hasta creando muy pronto nuevos conceptos, como aquellas apabullantes multiesferificaciones que todos les copiaron. Bueno, todos los que fueron capaces de reproducir su complejidad.
Cinco años después de mi última visita, todo ha ido a más, sus dos estrellas se les han quedado muy cortas y van muy por delante en creatividad, diversión y sabor de todos aquellos que transitan estos caminos del vanguardismo técnico, conceptual e inventivo desbrozados por Adrià.
Después de lavarnos las manos con una concha marina nos presentan su lengua de gato con fruta de la pasión, ron y menta, una suerte de cóctel sólido que es un fragilísimo merengue helado que a la delicadeza, añade enorme sabor.
La “concentración” de sabor es nuestro primer “juego” porque junta brotes y germinados, habitualmente meros (y a veces malos) adornos, con una excelente gelatina de tomate y una guía del paseo campestre, que se complementa con dos bocados bellos y extraordinarios: el polvorón (esa es exactamente la textura) de tomate con caviar de aceite y una ensalada líquida que, a pesar ser bebible, es como si lo fuera cuando está en el paladar gracias a sabores y texturas variadas.
Para el caviar han inventado un vodka con trufa (macerada 6/7 meses en el licor), rabiosamente alcohólico y aromático, que sirven con su nuevo plato estrella de pan chino caliente (sin fermentar) con caviar y crema agria, los cuales dan frescor a un juego de temperaturas y de sólido y líquido, que parece imposible, casi tanto como las burbujas sólidas de mantequilla ahumada que acompañan a un canapé de caviar. Tan sorprendentes que las ponen con una lupa para que se vean mejor. Y se hacen con la máquina que crea las burbujas de las peceras
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Los berberechos con Bloody Mary (granizado) son otro muestrario de sabores intensos. Van dentro de una esfera hecha con salsa de la cocción y sobre salsa Espinaler gelificada y pimentón. Como golpe crujiente y potente, un finísimo bombón de aceituna. Todos los elementos de un aperitivo de terracita en un solo plato.
La secuencia de setas empieza con una hoja de ceps que parece puro cristal y que se hace con aceite esencial y arroz glutinoso deshidratado, una alarde de técnica, estética y sabor, quizá las tres grandes características de la casa.
La segunda es una cristalina coca hojaldrada sin harina (de obulato), burratina, boletus laminados y confitados, coronados de caviar de aceite. ¿Alguien da más?
Continúan con otra proeza de saber hacer e inundar de sabor: una yema crujiente (y completamente líquida) en tempura que hay que romper y derramar sobre el fondo de la huevera, porque allí hay una sabrosa y estupendamente campestre gelatina caliente de trompetas de la muerte.
Sigue la cosa micológica con un cremoso y perfecto escabeche de vinagre de setas shitake (hecho de nuevo con la pecera) de acidez justa, con esferificación de níscalos, una diminuta y auténtica piña confitada y la sorpresa de una ostra que parece seta. Hasta que estalla en la boca.
Acaban las setas con la extraordinaria y profunda sopa de cebolla con pan aireado de cebolla, queso Comte y yema de huevo curada, un plato envolvente y de mucho sabor que es una reinterpretación -en texturas, que no en sabor- del clásico.
Por el mismo camino de tradición mutada, transitan los aterciopelados ñoquis de berenjena ahumada, intrépido gazpachuelo de pollo y almendras, mojama y almendras tiernas y (cosas de ellos) súper tiernas. Un plato de verdura con toques ahumados que es mucho más que eso.
Los pulpitos a la catalana juntan la sencillez de la receta con la belleza del plato -en el que se ve cuanto vamos a comer- y la vanguardia de unas multiesferas que parecen (y son en cierto modo) guisantes con jamón con salsa de butifarra, menta, Oporto y anís. Todo sabe igual pero todo también mejor y más. Un plato icónico por el cual vale la pena un viaje. También por este.
