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Fokacha

Hace muchos años que sigo y admiro a Cesar Martin. Justo desde que descubrí su restaurante Lakasa en su primer emplazamiento. Es un gran cocinero que sabe mucho de cocinas españolas y también francesas (así, en plural). Por eso me sorprendió que se metiera con una trattoria, aunque después de probarlo por fin (siempre lleno) no sé si ha mutado en italiano. No se pierdan Fokacha. Es deliciosa cocina italiana con el toque personal de este gran chef que combina ingredientes como nadie y hace sencillo lo complejo.

Tiene hasta una bella Berkel para cortar fino fino el embutido del día, hoy un delicioso salami con hinojo. La caponata es soberbia pero no le basta con bordar ese delicioso guiso de berenjenas y tomates maduros sino que le pone suculentas anchoas Xaia de Hondarribia. El resultado ya se lo imaginarán porque aportan mucha fuerza y sabor a mar.

La ciambotta, para mi una novedad, es una especie de pisto, que él hace escabechado y con un huevo frito con puntillas simplemente perfecto. Una manera de traer aún más a España (para algo estuvimos allí varios siglos) la rica cocina del sur de Italia. Por cierto, el huevo era un monumento.

Después, hemos probado la estupenda pizza Arce (para quien me lea desde fuera, Arce es un mítico restaurante madrileño cuyo chef es uno de los maestros de César) con solomillo ibérico ahumado. La masa, ligera y clásica, está muy bien ejecutada. Por supuesto, Fokacha también cuenta con un estupendo horno de pizza.

Todo está muy bueno, pero nada como la maravilla de una “karbonara” perfecta de yemas y textura, pero con la gracia de sustituir el guanciale por cordero crujiente con ras al hanout. El cordero y las especias le dan un sabor extra y además, no añaden la grasa que siempre aporta ese tocino italiano así llamado. Impresionante.

También ricas, diferentes y muy en su punto “al dente” las orechiette con alcachofas, tirabeques y Bagna Cauda, cremosas, envolventes, llenas de sabor… Otro ejemplo de excelente pasta.

Y ya sé que es un disparate de menús, pero no pudimos resistirnos a algo de caza -que Cesár siempre domina-. Menos mal, porque a la lasagna de corzo habría que ponerle un monumento. Mejora mucho a la clásica gracias a ese ragú de caza maravilloso con el que él que la rellena.

De los postres, me ha desconcertado mucho el tiramisu (“tiramiblu” lo llama el chef por ser de queso azul) porque sabe mucho mucho a queso y eso cambia completamente la naturaleza de este postre. Me encantas los quesos y aún más en postres muy dulces, pero reconozco que este tiramisu es muy mejorable.

Sin embargo, me ha ganado para la causa (no soy fan) la mejor panna cotta que he comido, cremosa y golosa, pura nata con gotas de un aceto balsámico de Modena centenario. Para mi, mejora con mucho las más habituales y flojas de textura.

Y además de todo esto -y más cosas que no he probado-, tienen buenos quesos y, como César cuida todo todito, también ha conseguido un muy agradable ambiente y elegido a una estupenda sumiller por la que hay que dejarse aconsejar. Si no el mejor italiano de Madrid (yo creo que sí pero opinen ustedes), sí el más apasionante.

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Villamagna y Las Brasas de Castellana

Me ha sorprendido la propuesta gastronómica del Hotel Villamagna, después de la espectacular reforma que lo ha convertido en uno de los mejores de España. Pero lo curioso es que, allí donde el Ritz ha hecho una apuesta espectacular con los muchos espacios de Quique Dacosta -y de los de ya les he hablado aquí varias veces- y el Four Seasons una más discreta pero interesante, con Dani, es justo donde ellos fallan en el Villamagna. Curioso porque los nuevos tiempos y la moda gastro han llevado a los hoteles a pujar alto en lo que a comida y bebida se refiere.

