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Estrella a la vista

Hacia algunos años que el hotel Urban no contaba con un buen restaurante. Situado junto al congreso de los Diputados se halla en una de las calles más elegantes y monumentales de Madrid, la que antaño comunicaba el Salón del Prado y Palacio a través de la Puerta del Sol. Hoy es una arteria poblada de turistas, políticos, periodistas y, muchas veces, manifestantes. Los edificios señoriales siguen siendo el elegante y silencioso decorado de tanto bullicio. 

Junto a uno de los más bellos, en otro tiempo sede del Banco Exterior de España, todo sillares de granito e imponentes puertas de bronce, se alza este Urban, un lujoso hotel de decoración moderna que cuenta con una de las más bellas azoteas de Madrid y, lo que es más notable, con una imponente colección de arte africano. 

Y como todo buen hotel necesita un buen restaurante, han tenido la feliz idea de sacar a Yeyo Morales de Ramsés y darle el espacio y la libertad que necesitaba para desarrollar su cocina. Me alegro de haber intuido su talento cuando, única vez, hablé bien de Ramsés en Oro falso, cocina real. Ahora empieza a desplegar su gran cocina en este nuevo restaurante  que ocupa el espacio del antiguo  Europa Decó, despojado ahora de animal print, cuero y horteradas varias. En el nuevo comedor destaca el blanco de los impolutos manteles y el rayado de las paredes de ébano, conservando tan solo del «esplendor» pasado una gran pared de teselas doradas ante la que se elaboran las entradas. 

Sin embargo la llegada asusta un poco porque los aperitivos se sirven en un bar que conserva los lacados en negro y unas horripilantes pilastras doradas. 

Será la influencia del espacio porque lo más flojo de este gran almuerzo -lo adelanto ya- son los aperitivos. La presentación, todos juntos y en una bandeja plateada que pasan varias veces, tampoco es acertada. La ensalada de melón, pepino y hoja de ostra es agradable, el Marshmellow seco, al igual que el plum cake de butifarra, pero excelente la almeja envuelta en gelatina de vermú y la piel pollo en pepitoria, crujiente y llena de minúsculos puntitos de salsa. 

El menú degustación, servido ya en la enorme y confortable mesa, comienza con el calçot, un buñuelo japonés con crema de calçot a la brasa, salsa romescu y una leve crema que se hace con la parte verde del calçot. El buñuelo estalla en la boca inundándola de sabor. 

El bacalao es una empanadilla con pimiento, tomate y cebolla acompañada de una sabrosa crema de aceituna negra. El plato es líquido, o sea una base de cristal rellena de agua, de un efecto excelente. Ya nos hemos dado cuenta de dos cosas: esta cocina tiene sabores tan potentes que no es para melindrosos y el cuidado de la estética en todos los detalles es sobresaliente. 

La quisquilla se compone de tataki de quisquilla (me pareció más un tartar pero estando tan bueno, que más da), gel de sus huevas (por eso es azul) y un aire limón asado refrescante y resistente; porque no se cae. El plato se rellena de arena de la  Costa Brava y la ejecución impecable del marisco nos recuerda al gran maestro de Yeyo, Paco Pérez, el chef del Miramar de Llançá y uno de los grandes de los mariscos y los arroces. 

Callos: una muy delicada y quebradiza tortilla de garbanzos con emulsión garbanzos y un inofensivo chile rojo esconde una sorprendente croqueta de callos, liquida por dentro y crujiente por fuera y que es un estallido de callos a la madrileña.

Hasta ahora ningún plato había salido de la cocina porque todos se preparan en la sala. Tras la croqueta llegan originales panes de churros y negro de cereales con albaricoque y un buen blanco de hogaza. Y con ellos aparece un excelente chipirón,  hervida la cabeza y a la andaluza (fritas) las patas, un contraste perfecto alegrado con salsa de calamar al wok, un  alioli suave y espuma de codium, una deliciosa alga. 