Más tradición catalana con la calçotada, plato que parece imposible porque no es temporada, pero si una cosa no es factible, aquí se inventan algo y por eso liofilizan los calçots, con el aceite de su piel, en enero. Los sirven ahora con miso de salsaromesco y un soberbio dashi de calçots. En la foto estas genialidades, que los calçots son normales.
Después llega lo más conceptual -porque aquí lo es todo- y es el miedo a no saber qué vamos a comer si lo sacamos de una humeante caja cuyo contenido no vemos. Es húmedo, duro y algo viscoso. Es una exquisita gamba roja hervida, cuyo reto no es la preparación sino la calidad y el juego.
Tanta sencillez no podía durar y a continuación, abruma otro de los clásicos como es la gallina de los huevos de oro, un huevo frito con langostinos, cuya falsa y perfecta yema es un chilly crabcon salsa de carabineros en esferificación, salsa Tai e itotogarashi. El plato es impresionantemente bueno sin más consideraciones, pero si se añade toda la parafernalia contada, resulta absolutamente inolvidable.
Como vamos de sorpresa en sorpresa la mítica multiesferificación de maíz y foie se nos ofrece en una vajilla nueva, un juego de espejos que hace que “veamos” lo que no podemos asir porque es solo reflejo. Y tras el juego, la maravillosa explosión de sabores.
En el entreacto que viene ahora, empiezan a preparar una sidra en la propia mesa y que reposará hasta el postre. El hielo seco dará el carbónico que habitualmente aporta la fermentación. La sidra se ahúma al momento. La diversión y la sorpresa que no cesan.
Para acabar, una carne, el pichón macerado en un amasake que ablanda su fiera textura y que es todo un acierto, pero aún más los complementos: salsa de algas y setas, dulzor de almendra tierna y uvas y toques marinos de unos espléndidos espagueti de alga kombu.
Llega ya nuestra sidra y se sirve junto a una nuez auténtica que, abracadabra, está rellena de queso Idiazábal. Y con esa inspiración, se construye un postre de corazón de nuez, cáscara de nuez auténtica (conseguida desde la nuez verde tratada), queso en espuma cremosa, nuez tierna, ravioli y praliné. Como dirían en Máster Chef, “un montón de preparaciones”
Tras lavarnos las manos con un agua de rosas que fluye de bellos capullos rojos, la bandeja de anillos de compromiso de muchos sabores, representa la unión con el cliente, con la mirada del otro -en este caso el paladar-, sin el cual la obra de arte no existe o, al menos, no está acabada.
El pepino Hoisin tiene sésamo garrapiñado, sorprendente corteza de cerdo (sí, queda bien) granizado de jengibre y sorbete de pepino. Es impresionantemente fresco y prepara muy bien para la intensidad tostada y algo ahumada del cucurucho de sésamo negro que esconde yogur helado, sésamo y fresitas del bosque.
Sin embargo, nada sorprende más, otra vez las técnicas únicas, que el coulantde almendras con sorbete de cereza y es que para no poner harina se nixtamaliza la pasta con cal. No es que sea más audaz, es que resulta más liviano y agradable que el normal. Contiene mucho más sabor, incluso.
Acaban en grande con la manzana negra que consiguen llevándola desde que está fresca a la caramelización natural, a través del vacío y del armario caliente, en un proceso de más de dos meses y que la convierte en una auténtica golosina. Se acompaña espléndidamente con chantilly de vainilla, mantequilla noisette y un maravilloso hojaldre que consiguen también sin harina. Tal como lo cuento parece que aquí acaba todo y así es normalmente porque las mignardises cumplen siempre, pero en Disfrutar son tan deliciosas y bien presentadas que no caben en una foto.
Supongo que ya no les he de decir nada más. Si han llagado hasta aquí, en mi récord de escritura (más o menos) para un solo menú, habrán apreciado la ingente cantidad de esfuerzo, talento creativo, formación y pasión. Y por eso, sabrán muy bien que estamos ante un tres estrellas de libro y uno de los grandes del mundo, el segundo mejor. Al menos, según 50º Best. Que además se equivoca. Porque el primero es Central, en Lima, y ni color.
