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La Milla

Llamamos chiringuito a cualquier sitio que está en la playa y ni siquiera el diccionario lo autoriza, porque para él se trata de un “quiosco o puesto de bebidas, generalmente al aire libre, donde aveces también se sirve comida”

Sin embargo, seguimos llamando chiringuito a todo y eso es sumamente injusto con algunos sitios que son simplemente restaurantes, de playa o que están en la playa. Por eso, no debemos decir que La Milla es el mejor chiringuito de de la península (en las islas está el otro rey, Casa Jondal), sino el mejor restaurante de playa que conozco. Compite con cualquiera, pero le pongo lo de la playa porque ahí sí que no tiene rival.

El sitio es sumamente bonito y con unas vistas tan deslumbrantes, que ya justifican la visita. Pero es que además el chef ha conseguido crear una cocina del mar en la que, respetando escrupulosamente el producto, no se limita a cocerlo, asarlo o brasearlo. Todo tiene un punto especial que encanta los amigos de la cocina y no molesta a los trogloditas del producto intocable e intocado. La bodega es impresionante y a tono con la milla de oro de Marbella y el servicio, dirigido por César Morales, estupendo.

Recomiendo empezar por el  “coquillage”, que diría Juanlu en su Lu Cocina y Alma, una estupenda, colección de almejas, conchas finas, bolos y navajas, todo pasado por la brasa y puesto en conserva. Además, perfectas salsas: dulce pilpil de maíz, punzante emulsión de piparras, tradicional salsa verde y una intensa emulsión de jamón. 

Los brioches, tiernos y delicados son de atún con sorprendente chocolate blanco y lima, untuoso tartar de gambas con suave mantequilla de limón y de extraordinaria anchoa con crema de queso payoyo, perfecta combinación, como todo el mundo sabe.

Espléndida la ensaladilla, casi crema, vía boquerón al limón, un homenaje a las tabernas malagueñas.

El excepcional atún lo pone como un steak tartar, mismo aliño e igual y elegante, preparación en una mesita auxiliar. El atún es tan jugoso y tan fuerte que se puede permitir perfectamente todos los condimentos de la carne y así está mucho mejor y más intenso.

Lo sirve con unas magníficas patatas fritas a la inglesa, casi tan buenas como las de O’Pazo, y también las pone en un clásico imprescindible de la casa y uno de los platos que más me gustan y que mucha gente le ha copiado: carabineros con huevos, patatas fritas y caviar. Se mezclan ahí mismo y el resultado, con la yema a modo de salsa, es fascinante.

Si se han comido tantas cosas, lo más difícil de La Milla, es decidir si se toma un gran pescado, especialmente los fritos o un arroz, que hay varios y muy buenos. Mi favorito es el ibérico con buen jamón, cortado al momento y magro de cerdo. Seco, jugoso y muy muy sabroso.

Con esto de los postres es cosa de muy pocos virtuosos de la repostería , han optado por lo clásico muy bien hecho, sobresaliendo un flan, denso y de dos leches, y una extraordinaria tarta de chocolate, que transita entre los sólido y lo cremoso. 

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Skina

Bienvenidos al nuevo Skina, un espléndido restaurante, que ya se merecía unas instalaciones a la par de su cocina. Antes era como esas princesas de los cuentos que, por azares de la vida, vivían en una choza, para luego recuperar su palacio encantado. Pues así pasaba con Skina, estaba en un local pequeño, humilde y escondido. 

Ahora, por fin, se aloja en una bella casona andaluza, reluciente de blanca, frente a un parque y en la milla de oro de Marbella. El enorme y luminoso interior se asoma a la cocina, pero sin estar demasiado cerca. Tiene una decoración muy neutra, lujosa e internacional, pero la cocina es como la casa, puramente andaluza, pero sofisticada, moderna y muy mejorada. Ahora todo es equilibrio y elegancia. 

Se entra por una sinuosa bodega donde nos ofrecen un primer aperitivo detox, para limpiar el paladar, que es una sinfonía de la manzana verde. Un bombón de merengue, muy sutil, con gelatina y espuma de lo mismo, acompañado de un té verde de albahaca y menta con zumo de manzana y cítricos. Eso sí, no se olvidan del champán y sirven un delicado Perrier Jouet.

Después de otro umbrío pasillo, el golpe de luz de la cocina, donde siguen los aperitivos en una enorme mesa de mármol: la trufa negra es el hilo conductor y la fragilidad la norma: tartaleta de membrillo con trufa negra, poderoso tartar de ciervo macerado, esponjoso brioche con emulsión de trufa al vino, boscosas trompetas de la muerte con coliflor y huevo y un reconstituyente consomé de setas y hierbas aligerado y aromatizado con un etéreo aire de mantequilla ahumada. 