El caviar es un plato sorprendente. Sobre una sopa gelificada de tomillo y un aire de tomillo, que esconde taquitos de pollo ahumado, se coloca el caviar. Los toques de sabor de la crema agria y de estética de los pétalos de begonia realzan una mezcla sorprendente y deliciosa. 

El espárrago es otro plato de gran complejidad e inventiva compuesto, como no podía ser menos, de espárragos blancos y verdes, además de boletus, yema de huevo esferificada, caldo de carne, remolacha, bimi, brotes de soja y trufa negra. Lo que sorprende es cómo todos y cada uno de los sabores se potencian entre ellos y se reconocen a la perfección sin que ninguno impere sobre los demás. 

Boquerón: muchas texturas y preparaciones audaces (boquerón marinado, espina frita y hasta helado de boquerón en vinagre) de este pescado barato y poco usado en la alta cocina. Por si fuera poco tanto riesgo se baña en  garum, la salsa favorita de los romanos, uniéndose a una excelente aceituna esferificada, mezcla que recuerda los aperitivos más castizos. 

La sabiduría marisquera se vuelve a poner de manifiesto en la gamba roja: se prepara en dos cocciones y la cabeza se deja casi tal cual para mantener todos sus jugos. El toque vegetal está en una suave y rosada espuma de  fricandó y en un crujiente chip de alcachofa. Ambos realzan la maravillosa gamba roja de Palamós. 

Ya había dicho que el maestro de Yeyo es un consumado arrocero. Su buen aprendizaje se demuestra en el conejo que es en realidad un delicioso arroz de fuerte sabor a campo (el romero no es poca ayuda) con una picada suntuosa, en la que destacan el azafrán, los ajos y las avellanas. Sobre tan delicioso arroz un sutil carpaccio de conejo. 

Las cocochas surgen de una marmita negra, con tapa y asa, que parece la de las brujas amigas de Macbeth. Son de merluza y se bañan en caldo de cocido madrileño (¿más riesgo, alguien da más?) y se engalanan con zanahoria en varias texturas. Provocador y excelente. 

El jarrete (de waygu) se asa durante 24 horas a baja temperatura. El envoltorio de tendón aliñado y salsa de tuétano resulta algo graso, pero deja de serlo tanto cuando se mezcla con la berenjena a la llama sobre la que se coloca. La verdura da frescor al plato y retira los excesos. 

Afrancesarnos para siempre y empezar los postres con queso me parece una excelente idea, un gran tránsito de lo salado a lo más dulce. Aquí se hace pero de modo más elaborado. Queso es una piel de leche que recubre un queso líquido que inunda la boca y se endulza con los sutiles toques de un pedacito de membrillo, miel de trufa confitura de cereza. El resultado es bueno y el sabor y aroma de la trufa sumamente agradable. 

Fresa es un crujir de pétalos de rosa (el recipiente se rellana de aterciopeladas hojas de rosa) con nata y fresas que es una vuelta a aquellas tartas de toda la vida, pero con texturas y proporciones totalmente diferentes.  

Boqueria es un homenaje a las frutas tropicales y al mercado que en más variedad las vende en Barcelona. Una sinfonía de frutas tropicales: espuma de plátano, esferificaciones de lichis, ravioli de mango, lulo, kiwi y helado de naranja sanguina, una verdadera orgía de sabores frutales con el resultado más leve y refrescante. 

Lo más dulce llega con la Ratifia un original dulce  compuesto por una mousse de ese licor de hierbas que le da nombre, helado de cacao, crema espumosa de chocolate y hasta un falso merengue de haba tonka. Original como casi todo lo anterior y muy bueno. 

Es curioso que el principio y el final, cosas que casi no forman parte de la comida sea lo que menos me haya gustado. Del convento son los dulces que se sirven con el café: praline de almendra, macarron de costrada, rosquillas listas liquidas todo de buena factura pero dulzón hasta lo empalagoso.

