Ir a Ramón Freixa siempre es un placer. Por eso, es culpa mía haber tardado todo un año, porque me gustaría ir mucho más, como antes hacía. Pero entonces no vivíamos esta locura de aperturas, ni había tantos, ni yo viajaba como ahora. Pero en fin, mea culpa, porque sigue siendo un lugar imprescindible en el que disfrutar de la elegancia mediterránea y festiva de este chef y que comienza tanto en los espesos manteles de hilo y en las esponjosas servilletas, como en sus brillantes platas o en las sofisticadas vajillas. En fin, que hasta consigue disimular la tristísima decoración.
Sus menús comienzan con un colosal despliegue de aperitivos de intensos sabores: desde su clásico cucurucho de camarones -del que se come todo porque el envoltorio es obulato comestible- hasta un brillante bombón de vermú y aceitunas rellenas pasando por la sorpresa del fresón albino con erizo y
un gran bocado de caviar y crema de coliflor con una asombrosa tortilla líquida de tuétano. Brillantez y maestría desde el comienzo.
Antes de empezar con lo más sustancioso, un pase de los panes del padre de Ramón -que son justamente famosos- con una estupenda mantequilla de Isigny y un aún mejor aceite de arbequina de Castillo de Canena, elaborado para él.
La primera entrada se llama pureza. Y se entiende porque es inmaculado blanco de tupinambo en texturas sobre colas de cigalas y pil pil de almendras. Pureza y delicadeza que contrastan con una envolvente e intensa cuajada de cabeza de cigalas con algas. Deliciosa cuando inunda el paladar todo.
Hay mucha suavidad en ella, por lo que después es perfecto el tacto de una sorprendente seta de castaño, asada y lacada por lo que resulta tierna por dentro y muy crocante por fuera; reposa sobre un jugo de mar y tierra que es una especie de demi glace con toques marinos.
Me encantan los guisantes lágrima tal cual, pero si me los ponen con espardeñas, sot l’ y laisse (una pequeña molla exquisita que está encima del contramuslo del pollo) y abundante trufa y salsa de calçots, pues lo que era una piedra preciosa pasa a ser un prodigio de la orfebrería.
Lo mismo me pasa con las angulas, que los puristas solo quieren a la bilbaína. Pues a mi me encantan con esta potente crema de alubias de Tolosa que es pura alma de judías y más cosas. Quizá si les doy la razón a aquellos en que la panceta que escondían era demasiado potente.
Ramón borda la caza y hoy tocaba un pequeño lomo de gamo con una soberbia demi glacede arándanos, granada, acelgas, coles y apionabo, absolutamente exquisita.
Aparte, y eso le encanta al chef (y a mi), en una cuchara, un buñuelo sesudo de liebre y una cazuelita con un esponjoso y potente brioche con crema de rábano picante que se unta golosamente en una espléndida royal de whisky.
Y para reponernos de tamaña fuera, y como primer postre, un superior macarron abierto de vainilla y castañas que también se adorna (en belleza y sabor) con ruibarbo, salsifí y naranjas.
Pero como no puede faltar el cacao, repetimos ese genial croissant de chocolate, plátano y namelaca que es como un bombón gigante que parece embestir a una muy rica bola de remolacha con café y licor, perfecto colofón a tanta grandeza.
Tenía una cuenta pendiente con Javier Sanz y Juan Sahuquillo, los jóvenes y brillantes chefs de los que todo el mundo habla, porque no había podido ir al campo albaceteño, hogar de sus galardonados Cañitas Mayte y Oba (pronto lo resolveré) y solo había probado los aperitivos que prepararon para la gala de los Chefs Awards, impresionantes debería decir y muy por encima de los que ofrecieron sus mayores, los muy estrellados chefs que allí servían también. Algo así como lo que le pasó a Zorrilla en el entierro de Larra (puedo contarlo porque la LOGSE ha acabado con estas cosas) pero en plan festivo.
Me ha gustado mucho. Cebo es un restaurante diferente, entre el brillo de los dorados y la frialdad del hormigón, en el que me siento a gusto entre espesos manteles de hilo y frágiles y elegantes cristalerías. La cocina es justo así, solo producto y sencillez -según Javi-; clasicismo renovado, mucha técnica, refinado estilo y sabores basados en la tradición pero transformados por mucho conocimiento, según yo. El comienzo es tan rico como desconcertante porque no deja de ser pan con mantequilla y champán, eso sí, pan brioche casero de larga fermentación y mantequilla a la antigua.
Por eso hay que llegar a la mesa para descubrirse ante un homenaje a Joselito, a base de galleta crujiente rellena de steak tartar, su laureada, crujiente y sedosa croqueta de jamón. Con leche, mantequilla y crema de oveja. Además, un revitalizante caldo de costillas a la brasa.
Después, un fresco tomate de su huerta regado con agua de río y ahumado, cubierto de una crema láctea de cabra, además de verdes brotes ácidos, aceite matcha y nata fermentada, da paso a un gran plato de setas de monte, trompetas, angula de monte y níscalos con una espumosa pamnetier de patata y crema de yema. Todo ello envuelto en el delicioso y boscoso sabor del praline de piñones.
Las alcachofas se hacen simplemente con papada iberica, trufa y un caldo del cocido a la menta y los tiernos y crujientes guisantes del Maresme se mezclan con cocochas en salsa verde, que es muselina más que caldo y esos son los toques elegantes y técnicos de los que hablaba.
Se notan también en los soberbios calamares en tinta que se animan, en vez de con cebolla, con un suero de cebollino de toques ácidos.
