Hay muchísimas razones por las que ir a Ovillo: la primera, obviamente, la elegante y apacible cocina de Javier Muñoz Calero, cocinero formado en el clasicismo francés y suizo -es maestro salsero- al qus añadió un excitante toque tailandés. Pero también se va por el precioso local industrial -el antiguo taller de marroquinería del Loewe-, muy luminoso de día y penumbroso y romántico de velas por la noche. Pero es que además, colabora con la Fundación Raíces y da un futuro a jóvenes vulnerables, tanto en la cocina como en la sala.
Es muy bueno en la caza y eso se ve en un estupendo aperitivo de rilletes de conejo con pan de lentejas y comino, tasajo de gamo y salsichica de jabalí, a cual mejor.
También me encanta el crujiente panipurirelleno de atún envuelto en coleo silvestre (con un punto picante delicioso) y el buey, de mar gratinado con trocitos de jamón y polvo de acelgas, na buena mezcla de sabores con alma de txangurro.
Del guiso de berberechos con alcachofas me gusta todo, pero sobre todo una gran salsa verde y la sorpresa de los pequeños guisantes; igual que de las navajas a la gallega la salsa al ajillo y el toque de pollo.
Viene después un gran cambio de rumbo a Asia con un excelente curry rojo tailandés de rape, aunque el exotismo dura poco porque el gallo a la meuniere con alcaparras fritas nos devuelve a una de las grandes salsas francesas espléndidamente ejecutada.
Es un registro muy elegante que contrasta con su dominio del lo popular, demostrado con un imponente arroz al caldero con carabineros, de fondo muy profundo y picante y que lo hace uno de los mejores que he probado.
Pero acabamos volviendo a la gran cocina, con un magnífico venado con salsa Perigord y parmentier de boniato y frutos rojos. Un gran plato de caza con el que vuelve a demostrar su conocimientos de esta. La carne está muy bien macerada y tierna y la salsa es tan densa y sabrosa como mandan los cánones.
Para acabar con buenos postres y mejores recuerdos, está muy rica la tartita de manzana -de gran y crujiente hojaldre- y aún mejor el suculento chocolate a dos temperaturas con chantilly que tiene un soberbio corazón de suflé y todo lo necesario para devolvernos a la infancia porque recuerda a esas copas de chocolate que llevaban de todo.
Es impresionante como en apenas un año, Pabú, de Coco Montes, se ha convertido en uno de los mejores restaurantes de Madrid. También de los más originales, porque lo que Coco hace es único en España. Y ello arriesgando mucho porque, partiendo de las verduras del día, elabora los platos que mejor las realzan, cambiando constantemente la carta.
Y he querido volver pocos días antes de que le concedan la primera estrella Michelin, para así poder decir que yo lo predije y tampoco es difícil porque la cocina sofisticada, ilustrada, culta, elegante, sana y deliciosa de Coco es puro Michelin.
Hemos comenzado con un esplendido foie sobre un “hojaldre deshojado”, crujiente y caramelizado, con confitura de membrillo, praliné de avellana y mermelada de pimiento verde.
El tomatito raf, delicioso pero ya en las últimas, se viste con manzana y apio, y se envuelve en una gran salsa con toques de vainilla. Para jugar aún más con los dulces, pan de naranja.
El brécol con kiwi parecería supremamente soso, pero cuenta con un esplendoroso pesto de pistachos y unos suculentos daditos de panceta, con lo cual es verdura y fruta, pero con mucha carne.
Al contrario que el tomate, los boletus están en su mejor momento y con berenjena ahumada y una salsa de ellos mismos con parmesano, sumamente intensa, están mejor que buenos.
Las espinacas tienen un punto perfecto y se sirven con crema de calabaza azul y berros rojos. Además, un toque crunchy de acelgas deshidratadas.
La pintada de Bresse es un manjar supremo, así que solo le añade un punto maestro, su propio jugo y unas castañas. Una delicia.
Como no hacen más que mejorar, han incluido una espléndida tabla de quesos, afinados por el famoso Anthony, a quien descubrí en Lakasa hace muchos años.
Coco tiene una gran formación, especialmente en cocina francesa y eso se nota en los postres, empezando por unas peras al vino que yo no habría pedido jamás, porque me parece un postre bastante absurdo. Pero hechas lentamente con palo cortado, fino Tres Palmas, cabernet y otros muchos vinos, se vuelven sobresalientes. Mucho más si se acompañan con este maravilloso sorbete de naranja amarga, un fondode batata y avellanas al natural.
El final glorioso lo pone un suflé a la vainilla bourbon de Madagascar que, baste decir, que es el mejor de Madrid y uno de los más buenos que he probado.
Ahora ya solo falta esperar a ver si tengo razón en lo de la estrella pero, se la den o no, seguirá siendo uno de los mejores restaurantes de la ciudad y… mejorando.