Cebo, ya lo habrán notado, me ha gustado y mucho. Es difícil predecir el futuro, especialmente cuando se está al comienzo del comienzo, porque un restaurante, como una vida acabada de alumbrar es algo frágil y quebradizo que depende de cocina, servicio, profesionalidad, amabilidad, variedad, elegancia, eficacia, gestión y mil detalles más. Por eso, habrá que esperar un poco más observando la evolución de Cebo pero, sea como fuere, desde ya les digo -y lo digo pocas veces- que no se lo pierdan y que ¡ha nacido una estrella !

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De colipoterras y reinas destronadas

En el principio fue Estoril, pero en el principio del principio estaba Cascais. Ambas se confunden en la memoria y se desvanecen entre aromas de lujo antiguo, monarcas destronados, sombrillas aleteantes, encajes suntuosos, lánguidos Tadzios cubiertos de rayas, baños de mar, espías asomados a abismales cócteles y espaldas infinitas de rubias atómicas. Serpentear junto al mar recorriendo lentamente la marginal –la carretera costera que une Lisboa y Cascais- sigue siendo una de las experiencias más deslumbrantes del mundo, muy superior a los placeres que depara la ruta mítica de Niza a Montecarlo. Este camino es un empacho de luz, un hartazgo de mar y una borrachera de perfumes salinos, toda la experiencia del mar. 

Cascais mutó en un instante de pueblo pesquero a recreo de la realeza. Bastó que a mediados del XIX los reyes de Portugal la escogieran, del mismo modo que la emperatriz Eugenia eligió la brumosa Biarritz o Isabel de Austria la ignota Corfú. Casi de un día para otro se pobló de aristócratas y arribistas, de bañistas y diletantes. La misma metamorfosis le llegó a Estoril por causa de un casino tan mítico que inspiró a Ian Fleming y hoy en día a David Leavitt (The two hotel Francforts, recomendada). Plagados de reyes, espías, vividores, busconas, millonarios de variado pelaje y jugadores del mundo entero, estos pocos kilómetros de mar están llenos de sueños y leyendas, la mayoría del pasado. 

Hoy el casino es víctima de las tragaperras y el lujo de lo que Roth llama en Me casé con un comunista, la cultura del pueblo, pero las casas suntuosas de esta costa acogen a lo más acaudalados de Portugal y del mundo entero. Casas más modernas y prácticas que antaño porque los palacios de Borbones, Saboyas o Coburgo Gotha se han convertido en hoteles boutique, restaurantes o como mucho, en fundaciones. Toda la franja entre la carretera y el mar se ha mantenido impoluta y es salir de Cascais hacia el Cabo da Roca y tener una espléndida sensación de soledad. Del lado del mar los restaurantes están escondidos entre las rocas. Del de la tierra, las enormes mansiones se agazapan tras grandes jardines que solo muestran sus inocentes arbustos y sus imponentes arboledas. El respeto a la belleza del paisaje es admirable. 

El mar es añil, muchas veces de un azul oscuro  casi negro, un azul perturbador que reniega de los serenos turquesas del Mediterráneo, porque este es el inhóspito y agreste Atlántico, el del finis terrae, un mar que aquí no se engalana con arenas doradas sino con mortíferos roquedales, con laderas de piedra plagadas de líquenes. Azul intenso, gris inclemente. 

Sin embargo, el hombre ha domesticado tanta rotundidad salpicando esa costa de restaurantes escondidos, desde el turístico Furnas (cuidado con el propietario, si se enfada bufa) hasta Porto de Santa Maria, el preferido de las celebrities aunque no tenga terraza. No obstante, mi favorito es Montemar, un erizo envuelto en sedas y protegido por plumas, porque contando con uno de los parajes más bellos del mundo, todo en él resulta áspero en demasía. Y eso que es el más refinado… pero el portugués de raza, las boas familias, como ellas se autodenominan, son de gustos sencillos en el comer, más castizos que refinados, amantes de guisotes, mariscos y abundantes raciones. O sea, como el español. Por eso, todos estos restaurantes son la versión marítima de Casa Lucio, eso sí con vistas a la insoportable belleza del océano y no a la galdosiana Cava Baja