Ignoro si toda la dirección gastronómica del Villamagna es de Jesús Sànchez, el afamado chef del Cenador de Amós y espero que no sea así, porque siempre se espera más de un tres estrellas Michelin, incluso en su versión más comercial. Tampoco quiero saberlo, porque me falta por probar su restaurante top que se llama Amós, y que, siendo la estrella del hotel, espero que salve la mediocridad del resto.

Elegí para empezar, el llamado Las brasas de Castellana, porque Flor y Nata, el otro, me parecía más un informal coffee shop. Ahora no lo sé, porque ahí ponen manteles y una bonita vajilla, mientras que en Las Brasas, todo son platos ovalados como los de Castizo (me lo ha recordado en todo pero, claro, este es una taberna moderna no restaurante de hotel de lujo) y los de otras neotascas que ahora tanto proliferan. Además de los simplones óvalos, barro recién estirando, cazuelas de metal y ausencia de manteles. La carta tan popular como banal pero, eso sí, a buen precio.

Y la cocina -eso es lo peor, porque el sitio es precioso- muy muy ramplona y falta de originalidad. Se empieza con un aperitivo de pan con salsa romescu para mojar (¿que puedo decir de esto? Yo nada, saquen ustedes las primeras conclusiones). Y como hay muchas entradas de bar, pedimos varias:unas gildas que no están mal pero que no tienen nada que llame la atención, sea por originalidad o calidad excepcional de los productos.

Unas correctas patatas bravas se fríen con la piel (cosa ya bastante discutible, aunque a mí me guste) y se acompañan de una salsa densa y picante que está rica.

Hay dos tipos de calamares, fritos y a la andaluza. Pasamos un tiempo discutiendo si eran la misma cosa. Al final descubrimos por la camarera, que los que llaman fritos son guisados con alcachofas. Ni están fritos ni tienen mucha gracia, a pesar de lo rico de ambos ingredientes, que me encantan. Como todo, apreciable pero nada emocionante.

Menos mal que llegó después un estupendo huevo escalfado con patatas paja y rebozuelos, sin duda lo mejor porque lleva también una crema de queso Idiazábal que resulta deliciosa mezclada con el resto.

Me recomendaron bastante el morrillo de atún, pero el que me tocó estaba lleno de fibras y pieles interiores bastante desagradables. Menos mal que llevaba un rico pisto acompañando. Buenas verduras muy bien estofadas.

Yo no probé más que un poco de costillar de cordero, simplemente sabroso, y algo de la tortilla de bogavante. El costillar le gustó mucho al que lo tomó pero estuvimos de acuerdo en que la tortilla era… mucha tortilla y muy poco relleno.

Los postres deben estar pensados para niños (sobre todo unas copas de helado desconcertantes de galleta y chocolatinas) o para nostálgicos, como el coulant nuestro de cada día. La tarta del día, hoy tatin, felizmente muy buena y ortodoxa.

No sé, quizá sea para muy extranjeros pero si es por eso, les recomiendo más los bares del centro. Y si es para españoles, pues sólo si se pone de moda y es para zascandilear por allí porque con la rica oferta madrileña, no merece más. Una pena, porque la cocina a la vista es espléndida y llena de cocineros afanosos, las vistas al jardín sublimes y los cócteles estupendos. (por lo que es mejor irse derechos al bar).

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Lafayette

Es curioso que en Madrid haya un mexicano y un japo en cada esquina, además de muchos otros de cocinas exóticas, y casi no haya franceses de calidad. Bueno, sin calidad tampoco. Por eso resulta una rareza este estupendo Lafayette que empezó en un barrio algo marciano –Las Tablas-, donde por supuesto no fui, y hace poco más de un año se trasladó a un precioso local mucho más céntrico.

Me ha gustado mucho la decoración, protagonizada por una gran terraza cubierta que enmarca una bonita, moderna y cálida sala. El ambiente es excelente y da la impresión de estar compuesto por clientes muy asiduos. Ambas cosas son muchos mejores que el servicio que flojea demasiado.

No así la comida, menos mal, que está compuesta por platos ricos y sabrosos, tradicionales también, pero con leves toques de modernidad. Para empezar, nos hemos deleitado con un buen foie levemente caramelizado (y por tanto, crujiente) con algunos pedacitos de manzana asada. Se sirve con unas deliciosas tostadas de brioche que resaltan el juego de salados y dulces.