Ya he hablado mucho de A Barra, durante años el único restaurante elegante y de cocina clásica donde se comía realmente muy bien. Ahora comparte trono con Sadle porque Horcher y Zalacain son inigualables en encanto, servicio de alta escuela y clientes poderosos y desconocidos (los que de verdad mandan) y que, en público, solo se dejan ver (poco) en ellos y menos en cocina.
Hacía tiempo que no disfrutaba de A Barra y no ha perdido ni un ápice de calidad. Desde esos bonitos y sabrosos aperitivos (fresca sopa de pepino con lima, intensidad marina de crujiente de alga codium con navajas, potente tartaleta de tomate pasificado, galleta de coliflor y chocolate blanco picante -que, a a la española, no pica- y esas grandes bellotas de foie que parecen de verdad) hasta el extraordinario jamón Joselito con añada y ese clásico ya del gofre de foie con espuma de coco y frambuesa, una creación muy brillante.
Aquí las verduras son excelentes porque La Catedral de Navarra está en la propiedad. Así que empezar, por ejemplo, por los delicados puerros tostados con yema texturizada y caviar -con un delicioso “puerro líquido” que es la salsa/caldo- es una gran idea.
Aunque tampoco harían mal si se decantaran por un clásico mundial: raviolis de masa gruesa rellenos de queso. El toque de caviar lo cambia todo, especialmente en contraste con la mantequilla ahumada de la base.
Nunca hay que perderse los arroces (los de caza son soberbios) y hoy tocaba de carabineros. Tenía todo lo que debe, grano suelto y entero, sabor intenso, un buen toque de azafrán y unos espléndidos carabineros. Un pedazo de arroz.
El cabrito asado es un final redondo porque, de gran calidad y pequeño tamaño, es muy tierno y suave. Los toques de avellana y la salsa de carne que parece caramelo, lo rematan a la perfección.
Como prepostre, una estupenda audacia: helado de puerro súper cremoso con almendras y cítricos. Deberían ponerlo en la carta. No digo más.
El amor al producto hace que haya platos tan excelentes como de poco lucimiento y así son esas maravillosas fresitas de San Sebastian de los Reyes con nata y helado de vainilla (estupendos). Pero tienen también, para compensar con talento, cosas como una estupenda versión del banoffee llena de aromas pero, como debe ser, con los de plátano presidiéndolo todo.
El servicio es muy esmerado y Valerio Carrera una joya de sumiller. Tiene, con El Corral de la Morería, los mejores generosos de Madrid. Si no se dejan guiar y enseñar por él, la experiencia no será completa.
Me gusta tanto Paco Pérez que me fui hasta Llança (cuidad en la que lo mejor es el nombre, como en tantos libros e incluso personas) para conocer su esplendido Miramar.
Así que con esos antecedentes, la preciosa y luminosa Enoteca, del excelente y excitante Hotel Arts, lo tenia bastante fácil. Claro que ya tiene dos estrellas Michelin muy justificadas, por lo que tampoco descubro nada.
Paco es discreto y anda medio escondido en aquella esquina oriental de España, ya casi en Francia y es probablemente, con Ángel León, el cocinero que mejor trabaja los pescados y mariscos o cualquier otro producto del mar, como las algas. Los mezcla sabiamente, los somete a muchas preparaciones, los cambia sutilmente de sabor o textura, pero jamas los devalúa o traiciona. Al contrario, los frutos del mar parecen redoblar su sabor cuando pasan por sus manos. Además, lo celebra con tanto placer y alegría, que sus platos son bellos, coloristas y transmiten eso que los franceses llaman joie de vivre.
El menú actual de Enoteca permite gozar esta cocina en todo su esplendor, porque es un recorrido por estos 15 años.
Pero es mejor que vean todo esto a través de su cocina, empezando por cuatro grandes aperitivos: una nada marina -pero dulce y deliciosa-, y muy crujiente tartaleta de calabaza y naranja (helada) acompañada de un sutil pisco sour de calabaza y naranja (2022); un muy marino y sabroso sándwich de melba (que es también potente crujiente de alga nori), con punzante mayonesa de wasabi (2017) y un soberbio “recuerdo de Galicia” (2018), un mosaico de estofado de pulpo con patata y pimentón. Como un pulpo a la gallega, pero en mejor aún.
La tartaleta de erizo y caviar (2018) está hecha con obulato de tinta de calamar. El caviar polaco es excelente y espléndida la tartaleta. Llevamos hasta ahora cuatro crujientes diferentes para envolver los aperitivos y todos rivalizan en pericia, sabor y deliciosa fragilidad.
El escabeche de algas y mejillón (2033) es un prodigio de sabor marino concentrado, a través de esferas heladas, mejillón en escabeche de algas y de él mismo.
Estamos haciendo una gran prueba de vinos y tomamos ahora un sorprendente vino tratado como cerveza. Acompaña exquisitamente a El mar recordando a Gaudi (2017), un enormecollage de tartar de quisquilas, atún, percebes, caviar, algas, zamburiña y yema curada en dashi, una asombrosa mezcla de perfecto equilibrio, porque nada domina al resto.