Para hacer justicia a Montemar hay que decir que el conjunto me encanta a pesar del descuido de la estética. Para hacer justicia a este post he de decir que van a ver fotos muy feas pero es que un crustáceo abierto en canal y descuartizado puede ser un manjar exquisito, pero bonito, bonito, no es. Aquí se puede comer de todo porque la carta es como la de la mayoría de los restaurantes populares, popularchic digamos, una reminiscencia de los 60, un cruce entre el cuerno de la abundancia y la minuta de Pantagruel. Hay hasta carnes, lo cual es una extravagancia en un restaurante más marino que los tritones. 

Yo les recomiendo los mariscos y entre ellos las afamadas -y bastante caras- gambas de esta costa. Los percebes, menos apreciados que en España y por eso más asequibles, no están mal pero tampoco son excepcionales, como sí lo es por ejemplo el buey de mar (sapateira en portugués) un crustáceo al que nosotros tratamos con desdén -será por culpa del centollo– y al que en Portugal, con razón, veneran. Se puede comer entero o para los más perezosos solo la concha rellena hasta los topes con su carne. En ambos casos está fresquísimo y su carne jugosa y exuberante nos colma de placer. 

Las almejas pueden ser a bulhao pato, a la marinera y a la española. Ignoro las diferencias porque siempre pido las primeras pero me malicio que las españolas no deben tener un ápice de cilantro, el ingrediente fundamental de las bulhao. Aunque los españoles seamos incomprensiblemente alérgicos a esta deliciosa yerba deberían decantarse por ellas, porque tal toque herbáceo les da un frescor y un golpe de tierra adentro que completan los ajos y de ese modo las convierten en un bocado delicado y sumamente aromático. 

El único plato que anuncian como especialidad son los filetes de merluza con arroz de berberechos. Esto es una novedad causada por la enorme afición a este plato de legiones de clientes. Yo soy uno de ellos porque el blanquísimo y fresco pescado se envuelve en esa capa dorada y jugosa que lo viste de gala y el arroz tiene un punto perfecto y es seco, cosa bastante insólita entre los arroces portugueses, casi siempre malandros (caldosos). Sus aromas combinan bien con la austeridad del pescado que hasta se puede aderezar con una excelente y anticuada, pero no por ello menos deliciosa (¡viva lo viejuno!) salsa tártara

Entre los muchos postres (creo que hasta pijama tienen) hay dos bastante legendarios aunque por diferentes razones. El queso de ovos, de ángel se debería llamar, es imprescindible porque ya raras veces se encuentra esa dulcísima y potente mezcla de yema semiderretida y tierno mazapán, una combinación estética que parece un delirio criselefantino. 

Los helados son de la heladería más famosa de Portugal, Santini, la misma que desde hace decenios ha infiltrado los sueños de decenas de millares de niños, muchos de ellos niños reyes o niños príncipes, como ocurre con nuestro propio Rey Juan Carlos y, como saben, para influencers, pues ellos… Los de chocolate y coco son verdaderamente deliciosos aunque sean más famosos los de vainilla o nata

Lo popular de la apariencia se extiende también a los confianzudos y profesionales camareros -como de asador español- pero no a los precios, porque estamos en Cascais, los ricos y famosos disfrazados de domingueros pugnan por una mesa y lo que se paga, creo, no es la comida sino una de las vistas más bellas del mundo. 