Es como una declaración de principios: temporada, múltiples sabores y técnicas, elegancia, delicadeza, originalidad y sutileza. Casi aires poéticos. 

Nos vamos a la mesa con nuevos aperitivos: bombón líquido de aceituna (perfecta) relleno de cachorreña (sopa de pan, vinagre, ajo, pan y cáscaras de naranja típica de la zona), tartaleta de ajoblanco con sabrosa sardina y uva que se deshace en los dedos y cruje en el paladar. Lo mismo que el cubo de dulce maíz relleno de foie y rematado con jamón de pato. Tartaleta de tinta y pez limón y un tierno buñuelo de lubina aceituna negra y naranja.

Preceden a los excelentes panes con aceite y cuatro grandes mantequillas: remolacha, naranja, ahumada y clásica. 

Empiezan los platos con un espléndido tartar de atún rojo con caviar y un delicioso y aterciopelado ajoblanco de pistacho. Por eso lo llaman “ajoverde”. Con Ferrán Adriá descubrí el caviar con avellanas y era una mezcla perfecta, pero el pistacho le aporta también contrastes interesantísimos. El caldo es tan bueno que no necesitaría más y hay que decir que les dan tanta importancia a caldos y salsas, que los presentan antes que el plato y hasta regalan un recetario con los mismos. 

Para las quisquillas hacen un profundo y oloroso caldo thai, con sus cabezas y hierbas aromáticas que además, infusionan en la mesa con cilantro, lima kaffir, cotronella… Se sirven con una espuma del bisque de las cabezas y sus huevas. Además, un gran buñuelo que aprovecha el resto de las quisquillas.

El carabinero crujiente con guisantes lágrima es una estilización de los guisos en amarillo de la zona. Los delicados fideos son gelatina de azafrán y la salsa lleva el majado tradicional de pan y almendras. Para refrescar una tartaleta de tartar de cítricos con huevas de trucha. 

No me gusta el malageñísimo gazpachuelo por culpa de la mayonesa que no hace muy graso, pero aquí la sustituyen por un pilpil del colágeno de la sarda que protagoniza el plato (suponiendo que no lo haga el gazpachuelo). Además el frescor de esferas de cebolla, el pesto y los toques de manzana

Tienen un excepcional virrey gallego. La fritura inversa (echan aceite hirviendo sobre las escamas) lo pone jugoso y crujiente, pero tiene más excelencias: una increíble meuniere de ciruelas y mantequilla ahumada y mousse de chirivías y remolacha cruda. Impresionante. 

Es difícil mejorar el sabor y la sutileza de un solomillo de buey sobresaliente. Lo consiguen con un punto perfecto y una canónica demiglas que hacen durante 16 horas y se nota. Además mole en polvo, calabaza con kale, crema de boniato y un arrebatador mimético de mandarina de dulces y ácidos magníficos. Casarlo con un Vega Sicilia de 2006 es tocar el cielo. 

Y eso que no sabíamos que el Chateau d’Yquem nos aguardaba para los postres. Así, sin preparación o aviso alguno. Peligro de colapso de placer. Casa maravillosamente en su opulencia con lo más fresco: mango de Málaga con ácidos de lima y golosos de albahaca

Pero me gusta aún más con el chocolate, que no está solo, sino con las mejores compañías, vainilla y plátano. En un gran bombón con caramelo de miso, blandito y envolvente, en helado de banana y con una esfera fresca y ácida de pomelo y fruta de la pasión, otra de pomelo y todo con una gran salsa, líquida y ligera, de chocolate negro

Y claro, después de esto, las mignardises solo podían ser una lección de repostería en miniatura que ponen colofón a un almuerzo memorable. 

Hay un solo menú (que se puede combinar con vinos Premium) y opción de carta a precio fijo. 

Esta es una obra magnífica y caso único, porque no es restaurante  de un chef, inversor o empresario distraído, sino de Marcos Granda, un visionario profesional del sector que se ha empeñado en hacer los mejores restaurantes, a base de esfuerzo y buen gusto. No es cocinero, ni camarero, ni director de sala, pero su impronta está en absolutamente todos los detalles y su buen ojo y exquisitez  marcan la diferencia de un (unos, porque tiene varias marcas) restaurante único e inigualable, seguro próximo tres estrellas español. Acuérdense que lo he dicho con tiempo. 

Gracias Marcos por esta magnífica invitación. 

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La Milla

Llevaba un tiempo sin ir a La Milla y ya sabía yo que me equivocaba, pero, después de esta visita, lo corroboro. Hay quien me dice que alguno cercano es igual o mejor, pero cuando hablo de restaurantes valoro un todo que incluye ambiente, estética y, por supuesto, ubicación. Nunca lugares feos estarán en mis listas de favoritos. Y este está encima de la arena, en plena milla de oro marbellí y frente a un luminoso mar Mediterráneo.