Y vaya angulas!!!! Las sirven con una salsa de muchas pieles de bacalao y crema huevo. Una súper salsa a la que acompaña más que bien un irresistible canapé de pan brioche con anguila ahumada y caviar, una mezcla infalible.
El pescado, después de muchos buenos vegetales y algún marisco, es un soberbio mero negro de Cantábrico que maduran 7 días (después de intentarlo con 15) para intensificar el sabor y hacer más crujiente la piel. Está muy rico pero casi me gusta más la salsa de espárrago heroico y esparraguines que es un enjundioso gazpachuelo vegetal.
Antes de la carne, el rey, un soberbio carabinero que realzan con un aterciopelado sabayon de manteca de cerdo que está de muerte, aunque no mejor que un fantástico buñuelo líquido de carabinero al ajillo con tartar de carabinero en la cumbre. Todo junto, es como una oda al crustáceo en todas sus formas.
La intensa y tierna vaca se madura70 días, se envuelve en lechuga de mar, y se rueda de algas y plantas haliófilas que le dan toques marinos muy sutiles y diferentes. Por encima una clásica y golosa demi glace.
Aunque digan que es cocina sencilla y de producto, se les escapa, como agua entre los dedos, la creatividad y la técnica y eso llega a su culmen con un no postre (o quizá sí) de caviar que aplican sobre un helado de plátano de textura muy cremosa y no tan fría, porque se hace con ocoo, un artilugio coreano. Junto a él, hojaldre planchado y caramelizado. Suena muy raro pero está buenísimo de sabor y sensaciones y funciona de maravilla. En cualquier momento del menú.
La leche de oveja es más convencional pero no decae: flan líquido (o sea, natillas), almendra garrapiñada, azúcar extraído de la propia leche y escarcha de yogur y vainilla. Muy refrescante y con puntos dulces y ácidos bien equilibrados.
La galleta de cacao 80% de Belice se rellena de ganache y caramelo salado y tiene, como punto disruptivo, helado y crumble de boletus y boletus encurtidos. Rompedor y estupendamente vegetal.
Mucho trabajo en la mesa y mucho mimo en todo pero sobre todo la deliciosa paleta de técnicas y sabores de dos chefs demasiado jóvenes. Demasiado para ser tan buenos….
Estupendo almuerzo en Saddle, uno de los restaurantes más elegantes de Madrid y, entre los clásicos, uno de los más sobresalientes. En cada visita noto un mejoría y en esta, hay que resaltar el cuidadoso y eficaz trabajo del chef Adolfo Santos, que borda platos de la alta cocina de siempre y crea otros nuevos, impregnados de refinamiento y clasicismo. También me gusta el servicio perfecto que no cae en el amaneramiento y evita el anterior y exagerado baile de carritos.
La carta de vinos es impresionante en calidad y cantidad, pero vale la pena probar los estupendos cócteles, esta vez un aromático e intenso Negroni acompañado de unas ricas patatas suflé.
Tras los estupendos aperitivos llega una entrada de la casa, envolvente y emocionante porque nos devuelve al mítico Jockey (alguna vez el mejor de Madrid) que estaba aquí mismo: las patatas San Clemencio, una aterciopelada y opulenta mezcla de tuétano, trufa y foie.
Las setas de temporada, variadas y elegidas con gusto, están simplemente salteadas, pero se animan con un rico carpaccio de jabalí y una cremosa y suave blanqueta de castañas.
No siempre tienen -pero suele estar en el guiso que ofrecen cada día- las lentejas con setas y foie, pero hay que comprobarlo porque son imprescindibles. Es una delicia disfrutar de un plato sencillo que aquí se convierte en puro lujo lujurioso, gracias a ese foie que las engrandece.
Estábamos ya sumamente complacidos con todo el menú pedido, cuando el chef nos ha enviado una sorpresa en forma de calamares de potera con guisantes del Maresme, espuma de perifollo y aceite de menta, un plato delicado (de vegetales, aromas y muselina) y contundente (el calamar en perfecto punto) a la vez. Y todo eso, cuando ya bastaría con el tesoro verde de los diminutos guisantes.
La lubina con salsa de champagne es muy elegante y clásica y me encanta ese añadido de berberechos con el toque tan súper aromático, como desusado (en España), del hinojo. Y hay también unos aromas de estragón en la salsa que lo envuelven todo delicadamente.
La molleja queda crujiente por fuera y tierna por dentro y se baña con una salsa jardinera clásica, e importante, por la que navegan unas hortalizas crocantes que saben a gloria.
Los quesos están tan bien elegidos como los vinos y el único problema es cuál elegir, porque es la segunda mesa más importante que conozco (tras la de Desde 1911). Pero creo que no lo hemos hecho mal: Brillat Savarin con trufa, Mont d’Or, Comte de 36 meses y Bart’s blue.
Y un final, sencillamente insuperable en forma de esponjoso, doradito, huidizo, volátil y tembloroso suflé al Grand Marnier. Que , además, lleva un helado de vainilla que vale por sí mismo. Detrás de un gran suflé siempre hay un gran helado…
Cada día va mejorando y ya era muy bueno. Por eso, y por todo lo que les he contado, es firme candidato a ser el mejor en su estilo. Si les gusta la elegancia clásica y el servicio de sala de alta escuela, este será su lugar. Y si no… también.
Salvo que me olvide de alguno, ya les digo, para empezar, que Lú Cocina y Alma es mi restaurante preferido de cuantos conozco en Andalucía, con permiso, eso sí, de Skina, Noor y Aponiente, muy llenos de méritos también e incluso más estrellas. Pero es que la mezcla de exuberante cocina y espléndidos productos andaluces con las más refinadas técnicas, bases y salsas de la alta cocina francesa que maneja magistralmente la elegante mano de Juanlu Fernández, me parece sencillamente asombrosa, una suerte de Carmen gastronómica pero alejada de los tópicos de Bizet y Merime.