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Premodernos 

 Antes de la modernidad, Jesús Santos, ya era moderno, aunque moderadamente. Eran los comienzos de la nueva cocina vasca y los años de la tan injustamente denostada nouvelle cuisine que, con sus nuevos dogmas, cambió para siempre nuestro modo de comer, a base de menos salsas, guerra a las natas y a los espesantes, realce de los sabores y de lo natural, cocciones más breves y saludables y una decidida y fascinante apuesta por lo verde. Se fue toda la espuma de aquel movimiento, pero permanecieron sus esencias y también algunas de sus estupideces como por ejemplo, llamar a los platos con nombres imposibles que no los bautizan imaginativamente como antaño (Bella Helena, Thermidor, Waldorf, Santa Alianza, Suspiros de Monja, Bienmesabe, etc) sino que los describen con minuciosidad de recetario (lomo de ciervo, crujicoles de Bruselas con ras el hanut, aceitunas y pistachos o foie gras de pato con alcachofas confitadas y jugo de aceituna negra…)

En esos tiempos gloriosos de la cocina vasca que aún perduran, Jesús Santos fundó el que sería el mejor restaurante de Bilbao, lo cual es mucho decir porque allí demasiados son los buenos, tantos que todos lo parecen. Se llamaba Goizeko Kabi y no era el primero porque antes había pasado por el hotel Excelsior, El Bodegón y por la cafetería Atlanta. Tan vasco fue su recorrido que pocos saben de sus orígenes palentinos y de su niñez en León. Pero el mestizaje no paró en Euskadi y en 1990 se hizo también madrileño. Sus restaurantes del mismo nombre y sus hijos pequeños y más populares, aún perduran, pero es el Goizeko Wellington el único que ha permanecido fiel a las esencias.


No es un lugar demasiado bonito a pesar de su pomposidad. Tengo la sensación que muchas manos –y sin duda las del cocinero- lo han decorado. Sé de algún decorador joven que se niega a comer allí porque se siente agredido por la fealdad de sus cuadros, sus extrañas lámparas morunas y la desconcertante profusión de paredes de bambú y de terciopelos grises que envuelven enormes sillas. Sin embargo, ahí se detienen las fealdades porque los platos tienen un cuidada presentación, los manteles y servicios de mesa son elegantes y sobrios y todos los detalles gastronómicos rezuman un refinamiento natural totalmente desprovisto de amaneramientos.


La carta es enorme y se divide en muchos apartados. Siempre hay buen marisco fresco y se puede empezar tanto por unos deliciosos y crujientes kiskillones que, en todo su esplendor de rosas y platas parecen recién pescados y cocidos, o por buenas combinaciones de anchoas y boquerones, siempre con tomate, sea en finas y dulces láminas que llenan el paladar de huerta y verano o en un picadillo sutil que lo inunda como una salsa y que ahora llamamos tartar.

   También resultan deliciosos acompañados por rodajas de aceituna rellena, tan grandes que parecen hechas para saciar a los titanes, y una pequeña banda de, sí, por supuesto, tomate y es que no hay mejor combinación que esta, especialmente cuando las relucientes boquerones y las amojamadas anchoas son de tal calidad.

 Tampoco hay mucho que añadir a una irresistible combinación de espárragos frescos, blancos y verdes, que anticipan la primavera y tienen un sabor que nos lleva de los dulces a los amargos, mientras nos deleitan con su suave crujido. Nuevamente el producto es tan sublime que rechaza toda exageración.

 La pasta con carabineros es perfecta porque el lomo del crustáceo se sirve entero, los tallarines están al dente y la salsa extraída de lo mejor del marisco es de una intensidad y fuerza fuera de lo común, una esencia de pescado y marisco que nos envuelve en aromas marinos.

 El arroz de mariscos con alioli muestra los muchos saberes de Jesús Santos porque crea una verdadera paella tamizada por los gustos de un vascocastellano que extrae toda la esencia del plato. El arroz, esa pepita de oro de la alimentación mundial que bien merecería estar en las Metamorfosis de Ovidio porque embebiéndose de cualquier sustancia se matamorfosea en humilde pollo, en opulentos mariscos o en salutíferas hortalizas, es el alma de este plato. Como un vampiro, se apropia del alma de los pescados y mariscos que lo coronan y se convierte en ellos, porque este es un vampirismo generoso. Los chupasangres sorben la vida ajena para ser más ellos, el arroz para dejar de serlo siendo otro. En esta paella que, por virtud de una airosa presentación, parece un bombón, el arroz de tonos pardos de socarrat se corona con el oro de un alioli suave y más mediterráneo que Zeus y en esa corona se engarzan pequeños trozos de pescado y marisco descascarados y jugosos como ofrenda de Poseidón. Arroz en su punto, suelto y bailarín, sabroso y resistente al diente, salsa alegre y picantona y frutos del mar que se rinden ante la fuerza del arroz.

