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Santceloni

De los restaurantes con dos -o más- estrellas de Madrid, Santceloni es, sin lugar a dudas, el más clásico y elegante. No es que los demás no lo sean, tan solo que aquí se cultiva de modo ostensible una elegancia tradicional que va desde el impecable y formal servicio hasta una cocina muy clásica, aunque modernizada sabiamente. Yo diría que es muy francés, muy parisino. Más que los demás. Hasta el público suele estar mejor vestido y no porque haya normas rígidas sino por una especie de emanación del ambiente. Más que un dress code es como si hubiera algo en el ambiente. Está pasando ahora mismo con Saddle, donde casi todo el mundo viste corbata y trajes formales. No pasa sin embargo, en los elegantísimos Coque o Paco Roncero. ¿Por qué? No tengo la menor idea. Lo que sí sé es que Santceloni, por todo, es un elegantísimo lugar con un maravilloso servicio comandado por un reputado profesional, Abel Valverde.

Lo mismo pasa con la cocina del discreto y tenaz Oscar Velasco. Los aperitivos se toman en sus dominios mientras se disfruta la contemplación del minucioso trabajo de los cocineros. Para empezar unos cuantos platillos deliciosos: crujiente de calamar y galleta de arroz con mousse de foie, sencillos, agradables y crocantes.

Huevo de codorniz con pan crujiente que llena la boca de untuosidad de yemay crujires de un nidito de pan.

Y lo mejor y más sorpréndete, un postre hecho aperitivo salado, el borracho al whisky. Un bizcochito salado sumergido en una excelente y muy potente sopa de cebolla y coronado por un poco de nata con crema de bacon. Muchos sabores intensos y un resultado delicioso.

También me ha encantado, por su elegante sencillez, la presentación de una fórmula infalible: patata, limón y caviar. Este es servido tal cual pero la patata es una lámina crujiente y el limón una espumosa emulsión de cítricos. Sabe igual. Se nota en el paladar completamente diferente. La vista y la textura engañan al cerebro. El paladar, no.

Y para acabar, un estupendo platito acabado de elaborar ante nosotros por el propio chef: royal de ajos con angulas y trufa. Me ha parecido más bien una crema espumosa de ajos muy suave y que potencia aun más el dulzor que el picante del ajo. Para acompañarla, el lujo puro de las angulas y la trufa negra que, para mayor placer odorífero, nos dejan sobre la barra. Buenísimo.

Ya en la mesa tomamos el estupendo «menú a otro ritmo» que amablemente nos han reforzado con algunas cositas. Originalmente tiene pollo, celeri, pescado del día, cabrito y plátano además de petit fours. Cuesta 75€, 90 con vinos y 12€ más con quesos. Si me piden opinión, me parece un precio imbatible.

El primer regalo es un clásico de Oscar, el ravioli de ricotta ahumada con caviar. Es nuevamente una prueba de gran sencillez. Pocos ingredientes, gran calidad de cada uno, puntos perfectos y equilibrio maravilloso entre todo.

Ya he tomado varías veces este pollo y me encanta. Es como una tostada para comer con la mano y se compone de una oblea de trigo muy crujiente y quebradiza, daditos de pollo muy bien aliñados, un agridulce de pimentón y un estupendo pisto. Elaboraciones tradicionales y sencillas con toques modernos para hacer algo nuevo.

Me encanta la ensalada de celeri, esa verdura llamada apionabo a caballo entre el apio y el hinojo. Se pone como fideos crudos y se funde untuosamente con una yema de huevo curada, anchoa y trufa negra. La verdura potencia el sabor del huevo y la trufa y suaviza el estupendo toque marino de la anchoa. Una mezcla exuberante a pesar de sus pocos componentes.

Lo mismo ocurre con el bogavante. Una buena porción del lomo junto a una simple hoja de endivia asada, que esconde la carne de las patas. Y para no restar sabor a este maravilloso crustáceo una simple salsa de sus corales, pero no de aquellas tipo salsa americana, densas y fuertes, sino otra suave, ligera y muy sabrosa, sin muchos añadidos.