Apenas ha cambiado el menú desde la última vez, pero todo me ha sabido como si fuera la primera, empezando por ese coquillage francés pero también como de playa andaluza: bolo con esponjosa espuma de pimientos, muergo con salsa grenoblesa, berberechos infiltrados de salsa mignonette, ostra de Conil hecha potente y suave espuma y un erizo con un salpicón picante deliciosamente excitante.Y en el plato, otra exquisitez que hace ya difícil pensar con qué quedarse (menos mal que tampoco hay que elegir): gamba blanca con mazamorra de almendra y amontillado, una suerte de delicioso ajoblanco.
Y de un Paris gaditano a la pura campiña andaluza y al homenaje a las tarteras de los jornaleros: bocadillos hechos crujientes o abizcochados de intensa tortilla de papas, bizcocho de yemacon pimientos y melva o lomito ibérico empapado en la holandesa de la propia carne. Y lo mejor, una impresionante pringá que es un sutil ravioli con el caldo de la berza, versión civilizada.
Acaba con aperitivos de tabanco (las tabernas de aquí) y amontillado: chicharrón con emulsión cítrica, crocante y espumoso, sabroso y untuoso paté de la casa, mojama semicurada con queso que es un buñuelo y una remolacha encominá, tan aterciopelada como llena de sabor.
Y el primero de los platos es sopa de pescado o pescado en salsa, da igual, porque es reversible: caballa ahumada en frío con una esplendorosa pipirrana fermentada en botella. Impresionante
Y sigue y todo un homenaje a su tierra gaditana, esa espléndida pescadilla en amarillo en la que la salsa son esas papas que usualmente se ponen enteras y que también se aprovechan para hacerlas ese crujiente que adorna el pescado.
En el plato de vieira está casi da igual frente a una yema curada deliciosa y combinada con trufa negra, praliné de almendras y un estupendo potage, aquí versión ibérica por su arrebatador sabor a jamón.
La lubina al champagne es clásica pero rompedora, porque tiene más de vinos de Jerez que de aquel mas eso da igual porque es estupenda y el toque de los generosos le da un punto diferente que me encanta. Eso sí, como yo, tampoco renuncia al champagne que lo uno no quita lo otro.
Me encantan las mollejas pero estas superan a todas las que recuerdo porque proceden de de ese cordero sublime, criado en tierras salinas al borde del mar, que es el presalé. Además las prepara a la mantequilla negra, receta que si me gusta con el rodaballo, así me encanta. Dota a las mollejas de mucho sabor y aromas a mantequilla que se endulzan con los de las castañas secas que las recubren.
También es igual y diferente a la clásica la royal porque aquí es de cerdo, así que resulta más para todos los públicos porque no es tan fuerte como es la habitual de liebre. No sé qué pensarán los más puristas pero hay que probar esta porque es realmente notable.
El postre de cítricos rpotentes y yogur con sopa de pepino es el mejor refrescante que se podía esperar después de la intensidad de los últimos platos y está lleno de sabores punzantes y limpiadores.
Ya refrescados y “limpios” sabe a gloria esa bella manzanita Tatin que esconde en su interior la tarta y hasta toques de sal y jengibre en la galleta que confirma la base.
Pero aún falta un gran final que es ese Montblanc totalmente reinventado en andaluz y que se llama por ello Grazalema. El merengue es helado de queso de cabra y las castañas, diferentes texturas de piñones. Espectacular.
En cualquier sitio menos cuidadoso, esto ya sería la perfección pero aún faltan las mignardises que, si no les apetecieran después de tanto, bastaría para deleitarles la simple contemplación de los platos, cosa que les recomiendo hagan desde que entren porque hay vajillas (de Raynaud muchas de ellas) suntuosas que raramente se ven en restaurantes.
Todo es bonito, empezando por la alegre y elegante decoración de Jean Porsche y siguiendo por el servicio de la mantequilla o el modo de presentar los platos. El servicio es amable e impecable y además, eso hay que resaltarlo, han mejorado enormemente la bodega llegando ya a los trescientos jereces, algunos memorables. Siempre hay motivos para ir a esta tierra pero Lú tan solo ya merece el viaje.
Me he quedado impresionado de lo poco que escribo aquí de Estimar, teniendo en cuenta que es el restaurante al que más voy y que no paro de poner fotos y comentarios en Instagram. Así que para los que no lo vean por allí y para todos los demás también, reparo mi error, contándoles mi último almuerzo en este restaurantes de Rafa Zafra, un gran chef que sabiendo mucho de alta cocina de vanguardia ha optado por la máxima sencillez, pero sin poderse desprender de tantos saberes,por lo que todo acaba haciéndolo diferente y mejor que nadie.
Y por eso empiezo por estos percebes -que ya sé que causarán polémica-, pero que indican su desacuerdo con la sencillez convencional y manida. Hubo diferendos en nuestra propia mesa, porque los amantes de estos productos del mar (pasa mucho con ostras y erizos) solo se los quieren comer tal cual. A mí, sin embargo, me encanta innovar y aprecio que los haga como aquellas gambas trasnochadas y los envuelva en esa gabardina de fritura perfecta. Me parece, además de bonito, una gran idea porque aporta más textura y el sabor del percebe es tan potente que lo aguanta perfectamente. Además, los acompañan de su inigualable mayonesa de limón y solo por eso, ya vale la pena.