Los guisantes con codium, zamburiña y trufa, de 2018, con sus toques ahumados, son guisantes lágrima (de Llavaneras) con su crema, cremoso de algas y estupenda zamburiña. Y todos los eximios ingredientes mejorando al resto.
Las espardeñas a la carbonara (2012) son una falsa pasta hecha como la otra (en la versión nata y mascarpone), pero reforzada con la piel de las espardeñas, panceta y, nuevamente, una maravillosa trufa.
Magnífico y potente es el bogavante con alcachofas de 2019. Se baña en un perfecto chili del crustáceo y se corona con un sutil aire de mantequila de hierbas, en la mejor tradición de la receta francesa. Por si fuera poco, unos helados shots de los corales. La alcachofa está encurtida para que no desmerezca ante tanta intensidad. Para mojar, un estupendo pan chino.
Tradición de 2020, es un magnífico arroz -en los que Paco es reputado especialista- cremoso con caldo de gallina, caviar de piñones (nitrógeno), otros al natural y deliciosa trufa, un plato en el que se ve poco porque todo está en el sabor del caldo que embebe el arroz.
El lenguado de invierno (2021) es una maravillosa receta de pescado con emulsión de pistachos, setas (sobre tíos trompetas) y chipirón a la brasa. La mezcla del exquisito lenguado con las setas es perfecta y la presentación de muy alta escuela.
Hay una carne, pichón (2021) de perfecto punto bien madurado, una profunda demiglas y los toques maestros e históricos (la salsa preferida de los romanos y que salía a espuertas se Hispania) de un garum de pichón y otro de portobello.
Me ha encantado para hacer la transición al dulce, un elaborado queso: fragilísima y crujientísima tartaleta (2022) de un muy cremoso brie, cubierta de trufa.
Magnífico prólogo para el invierno blanco (2020), un níveo paisaje de membrillo, shot de sake, una aterciopelada yuba (nata de soja), polvo de menta, lichi y hasta palomitas.
Mucha suavidad frente a la contundencia del exquisito chocolate de 2017, con maíz, mole, plátano frito, kikos y cilantro, un postre dulce, salado, amargo y herbáceo con aromas muy mexicanos.
Todo es rico y muy bonito y nunca decae porque la presentación de las mignardises es de una delicadeza incomparable, una suerte de dulce rama de cerezo en flor.
Y como no podía ser menos, el servicio acompaña y no digamos los buenos vinos de un gran sumiller. Una gran noche que agradezco a la amabilidad del Hotel Arts.
Ya sabéis que en mi opinión, el altísimo nivel de la gastronomía española no se mide por la cantidad de restaurantes excelentes en las grandes capitales, sino en la facilidad Lara encontrarlos en casi cualquier sitio. Cambrils, por ejemplo.
Y eso me ha vuelto a pasar en Can Bosch, un negocio familiar, con varias décadas a sus espaldas y en el que el esfuerzo, el amor a los detalles y, tanto a la cocina como al buen producto local, son las principales señas de identidad. Todo ello sin olvidar una impresionante carta de vinos y un servicio esmerado.
El mérito de estos lugares es innegable y Can Bosch tiene una historia especialmente ejemplar, porque habiendo empezado como bar hace más de cincuenta años, después pasó a casa de comidas y al poco a restaurante; y no cualquiera, porque ostenta una estrella Michelin desde 1980. A pesar de ello, son devotos de las necesidades y gustos de sus clientes y, además de varios menús, se puede comer a la carta (que es lo que hemos hecho nosotros).
Empiezan con aperitivos de la casa: un fresquísimo gazpacho de tomate verde con melón y aire de yerbabuena, esferas de pan frito y suflado con chorizo picante y parmesano, rabiosamente sabrosas, y pan brioche con butifarra, cebolla frita y mayonesa de hierbas. Por cierto, que para acompañar el excelente pan casero de masa madre, nos obsequian con una estupenda salsa romesco y también con una muy buena mayonesa clásica.
Hemos seguido con un rico jamón con soberbio “pan amb tomaquet”, calamares en tempura algo gruesa y lo mejor, unos delicados boletus salteados con cigalitas y calamares. Un mar y montaña maravilloso, unas combinaciones lujosas, ligeras y naturales que nunca fallan. Y en Cataluña son expertos micólogos.
El ajoblanco con uva osmotizada y anguila ahumada es un bonito y suculento plato en el que resalta la uva, le sobra el pan tostado y la crema es una versión muy personal de poco ajo y notable densidad.
Hay muchos segundos apetecibles pero es conocida mi propensión al arroz, así he elegido la paella Parellada que dio justa fama a esta casa junto al mar y es que no puede ser más marinera en esta versión (porque en la inventada para el dandy gourmet Juli Parellada llevaba también carne, eso sí tan mondada como los mariscos). Es potente y algo caldosa, más “arros a cassola” que paella. Por cierto, impresionantes los langostinos.