El pescado del día es un estupendo rodaballo salvaje que aparece en gran tajada y se trincha y prepara a nuestra vista. Un asado impecable y una salsa llena de aromas en la que me parece distinguir, soja jengibre y miso. También hay cítricos y raifort en el plato, además de unas delicadas patatitas.

La carne es un espectacular y tierno cabrito lacado de sabor muy suave y dorado perfecto. La carne se deshace con el tenedor y se acompaña de calabaza y ajo negro. Me encanta el leve pero notable toque a avellanas tostadas de la salsa. Delicioso.

Y llega uno de los puntos culminantes de esta comida y aparición estelar en este restaurante: la mesa, que no tabla, de quesos. Dice la gente que en España no hay otra igual. Eso es seguro pero sinceramente, tal variedad y cantidad no la he visto en ninguna parte del mundo. Ahora hasta se han hecho afinadores y así pude disfrutar de un maravilloso queso de Valladolid con trufa negra. Además, elegimos grandes clásicos como un intenso Comté o un delicado Epoisse, pasando por ciertas originalidades como una cremosa y golosa torta de Valaldolid que es el Cremoso de Cañarejal. En originalidades españolas, destacar un muy premiado Ahumado Campoveja, con recuerdos de Idiazábal pero de ahumado más suave, o un estupendo azul de Cádiz, el llamado Búcaro Azul. Ya digo, un festín, un lujo para la vista y un gran aprendizaje. Ya valdría la pena venir tan solo por esto.

El postre no es lo que más me ha gustado, blini de plátano con helado de chocolate blanco y sésamo negro. No está nada mal y los sabores son espléndidos, pero el blini me ha resultado demasiado poco esponjoso.

Menos mal que, cortesía de la casa, hemos disfrutado de uno de sus grandes clásicos, la crema de café con mousse de chocolate cocida. El helado de café es estupendo y se juega sobre seguro en cuanto a sabores porque combinan muy bien, pero cocer la mousse es una gran idea y le da al plato una consistencia abizcochada que me encanta.

Como todo, es una opción tan sencilla como brillante y es que Santceloni practica una cocina aparentemente simple y de pocos ingredientes, arraigada en la elegancia más clásica. Incluso consigue esconder los alardes para que prime el sabor. Quizá no emocione siempre, pero nunca irrita ni desconcierta y eso se llama equilibrio. Además, tiene carta -lo que permite liberarse de la tiranía del menú degustación-, un servicio inimitable y un estilo a caballo entre el pasado y el futuro, lo que no es ninguna mala síntesis. Uno de los grandes de España.

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Punto Mx

Casi siempre que he hablado de Punto Mx lo he hecho muy elogiosamente. No en vano es el mejor restaurante mexicano fuera de México, donde solo le superan Pujol y Quintonil, y el único en poseer una merecida estrella Michelin. Hablé peor cuando impusieron el menú degustación que, además, no me gustó demasiado. Ahora, sin embargo, han vuelto a la perfección con la doble oferta de carta (cada vez más demandada y agradecida por los cliente si en cualquier restaurante) y menú. Ahora se basan ambas en la cocina del Pacífico pero sin desatender cosas tan esenciales como el tuétano, los tacos al pastor o la cochinita pibil.

Hemos optado por la carta de la que nos apetecía todo y hemos compuesto un más que abundante menú. Se pida lo que se pida, comenzamos por un agradable aperitivo que consiste en una endivia con salsa xilipac ( a base de chile habanero y pipas de calabaza) y setas enoki, además de una buenísima, y bastante española, croqueta de jalapeño y bacon, crujiente, sabrosa y de relleno muy cremoso y algo picante.

Recomiendo en Punto Mx empezar siempre por él fabuloso y opulento guacamole, no solo porque lo preparan en la mesa a nuestro gusto en un gran molcajete, sino sobre todo porque es cada vez más barroco y ahora parece unos verdaderos y abundantes entremeses. Además del aguacate, la lima, el chile, la cebolla y el cilantro se ofrecen, para acompañar, cacahuetes enchilados, queso Villalón (a falta del Panela, bien está este) y pipas de calabaza y granada, todo esto por encima o alrededor del plato. En cuencos aparte, dos buenas salsas de habanero y mango y otra de tomatillo verde, unos dados de atún marinado y un muy buen salpicón (de carne, es mexicano, no confundamos). También, totopos de varios tipos de maíz (me encantan los de maíz morado) y cortezas de cerdo. Un auténtico festín

Para esta cocina de México en España se usan nuestros mejores productos y así podemos disfrutar de unas maravillosas y frescas zamburiñas pero en ceviche de Jamaica (la deliciosa flor de hibisco con la que se hacen infusiones frías para acompañar todo) y con daditos de pepino y manzana. Muy refrescante y diferente.