Lo demás es igual de opulento, pero menos arriesgado, aunque me ha encantado probar los ricos berberechos en chispeante y sabroso escabeche, con los que hemos comenzado. Las anchoas del primavera, mucho más rusticas por su lavado y preparación, se acompañan – o ¿será al revés?-de unas tostas de pan tumaca que se quiebran con un suspiro y son sublimes y es que aquí, lo grande es enorme, pero lo pequeño también…
Y entre lo más grande, esas lujosas gildas llenas de sabor y productos excelsos que no le hacen ascos ni a los percebes.
Tienen en Estimar su propia cecina y está entre las mejores, porque no se conforman con bueyes o vacas normales y las hacen de waygu, con un toque ahumado que embriaga, tanto como la llegada de sus dos grandes bocados de caviar, el canapé de pan brioche y el bikini, que incorpora salmónahumado, haciéndolo aún más bueno y arrogante. Por eso no se puede dejar ni un granito.
Y ya casi llegan erizos y angulas, pero antes algo no menos espectacular: unas almejas a la marinera de sabor extraordinario que se enriquecen con la gloria de la huerta, los diminutos y crujientes guisantes lágrima que son un estallido de verde en toda la boca.
Ya habrán visto que no les engañaba, que todo lo hace igual, pero todo es distinto porque el marisco parece no tocarse, pero sus sutiles preparaciones (a veces un simple toque de hierbas o de parrilla en lugar de vapor) solo las hace él y siendo una comida simple de productos extraordinarios, se puede repetir y repetir porque solo le cansa al bolsillo, pero si se puede…
Una de las cosas que ha puesto de moda en muchos sitios son los erizos, que hace de mil maneras. Hoy en versión guiso de guisantes con huevo de codorniz y sabor profundo, y Tigre, recordando la receta de los mejillones y con una costra crujiente que embelesa.
Las angulas pueden ser a la brasa, en ensalada, con huevos, con beurre blanc de caviar, en fin, de más maneras que nadie, pero hoy las hemos elegido a la bilbaína, sabrosas a aceite embriagador, a picantes de guindilla y a crujientes ajos dorados.
No es fácil conseguir que hagan el pescado en tres preparaciones pero uno lo puede rogar. De este modo a cada parte se le da la preparación justa para mantener su jugosidad y sabor. La lubina salvaje estaba aún más buena con golosas colitas en tempura, suculentos lomos a la bilbaína y las cabezas con un plipil de espinas que aprovecha tanto las grasas del pescado que parece llevar mantequilla, Menos mal que lo panes son espléndidos porque para todo se tornan imprescindibles.
Llegar hasta aquí -no todo el mundo lo consiguió- fue tan placentero como duro, por lo que el postre era tarea difícil, pero siempre queda el pretexto desintoxicante de la piña porque Rafa la embellece haciéndola natillas frutales y un helado delicioso.
En fin, para qué decirles nada. Se lo he contado todo. Juzguen ustedes mismos.
Hacía más de un año que no les hablaba de este restaurante y como siempre se me pregunta por mis favoritos, he de decir que A Barra está entre los primeros y de los clásicos madrileños, es para mi el número uno. Me encanta la decoración, el ambiente y el servicio de Horcher. Lo mismo me pasa con Zalacain (salvo esos interiores en plan Costa Cruceros) y también me admira el amor a los detalles lujosos de Saddle. Pero A Barra tiene todo eso y además, un sumiller de postín, una atención exquisita y, lo más importante, la mejor cocina de todos ellos.
Ya desde los aperitivos, lucen una inhabitual mezcla de tradición y moderna contención, para realzar grandes sabores de estupendos productos. No podía ser menos porque el lugar es de Joselito y conservas La Catedral de Navarra y eso se nota desde el principio, tanto en la genial bellota de paté ibérico (un perfecto y gracioso trampantojo) y en la crema de espárragos, servida en tarro, hecha espuma y a base de estos, chocolate blanco, lima y pimiento..
Lleno de sabor y suculencia también, el brioche de costilla Joselito con mayonesa de kimchi, una rica mezcla de carne de cerdo con toques picantes y sabores envolventes. Eso lo ofrecen pero no se pierdan el estupendo jamón de la casa (cómo no), esta vez del 2016
Y después de estos estupendos aperitivos, que ofrecen mientras ojeamos la carta, paso al menú que elegimos (aquí hay una barra vanguardista y, en el comedor, opciones de carta y menú degustación) y que comienza con otro trampantojo espléndido y que -también por su sabor y textura- siempre repetimos: es el gofre de foie con espuma de coco y frambuesa, bonito, intenso y más espumoso que el habitual foie. Y qué buenas las cartas que permiten repetir los clásicos. Es una cuestión pendiente en los estrellados de SOLO menú degustación que, como mucho, tienen uno de clásicos. Pero elegidos por ellos y, como el resto, obligatorio.
El guiso de setas gira en torno a un espléndido fondo de jamón que las inunda de sabor. El toque de los champiñones crudos laminados y unos cuantos piñones aportan textura y frescor.
Me encanta el cordero al sarmiento por sus muchos aromas a hierbas campestres y lo goloso de las berenjenas que acompañan. Además, lo trinchan ante el cliente después de haberle presentado la pieza lo que permite disfrutar de todos los aromas. Después del trinchado, la salsa. Hay muchos platos que se acaban así y es un detalle de elegancia y alta cocina que, felizmente, está volviendo.