Dos ricos postres: bizcocho y helado de café, espuma de vainilla y praliné de almendrascrujientes (perfecto para cafeteros golosos en sus muchas capas y texturas) y milhojas com crema de vainilla, cremoso de avellana, caramelo salado y helado de mantequilla tostada, una gran mezcla de crujientes (de hojaldre caramelizado), blandos, tiernos, dulces, salados, tibios, helados, etc. Clásico y estupendo.
Es una pena no tenerlos más cerca porque, como saben los parroquianos, es un lugar excelente al que siempre apetece ir porque al cariño de la familia Bosch, se une el culto al producto y lo mismo se puede hacer un menú degustación (o de langosta) muy sofisticado, que un almuerzo a la carne con exquisiteces locales sabiamente (y poco) cocinadas.
Por suerte conocí Disfrutar muy al principio. Y fue por el azar de conocer a sus tres artífices desde los tiempos de El Bulli, donde ejercían de “manos derechas” de Ferrán Adrià quien, como Siva, tenia muchos brazos. Solo así pudo cambiar, en unos pocos años, varios siglos de gastronomía. Así que estaban sobradamente preparados para abrir un restaurante propio. Sería un reto lo empresarial, pero en absoluto lo técnico, lo creativo y lo intelectual. Iban tan rápido que arrasaron desde el principio, haciendo una cocina con aromas bullinianos, pero absolutamente personal, abriendo nuevos caminos y hasta creando muy pronto nuevos conceptos, como aquellas apabullantes multiesferificaciones que todos les copiaron. Bueno, todos los que fueron capaces de reproducir su complejidad.
Cinco años después de mi última visita, todo ha ido a más, sus dos estrellas se les han quedado muy cortas y van muy por delante en creatividad, diversión y sabor de todos aquellos que transitan estos caminos del vanguardismo técnico, conceptual e inventivo desbrozados por Adrià.
Después de lavarnos las manos con una concha marina nos presentan su lengua de gato con fruta de la pasión, ron y menta, una suerte de cóctel sólido que es un fragilísimo merengue helado que a la delicadeza, añade enorme sabor.
La “concentración” de sabor es nuestro primer “juego” porque junta brotes y germinados, habitualmente meros (y a veces malos) adornos, con una excelente gelatina de tomate y una guía del paseo campestre, que se complementa con dos bocados bellos y extraordinarios: el polvorón (esa es exactamente la textura) de tomate con caviar de aceite y una ensalada líquida que, a pesar ser bebible, es como si lo fuera cuando está en el paladar gracias a sabores y texturas variadas.
Para el caviar han inventado un vodka con trufa (macerada 6/7 meses en el licor), rabiosamente alcohólico y aromático, que sirven con su nuevo plato estrella de pan chino caliente (sin fermentar) con caviar y crema agria, los cuales dan frescor a un juego de temperaturas y de sólido y líquido, que parece imposible, casi tanto como las burbujas sólidas de mantequilla ahumada que acompañan a un canapé de caviar. Tan sorprendentes que las ponen con una lupa para que se vean mejor. Y se hacen con la máquina que crea las burbujas de las peceras
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Los berberechos con Bloody Mary (granizado) son otro muestrario de sabores intensos. Van dentro de una esfera hecha con salsa de la cocción y sobre salsa Espinaler gelificada y pimentón. Como golpe crujiente y potente, un finísimo bombón de aceituna. Todos los elementos de un aperitivo de terracita en un solo plato.
La secuencia de setas empieza con una hoja de ceps que parece puro cristal y que se hace con aceite esencial y arroz glutinoso deshidratado, una alarde de técnica, estética y sabor, quizá las tres grandes características de la casa.
La segunda es una cristalina coca hojaldrada sin harina (de obulato), burratina, boletus laminados y confitados, coronados de caviar de aceite. ¿Alguien da más?
Continúan con otra proeza de saber hacer e inundar de sabor: una yema crujiente (y completamente líquida) en tempura que hay que romper y derramar sobre el fondo de la huevera, porque allí hay una sabrosa y estupendamente campestre gelatina caliente de trompetas de la muerte.
Sigue la cosa micológica con un cremoso y perfecto escabeche de vinagre de setas shitake (hecho de nuevo con la pecera) de acidez justa, con esferificación de níscalos, una diminuta y auténtica piña confitada y la sorpresa de una ostra que parece seta. Hasta que estalla en la boca.
Acaban las setas con la extraordinaria y profunda sopa de cebolla con pan aireado de cebolla, queso Comte y yema de huevo curada, un plato envolvente y de mucho sabor que es una reinterpretación -en texturas, que no en sabor- del clásico.