El ceviche de pargo curado no es al que estamos acostumbrados en Europa porque no está marinado en esa especie de zumo cítrico más conocido, sino en una crema untuosa, de chile jalapeño para ser más exactos. Además lleva por encima rodajitas de este y pepitas de granada. Bastante picante y delicioso.

Ya la había probado aquí pero no me puedo resistir a la deliciosa y vegetal quesadilla de hojasanta que envuelve en esa aromática hoja un relleno excelente de huitlacoche (recuerdo: el hongo del maíz) y queso. Bajo ella y llena de matices, una dulcipicante salsa de miltomates.

El panucho es una tortilla de maíz rellena de crema de frijoles negros típica del Yucatán, pero no hay nada más yucateco que la cochinita pibil, un delicioso guiso de cerdo en hebras y muy especiado. Se coloca por encima del tierno panucho y se remata con una potente cebolla roja encurtida. Espectacular.

No creo que las mollejas figuren en ningún gran plato mexicano. Al menos que se conozca, pero ese es el gran mérito de Roberto Ruiz: hacer una cocina fiel a la tradición al mismo tiempo que innovadora. La molleja con salsa costeña y patatas confitadas es un plato sensacional porque la intensidad de la carne queda muy refrescada por esa buena salsa llena de cebolla cruda, lima y cilantro.

Y algo parecido pasa con la arrachera (entraña) de waygu que se acaba de hacer en la mesa y se sirve con un sabroso salteado de pimientos y las correspondientes salsas para poder realizar los tacos que esta vez se montan con unas buenísimas tortillas de maíz morado.

Nadie recuerda, con todos mis respetos, un postre que esté a la altura de la gran cocina salada mexicana. Por eso, este physalis con maracujá es una buena, sencilla y refrescante opción. El sabor agridulce del physalis (no se asusten, lo han probado mil veces) combina muy bien con el helado de mango y cierra muy bien un menú contundente.

Por cierto, lamento que no hayan visto mejor los platos pero a Roberto le gusta estar a oscuras, lo que es muy lamentable porque son bonitos y coloridos. Es mi único reparo porque este restaurante es un gran lujo en Europa. Un lugar donde disfrutar de la mejor cocina mexicana en toda su pureza, variedad y esplendor y, por si fuera poco, muchas veces mezclada con lo mejor de nuestra despensa. ¡Soy muy fan!

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Pierre Gagnaire

Paris es ciudad de muy buenos y afamados chefs. Y entre los mejores y más afamados, destaca Pierre Gagnaire por su larga carrera, su elegante cocina y por haber formado a gran cantidad de profesionales. Como es bueno y famoso, tiene muchos restaurantes y asesora a varios otros en diferentes ciudades de varios continentes. Sin embargo, su buque insignia, tres estrellas Michelin, por supuesto, sigue siendo el que lleva su propio nombre y se halla en la Rue Balzac, una recoleta calle con una leve cuesta en ciudad tan llana como Paris. Extraordinario lo de la cuesta, pero aún más su carácter apacible y silencioso, porque está junto al Arco del Triunfo y a dos pasos de los Campos Elíseos, que ahora son más bien demoniacos por culpa del turismo masivo, las tiendas low cost, los burgueses airados de chaleco amarillo y, cómo no, del terrorismo yihadista.

Si la calle (esquina a Byron, ¿quién da más belleza?) es recogida y discretamente elegante, el restaurante lo es aún más porque está compuesto por ligeros paneles de madera clara, páginas de libros y lámparas de lectura sobre cada mesa, haciendo de todo un perfecto homenaje a Balzac, a Byron y a todos los libros del mundo. Un servicio impecable parece también fruto más del arte que de la realidad.