Hace ya más de dos años que no les hablo de Ramón Freixa, cosa rara porque, como saben, es uno de mis restaurantes predilectos y Ramón, un dandy en la cocina, un hombre con discurso y una gran preparación culinaria. Por eso es también uno de nuestros cocineros estrella más deslumbrantes. También es raro porque, como pueden ver en Instagram, lugar en el que aparecen todas mis comidas, incluso las no merecedoras de aparecer en este blog, he ido muchas veces este año. La razón es no cansarles con lugares de los que he hablado muchas veces y que siguen manteniendo una gran línea de calidad. Y eso pasa con Ramón.
Sin embargo, he encontrado la hora, primero porque siento la necesidad y segundo porque en estos dos últimos años ha experimentado una tendencia a la simplificación muy elogiable. O casi. Ya les expliqué que Ramón Freixa, al igual que el gran Gagnaire era capaz de descomponer una receta haciendo un plato con cada uno de sus ingredientes, que más que en acompañamiento se convertían en auténticos platos coprotagonistas –a veces más- del supuestamente principal. La variedad de ingredientes de la cocina moderna – y no solo, piensen en un ave rellena o en una paella, por ejemplo- y la manera de disponerlos dotaba a esta cocina de enorme barroquismo. La solución, magnífica unas veces, resultaba algo forzada otras.
Pues bien, en ese proceso de ascetismo formal, Ramón ha empezado a poner todo en el mismo plato, si bien las preparaciones continúan variadas y complejas. Pienso que ahora adolece del mismo problema anterior, en unos platos la solución es perfecta y en otros se añora al barroco Ramón. Sin embargo, no pasa nada, porque intuyo que dentro de poco este cocinero, tan creativo y elegante como intuitivo, se dejará llevar por la libertad y a unos les pondrá los consabidos platillos -platazos– y a otros, como a su maravillosa liebre a la royal, que nada necesita, la dejará en soledad total. Creo que ese es el camino -como en todo-, el equilibrio y la síntesis.
El excelente y opulento menú de invierno comienza con un original negroni a la valenciana, acompañado de una bella y virtuosa espiral de patata que tiene el original y delicioso aroma del anís estrellado; un chip take que es como un aéreo buñuelo de setas y su irrenunciable pan con tomate y salchichón de Vic, en el que el pan es una finísima y crujiente lámina que se deshace en la boca junto con un finísimo salchichón. Ya se empieza sin respiración porque todo es tradición renovada y modernidad discreta, alarde de técnica y soluciones audaces.
La piedra mimética de piñón de pino sea de queso, como al principio, sea de piñón como ahora es otro clásico. Parece auténtica piedra pero es un estallido de piñones en la boca. Hay que comerla entera porque bajo el crujiente envoltorio posee un alma líquida. El aire frío de coco thai nos lleva de lo líquido a lo escarchado en un pequeño bocado que es todo coco y especias tailandesas condensadas en tan minúscula porción. Lo que se percibe es mucho más que lo que cabría esperar.
La cruji coca de foie, anguila y manzana es un elegante canapé que sobre una hojaldrada y crepitante base mezcla esos tres ingredientes de mezcla perfecta que Berasategui mezcló con audacia y ahora son un clásico.
El gofre de hierbas anisadas con huevo de codorniz y caviar es una reinvención de ese lujo al alcance de pocos, casi un sueño ostentoso, que es el huevo frito con caviar. Simplemente perfecto sin nada más aquí es mejorado por esa pasta entre gofre y blini que se esponja para recibir el oro del huevo y las perlas salobres del caviar.