  

 Tras ese golpe de mar, el iridiscente salmonete solo necesita un leve ajillo provenzal con aceitunas que no anula un ápice su sabor porque en realidad lo realza en gran medida. Por su parte, la merluza rellena de carabinero con salsa verde es una receta elegante y suave, rematada por el delicioso sabor de diminutos guisantitos.


Y para acabar, antes de los dulces, la tierna, melosa y untuosa carne de un waygu estofado en una salsa española densa, perfecta y que parecería de luto si no fuera por los fluorescentes guisantes y el fulgor del puré de calabaza.

 Seguir con un postre es una empresa heroica pero imposible de eludir y más si es esta Paulova deconstruida a base de suaves y crujientes obleas de merengue entrelazadas con olas de nata, cubierta de frutas del bosque y asentada en puré frambuesa. Para rematar la orgía calórica y visual, un sorbete de mango que refresca el paladar.

 Jesús Santos comenzó con una burguesa modernidad, como esos jóvenes de la movida que convirtieron la revolución en un peinado de colores y la rebelión en una muñequera de pinchos. Como ellos, ha mantenido el recuerdo de la juventud pero envuelto en el clasicismo. Y es justo ahí donde radica su mérito.

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Filosofía ática

Sacha Hormaechea es, con Abraham García y Pedro Larrumbe, el único cocinero veterano de Madrid totalmente indiscutido por sus compañeros de profesión, sean vanguardistas, modernos, postmodernos o simplemente tradicionales. A pesar de madrileño, su restaurante parece brotar de Saint Germain o Montparnasse de tan afrancesado como resulta. Fue el primer bistró de Madrid y así sigue en su elegante sencillez de brillantes azulones, enormes cristaleras que lo inundan de luz, tiestos que le dan frescura y una gran pared festoneada de cuadros de diversa fortuna, que le aportan el toque ilustrado y culto, señas distintivas de este hombre apacible que igual habla de las verdaderas zamburiñas que de la cocina de Quevedo o Cervantes. Justamente lo que se espera de un cocinero chapado a la antigua, pero que se ha adaptado espléndidamente a los tiempos.

 El lugar, llamado Sacha, no es tan bello como se suele ahora, pero la pátina del tiempo le da un encanto melifluo en el que se intuyen conversaciones reposadas y sobremesas interminables El gran producto con elaboraciones justas es su secreto, así que la carta fija es muy breve, por lo que aconsejo dejarse guiar por las recomendaciones del día. Nosotros fuimos aún más allá y le dejamos elaborar todo el menú, eso sí, inspirado por los gustos de cada comensal y por una lista de imprescindibles.

 El aperitivo nos llevó directamente al Mediterráneo de la Eneida y a los pequeños placeres estoicos de Séneca o Zenón, porque no concibo alimento más austero, clásico y mediterráneo que esas salazones que llenan el paladar de salitre y mar azul como después de un chapuzón veraniego. Sobre una lata, graciosa presentación, huevas de mújol y filetes de medregal, un pescado que nadie comía hasta que empezamos a llamarlo pez limón y ello gracias a los japoneses que sí se lo comen y además con fruición. Las almendras fritas que lo deben acompañar justificaban de por sí el plato por su explosión crujiente, su tono brillante de zapatito de charol y sus diamantinos granitos de sal. Se filosofaba con queso y aceitunas, pero con almendras se podría incluso, adivinar el pasado.