Muy original la ratatouille con yema de huevo y una espuma de ave, sumamente vistosa y agradable. El plato aparece cubierto por la espuma que, además de aportar sabor, esconde ese clásico “pisto” francés, mejorada con yema de huevo.

Me han encantado las estupendas mollejas con salsa (más o menos…) Perigord. Y digo más o menos, porque le falta sabor. Es esta una salsa densa e intensísima que aquí está algo falta de potencia aunque siga muy buena. Las mollejas, cocidas, congeladas, fritas y glaseadas son el mejor plato de mi visita. Crocantes por fuera y melosas por dentro, jugosísimas, se justifican por sí solas.

Como platos principales, una rica raya meuniere para empezar. El pescado me supo demasiado intenso y no quiero pensar mal. Y quizá por eso estaba tan pasado de sabor a limón. La meuniere lo tiene, claro está, pero requiere mayor equilibro. Deliciosas las alcaparras fritas que la animan.

Tampoco el corzo con hierbas provenzales estaba perfecto y es que resultaba muy desequilibrado por mor de su excesivo y fuerte sabor. El camarero que me debió ver cara de no haber comido corzo en mi vida, me explicó -cuando lo observé y solo después de ser preguntado- que el corzo sabía muy fuerte. Me encantan estos profesionales millenials que siempre dan buenas lecciones a los clientes que, aunque solo sea por edad, deben haber comido bastantes más cosas y en mayor cantidad que ellos. Naturalmente, no le expliqué las muchas técnicas con las que se trata esta carne para suavizar (o intensificar, cada vez menos) su sabor.

Y después, sorpresa, porque como en todo francés que se precie, tienen un buen surtido de quesos (qué maravilla, cada vez más sitios con quesos). Pero había más porque es disfrute máximo fue con una deliciosa tarta tatin de adictiva manzana muy bien caramelizada y una base crujiente y sobresaliente. El remate de un poco de merengue tostado la realzaba aún más. Un buen colofón que hace olvidar cualquier otra cosa.

Es verdad que aún le falta mucho por pulir pero, en una primera visita, me ha gustado la cocina francesa modernizada de Lafayette, un lugar muy muy bonito y con ambiente agradable y eso porque a pesar del servicio algo flojo y los fallos mencionados, es un sitio muy recomendable porque teniendo poco tiempo (menos si descontamos la pandemia), ya está muy bien.

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Santceloni

De los restaurantes con dos -o más- estrellas de Madrid, Santceloni es, sin lugar a dudas, el más clásico y elegante. No es que los demás no lo sean, tan solo que aquí se cultiva de modo ostensible una elegancia tradicional que va desde el impecable y formal servicio hasta una cocina muy clásica, aunque modernizada sabiamente. Yo diría que es muy francés, muy parisino. Más que los demás. Hasta el público suele estar mejor vestido y no porque haya normas rígidas sino por una especie de emanación del ambiente. Más que un dress code es como si hubiera algo en el ambiente. Está pasando ahora mismo con Saddle, donde casi todo el mundo viste corbata y trajes formales. No pasa sin embargo, en los elegantísimos Coque o Paco Roncero. ¿Por qué? No tengo la menor idea. Lo que sí sé es que Santceloni, por todo, es un elegantísimo lugar con un maravilloso servicio comandado por un reputado profesional, Abel Valverde.

Lo mismo pasa con la cocina del discreto y tenaz Oscar Velasco. Los aperitivos se toman en sus dominios mientras se disfruta la contemplación del minucioso trabajo de los cocineros. Para empezar unos cuantos platillos deliciosos: crujiente de calamar y galleta de arroz con mousse de foie, sencillos, agradables y crocantes.

Huevo de codorniz con pan crujiente que llena la boca de untuosidad de yemay crujires de un nidito de pan.

Y lo mejor y más sorpréndete, un postre hecho aperitivo salado, el borracho al whisky. Un bizcochito salado sumergido en una excelente y muy potente sopa de cebolla y coronado por un poco de nata con crema de bacon. Muchos sabores intensos y un resultado delicioso.