Por el mismo camino de tradición mutada, transitan los aterciopelados ñoquis de berenjena ahumada, intrépido gazpachuelo de pollo y almendras, mojama y almendras tiernas y (cosas de ellos) súper tiernas. Un plato de verdura con toques ahumados que es mucho más que eso.
Los pulpitos a la catalana juntan la sencillez de la receta con la belleza del plato -en el que se ve cuanto vamos a comer- y la vanguardia de unas multiesferas que parecen (y son en cierto modo) guisantes con jamón con salsa de butifarra, menta, Oporto y anís. Todo sabe igual pero todo también mejor y más. Un plato icónico por el cual vale la pena un viaje. También por este.
Más tradición catalana con la calçotada, plato que parece imposible porque no es temporada, pero si una cosa no es factible, aquí se inventan algo y por eso liofilizan los calçots, con el aceite de su piel, en enero. Los sirven ahora con miso de salsaromesco y un soberbio dashi de calçots. En la foto estas genialidades, que los calçots son normales.
Después llega lo más conceptual -porque aquí lo es todo- y es el miedo a no saber qué vamos a comer si lo sacamos de una humeante caja cuyo contenido no vemos. Es húmedo, duro y algo viscoso. Es una exquisita gamba roja hervida, cuyo reto no es la preparación sino la calidad y el juego.
Tanta sencillez no podía durar y a continuación, abruma otro de los clásicos como es la gallina de los huevos de oro, un huevo frito con langostinos, cuya falsa y perfecta yema es un chilly crabcon salsa de carabineros en esferificación, salsa Tai e itotogarashi. El plato es impresionantemente bueno sin más consideraciones, pero si se añade toda la parafernalia contada, resulta absolutamente inolvidable.
Como vamos de sorpresa en sorpresa la mítica multiesferificación de maíz y foie se nos ofrece en una vajilla nueva, un juego de espejos que hace que “veamos” lo que no podemos asir porque es solo reflejo. Y tras el juego, la maravillosa explosión de sabores.
En el entreacto que viene ahora, empiezan a preparar una sidra en la propia mesa y que reposará hasta el postre. El hielo seco dará el carbónico que habitualmente aporta la fermentación. La sidra se ahúma al momento. La diversión y la sorpresa que no cesan.
Para acabar, una carne, el pichón macerado en un amasake que ablanda su fiera textura y que es todo un acierto, pero aún más los complementos: salsa de algas y setas, dulzor de almendra tierna y uvas y toques marinos de unos espléndidos espagueti de alga kombu.
Llega ya nuestra sidra y se sirve junto a una nuez auténtica que, abracadabra, está rellena de queso Idiazábal. Y con esa inspiración, se construye un postre de corazón de nuez, cáscara de nuez auténtica (conseguida desde la nuez verde tratada), queso en espuma cremosa, nuez tierna, ravioli y praliné. Como dirían en Máster Chef, “un montón de preparaciones”
Tras lavarnos las manos con un agua de rosas que fluye de bellos capullos rojos, la bandeja de anillos de compromiso de muchos sabores, representa la unión con el cliente, con la mirada del otro -en este caso el paladar-, sin el cual la obra de arte no existe o, al menos, no está acabada.
El pepino Hoisin tiene sésamo garrapiñado, sorprendente corteza de cerdo (sí, queda bien) granizado de jengibre y sorbete de pepino. Es impresionantemente fresco y prepara muy bien para la intensidad tostada y algo ahumada del cucurucho de sésamo negro que esconde yogur helado, sésamo y fresitas del bosque.
Sin embargo, nada sorprende más, otra vez las técnicas únicas, que el coulantde almendras con sorbete de cereza y es que para no poner harina se nixtamaliza la pasta con cal. No es que sea más audaz, es que resulta más liviano y agradable que el normal. Contiene mucho más sabor, incluso.
Acaban en grande con la manzana negra que consiguen llevándola desde que está fresca a la caramelización natural, a través del vacío y del armario caliente, en un proceso de más de dos meses y que la convierte en una auténtica golosina. Se acompaña espléndidamente con chantilly de vainilla, mantequilla noisette y un maravilloso hojaldre que consiguen también sin harina. Tal como lo cuento parece que aquí acaba todo y así es normalmente porque las mignardises cumplen siempre, pero en Disfrutar son tan deliciosas y bien presentadas que no caben en una foto.
Supongo que ya no les he de decir nada más. Si han llagado hasta aquí, en mi récord de escritura (más o menos) para un solo menú, habrán apreciado la ingente cantidad de esfuerzo, talento creativo, formación y pasión. Y por eso, sabrán muy bien que estamos ante un tres estrellas de libro y uno de los grandes del mundo, el segundo mejor. Al menos, según 50º Best. Que además se equivoca. Porque el primero es Central, en Lima, y ni color.