 Los mejillones en escabeche eran de una calidad superior, medianos, finos y suculentos y, como en cualquier taberna gallega, acompañados de una buenas, quebradizas y finísimas, patatas fritas.

 Sacha además de servir algunos platos, ilustra sobre ellos y yo se lo agradezco sinceramente, porque los cocineros siempre saben mucho más de lo que creen. Su descripción de las zamburiñas precedió a su delicioso y delicado sabor marino, roto tan solo con un leve toque de ajo. El negro nacarado de sus valvas marcan la diferencia porque a más oscuridad, más autenticidad.

 Después de tanto mar, un sobrio plato con dos suaves torreznos ocultaba unos cardos sedosos que contrastaban bien con la naturaleza grasa de la carne. Si bien no me emocionaron, resultan muy agradables.

 Lo mismo me pasó con la merluza frita, unos dorados y aterciopelados bocaditos acompañados de una buena mahonesa casera, aunque nunca dejo de asombrarme por esta manía tan generalizada de cubrir la perfección de la merluza con rebozos que la ocultan como un traje de astronauta a la Venus de Milo. Algo se adivina debajo pero mejor, cuanto más desnuda.

 No llegué a mi famoso síndrome de Stendhal con las patatas con níscalos, pero casi. Debió ser más bien un síndrome Almodóvar, que viene a ser a Stendhal lo que La Mancha a la Toscana. La cuidadosa elección de la patata, que se pone entera, despachurrada (a murro que dirían los portugueses) y con cáscara, el sabor acre de unos níscalos fuera de temporada pero siempre deliciosos y la salsa densa e intensa, componen un plato popular perfecto, de una tradición pasada por las manos de un gran cocinero.

 También es muy buena la tortilla con trufas que se cocina abierta y sin vuelta, por eso se llama tortilla vaga. El buen sabor del aceite, las finas láminas de patata, los rubios huevos de corral poco hechos y la lluvia negra de las trufas componen un plato al mismo tiempo pueblerino y principesco, porque tal resulta de mezclar lo más sencillo con lo más opulento.

 Había que tomar algo de carne y la elección no pudo ser mejor por su carácter cervantino y ligero, salpicón de vaca, ese que el Quijote, según reza desde la primera página, cenaba casi cada día («salpicón las más noches»). Se trata de un escabeche delicioso y tibio que cubre finísimas láminas de carne, estas del tiempo. El contraste de temperaturas y los fuertes sabores del ajo y el vinagre hacen de esta receta histórica un bocado que debería ser mucho más revisitado.
 La tarta dispersa –o desorientada o deshecha- tiene el mérito de la presentación a lo DiverXo, un bonito “lienzo” en blancos y rojos que se pinta con nata, puré de frambuesa y pedacitos de tarta de almendra, una prueba de que la forma muchas veces es mejor que el fondo y si eso pasa tanto en literatura o pintura, por qué no habría de ocurrir en cocina.

 Sacha ha pervivido impasible a las modas durante más de cuarenta años y eso por algo será. Es un lugar para grandes comedores, sean del estilo que sean, y también para buenos conversadores porque todo en esta casa invita a gozar de tres de los placeres más excelsos, dulces e inofensivos: la amistad, la comida y la conversación.

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La ciudad del otoño eterno

 En Bogotá, la ciudad del eterno otoño, apenas vale mirar al cielo, porque siempre está triste y a punto de llorar. El caserío tampoco depara grandes alegrías porque transita de lo cetrino a lo anodino. Por eso, aconsejo detenerse en ese manto que cubre el cielo y oculta fealdades, ese que forma la famosa flora bogotana, un tesoro secreto porque nadie lo mira, pero que posee una riqueza y variedad maravillosas. Árboles, arbustos, matas, enredaderas y flores, exóticas o europeas, ornamentales, agrestes, silvestres, humildes o altivas (Colombia tiene la mayor reserva mundial de orquídeas). 