También me ha encantado, por su elegante sencillez, la presentación de una fórmula infalible: patata, limón y caviar. Este es servido tal cual pero la patata es una lámina crujiente y el limón una espumosa emulsión de cítricos. Sabe igual. Se nota en el paladar completamente diferente. La vista y la textura engañan al cerebro. El paladar, no.

Y para acabar, un estupendo platito acabado de elaborar ante nosotros por el propio chef: royal de ajos con angulas y trufa. Me ha parecido más bien una crema espumosa de ajos muy suave y que potencia aun más el dulzor que el picante del ajo. Para acompañarla, el lujo puro de las angulas y la trufa negra que, para mayor placer odorífero, nos dejan sobre la barra. Buenísimo.

Ya en la mesa tomamos el estupendo «menú a otro ritmo» que amablemente nos han reforzado con algunas cositas. Originalmente tiene pollo, celeri, pescado del día, cabrito y plátano además de petit fours. Cuesta 75€, 90 con vinos y 12€ más con quesos. Si me piden opinión, me parece un precio imbatible.

El primer regalo es un clásico de Oscar, el ravioli de ricotta ahumada con caviar. Es nuevamente una prueba de gran sencillez. Pocos ingredientes, gran calidad de cada uno, puntos perfectos y equilibrio maravilloso entre todo.

Ya he tomado varías veces este pollo y me encanta. Es como una tostada para comer con la mano y se compone de una oblea de trigo muy crujiente y quebradiza, daditos de pollo muy bien aliñados, un agridulce de pimentón y un estupendo pisto. Elaboraciones tradicionales y sencillas con toques modernos para hacer algo nuevo.

Me encanta la ensalada de celeri, esa verdura llamada apionabo a caballo entre el apio y el hinojo. Se pone como fideos crudos y se funde untuosamente con una yema de huevo curada, anchoa y trufa negra. La verdura potencia el sabor del huevo y la trufa y suaviza el estupendo toque marino de la anchoa. Una mezcla exuberante a pesar de sus pocos componentes.

Lo mismo ocurre con el bogavante. Una buena porción del lomo junto a una simple hoja de endivia asada, que esconde la carne de las patas. Y para no restar sabor a este maravilloso crustáceo una simple salsa de sus corales, pero no de aquellas tipo salsa americana, densas y fuertes, sino otra suave, ligera y muy sabrosa, sin muchos añadidos.

El pescado del día es un estupendo rodaballo salvaje que aparece en gran tajada y se trincha y prepara a nuestra vista. Un asado impecable y una salsa llena de aromas en la que me parece distinguir, soja jengibre y miso. También hay cítricos y raifort en el plato, además de unas delicadas patatitas.

La carne es un espectacular y tierno cabrito lacado de sabor muy suave y dorado perfecto. La carne se deshace con el tenedor y se acompaña de calabaza y ajo negro. Me encanta el leve pero notable toque a avellanas tostadas de la salsa. Delicioso.

Y llega uno de los puntos culminantes de esta comida y aparición estelar en este restaurante: la mesa, que no tabla, de quesos. Dice la gente que en España no hay otra igual. Eso es seguro pero sinceramente, tal variedad y cantidad no la he visto en ninguna parte del mundo. Ahora hasta se han hecho afinadores y así pude disfrutar de un maravilloso queso de Valladolid con trufa negra. Además, elegimos grandes clásicos como un intenso Comté o un delicado Epoisse, pasando por ciertas originalidades como una cremosa y golosa torta de Valaldolid que es el Cremoso de Cañarejal. En originalidades españolas, destacar un muy premiado Ahumado Campoveja, con recuerdos de Idiazábal pero de ahumado más suave, o un estupendo azul de Cádiz, el llamado Búcaro Azul. Ya digo, un festín, un lujo para la vista y un gran aprendizaje. Ya valdría la pena venir tan solo por esto.