Pierre Gagnaire –del que ya les hablé aquí– es muy caro pero tiene un generoso y exuberante menú de almuerzo que vale entero como un solo plato de la carta. Empieza con un festival de aperitivos que a mi, que soy tan mayor, me recuerda en versión sofisticada los increíbles entremeses de los paradores en los 80 (del siglo XX, eso sí).

Tienen, entre otras muchas cosas, un cubo de Martini, aceitunas y pistachos, tomatillo con estragón, un precioso y picante damero de grosellas y rábano y una espectacular hoja de ostra con rilletes de sardina especiados. No faltan variados hojaldres, pan suflado de queso, varios tipos de panes y tres mantequillas diferentes.

Las entradas son igualmente variadas y abundantes y se dividen en otros cinco platillos: pomelo tailandés con un jugo untuoso de pomelo rosa con Campari, champiñones rosados y palmitos frescos, una receta en el que el sabor intenso y a madera húmeda de los champiñones se altera violentamente con el amargor de todo lo demás en un juego tan inesperado como exitoso.

Como no me gustan las ostras, estuve tentado de pedir un cambio, pero viendo el nombre (salteado de ostra y figatellu, sopa de guisantes rotos) me acordé que estos civilizados franceses no siempre las comen crudas, solas y desnudas. Felizmente es un plato en el que el molusco es uno más de los ingredientes y se deja envolver por el delicado sabor de la verdura y hasta de esa salchicha corsa de cerdo llamada figatellu, lo que hace que la ostra solo se note al final dando un golpe de sabor a mar a un plato tan de tierra. ¡Espectacular!

Como transición sencilla el condimento de Yosuke con brunoise de calabaza, un picadillo tipo surimi endulzado por la calabaza.

Todo lo contrario que la potente y deliciosa gelatina de aceitunas negras de Nyons, anchoas cántabras y daikon. Sabor poderoso, fuerte y muy equilibrado. También infalible porque qué mejor que anchoas y aceitunas. El daikon es un tipo de rábano oriental que da aún más potencia y las varias texturas se juntan en un único y chispeante bocado.

Lo mismo que unos simples y delicados berberechos en cacerola con alcachofas puro contraste mar y tierra -que nos remite a la ostra– que es simplemente excelente. También la cocina popular lo sabe -como de las anchoas con aceitunas– y por eso nos dio las excelsas alcachofas con almejas.

El plato fuerte es un rabo de ternera con pluma ibérica lacada, tuétano y crema de endivias con queso Beaufort. La cola desmigada sirve de lecho a una pluma con un glaseado espectacular y sobre ambas, el tuétano. Sabores recios y grasos que se aligeran, intensifican, endulzan y amargan (todo a la vez) con endivias, col rizada y queso. El resultado es de una fuerza (y al mismo tiempo) suavidad sorprendente.

 

Para acompañar un Pot au feu de execelentes hortalizas guisadas con carne y aceite de avellana. Lo popular elevado a la alta cocina.

Y, cómo siempre en Francia, vaya postres los del maestro Pierre Gagnaire. Ya los prepostres son otro festival de platillos entre los que destacan los cilindros de chocolate (uno blanco y otro negro) y un magnífico falso macarron de limón que compone sus dos caras con gelatina en la base y merengue encima.

Los postres también vienen en varios platos a cual más delicioso, sea por los sabores cítricos y florales, sea por el crujir de un verdadero encaje hecho tapa.

Aunque para genialidad y tapas, una hecha con manteca lo que le da la consistencia de un bombón. A partir de ahí, un festival de sabores a castaña, cassis y hasta al de una solitaria avellana garrapiñada.