Una cena más y me paso al lado verde del vegetarianismo (que ahora resulta que es más incluyente que el veganismo, cuando antes eran lo mismo). La culpa es de José Avillez y su ya estrellado Encanto, sí, un restaurante vegetariano. Ya saben que no voy a ellos porque no me agradan las limitaciones y, aunque ne encantan las verduras, me gusta también todo lo demás. Así que, ¿para qué ponerme límites?
Pero tratándose del genio de Avillez, no podía resistirme, porque todo lo que toca lo convierte en oro gastronómico (y del otro). Y fíjense la audacia de lanzarse solo a lo vegetariano en un país como Portugal, mucho menos aficionado a las verduras que nosotros o los italianos, por ejemplo. Y siendo solo verde, porque Alain Passard o Rodrigo de la Calle, aún incluyen algo animal, por poco que sea. Pues lo dicho, me hago vegetariano. Si me cocina él, claro.
Ya desde los aperitivos despunta la alta cocina, todo lo que el chef dos estrellas, que ya merece tres, ha aprendido en tantos años de esfuerzo, creatividad y zarandeo de la cocina portuguesa: un cacahuete mimético que es una explosión de salsa satay, crujientes de escabeche de setas o alubias y aguacatecon leche de tigre, empanadilla de berenjenas y pimentón (que me gustaría que supiera más a berenjena) y un sorprendente huevo de oro relleno de humus líquido. Sabor y belleza.
La tartaleta de zanahoria es un festival de texturas y temperaturas en la que el sabor se realza con la parte encurtida y se acompaña de una delicada leche de piñones que es una suerte de ajoblancoapiñonado.
Más sorprendente aún son los ravioli de apio con trufa, tonburi (el caviar vegano a base de semillas procesadas de una extraña planta) y esta vez sí, un estupendo ajoblanco. Los aliños son potentes y el sabor pleno, porque la filosofía de la casa debe querer combatir la extendida creencia de la insipidez de las verduras. Aquí saben cómo cualquier plato marino o cárnico.
Y si no que se lo digan al tartar de remolacha con mostaza de Dijon y batata coronada de unos hilos de remolacha crujiente que lo hacen sabroso y chispeante.
La sémola con algas, espirulina y unas suaves burbujas de holandesa verde parece un risotto y es densa y envolvente, como poderosas las verduras y cítricos verdes con curry, cómo no, verde. Y habiendo curry, nada más hace falta.
Hacer una col fermentada y a la plancha con semillas de mostaza, caldo de cebolla y un toque de queso de la Isla es una pequeña concesión a lo que antes se llaman ovólácteo vegetariano y ahora, al parecer, vegetariano a secas. La fermentación da otro plus de sabor.
El arroz negro con trufa, daikon y mantequilla de oveja está tan cremoso e intenso que parece de calamares, pero se hace con con carbón y el resultado es goloso y fuerte.
Sin embargo, nada me la sorprendido tanto como el pitiver que parece un tradicional pastel de caza de perfecto hojaldre, pero está relleno solo de setas y, en plan recital micológico, lleva también setas salvajes salteadas y caldo de setas. Todo un trampantojo.
El arroz dulce tiene pera, bergamota, mosto y almendras pero lo mejor es que gracias al amazake (fermentado de arroz) solo lleva 6 gr. de azúcar. El resto se lo pone él…
La torrija es de tupinambo pero a mi me sabe también a plátano. El resto lo hacen un fantástico caramelizado y una buena compota de granada.
Y para acabar, otra versión de un pastelillo tradicional, el de limón que aquí añade al espumoso y cremoso merengue tostado, piñones y qumquat. Una pasada.
Dije cuando visité Ivan Cerdeño que hacía tiempo que un restaurante no me impresionaba tanto. Pues ahora lo repito con Encanto y lo multiplico por mil. Un mundo lleno de color, sabor, originalidad y audacia que marca el futuro y hace que nada se añore. Un sitio imprescindible, tanto para los veggies, como para cualquier amante de la gran cocina.
Tenía una cuenta pendiente con Javier Sanz y Juan Sahuquillo, los jóvenes y brillantes chefs de los que todo el mundo habla, porque no había podido ir al campo albaceteño, hogar de sus galardonados Cañitas Mayte y Oba (pronto lo resolveré) y solo había probado los aperitivos que prepararon para la gala de los Chefs Awards, impresionantes debería decir y muy por encima de los que ofrecieron sus mayores, los muy estrellados chefs que allí servían también. Algo así como lo que le pasó a Zorrilla en el entierro de Larra (puedo contarlo porque la LOGSE ha acabado con estas cosas) pero en plan festivo.
Me ha gustado mucho. Cebo es un restaurante diferente, entre el brillo de los dorados y la frialdad del hormigón, en el que me siento a gusto entre espesos manteles de hilo y frágiles y elegantes cristalerías. La cocina es justo así, solo producto y sencillez -según Javi-; clasicismo renovado, mucha técnica, refinado estilo y sabores basados en la tradición pero transformados por mucho conocimiento, según yo. El comienzo es tan rico como desconcertante porque no deja de ser pan con mantequilla y champán, eso sí, pan brioche casero de larga fermentación y mantequilla a la antigua.