El postre no es lo que más me ha gustado, blini de plátano con helado de chocolate blanco y sésamo negro. No está nada mal y los sabores son espléndidos, pero el blini me ha resultado demasiado poco esponjoso.

Menos mal que, cortesía de la casa, hemos disfrutado de uno de sus grandes clásicos, la crema de café con mousse de chocolate cocida. El helado de café es estupendo y se juega sobre seguro en cuanto a sabores porque combinan muy bien, pero cocer la mousse es una gran idea y le da al plato una consistencia abizcochada que me encanta.

Como todo, es una opción tan sencilla como brillante y es que Santceloni practica una cocina aparentemente simple y de pocos ingredientes, arraigada en la elegancia más clásica. Incluso consigue esconder los alardes para que prime el sabor. Quizá no emocione siempre, pero nunca irrita ni desconcierta y eso se llama equilibrio. Además, tiene carta -lo que permite liberarse de la tiranía del menú degustación-, un servicio inimitable y un estilo a caballo entre el pasado y el futuro, lo que no es ninguna mala síntesis. Uno de los grandes de España.

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La Mancha puesta al día 

Manuel de la Osa ya era un famoso cocinero antes de trasladarse a Madrid, ciudad a la que acaba de llegar. Lo era porque su restaurante Las Rejas, en Las Pedroñeras, era lugar de peregrinación de gastrónomos y de compradores de ajo, el producto que le da fama al pueblo. 

Lo era también por haber sabido renovar con enorme talento la cocina manchega, siendo algo así como el antecesor de Javier Aranda y por eso ambos son imprescindibles. El primero la modernizó y refinó y el segundo la ha colocado en la vanguardia. 


No conozco a Manuel de la Osa, así que ignoro los motivos de su traslado a Madrid aunque son fáciles de intuir. Ir una o dos veces a su lejano y recóndito restaurante era posible, pero crear adicción un milagro. Por eso, hemos de celebrar la mayor accesibilidad, la buena cocina y la belleza del local, que se ha convertido para mí en el primer gran hallazgo de este año. 

En sus dos plantas del barrio de Salamanca, Adunia (General Pardiñas, 56), que así se llama, cuenta con un luminoso bar en la primera y con un precioso restaurante en el semisótano. Los decoradores han captado a la perfección el espíritu de esta cocina y por eso no han huido de los toques manchegos (las telas rayadas, el mimbre, los bancos rústicos…) pero los han usado tan solo para puntuar un entorno moderno y muy bien concebido. 

Como era la primera visita optamos por el menú de los clásicos. Por ser la primera vez y por ser ocho de enero, día de todas las resacas. También porque el de degustación es verdaderamente largo. Este cuesta 70€ por lo que no es muy barato, pero al menos me pareció excelente. 

Antes de empezar ya han servido un poco de aceite (bueno por ser manchego de Valderrama, regular por ser Arbequina, especie que fuera de Cataluña languidece inevitablemente) y mantequilla de ajo. Parece imposible no hacer estas cosas si uno es de Las Pedroñeras pero está bastante mala. Y se lo dice un amante del ajo. Lo adoro en guisos y con aceite, pero ponérselo a la leche me parece un disparate.  

De los aperitivos me encantó el mojete de tomate, una especie de salmorejo manchego que esconde migajas de bacalao y se alegra con especias y hierbas, entre las que destaca la frescura de la albahaca

Un steak tartare con parmesano es un aperitivo agradable pero nada excitante por mucho que esté tan bueno como este. Quizá sea una concesión a lo internacional pero me pareció algo incongruente. 

Sin embargo, las trufas de queso son deliciosas y sumamente sencillas. Juntan un buen queso con una pizca de trufa y el sabor es delicioso. La negra cobertura convierte a las bolitas de queso en un humilde y eficaz tranpantojo. 

También es delicioso el pan de leche relleno de guiso de galianos que no es otra cosa que el gazpacho manchego, ese contundente guiso de caza que llena el paladar de aromas a campo. Aquí se mete en un elegante bocadillo cuya cobertura crujiente aporta textura y aligera la fortaleza de su sabor. Una buena idea. Por cierto, los panes de pueblo, tanto rústico como el de semillas están entre los mejores de Madrid. 