Pero nada como un monumento a chocolate. Será por que soy devoto, será porque creo que nadie lo prepara como los franceses. Lo elevaron a los altares los antiguos mexicanos, lo trajimos los españoles y lo adoptó todo el mundo, pero nadie le da la magia de los cocinemos y reposteros franceses. No digo que no haya excepciones, de hecho mi favorito es el de Pierre Marcolini, pero en cuestión de postres no hay rivales para los galos. Este me recordó a uno que quizá fue el mejor de la historia, un coulant de Lucas Carton sin rastro de harina. Aquí hay una fría base muy densa y untuosa de chocolate negro, una mousse perfecta y una leve espuma de chocolate con leche, cada una de un porcentaje. Además, palitos de chocolate negro tremendamente crujiente. Sencillez absoluta en los ingredientes pero muchas texturas y varias temperaturas para hacer de este un postre sublime. Quizá cualquiera puede hacerlo, pero es de Pierre Gagnaire

Este menú de almuerzo de 90€ (75 más con medio litro de champán) es un regalo. Pero aunque no lo fuera, lo que sí garantiza es una experiencia deslumbrante. La cocina de este maestro de ya mucha experiencia, parece sencilla pero no lo es. Quizá porque parte de la mayor complejidad para idear soluciones sencillas y brillantes mezclando elegantemente alta cocina francesa con platos populares, que en sus manos se convierten en hitos. Sin duda, uno de los grandes cocineros del mundo.

 

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Arabigogaláctico 

Al llegar a Noor desde la estación de Córdoba sentí la misma sensación que al acercarme al Celler de Can Roca o al antiguo Atrio. Un lugar alejado del centro, ajeno a monumentos y vestigios históricos y barrios de aire olvidado y aspecto popular. Situar un restaurante tan ambicioso en la periferia de una bella ciudad, que está a su vez en la periferia gastronómica, denota un gran coraje.

Las casas del barrio de Cañero, son bajas, humildes y austeras. La que acoge a Noor se ha transformado en una cajita labrada que parece un souvenir de Bagdad. Sin embargo, la impresión es falsa. Se trata de un trampantojo en papel y los bellos enrejados que simulan relieve son falsos y están meramente pintados en papel. La entrada es lóbrega porque simula el zaguán de un palacio andaluz. Allí nos ofrecen agua de rosas con la que lavar las manos sobre una bella pila de piedra.

El acceso al comedor desde tan gran oscuridad es un choque lumínico, del negro al blanco absoluto, una blancura inundada de luz natural que entra a través de un gran lucernario. Todo es aséptico e impoluto y domina el blanco a pesar de la profusión de lacería y ataurique, muy difuminada, que cubre tanto el suelo como los paneles del techo. Una decoración híbrida entre 2001, Una Odisea en el espacio y Scherezade. Los desconcertantes uniformes metalizados de los camareros (Issey Miyake de andar por casa) realzan el efecto sideral.

Todo es bonito en este lugar, especialmente la presentación de los platos, tanto que hacen de Paco Morales uno de los grandes estetas de la cocina española. Lo conocimos en Senzone, emigró a Menorca y ahora ha iniciado una desconcertante aventura. No solo arriesga con el sitio sino que además propone un sorprendente menú basado en la cocina andalusí del siglo X, así que todo ha de ser árabe (faltaban quinientos años para la expulsión y otros tantos para la llegada a América) y de esos mismos años en que no conocíamos ni la patata, ni el tomate, ni el pimiento, ni, oh cielos, el chocolate. Sin embargo, todo era rico en especias por lo que estos platos saben a clavo y a cominos, a frutos secos y a miel.

Como no soy experto en cocina andalusí del siglo X nada que decir sobre ella, pero sí les contaré qué me parece esa cocina mil años más tarde. Comenzamos con un refresco de sandía, agua de rosas y vinagre, para mi gusto, mucho vinagre pero también sensaciones frescas y agradables, la primera, beberlo de una frasquito que parece de perfume.

Los tres primeros aperitivos llegan juntos. Felizmente, porque el primero me asustó bastante. Las mirka de perdiz con escabeche de rosas tiene un excesivo aroma a agua de rosas. Nuestro paladar no está demasiado acostumbrado a ella y aquí se emplea con generosidad haciendo que sepa solo a eso y lo que es peor, a colonia.

Para su tranquilidad he de decir que el susto pasa rápido y ya no volverá en toda la comida, porque la berenjena abuñuelada con miel de caña es un delicioso bocado muy especiado en el que ningún aroma predomina tanto como para anular o distorsionar el resto de los sabores.