El oveo (así lo escriben como todo lo demás que les cuento) esconde una deliciosa crema de cebolla, huevas de trucha y mousse caliente de pimentón, una combinación deliciosa en la que resalta la potencia de esas huevas agrestes y chispeantes. Y hasta aquí los aperitivos. Sé que son mucho más que aperitivos pero así los llaman…
Empezamos la comida con el esturión fresco con aspic de coliflor, trufa y peras y ensalada de hierbas silvestres amargas. Muchos critican a la cocina moderna pero nadie podrá negar el habernos abierto a ingredientes deliciosos que son ya parte de nuestra dieta común, como ese gran y versátil pescado que es el esturión. Casi se sirve sin tocar, en la más leve de las preparaciones. Por eso el aspic de suave crema de coliflor con toques de pera y aromas de trufa le sienta tan bien.
A mí que soy tan crítico con los obvios nombres de los platos modernos me gusta el de este: lo mejor de la cabeza de la merluza con guisantes, corazón de lechuga, yema curada y pil pil de pimientos verdes. Lo mejor -salvo para cantoneses y otros a quienes les encantan los ojos, puaj…- es evidentemente la cococha. Su toque graso, como el de la yema o el pil pil, se contrarresta con los frescos toques de unos guisantes excepcionales y de una humilde y sabrosa lechuga. Un plato de pescado y vegetales absolutamente perfecto.
Y hablando de nombres de platos…: Sobre unas hojas de acelga: umami, alcachofas, bogavante y trufas. La vainilla que quiere ser trufa. El resultado es magnífico. Me encantan las alccachofas, me gusta mucho el bogavante y me apasionan las trufas, así que tenía que enamorarme. Tampoco es raro porque todos son grandes ingredientes y combinan muy bien. La vainilla que quería ser es un clásico en Ramón. Algo que es y no es al mismo tiempo. Aquí la vaina de la vainilla es crema y trufa también. No conseguí alcanzar el umami (el quinto sabor de los japoneses) pero no pasa nada. Tampoco entiendo en absoluto el sintoísmo.
La lubina a la cocotte de sal de carbón y hojas de tila, cabello de ángel, tupinambo encurtido, salsa y raspa de anchoas es una preparación clásica y refinada de este pescado al que el carbón y las hojas de tila aportan notas ahumadas y florales. Aún así, peca de cierta insipidez innata por lo que la alegría de la pizpireta anchoa le viene como anillo al dedo.
Los dados de corzo a la llama son otra de las grandes recetas de la casa. Como en el caso de la lubina, el respeto por la carne -tierna, jugosa, bien trabajada- es absoluto y el lucimineto viene en los contornos: lineal de boniato, granada, castañas y liliáceas que son básicamente esas leves cebollitas rellenas que me encantan.
Hacen bien en llamar a este plato simplemente liebre a la royal porque no es ni más ni menos que eso, la maravillosa receta de caza, foie y trufas embebidas en una salsa densa y untuosa como chocolate que, de tan fuerte, parece penetrar hasta el alma. La de Freixa es simplemente perfecta y muestra su dominio de técnicas clásicas aunque nada como aquel ya mítico faisán a la Santa Alianza del que ya les hablé con delectación.
Era difícil seguir tras los placeres liebrescos -que no librescos- pero consiguió sorprenderme y deleitarme con el queso porque no es un queso, es una performance, una intervención. El laminado de portobello con binomio de queso Puigpedros y Gutizia, microchampiñones y mustarda de aceitunas es el resultado de mezclar día quesos, rellenarlos a su modo y hacer otro completamente distinto. El producto de tanta osadía, excelente.
Mientras llega el postre hay una gran dulce espera: la fruta y el vino que recuerda al gran Ducasse y prepara para un gran chocolate que mezcla ruidosos crujires y aterciopeladas cremas en un todo chocolate supergoloso que llama lineal de chocolate con especias y helado de manteca de cacao.