No me gustan nada las sopas de ajo. Lamento no pertenecer a esa cultura de la escasez que tanto agudizó el ingenio y que ha dado platos populares verdaderamente únicos, pero mojar el pan en líquido hasta reblandecerlo como para gallinas y aderezarlo con huevo crudo, no me parece mucho más que cocina de supervivencia, aunque ya sea mucho. Manolo lo sabe y hace una versión fiel, pero elegante y perfecta. Láminas de pan tostado ocultan el huevo y el caldo -denso, plagado de aroma y perfectamente desgrasado-,solo se añade en la mesa, con lo que el pan se mantiene crepitante y no mojado. Unas virutas de jamón, una oblea de trufa y un poco de perifollo, hacen el resto para dignificar, enaltecer y poner al día el más humilde de los platos. 

El bacalao con pisto y azafrán cuenta con un pescado excelente de lascas brillantes que se separan con el tenedor. Apenas con el punto de salazón que necesita. Se acompaña de un buen pisto y de dos pequeñas sorpresas: macadamia rallada y un toque de alioli escondido en el fondo. Todos los sabores se respetan y potencian en un plato sencillo y redondo. 

También excelente el brazuelo de cordero asado con ensalada de hierbas y patatas mortero. Carne jugosa y muy tierna de excelente lechal envuelta en una sabrosa salsa y con el toque dulzón de una crema de piña que lo aligera y refresca. 

Los quesos afinados en casa son magníficos y el hecho de incluirlos una prueba de refinamiento que alabo. Ya saben que soy de los que piensa que una buena comida debe incluir algunos quesos antes del postre. Afrancesado que es uno… Estos son deliciosos y poco frecuente: lingote de cabra (Madrid), Tronchón (Castellón) y el mejor de todos, un elegante Pascualete con trufa (Extremadura). Se acompañan de un pedacito de dulce y denso sobao (grave error, bizcochada con quesos), manzana y un delicado membrillo en crema. 

El refrescante postre es un acierto para aligerar tanta intensidad: melón, yogur especiado y granizado de piña, una buena y aérea mezcla de frutas y lácteos que se alegra con pimienta y hojas de menta. 

Y como quien lo hace bien lo cuida todo, las mignardises tienen un excelente toque, desde el delicioso, original y muy manchego macarrón de azafrán hasta la más discutible pero muy original gominola de ajo. 

Me alegra mucho empezar el año con este descubrimiento. Es un buen presagio. También me alegrará que el cambio eleve a Manolo de la Osa al lugar que le corresponde y que era difícil alcanzar en el extremo campo. Para conseguirlo les recomiendo que vayan. Los modernos -y anigos de los healthy- porque es guiso light y para los de toda la vida porque mantiene las esencias y hasta las realza. Así que vayan por favor y, si no les gusta, aquí abajo hay sitio para hacer comentarios!


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Arzábal New Age

 Esta es una buena lectura para todos aquellos que piensan que los libros de Boris Izaguirre o Dan Brown son literatura, Lobezno o Torrente buen cine y Michael Boltom destrozando Nessun Dorma, bel canto. Son casi los mismos que esta mañana lluviosa y desapacible de invierno, soportaban una larga cola para ver a «los realistas madrileños» e ignoraban la magnífica «Miró y el objeto».

 También son los que llenan las tabernas y huyen de restaurantes que les hacen pensar antes de gozar. Por eso, los primeros están abarrotados y muchos de los segundos o cierran o ni llegan a abrir. Ya he hablado varias veces de las excelencias populares de la Taberna Arzábal y de su detestable decoración. Ahora se han despojado de ella alojándose en el histórico edificio del Reina Sofía y poniéndose en manos de Madrid Contract. El resultado es espléndido y los espacios elegantes, luminosos y mucho más sobrios de lo habitual en estos tiempos, supongo que en en honor a Villanueva, el arquitecto del Museo Prado y de este antiguo hospital de pobres.