Lo mismo pasa con esa perdiz roja estofada que me apasiona (quizá mi ave preferida) y que se adorna con unas memorables lentejas (guisadas con manitas) y toques de naranja y canela. Y qué delicioso, lento y amoroso estofado…
Y para acabar, arroz de caza, tan intenso que puesto tras las carnes funciona perfectamente. Y es normal porque a los potentes sabores de la carne de caza -con preponderancia la de la liebre-, se añade salmorreta y setas y un gran fondo. Un espectacular plato de arroz o… de caza.
No era prudente, ni siquiera aconsejable, seguir comiendo, pero imposible resistirse a unas crepes Suzette y menos mal porque son las mejores probadas en mucho tiempo. Será por el grosor, algo mayor de lo que se usa ahora y que las permite embeberse de los licores que alegran una salsa, simplemente perfecta. Y si encima se acompañan de un extraordinario y sutil sake como el que nos ha sugerido el sumiller (háganle mucho caso) el mundo parece sonreírnos…
Solo por esas crepes ya vale mucho la pena la visita pero, por todo lo demás… ¡también!
Fiel a mi cita de principio de año, publico una vez más la lista más esperada, pero como hay mucho olvidadizo o nuevo por estos lares, he de aclarar que, como siempre, no están todos los que son. Unas veces porque me niego a repetir los mismos dos años consecutivos -por lo que no pueden incluirse Coque, DiverXo o Belcanto en los que sim embargo, y como ya pasó en 2021, hice alginas de las mejores comidas del año-, otras porque soy muy cuadriculado y solo pueden ser diez y ni uno más, por lo que falta Mantúa que también me encantó, A veces por cosas más raras como la de Royal China Clubdonde no hubo postre y eso no me permitió una visión completa, o el inolvidable ADMO de AlainDucasse y Albert Adria que era un proyecto de apenas unos meses. Y dicho lo cual, aquí van todos en orden alfabético, con un hipervínculo para quien quiera ver sus posts completos y haciendo notar que solo hay tres de Madrid:
Amós: con una llegada a Madrid silenciosa y tan discreta como es el propio restaurante, Jesús Sánchez ha volcado aquí todo el saber y la elegancia de su triestrellado Cenador de Amós, creando un lugar elegante, de cocina refinada y muy sabrosa, de raíz cántabra, en la que sobresalen excelentes productos muy inteligentemente tratados. El gran marco del Hotel Villamagna y unos precios más que razonables, completan el soberbio cuadro.
El Celler de Can Roca: declarado una y otra vez, el mejor restaurante del mundo, basta trasponer la puerta para entrar en un mundo mágico de gastronomía, creatividad y sosiego, que los tres haermanos Roca han convertido en el santuario de la exuberancia ampurdanesa, renovando sus mejores tradiciones, sin desdeñar las de cualquier otra parte.
Chez Lumiere: el gran Juanlu ha exportado a la costa los saberes de su excelso Lú Cocina y Alma, convirtiendo -gracias a la mano maestra y exquisita de Jean Porsche-, un rincón de un hotel junto al mar en un oasis de cocina franconadaluza, donde Las mejores técnicas galas se dan la mano con la rica despensa gaditana.
Desde 1911: fue la apertura más sonada de Madrid en los finales de 2021 y el éxito y la calidad los ha consagrado en este año. Su concepto de cocina marina de alta escuela y un servicio como el que solo exhiben los más grandes y clásicos no tiene rival, sofisticando al máximo las lecciones del gran Estimar y aplicándolas en sentido contrario, porque donde este quiere disimular sus detalles de alta cocina, aquel la muestra en todo su esplendor. Sus mesas de queso, me atrevo a decir, son las mejores del mundo.
Iván Cerdeño: hacía años que un restaurante no me impresionaba tanto. Al talento del chef, que se atreve tanto con la reinvención de los guisos castellanos más tradicionales, como con la gran cocina francesa o con la española del Renacimiento, se añaden la delicadeza de sus presentaciones y lo incomparable de su emplazamiento en un cigarral histórico, desde el que se contemplan los más bellos atardeceres de Toledo en una sucesión de placeres y ataques de belleza.
La Finca: en medio de los campos alicantinos, y más exactamente de Elche, esos que ni evocan el mar, Susy Díaz realiza una cocina preciosista y llena de matices que antes de conquistar al paladar, embelesa al ojo. Un cúmulo de caricias mediterráneas, de sabores tan potentes como composiciones sutiles.
Noor: el camino emprendido por Paco Morales en Córdoba sigue revolucionando las cocinas andaluza y española en una sinfonía de cultura, investigación, sabor y buen gusto, que tanto más reluce cuanto más la abre a productos y épocas, porque lo que empezó en Al Andalus ya llega al descubrimiento de América (lo siento, para Europa y gran parte del mundo fue un descubrimiento). Su presencia sabia mejora la experiencia y el ritmo de su servicio (un largo menú que hacen corto) es incomparable.
Paco Pérez: vale la pena irse hasta Llança para comer al borde del mar en esta isla de glamour rodeada de garitos turísticos. Los colores y los sabores de todo el norte del Mediterráneo están en cada plato de este cocinero que mete también en todos ellos lo mejor de la cocina marinera catalana en recetas barrocas y plenas de sabor y encanto estético. Y todo eso, además, lo cuentan exquisitamente algunas de las mujeres de su familia.