Faltan un montón de golosinas pero ya con esto la comida ha sido redonda y reconfirma lo que tantas veces les dije: que Ramón Freixa es uno de los grandes cocineros de España lo que quiere decir del mundo y miembro de la Santísima Trinidad de la cocina madrileña antes compuesta por Muñoz, Roncero y él y ahora por él, Sandoval y Muñoz. ¿Por qué? preguntarán. Pues porque Roncero, a fuerza de viajes y variados intereses, se ha vuelto algo repetitivo en su maestría y necesita una seria operación renove. Freixa no -aunque el local se le está quedando pequeño y anticuado-, por lo que nadie debería dejar de conocerlo y si ya lo han experimentado, volver una y otra vez, porque cambia sin cesar.
La primera pregunta que me asalta al visitar Quique Dacosta es cómo se puede conseguir la fama mundial, numerosos galardones y por ende tres estrellas Michelin, estando en un lugar alejado de los grandes centros gastronómicos, sin ninguna tradición de alta cocina y hasta distante de cualquier gran ciudad. La respuesta es sin duda, creatividad talento y esfuerzo. Pero es que la cosa es aún más rara porque, siendo Denia una rica y poderosa ciudad (la seda, el puerto, el comercio, ya saben…) durante casi toda su historia, el restaurante ni siquiera está en ese centro de casonas nobles y altos techos por los que se entrevén las esbeltas palmeras levantinas. Está más bien junto a una fea carretera, que bordea un mar que nunca se ve y se engalana con inmobiliarias con carteles en alemán, y lindando con bazares y tiendas de playa devotas del plástico, eso sí, multicolor.
Para hacer aún más extraordinaria esta historia hay que recordar que Quique Dacosta es completamente autodidacta y tampoco ha trabajado con ninguno de los grandes. Ademas, permanece en el restaurante en el que empezó, si bien muy renovado. Nada hay que no sea blanco en este mundo, un color que quiere recoger toda la luz y el fulgor iridiscente de los pueblos mediterráneos.
Nada más traspasar la puerta principal, en la que una palmera parece ser la rúbrica del nombre, entramos en un pequeño jardín abarrotado de sillones, banquetas y sombrillas blancas. Desde él, un inquietante animal nos observa.
Parece una amable vaca pero debe ser un toro por sus cuernos color lila. Nos acompaña en lo que llaman 1° Acto, servido en la terraza y común a los dos menús que ofrecen, Universo local y Fronteras. Empieza con un té denso de galeras y hojas de alcachofas de la Vega Baja, intensísimoy excelente el caldo y deliciosas las alcachofas. Ambos aperitivos nos indican ya el estilo de esta cocina muy apegada a la tierra e inspirada en los sabores intensos de Valencia.
El buñuelo ligero de bacalao es un bocado sencillo pero que exhibe buena técnica, muy crujiente por fuera y con un relleno líquido que brinca hacia el paladar.
El carbón de pericanaes un plato prodigioso, más por lo conceptual que por lo gustativo. Recrea la pericana, una salsa alicantina a base de pimiento y pescados que se moja en pan. Aquí tiene textura de crema espumosa y el pan se sustituye por un falso carbón, elaborado con el agua de asar los pimientos y ahumado mientras se sirve. Una excitante mezcla de cremas, crujientes y toques dulces y ahumados.
Excitan el paladar que después se limpia con unas hojas de la tierra de agradable sabor, colocadas en un agreste escenario: naim del pastor y kalanchoe.
La piadina –que recuerda mucho a las tortillas mexicanas pero que es italiana y de trigo- de maíz fermentado, atún rojo y vinagreta de dashi es hojaldrosa, colorida y un compendio de sabores que nos lleva de paseo por el mundo.
Lo mismo pasa con el morro de cerdo moruno, de aspecto tan evocador y lleno de especias y sabores magrebíes, cosa normal porque esta zona estuvo cerca del Norte de África desde antes de los fenicios.
Se acaba esta parte con las piedras de parmesano, perfectas como trampantojo y en su mimetismo con las reales, tanto que en la caja que ven en la foto solo hay dos que no sean de verdad. Este plato ya se sirve hasta en las bodas de pueblo pero me siguen fascinando sus trampas y su intenso sabor a queso, su caparazón crujiente y su alma de queso líquido.