  Posee también un bello jardín y enormes ventanales que se abren a su verdor o a la hermosa y abigarrada Plaza del emperador Carlos V, siempre abarrotada de viajeros, paseantes, vendedores ambulantes y peregrinos varios, en busca del Santo Grial del tipismo madrileño, el bocadillo de calamares.

 Siendo Arzábal un éxito desde su apertura, han optado por el riesgo cero y la carta es repetición casi mimética de la de la casa madre, aunque aquí los resultados, quizá por la magnitud del local, son peores y las preparaciones más descuidadas. No hay más que ver el arroz de tabernucho que nos sirvieron como aperitivo.

 Menos mal que la banasta de mantequilla de Normandía es excelente, las croquetas siguen resultando jugosas y las alcachofas mantienen la corrección.

   El pisto es mucho mejor de lo normal porque las verduras se asan en lugar de rehogarse, lo que le quita grasa y le regala sabor. Hoy no tenía su mejor día por culpa de un exceso de agua pero la receta es excelente.

 Buena la sartén de huevos con trufa que no es otra cosa que unos huevos fritos con patatas de toda la vida -aunque menos crujientes de lo que deberían-, con el elegante y delicioso aporte de un aceptable rallado de trufa negra.

 El ciervo con chocolate es una gran receta gracias a esa salsa untuosa y densa que atempera perfectamente la fortaleza de la carne, aunque la guarnición de dados de frutas indica que no se han roto la cabeza precisamente. La carne del animal pecaba además de cierta dureza.

 Buena también la perdiz a la toledana, generosamente servida y sumergida en ese baño de cebolla que la sazona suavemente sin quitarle una pizca de sabor.

  
Como siempre, buenos quesos –Brillat Savarin, azul de Asturias y de vaca madrileño-,

 agradable la cuajada con fruta de la pasión y

 excelente el Tatin de manzana.

 Por lo demás, no hay guardarropa, los camareros te llaman chico, las servilletas y los manteles son de papel, no en todos los platos cambian los cubiertos y el vino -aunque sea de 200€, que de ese precio los tienen- se posa, desatendido e ignorado, sobre la mesa. No diré que el sitio es demasiado caro porque ya no me aclaro con esto de los precios, pero sepan que el almuerzo mencionado, con un vino de 46€ y medias raciones en el caso de las croquetas y los quesos, costó 198,50 y éramos tres personas. Así que no sé si el lugar es carísimo, pero sí que los menos populares y más refinados, suelen ser hoy en día, precio/calidad/servicio, mucho más baratos. Porque lo muy bueno no siempre es tan caro. Y viceversa.

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Belleza interior

Según Oscar Wilde «es mejor ser guapo que ser bueno, pero es mejor ser bueno que ser feo». Quizá la aguda frase valga para la vida, pero no para los restaurantes. Mejor ser bueno que bonito pero, la cuestión es: en el mundo del gusto y de los sentidos ¿hay bondad sin belleza? En mi opinión, no. El placer de comer ha de ser una experiencia sensorial total en la que impere la excelencia de la comida, pero en la que ninguno de los cinco sentidos resulte agraviado.

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Por esa razón, siempre entro refunfuñando en la Taberna Arzábal, el único lugar verdaderamente feo que aparece en estas crónicas. Local pequeño, pocas mesas, gusto pésimo en la decoración, ruido por doquier, servilletas y manteles de papel y… frigorífico en el comedor. Será un elegante Smeg, pero es un frigorífico.

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Y hasta aquí lo malo, porque todo el resto es bueno. Malo para mí, desde luego porque en esta ciudad, meca de las tabernas y centro de ese callejón del Gato, epítome de la fealdad valleinclanesca, esta parece importar muy poco. Será que al madrileño medio solo le interesa la comida, será que opinan como Jean de Labruyère de la mujer, que no las hay feas, sino solo las que no saben como parecer bellas. Ojalá en Arzábal tomaran nota de esta frase o de la más famosa de Coco Chanel («no existen mujeres feas, sólo mujeres que no saben arreglarse») y se encargaran en serio de que la decoración estuviera en consonancia con la excelente comida y la gran bodega. Si así fuera y descubrieran las flores, las alfombras, los tejidos, las luces tenues y la insonorización, dignificarían la taberna y tratarían con respeto sus platos. No seria una revolución, ni renegar de nada. Los bistrós parisinos son sencillos, baratos, populares y moderadamente bellos.