Por eso hay que llegar a la mesa para descubrirse ante un homenaje a Joselito, a base de galleta crujiente rellena de steak tartar, su laureada, crujiente y sedosa croqueta de jamón. Con leche, mantequilla y crema de oveja. Además, un revitalizante caldo de costillas a la brasa.
Después, un fresco tomate de su huerta regado con agua de río y ahumado, cubierto de una crema láctea de cabra, además de verdes brotes ácidos, aceite matcha y nata fermentada, da paso a un gran plato de setas de monte, trompetas, angula de monte y níscalos con una espumosa pamnetier de patata y crema de yema. Todo ello envuelto en el delicioso y boscoso sabor del praline de piñones.
Las alcachofas se hacen simplemente con papada iberica, trufa y un caldo del cocido a la menta y los tiernos y crujientes guisantes del Maresme se mezclan con cocochas en salsa verde, que es muselina más que caldo y esos son los toques elegantes y técnicos de los que hablaba.
Se notan también en los soberbios calamares en tinta que se animan, en vez de con cebolla, con un suero de cebollino de toques ácidos.
Y vaya angulas!!!! Las sirven con una salsa de muchas pieles de bacalao y crema huevo. Una súper salsa a la que acompaña más que bien un irresistible canapé de pan brioche con anguila ahumada y caviar, una mezcla infalible.
El pescado, después de muchos buenos vegetales y algún marisco, es un soberbio mero negro de Cantábrico que maduran 7 días (después de intentarlo con 15) para intensificar el sabor y hacer más crujiente la piel. Está muy rico pero casi me gusta más la salsa de espárrago heroico y esparraguines que es un enjundioso gazpachuelo vegetal.
Antes de la carne, el rey, un soberbio carabinero que realzan con un aterciopelado sabayon de manteca de cerdo que está de muerte, aunque no mejor que un fantástico buñuelo líquido de carabinero al ajillo con tartar de carabinero en la cumbre. Todo junto, es como una oda al crustáceo en todas sus formas.
La intensa y tierna vaca se madura70 días, se envuelve en lechuga de mar, y se rueda de algas y plantas haliófilas que le dan toques marinos muy sutiles y diferentes. Por encima una clásica y golosa demi glace.
Aunque digan que es cocina sencilla y de producto, se les escapa, como agua entre los dedos, la creatividad y la técnica y eso llega a su culmen con un no postre (o quizá sí) de caviar que aplican sobre un helado de plátano de textura muy cremosa y no tan fría, porque se hace con ocoo, un artilugio coreano. Junto a él, hojaldre planchado y caramelizado. Suena muy raro pero está buenísimo de sabor y sensaciones y funciona de maravilla. En cualquier momento del menú.
La leche de oveja es más convencional pero no decae: flan líquido (o sea, natillas), almendra garrapiñada, azúcar extraído de la propia leche y escarcha de yogur y vainilla. Muy refrescante y con puntos dulces y ácidos bien equilibrados.
La galleta de cacao 80% de Belice se rellena de ganache y caramelo salado y tiene, como punto disruptivo, helado y crumble de boletus y boletus encurtidos. Rompedor y estupendamente vegetal.
Mucho trabajo en la mesa y mucho mimo en todo pero sobre todo la deliciosa paleta de técnicas y sabores de dos chefs demasiado jóvenes. Demasiado para ser tan buenos….
Estupendo almuerzo en Saddle, uno de los restaurantes más elegantes de Madrid y, entre los clásicos, uno de los más sobresalientes. En cada visita noto un mejoría y en esta, hay que resaltar el cuidadoso y eficaz trabajo del chef Adolfo Santos, que borda platos de la alta cocina de siempre y crea otros nuevos, impregnados de refinamiento y clasicismo. También me gusta el servicio perfecto que no cae en el amaneramiento y evita el anterior y exagerado baile de carritos.
La carta de vinos es impresionante en calidad y cantidad, pero vale la pena probar los estupendos cócteles, esta vez un aromático e intenso Negroni acompañado de unas ricas patatas suflé.
Tras los estupendos aperitivos llega una entrada de la casa, envolvente y emocionante porque nos devuelve al mítico Jockey (alguna vez el mejor de Madrid) que estaba aquí mismo: las patatas San Clemencio, una aterciopelada y opulenta mezcla de tuétano, trufa y foie.
Las setas de temporada, variadas y elegidas con gusto, están simplemente salteadas, pero se animan con un rico carpaccio de jabalí y una cremosa y suave blanqueta de castañas.
No siempre tienen -pero suele estar en el guiso que ofrecen cada día- las lentejas con setas y foie, pero hay que comprobarlo porque son imprescindibles. Es una delicia disfrutar de un plato sencillo que aquí se convierte en puro lujo lujurioso, gracias a ese foie que las engrandece.