Aunque respeto el orden de la descripción tal como consta en el menú, el próximo plato ya se separa de los anteriores y se sirve como los restantes en el comedor, también muy blanco, desnudo y sobrio. Tan solo las piezas del Lladró más moderno alternan con mesas sin mantel y cuadros francamente feos. No así las figurillas de Jaime Hayón y de otros artistas que han revolucionado la empalagosa firma de porcelanas.
En ese ambiente tan blanco, empezamos con el más blanco de los platos, el turrón de almendro que, tras falsas flores de almendro que se deshacen al probarlas, esconde sabores sutiles que ennoblecen al más elegante de los ajoblancos.
Se entiende que se diga que aquí comienza el 2° Acto porque tras la calma y los dulzores del azahar, las flores y los almendras que pueblan la Valencia más delicada, llega la furia del mar. Quizá más que acto debería llamarse segundo movimiento porque parece la irrupción en una sinfonía romántica de las furias y tempestades de un allegro molto brioso. Son las salazones que tanto veneran en esta tierra y que se tratan aquí con ortodoxia pero también con personalidad: pulpo seco a las llamas, huevas de mújol acariciada de curación y sal, «torta» de hueva de maruca en sal al aire, tonyna de sorra reposada entre kombu de azúcar y mechoui. Para descansar el paladar, cebolletas frescas encurtidas en vinagre de granada y papadam comino
Habíamos elegido el menú universo local porque permite degustar platos clásicos de Quique y entre ellos -comienza el Acto 3°- esta refrescante nieve de tomate 2012 que es tomate puro aunque este no se vea entre cremas y alardes nitrogenados. Será que le ha robado al tomate su invisible alma despreciando las miserias del cuerpo.
Más de estas deliciosas esferas vegetales en una coca de tomate 2015 que lo recibe en polvo seco y lo soporta sobre una fragilísima oblea.
El pez limón 2015 es un juego elegante que esconde un ceviche de este pescado, fresco, vistoso y tan valenciano como una naranja.
Su frescura y color nada tienen que ver con una de las grandes creaciones del chef, justo la que muchos consideran su gran punto de partida hacia la excelencia: el cuba libre de foie gras con escarcha de limón y rúcula esnadamenos que de 2001 y muestra ya una pericia y una claridad de ideas asombrosa, mezclando gelatina, crema y sorbete.
El 4° Acto nos entrega los grandes mariscos de esta zona. El aspic de cigalitas 2015 es una crema de una intensidad difícil de describir, una sinfonía de sabores del mar que esconde en su interior la gelatina que da su naturaleza a un aspic tradicional.
El homenaje sigue con la celebérrima gamba roja de Denia hervida en agua de mar con té de bledas. Es justamente famosa en todo el mundo por la consistencia de sus carnes y la fortaleza de su sabor. Si como decía Juan Ramón a la rosa no hay que tocarla, a esta gamba le pasa lo mismo. Con esa leve cocción en agua de mar hay más que suficiente. Las bledas (acelgas) aportan un contraste vegetal curioso, pero que poco aporta a tanta y tan natural exquisitez.
El arroz J. Sendra con acelgas y manteca de cangrejos rojos 2015 no es tal, no es un arroz pero nada pasa porque contiene todos lo sabores de mar y tierra y una notable belleza de círculos concéntricos.
Casi no hay carne en esta cocina tan herbácea y tan marina. Será porque en este antiguo reino todo parece mar y huerta, hasta tal punto que las carnes de la paella son corredoras o plumáceas (pato, pollo y conejo) y siempre humildes. La costilla de cerdo ibérico glaseada, hojas de shiso verde y morado 2015 es más vegetal que carne porque todo el protagonismo es de esas deliciosas hojas que le sirven de trono y una de las cuales se cocina en tempura. El lujoso asiento púrpura remata un plato tan bello como delicioso.