Paul Bocusse: quizá sean mis recuerdos juveniles, puede que inexistentes, pero disfrutar de Paul Bocusse sigue siendo darse un paseo por lo más preciado de la alta cocina francesa y por aquella gran revolución que fue la nueva cocina. Ya no es lo que era, pero su elevado refinamiento y la recreación de las mejores recetas del maestro lo ponen a la cabeza de la muy buena cocina lyonesa. Y es que quien tuvo, retuvo…
Ramón Freixa: podría estar aquí todos los años si no fuera por lo que les he contado y es que Ramón nunca falla en su mezcla de vanguardia y clasicismo, en su uso de muchas cocinas que hace siempre suyas y en la exhibición audaz de sabores intensos que lleva a su terreno. Sus platos de caza y trufa están entre los mejores y los de tomate, aún están por superar.
Lhardy es tan mítico que mezcla realidad y fantasía como pocos lugares de Madrid. Existe en verdad pero, como todo lugar legendario, su historia está trufada de tradiciones inventadas, amoríos imposibles, conspiraciones soñadas y en suma de, las llamadas hoy, leyendas urbanas.
Solo unos pocos podían acceder a aquellos grandes salones -el japonés, el blanco, el isabelino…- en los lejanos años 30, del siglo XIX por supuesto, porque casi nadie se lo podía permitir. Eran republicanos o conservadores, socialistas o liberales, artistas o banqueros, pero todos procedentes del estrecho círculo de una burguesía elegante y altanera.
La Carrera de San Jerónimo, vecina de la Puerta del Sol, era la calle de moda que remataba ese elegante eje que comenzaba en el Palacio de Oriente y terminaba en el Salón del Prado, nuestro particular Bois de Boulogne, el nido de los murmullos y las murmuraciones, de los paseos en grandes carruajes o inquietos corceles, de las sombrillas y las chisteras, de las miradas y los suspiros, de la languidez y el apasionamiento amoroso.
Nadie adivinaría tanta elegancia en la Carrera viendo ese imperio del low cost que ahora se enseñorea de estas calles, antaño solar de los grandes palacios y de las modernas residencias burguesas, hogar de los personajes de Galdós o Mesonero Romanos. Allí estará también, pocos años más tarde, el recién estrenado Palacio del Congreso teatro de los más grandes oradores parlamentarios que vieron los siglos, los que tomaron el relevo de los que peroraban desde el púlpito y antepasados de los que ahora, menos brillantemente, siguen sus pasos, más que en el hemiciclo, en platós de televisión y plazas mitineras.
Era un Madrid con las primeras luces de gas, con un tímido liberalismo que sanaba las heridas del despotismo fernandina y que quería ponerse, con el ferrocarril y el capitalismo, en el camino de la modernidad. Y como no solo ahora la gastronomía va de la mano de la modernidad y de lo nuevo, un francés cuyo nombre no importa -y da igual porque D. Emilio adoptó rápido como apellido el nombre de su restaurante pasando a llamarse D. Emilio Lhardy– fundó esta joya decadente que ya no es lo que fue, pero que sigue siendo
Es casi obligatorio empezar por ese relicario de plata y cristal que es la tienda, con una media combinación -el cóctel madrileño por excelencia- y, ahí o ya arriba en la mesa, tomarse una de sus excelentes croquetas de cocido acompañadas de el mejor -y primer- consomé de Madrid, un ejemplo de clarificación y que además animan con es estupendo Palo Cortado de la casa.
Tampoco hay que perderse el refinado paté en croute que cuenta con un buen hojaldre y una aún mejor gelatina y que tampoco se olvida de los pistachos. Es, sin duda, el mejor probado por estos lares y también es aperitivo frecuente en la pastelería u objeto de lujo para llevar a casa.
Las almejas de Carril al Palo Cortado son estupendas, por calidad y elaboración, pero no las entiendo al lado de tantos platos clásicos de alta escuela y renombre internacional, aunque es comprensible que los nuevos propietarios hayan querido poner platos populares de sus otros establecimientos marisqueros, si bien a veces son una verdadera incongruencia. Pero deben tener razón porque nuestro amigo cubano no se las quiso perder. Claro que también pretendía meterse entre pecho y espalda todo un cocido. Por la noche…
La mayoría de los pescados son compartidos lo que limita bastante a mesas de dos pero vale probar el lenguado al champán o esa histórica a lubina Bellavista que me gusta más por la estética que por cualquier otra otra cosa. Es fría y delicada y aquí se refuerza con algo de salsa tártara servida aparte.
Es realmente bueno, ya lo dije aquí, el solomillo Wellington por su excelente punto, el hojaldre soberbio que se mantiene muy crujiente (su humedad es el gran riesgo de este plato) y una poderosa salsa que lo acompaña muy bien. No cabe duda que las patatas a la inglesa que lo acompañan (y que son las que sirven en O’Pazo y Filandon) están espectaculares, pero me temo que no son adecuadas a semejante receta. Mucho mejor estarían las insuperables suflé, pero eso sí, hacerlas bien es cosa de pocos y elegidos.
Hay bastantes postres con buen aspecto a y seguro que muchos están ricos, pero a mi no hay quien me saque del gran clásico de esta casa, el suflé Lhardy, que es es un falso suflé y más bien una deliciosa y espectacular tortilla Alaska. Ya saben, un esponjoso merengue flambeado ante el comensal, relleno de helado, aquí de vainilla. Sigue siendo una sorpresa que esté caliente por fuera y helado por dentro. Una verdura delicia.
También, es buena carta de vinos, corta y con buenos precios, y el servicio resulta más que atento si bien necesita algún retoque para adecuarlo a la elegancia del lugar y por supuesto, vestir un poco mejor…
No saben cómo se lo recomiendo porque se disfruta de todo y mucho, pero especialmente de un inmarcesible viaje al pasado del buen gusto.