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Por eso, nada más que decir de la (anti)estética, así que hablemos de la comida y de cómo un simple vermú casero plagado de hierbas y pletórico de aromas embriagadores puede hacer olvidar el ambiente. Lo mismo que la aparición de una enorme banasta de mantequilla que brilla con un dorado de campo agosteño y un sabor que solo puede provenir de vacas felices en prados mullidos.

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Todos los productos son escogidos tan cuidadosamente como esa suntuosa mantequilla y el jamón, de variadas procedencias, está siempre perfecto, cualidad no ajena al excelente y luminoso pan con tomate que lo acompaña.

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Las croquetas están simplemente perfectas, gracias a una bechamel tan suave como consistente y una fritura justa y carente de grasas superfluas que las hace crujientes y cremosas. Las hacen de jamón y de boletus. No están mal estas, ahora tan de moda, pero en el mundo de la tradición, la antigüedad es la verdad y ninguna ha conseguido superar a las de jamón.

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También es memorable el pisto. Cielos, hacía años que no comía pisto y ninguno recuerdo tan sensacional como este. Será porque aqui asan las verduras en lugar de sofreírlas agrandando así el sabor y privándole de exceso de aceite. Bastante le aporta ya el delicioso huevo frito con que lo coronan, dorado y lleno de puntillas como de hogar antiguo, chimenea crepitante y sarmientos quemados.

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Ahora que estamos en temporada de setas tienen algunos buenos platos. No hay posible equivocación con los siempre festivos boletus que aquí sirven salteados y llenos de aromas: a campo de otoño, a flores secas, a paseos al sol, a mañanas frescas y a escondidos claros en el bosque.

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El salteado de arroz con setas y trufas tiene un punto perfecto aunque yo le suprimiría el segundo apellido. La trufa, supuestamente, es parte de un sofrito elaborado con ellas y variadas setas. Estas se notan a la perfección, pero no así las trufas que, o no existen o han muerto en el camino perdiendo su inconfundible y maravilloso aroma.

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También es excelente -y vistosamente servido en sartén- el arroz de pato, este seco por contraste con el salteado. Tan en su punto como el anterior y engalanado con un pato canetón tierno, jugoso y acompañado de un grano suelto, al dente y reluciente de pimientos.

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Antes de los postres yo no me perdería los quesos, porque son buenos y variados. Esta vez tenían, entre otros, un Comté de cura media, muy sabroso y un excelente y tierno Reblochon.

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Si como se decía antiguamente y no estoy de acuerdo, los grandes restaurantes se ven en los postres, este lo es también por ellos porque, si excelente era todo lo anterior, la parte dulce es sobresaliente. Una simple cuajada alcanza elevadas cotas de calidad gracias a una excelente leche de oveja y a una miel que parece escogida y premiada por un exigente jurado compuesto por las mismas abejas.

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La cremosa torrija es sobresaliente, quizá la mejor de Madrid. Muy tierna y jugosa por dentro, crujientemente caramelizada por fuera, ni demasiado dulce ni demasiado embebida en leche.

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Quito el «quizá la mejor…» cuando hablo de la tarta Tatin, porque esta es la mejor sin ninguna duda, con los gajos de manzana de tamaño perfecto y una suave base que acompaña pero no resta sabor a la manzana, que en muchas otras parece torpemente asada y sin una gota de azúcar. Aquí están doradas y levemente crocantes. Perfectas.

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Seguro que a estas alturas ya están pensando en la Taberna Arzábal. Yo también. Pensando, como se piensa en lo maravilloso que sería que ese genio de inteligencia excepcional y fascinante conversación que tenemos por amigo se arreglara un poco más, sacara partido de su físico y reparara, al fin, en que la bondad puede ser triste en la fealdad, mientras que es siempre perfección en la belleza…

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