Estuvimos a punto de pedir el otro menú, Fronteras, porque una comensal, más valenciana que el arroz al horno, se moría por probar el cocido de gallina vieja, con sus huevos, cresta crujiente y carne al grill, así que amablemente nos lo añadieron. Tiene dos partes, la primera con un huevo solo yema, muy usado aquí, un delicioso caldo y diminutas verduritas (garbanzos tiernos, nabos, patata). La segunda consiste en una brocheta de pularda en teriyaki, otra yema y un crujiente bocadillo de cresta de gallo en pepitoria.
Se acaba este menú sin carnes con un prodigio de técnica y creatividad: huevo entre cenizas 2015 una perfecta creación que para ser posible requiere una cáscara falsa elaborada con espárragos blancos y unas cenizas hechas con arroz. Tan solo la yema auténtica se conserva escaldada en caldo de pichón. Asombroso.
El 5° Acto es el más dulce y en lo que respecta al primer postre el más bello: flores raras 2015 es una leve delicia a base de papel de arroz, mango, lichis y flores trabajados en cremas, merengues, crudos y crujientes en un equilibrio perfecto.
Son notables los musgos 2008 pero no alcanzan tanta perfección. A base de pistachos y té matcha son untuosos y muy aptos para los menos dulceros.
Se vuelve al jardín para el 6° Acto (ya son más que en Wagner): allí se presencia un nuevo despliegue de pericia con canela en rama, ciruelas pasas 2013, pétalos de rosa (tiras de manzana teñida y aromatizadas con esencia de rosa escondidos en una rosa verdadera) y cóctel de manzana de oro.
Llegados aquí todo acaba y casi no podemos mirar atrás por exceso de sensaciones y abundancia de perfección y belleza. Hemos gozado con una culinaria extensa y absolutamente personal y lo hemos hecho casi en soledad porque tan solo ocupábamos el restaurante cinco comensales, los de nuestra mesa. La gran cuadrilla de casi treinta y cinco personas estaba dando lo mejor de sí solo para nosotros. Será la lejanía, que los precios no son baratos (190€ solo el menú) y que la tiranía del menú degustación impone cuentas muy altas y más de tres horas de almuerzo, lo que espanta a muchos que sí podrían venir si hubiera carta. Así se entiende que el mago de tanta belleza y armonía no estuviera, que ande pregonándola en lugares donde tenga más concurrencia y devotos, pero así son las cosas de la magnificencia y yo también vi una vez los Rembrandt del Louvre o el Leonardo de la NationalGallery de Washington completamente solo porque, al fin y al cabo, no estaban en el circuito.
Dedico este post a todos mis amigos conservadores, que son legión, a todos aquellos amantes de la cocina tradicional que reniegan de los avances y las modernidades. A cuantos creen que todo avance es exceso y toda experimentación sacrilegio.
La mediocridad tiene mala prensa, pero el mundo está construido a su medida. El exceso de dones, ya sea inteligencia, que provoca lejanía, de belleza, que causa frialdad o de riqueza, que inocula el miedo, conlleva sinsabores, así que no digamos la abundancia de defectos. La RAE dice de la mediocridad que es algo de escaso valor y, en su acepción más generosa, de calidad media.
Sin embargo, Horacio hablaba del aurea mediocritas como camino de perfección, aquel que se aleja del exceso, tanto de virtud como de vicio. Aristóteles lo plasmó en una famosa frase: la virtud está en el medio. Quizá esa sea la justificación que mis amigos hallan en los restaurantes tradicionales, esos que huyen de cualquier riesgo y que recrean los platos de hace cien años. Reconozco que, como en mi casa siempre se comió bien en este modo tradicional, no son mis favoritos a la hora de salir, pero alguna vez voy a ellos, siquiera para complacer a quienes quiero.