Podría no contarles las cosas como fueron y refundir una cena y un almuerzo en este texto, como si todo hubiera ocurrido en una misma ocasión, pero prefiero contarles, tal como fueron, mis dos ultimas visitas a Mar Mía, el estupendo restaurante de Rafa Zafra, Bar Manero y Casa Elias en un moderno hotel de Madrid. Una mezcla de talentos bastante insólita.
Primero fue una cena medio rápida después de la ópera y a las 11 de la noche, pero eso da igual, porque todo está bueno y bien servido, con amabilidad y profesionalidad, a cualquiera hora. Y es que cualquier cosa que haga este trio es garantía de calidad y disfrute.
Nunca me pierdo las suculentas y sabrosas gildas de Rafa y para saber por qué las son las mejores que hay, basta con ver la foto con el detalle de cada ingrediente.
Lo mismo pasa con esa maravilla de matrimonio en el que si la rústica anchoa de primavera (lavada a mano y de salazón más agreste) es estupenda, el boquerón en vinagre es de los mejores probados en mucho tiempo.
Hablar de estos sitios es hacerlo de caviar y el canapé de pan brioche es delicioso, en especial por el velo de papada ibérica de Joselito. La gracia de Rafa Zafra es que todo lo hace sencillo, pero siempre se saca de la chistera algún toque que lo convierte en distinguida y diferente simplicidad.
Están también muy ricas las alcachofas a la brasa y estupendas las grandes y suculentas almejasal fino Quinta. La salsa es para casi bebérsela y el molusco es tan lujoso y opulento que lo venden por piezas.
Son espléndidas desde luego, pero lo que es, en su gran humildad, toda una verdadera sorpresa son esos delicados mejillones de Bouchot acabados en la mesa con especias alicantinas y una soberbia salsa muy Café de Paris.
Lamentablemte a esas horas ya no tomo postre, así que no queda otra que leerse la segunda comida para saber cuáles son los mejores.
Y aquí empieza ese segundo almuerzo porque, como me quedé con ganas de arroz -y de alguna cosa más-, y lo anterior fue solo un (gran) tentempié tras la ópera, pues había que volver.
Empezamos nuevamente con las imprescindibles gildas y también con el matrimonio, para seguir con la ensaladilla que está muy jugosa y llena de atún. No tiene nada diferente, pero es tan buena en su clasicismo que no le hace falta más, quizá solo esas estupendas tostas de aceite con que la acompañan y que la perfeccionan.
También aportación de Manero (esto es un 6 manos) son las croquetas, crujientes de panko, con buen jamón y muy cremosas.
Tampoco podía faltar en un buen almuerzo alguna de las frituras de Zafra y los boquerones marinados en limón y fritos son excelentes aunque, por alguna razón, están mejor fritos los de Estimar, cosa que también ocurre -y se nota mucho- con las patatas.
Las otras manos de las seis, las de Casa Elias, se encargan de regalar a Madrid sus míticos arroces. Este, de simples y deliciosas verduras, está muy rico, pero lo mejor es el punto de un arroz suelto y al dente que forma una fina capa que cubre una paella bastante grande. Así se consigue esta calidad y está cocción.
Y para acabar un poco de pan con chocolate y el excelente, denso y enjundioso flan de queso.
El bonito hotel en el que está, el frondoso patio que lo circunda y el bellísimo entorno de este barrio de Palacio (Real) son aun más alicientes para no perdérselo. Un sitio estupendo, que también sirve para tapear, en la zona turística más bella y elegante de Madrid (con permiso del Paseo del Prado) al que solo le encuentro el defecto de una apariencia demasiado nocturna con luces muy amarillas (basta ver las retocadas fotos) y unos visillos que dificultan el paso de la luz natural. Por lo demás, es una gran opción con precios más que razonables, incluidos los estupendos champanes de Manero.
Hacia mucho que un restaurante no me impresionaba tanto como el de Iván Cerdeño. Para empezar el embeleso, el restaurante está en un cigarral de 1.000 años, pero que alcanzó su esplendor en el siglo XVI, embelesando a Lope y a Tirso De Molina. El Tajo lo abraza, las moreras lo engalanan y miles de rosas lo circundan pero lo mejor es la grandiosa vista de Toledo, esa joya dorada y fría que es una de las más bellas ciudades del mundo. Y, como todo lo verdaderamente bello, mejor contemplarlo en lejanía. La distancia propicia la visión romántica y evanescente. La cercanía -a la belleza artística, a la humana, a la grandeza del ídolo- se mancha de muchedumbre, banalidad, mezquindad, medianía. Nada más bello que los surcos de agua de Venecia o los fulgores del Arno y del Duomo, pero en la distancia. Y en el recuerdo.
La comida acompaña tanto esplendor con platos elegantes, refinados, llenos de fuerza y sabor y con unas disposiciones tan bellas que embriagan a la mente antes que al paladar. La raigambre popular y manchega lo impregna todo, pero transformada en algo tan elevado que nada es igual y todo es distinto.
La técnica, la sensibilidad y el conocimiento crean platos que saben a pasado pero anticipan el futuro. Pero no solo está el pueblo. Por este menú pasan Escoffier, Ruperto de Nola y Ángel Muro con su Practicón en un alarde de sabiduría y sensibilidad.
El menú intermedio (ya saben, ni el más largo mi el corto) se llama “Toledo olvidado” y comienza entre la sencillez del producto y el lujo de la inteligencia creadora con unos garbanzos encominados que son crema delicada con fuertes sabores a vinagre y cominos, lo mismo que el tatin de alubias es una tartaleta con el potente y tradicional guiso.