La endivia con naranja, agua de azahar y albaqdunis (perejil) es un bocado tan bonito como delicioso en el que la endivia se brasea suavemente y el perejil se esferifica elegantemente.

El karim de piñones, melón de otoño, erizo del Sáhara y orégano fresco es una crema diferente llena de sabores dulces y en la que destaca por su originalidad ese erizo (así llamado porque lo parece) que revienta como huevas de pez volador cuando en realidad es un excelente cereal.

La menestra guisada, yema de huevo emulsionada con mantequilla de maeiz (cabra) ahumada y karkadé (hibiscus) es un buen plato vegetal, fresco, crujiente y alegrado por la mantequilla y el huevo. La presentación no es tan bella como las otras pero pronto verán que ello es una excepción porque, ya se ha dicho, esta es una bellísima cocina.

Setas salteadas con salsa de oveja esconde bajo una sólida bechamel un sabrosisimo revoltillo de senderuelas, rebozuelos trompeta de la muerte. Sabores y texturas perfectas aunque la temperatura casi fría de la bechamel contrasta mal con lo caliente de las setas. Seguro que cuando vayan ya lo habrán resuelto.

Lubina semicruda con alcuzcuz especiado, ciruela y fondo de gallina tiene un punto de cocción perfecto. Afortunadamente no está tan cruda como anuncian sino en el punto justo. El pescado, cortado en dados, es magnifico y la compañía, a pesar de su personalidad, es lo suficientemente suave para no nublar el delicado sabor de la lubina.

Paco Morales  tiene una larga vida en solitario, pero aún más larga transitando con maestros como Adriá y Aduriz. Se ve en su maestría y en el dominio de variadas técnicas. Si antes lo mostraba en verduras y pescado, la altura de este cordero asado al estilo Albarbar, nabo en lácteos y aceitunas andalusís, es enorme. La carne está jugosa, dorada, tierna y crujiente. Los demás adornos son creativos y adecuados.

Cal de yogur, queso fresco y binajr es un postre delicioso y refrescante que mezcla leche, esta vez en forma de yogur secado y solidificado con varias texturas de remolacha y entre ellas una que me encantó, bolitas de granizado. Sorprende que con ese color y esa dulzura la remolacha no esté en muchos postres populares y tradicionales.

Y a falta de chocolate en la España precolombina, algarroba, que no es en absoluto cacao pero mucho lo parece. La furniyya de algarroba y su corteza combina un buen helado que recuerda al cacao con un bizcocho de clavo que lo acompaña a la perfección y crea una curiosa ilusión de postre de chocolate.

Llega un bello recipiente que parece el minarete de una mezquita otomana. Todos lo han sido hasta ahora porque también  en los soportes ha trabajado con esmero y denuedo Paco Morales, pero este además de bello es espectacular y parece esconder un tesoro. O tres, mejor dicho:

Guirlache de sésamo tostado, crujiente y dulzón como los de las fiestas de la infancia y el verano, mazapán de pistacho que es una versión mejorada del de almendra porque se engalana de verde y aumenta su amargor y macarron de frambuesa y naranja amarga, una deliciosa mezcla de sugestivos colores.


Hay de todo en este menú y es admirable su equilibrio entre tal variedad  de verduras, setas, lácteos, caza, carne y pescado, especias y hierbas, aromas y texturas. Hasta el pan tiene una esponjosidad perfecta y se dora lentamente y se nos ofrece con mimo para ser cogido con la mano derecha, la de la suerte.

Paco Morales ha hecho un gran esfuerzo que hay que alabar. Cocina diferente y arriesgada, modernizadora de lo más arcaico y llena de autolimitaciones, en una tierra bella a rabiar pero que es un erial para la cocina mínimamente refinada, a pesar de ser fértil en todo tipo de manifestaciones culturales y artísticas. Está lejos de todos los circuitos y de todas las modas pero es un lugar excitante al que vale la pena ir (se puede ir y volver en el día desde Madrid por ejemplo y todo es bello en la hechizante Córdoba) y que merece el éxito o al menos el reconocimiento y el prestigio, porque Fortuna audaces juvat o al menos, ¡así debería ser!

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