La Bodega de Luis es uno de estos lugares y también una historia de tesón y éxito. Empezó en el club de mar de Llavaneras y, desde hace lustros, es un popular restaurante del muy burgués barrio barcelonés de Sant Gervasi. Hay que darle la bienvenida como a tantos otros lugares, famosos en sus provincias, (Cañadío, Tragaluz, El Tintero, etc) que han decidido conquistar Madrid, como antaño lo hicieron Goizeko Kabi o La Dorada. Hay que acogerles con alborozo porque aquí todos caben y eso es prueba fehaciente del cosmopolitismo de la ciudad y del carácter hospitalario y gastrónomo del madrileño.
Instalado en el antiguo y añorado Príncipe de Viana, heredero por tanto de aquel batiburrillo incomprensible de IO, el local es como aquellos: elegante, alegre y sumamente luminoso.
Cuenta con una falsa terraza -porque es más bien un pabellón en la plaza-, una planta baja con una gran y elegante barra y un comedor superior circundado de alegres ventanales que enmarcan copas de árboles y arrojan chorros de luz. El servicio es bueno y a la antigua usanza. Camareros con experiencia e impolutas chaquetillas blancas. Todo es tan amoderno que ni página web tienen.
La comida comienza con un curioso ritual que proviene de los otros locales. Los camareros en hilera muestran los platos al cliente, cosa divertida y original cuando se trata de entrantes fríos o postres y algo verdaderamente desagradable cuando se trata de guisos o platos con salsas. Cualquiera que haya cocinado entenderá por qué y es, simplemente, porque las salsas, después de un rato, se oscurecen y apelmazan y su aspecto parduzco y semisólido resulta algo repulsivo. Yo pensaba pedir un suquet pero al ver aquel aspecto espeso y grasiento me abandonaron los ánimos…
Entre tantas recetas hay muchas de bacalao, a la llauna, a la catalana, de vigilia, etc. El que se sirve con escalibada es tan catalán como la sardana, además de un plato fresco, elegante y saludable. Aquí es realmente notable con las verduras en un punto de asado delicioso y un bacalao desalado en su justo termino, ni salado ni insípido. Se dice muy rápido pero no es tan fácil.
Las alcachofas con almejas es otro plato excelente de la cocina tradicional y sin duda, una mezcla audaz en épocas en que combinar tierra y mar no era tan corriente. El secreto reside en una salsa bien trabada y ligera, en unas alcachofas tiernas y no demasiado grandes y en unas almejas frescas y felices. Aquí cumplen todas esas normas.
Lo mismo ocurre con la coca -más bien un buen pan tumaca, aquí llamado coca- con butifarra blanca y negra, una preparación tan sencilla como sabrosa si los ingredientes son de primera calidad y en esta ocasión todos lo son, desde el pan que acompaña toda la comida -una única pero sobresaliente variedad- al delicioso aceite Neus, un jugo de arbequina como sólo en Cataluña se consigue. Háganme caso, prueben el Mallafré.
Hay también gran cantidad de platos fuertes, abundantes carnes, con o sin salsas y variados pescados, fritos, guisados o a la plancha. Los garbanzos con langostinos son un buen guiso. En este caso no son memorables pero están a la altura de corrección del resto de la refección, lo que ocurre en menor medida con los postres. El finger -concesión a la modernidad debe ser esto de llamarlo en inglés- por ejemplo, porque siendo de chocolate solo sabe a café, ignoro si por fortaleza de este o por flojedad de aquel. Perfecto para amantes de la bebida y prescindible para chocolateros.
La tarta de queso con naranja amarga y gengibre es original y digna de elogio, porque trata de de superar la banalidad de los frutos rojos, pero el queso empleado es demasiado suave y su sabor se pierde entre aromas cítricos.
Aunque es mejor una cocina clásica bien ejecutada que un remedo de la vanguardia al alcance de muy pocos, este es un restaurante que no pasará a la historia y que no generará controversias, ni pasiones, pero que será templo de los más clásicos -en especial si aman la soberbia cocina catalana- y refugio desengrasante de la modernidad rampante.
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