Llegan después otras cuatro pequeñas delicadas delicias llamadas “entorno de huerta y ribera”: espuma de pepino atemperando la fuerza de unos sabrosos arenques, un crujiente de champiñón y vinagrillo de aspecto inofensivo y potente sabor, un ligero pate de pimientos verdes con salazones descaradas y un bollo (un poco demasiado denso por poner un pero) al vapor conbrotes.
El capítulo “adobos y marinados” se abre con una estupenda trucha marinada sobre una esponjosa base de maízde la ribera y sigue con una irresistible bola crocante y con alma de pimentón rellena de pimientos que es una excelente revisión del asadillo manchego. Realmente buena aunque no más que un pastel de perdiz que en su cremosidad es francés y en su sabor muy toledano. Acaba estos pequeños bocados que tocan el corazón (eso quiere decir dim sum, mucho mejores que cualquier dim sum) con una milhojas de pollo de corral, piel crujiente en la base y sabrosa pasta por encima. Una especie de pollo frito llevado a la elegancia absoluta.
“La cocina de monte y mar” comienza con un precioso erizo que parece un pequeño jardín japonés, aunque con más flores, y es mezcla deliciosa de humildad y mar y tierra, porque se combina con una crema de almortas que suaviza el espinoso molusco.
La sopa de hierbas con tomates asados y nueces tiernas es una fresca, sabrosa y olorosa vuelta a la huerta con una receta llena de matices y aroma en la que se incluye el leve crujir de las nueces tiernas. Una sopa tan bella como sutil y con esas nueces que aún no están secas y son deliciosas.
No llamar chawanmusi -como ahora hace todo el mundo para demostrar dominio de técnicas cosmopolitas- ya me parece marcarse el primer tanto para una receta tan superlativa como es la cuajada de cangrejo de río y caviar. Nuevamente la cocina de la tierra y la mayor sencillez de ingredientes enfrentados al lujo de un exquisito caviar. Textura perfecta y un despliegue de sabor que envuelve olfato y gusto de manera absoluta. Sin olvidar que la vista ya había sido cautivada con solo atisbar el plato.
Por si habíamos creído que todo es creatividad personal basada en el recetario popular, también hay investigación y cultura porque Iván nos sorprende ahora con sardina y perdiz roja que es una reinterpretación de una receta del XVIII, de Ángel Muro en el Parcticón.
Si allí era una perdiz rellena de sardinas, aquí se hace al revés creando un plato sumamente original de sabores potentes y en el que la grasa deliciosa de la sardina impregna la relativa sequedad del ave.
Solo las pieles de bacalao con yemas me ha fascinado menos. La espuma con porrusalda y yemas es deliciosa pero colocarla bajo una piel de bacalao algo correosa y blanda no me parece la mejor idea. Las he tomado fritas y desecadas y están mucho mejores que así, por lo que bastaría hacerlas torrezno. Me permito sugerirlo, pero es tan solo la humilde cobertura porque la idea es estupenda.
Me ha gustado muchísimo la molleja con crujientes pedacitos de coliflor, convertida su sencillez en alta cocina a través de una espléndida salsa de mantequilla y limón y que recuerda la de grandes pescados de la alta cocina francesa en un ejercicio de sofisticación de la simplicidad.
Y en este momento se me antoja una copa de vino y caprichoso total, pido algo clásico, de zona tradicional, cuerpo y años. Y ahí es cuando el sumiller hace magia y aparece un mítico Faustino I, medalla de oro en la Vineexpo de Burdeos 89. Y estos son los detalles que hacen a un restaurante excepcional.
Tan audaz es el corzo de los montes de Toledo y vinagreta de percebes que su mera descripción me ha asustado, pero el equilibrio de la salinidad de lo marino (percebes y algas, sobre todo codium) con la rusticidad de la caza y el leve dulzor de una demi glace extraordinaria es tal que sólo se perciben ciertos matices añadidos a ese tierna carne que se asa en ramas de pino, se endulza con remolacha y se envuelve en hoja de plátano, lo que aporta una enorme jugosidad. Un plato asombroso que funciona a la perfección.
Ya se había acabado lo salado del menú pero Iván me ha ofrecido una liebre al senador y menos mal que he aceptado porque mucho se luce con esta receta de Escoffier en la que la compleja y aromática salsa envuelve de tal manera a la carne que se funden en algo completamente distinto, haciendo del plato una de las grandes recetas de caza de la historia.
Ante tanta contundencia, me ha sabido a gloria el primer postre de frutos rojos, jenjibre, tan tímidamente usado que no sabe a tal, y sésamo negro. El bizcochito crujiente que se hace con este corona un rico postre que sin embargo, no se puede comparar con la belleza y sabor del melocotón de la Puebla con almendras y flores, un precioso trampantojo de chocolate blanco relleno de melocotón confitado y acompañado de helado almendra y almendras heladas. Un postre de buen nivel tecnico, muy rico y más que vistoso.
Pero quizá porque le he dicho mi opinión de los “postreros” españoles, nos ha regalado con otra delicia sumamente culta porque está basada en una receta del gran Ruperto de Nola: leche asada al palodú y pólvora de duque, un postre delicioso y lleno de matices a leche frita y a regaliz, el gran colofón de un almuerzo memorable.
El servicio es excelente y el sumiller, un mago al que si le pides algo clásico, con años, enjundia e historia (para una copa) te aparece con un Faustino I, medalla de oro en Burdeos 89, o un albillo dulce de Viña Albina, del 65.
En fin, somos muy afortunados por, en tan pocos años, haber construido por toda #españa estos lugares únicos, templos del saber y el buen gusto. Y este es tan de los primeros que, acabo de salir y ya quiero volver. Vean estos días y verán por qué…
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