Como no puedo coleccionar flores, colecciono palabras como quien acaricia sellos, si bien la de conocer los nombres de las flores y los árboles empieza a ser una ciencia arcana y esotérica o sea, para iniciados. Flores de nombres eufónicos (afelandra, abutilón, agapanto, meringol), populares (chupahuevos, lengua de suegra, colchón de pobre) o románticos (corazón herido, ayer, hoy y mañana, bella a las once) que a veces son más bellos y coloridos que las propias flores. 

Flores que también pueblan un bello jardín burgués de la casa Tudor donde se alza Harry Sassonel it restaurant bogotano, al que se reconoce fácilmente por la multitud de chóferes uniformados, fornidos  guardaespaldas y vehículos blindados que decoran su fachada principal. Nada más entrar por un estrecho sendero, un chorro de luz nos golpea implacable. La casa se ha ampliado con una bella estructura blanca de vidrio y acero por la que la luz se cuela a raudales. Impera la claridad y la alegría alrededor de un enorme bar. Todo es ruidoso, desenfadado y está poblado por gente guapa y rica que sonríe, charla y bebe con la inocencia de la preadolescencia.  

 Más que un restaurante parece un bar de moda. No se come mal, pero el problema es que la revista Restaurant lo coloca como el 24° mejor restaurante entre los 50 best de Latinoamérica y además, por encima del vanguardista y excelente El Cielo y de Leo, el mayor esfuerzo modernizador e investigador de la cocina tradicional colombiana. Es por esa razón que he vuelto, porque mi primera visita pasó sin pena ni gloria. Ni tan malo como para odiarlo ni tan bueno como para amarlo. Por eso, no escribí sobre él cosa alguna.  

 También hay salas interiores, las de la antigua casa Tudor, que son mucho más oscuras, pero también más recogidas y discretas que el alegre y gran invernadero que es la ampliación. 

   El lugar es enorme y siempre está lleno. La carta es igual, una amalgama sorprendente y algo incomprensible de cocina española, oriental, italiana, turca, horno robata, morcilla, mozzarella, mojo rojo y verde, pitas, wok y alfajores… 

Aquí no se estila el aperitivo de la casa por lo que empezamos con un carpaccio de pescado en mosaico con cítricos. Unos excelentes pescados bien cortados, aderezados con un extraordinario aceite de oliva y salteado con la gracia ácida de los pomelos.  

 Se les olvidó la ensalada de cangrejo que también habíamos pedido, así que pasamos directamente a un suculento mero perfectamente jugoso, con mojos verde y rojo y unos buenos palmitos a la plancha. Lo de la jugosidad del pescado parece ocioso decirlo, pero todo el que haya cruzado el Atlántico sabrá de lo mucho que se hace el pescado por estas tierras, arruinando su textura las más de las veces. 

  

El pollo con curry rojo es correcto y sabroso, si bien carece de ese punto picante que lo destaca sobre muchos otros guisos. Cierto que los indios afirman que esto del curry es un invento de los ingleses y que es más aromático que picante pero este, sinceramente, era demasiado aromático.

 La tarta de chocolate 64% resulta cremosa y crujiente a la vez y el cacao suficientemente puro. Tampoco parecerá que deba alegrarme por esto, pero lo cierto es que siendo el cacao el gran producto americano, es en Europa donde más se respeta y mejor se interpreta sin disfrazarlo con excesos de leche, mantequilla, nata, harina, azúcar, etc. Este además se acompaña de un helado de delicioso sabor e inexplicablemente infrecuente, gengibre. Además, el chocolate queda muy bien con el gengibre.  

 Si juzgamos a Harry Sasoon sin más, se puede decir que es un lugar divertido y de cocina variada, un watching people donde se come mejor que en los locales de moda al uso. El problema es pensar que se trata del 24° mejor restaurante de todo un continente y eso son palabras mayores. O los jueces confunden diversión, propietarios admirados y clientela a la moda con calidad culinaria o la media gastronómica de Latinoamérica es preocupante!

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