Estábamos ya sumamente complacidos con todo el menú pedido, cuando el chef nos ha enviado una sorpresa en forma de calamares de potera con guisantes del Maresme, espuma de perifollo y aceite de menta, un plato delicado (de vegetales, aromas y muselina) y contundente (el calamar en perfecto punto) a la vez. Y todo eso, cuando ya bastaría con el tesoro verde de los diminutos guisantes.
La lubina con salsa de champagne es muy elegante y clásica y me encanta ese añadido de berberechos con el toque tan súper aromático, como desusado (en España), del hinojo. Y hay también unos aromas de estragón en la salsa que lo envuelven todo delicadamente.
La molleja queda crujiente por fuera y tierna por dentro y se baña con una salsa jardinera clásica, e importante, por la que navegan unas hortalizas crocantes que saben a gloria.
Los quesos están tan bien elegidos como los vinos y el único problema es cuál elegir, porque es la segunda mesa más importante que conozco (tras la de Desde 1911). Pero creo que no lo hemos hecho mal: Brillat Savarin con trufa, Mont d’Or, Comte de 36 meses y Bart’s blue.
Y un final, sencillamente insuperable en forma de esponjoso, doradito, huidizo, volátil y tembloroso suflé al Grand Marnier. Que , además, lleva un helado de vainilla que vale por sí mismo. Detrás de un gran suflé siempre hay un gran helado…
Cada día va mejorando y ya era muy bueno. Por eso, y por todo lo que les he contado, es firme candidato a ser el mejor en su estilo. Si les gusta la elegancia clásica y el servicio de sala de alta escuela, este será su lugar. Y si no… también.
Llegar a La Bastiderecuerda un poco al antiguo peregrinaje hacia el Humanes de Coque (pero en chic Costa Azul) y es que no está en Cannes sino en Le Cannet, una especie de suburbio industrial donde en vez de naves hay stands, de coches de lujo, pero stands al fin. Sin embargo, la casona donde se haya el restaurante es del siglo XVIII y pura paz provenzal, porque se come en un bello patio sombreado por árboles centenarios, de los que penden lamparitas de rafia mecidas por el viento.
No tan antigua como la casa, pero sí muy dilatada, es la carrera de Bruno Oger, un chef muy veterano y famoso en la zona (y no solo) por ser el artífice de las grandes cenas de gala del festival de Cannes.
Su cocina es elegantemente francesa y de raíz muy clásica y parece estar pensada para que en ella reinen las verduras. Aunque sin pasarse tanto como se lleva ahora… Fiel a ello, los aperitivos son enteramente, deliciosamente, vegetales, pequeños bocados sutiles de flor de calabacín frita, sándwich de remolacha (encurtida y hecha puré), tartaletas de ahumada berenjena y pequeños tomates confitados.
Dicen muchos seguidores de este blog, que en Francia los panes son otro mundo y es verdad que, a pesar de nuestras mejoras, aquí suelen ser extraordinarios. Como estos tres de texturas perfectas (blanco de costra fina y crujiente y esponjoso de centeno), entre los que resalta el hojaldrado arrebatador del de tomate.
Y podría parecer que en la pequeña entrada de sardina el chef abandona las hortalizas pero no es así porque en ella reluce el ruibarbo.
El mismo amor vegetal reluce en su delicada receta de calamares. Allí reinan los boletus -que se convierten en sabayon de mantequilla de “porcini”– y se perfuman con hinojo. Siempre lo digo,, pero como me encanta el hinojo aplaudo lo mucho que lo usan los franceses.
Y también los reverencia a unas tiernas alcachofas que son acompañadas (y no al revés) de unos pequeños avalones empanados.
Como pescado, un exquisito rodaballo, un poco demasiado hecho, que se baña en una verdísima y sabrosa salsa de apio, nueces y rábano,
Y aún más me gustó el tiernísimo cordero asado en su jugo con toda una declinación de zanahorias, que va del humus al glaseado. Precioso y estupendo.
Los postres son estupendos como es norma en Francia: como aperitivo una suave crema de vainilla con quinoa frita y pimienta roja.
Y después los que habíamos pedido: una elegante versión del manjar blanco (el postre favorito del medievo) de almendras con un corazón de compota de arándanos y el ácido contraste de un espléndido sorbete de mora.
Pero como lo que me fascina es el chocolate, nada mejor que su intensa crema de chocolatenegro con una ligera crema fría de chocolate (la del extra de la jarrita que dejan en la mesa, me la he acabado a cucharadas) y un sorprendente helado de rábano que, nueva emoción, hace un contraste perfecto.
Como los franceses presumen de repostería con toda razón, unas mignardises a la altura, sobre todo un perfecto y crujiente pastel bretón, tierra del chef.
Un lugar elegante y sosegado con una cocina refinada y bastante vegetal (bastante porque, felizmente no es vegetariana) que me ha encantado.
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