Y al paraíso del mar une el de la cocina, cambiante cada día según el mercado. Y sin preparaciones fijas, porque cada cosa pide su propia receta, como los personajes de una novela, su propia vida. Será por eso que las coquinas me han emocionado. Creo que han sido para mi, como la magdalena para Proust, un shock de infancia malagueña. Parecen a la brasa pero se “ahúman” con el salteado en una sartén casi al rojo. Luego basta un chorrito de aceite para obrar el milagro.

Después tres humildes moluscos, conchas finas, bolos y navajas, elevados de categoría por la acción de la brasa y tres emulsiones: de maíz, piparras y jamón ibérico. Buenísimos.

Poner un gran canapé de caviar sobre una lámina de aceite me ha asustado, pero está buenísimo. Igual o mejor que con mantequilla. Más original, sin duda. Como mezclar atún con chocolate blanco y lima (ya un clásico La Milla). Pero lo confirmo, está delicioso.

Aunque menos que el siguiente plato, un brillante ceviche andaluz que recuerda la zanahoria con cominos de los bares y es crema encominada de esta al ajillo y toques picantes magníficos y una estupenda leche de tigre.

El salpicón de bogavante es el mejor probado en mucho tiempo. Una pieza de calidad excepcional, limpia, troceada y con un aliño excepcional en el que brillan los ácidos.

Las opulentas quisquillas de Marbella se preparan de tres maneras: cocidas para destacar su tersura, con vinagreta de sus azules huevas para animarlas y con burrata para sorprender.

El frito de la gallineta es otra vez proustiano. Tan bueno, seco y crujiente que se devora solo, pero no se conforman y lo hacen saam con lechuga viva, cebolla encurtida y salsas barbacoa y tártara, pasando de lo denso a lo más fresco. Brillante idea.

Ahora he comido uno muy bueno en Besaya Beach, pero hasta ahora estos eran los únicos arroces buenos de Marbella y entre ellos, el de ibéricos es una proeza, porque a la originalidad de los ingredientes (solo carne y jamón recién cortado), une punto perfecto y un fondo potente y suntuoso. Será restaurante de pescado y marisco, pero cuando Luismi toca carne y arroz se convierte de marino en campestre.

Los postres son buenos, pero no tan buenos. Un clásico español. Seguramente porque son demasiado densos para agostos calurosos: una buena torrija, torrija al fin y una preciosa versión de los limones de la Menorquina. Más bonito que redondo por falta de ligereza y un curd demasiado espeso.

Pero también puede ser que se llegue ahíto y no se aprecien porque todo es magnífico. Un servicio de primera, mesas separadas, vistas asombrosas, una carta de vinos de grande de España, la cocina magnífica de Luismi y un meticuloso y elegante servicio de un César que parece estar en todas partes. Será por eso que a las cinco siguen llenando mesas (algunas por tercera vez) y uniendo turnos. Pero es que está siempre sobre reservado y, como es lógico, nadie se lo quiere perder.

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La Milla

El almuerzo más feliz del verano suele ser el de La Milla. Será porque está encima de la arena y allí el mar atrapa la vista y las olas los oídos. O porque un maravilloso producto marino se trata magistralmente y con sencillez, pro siempre con gracia. O porque la carta de vinos es inacabable y el servicio de exquisito. O será, simplemente, porque es Marbella, verano, hace sol y todo eso me encanta.

Una vez más no hemos pedido y otra más el resultado ha sido magnifico. Para empezar, lo que Juanlu Fernández llama, en Lú Cocina y Alma, -y en Francia entera el coquillage: concha fina a la brasa con una dulce emulsión de maíz, navaja a la brasa con otra de jamón ibérico y bolo a la brasa con crema de piparra, una opción mucho más envolvente que al natura porque además gusta a los más primitivos y no asusta a los menos aficionados a los crudos y a los fuertes sabores de estos moluscos. Las salsas añaden levemente nuevos matices sin desfigurar y el toque de brasa mejora su recio sabor.

Tenía antojo de ajoblanco y este no defrauda en su ligereza ni en su guarnición lujosa: cigala soasada (demasiado cruda) y picada de dátiles, queso, piñones y hasta un poco de tinta de calamar en el fondo que luce un bonito efecto sobre el blanco al final del plato.

Y qué buenos panes (los de este pase y los que sirven para acompañar, doble mérito al borde del mar), tanto el corte de dulce tartar de gamba blanca como el estupendo bríoche de atún rojo con chocolate blanco. Creo que nunca habría pedido tal “disparate” pero el dulzor del chocolate funciona a la perfección con la sal y la acidez del aliño. Un acierto insospechado.

Soberbia la ensaladilla rusa con la gracia de dos atunes,uno en tartar de aliño potente y deliciosamente picante y otro en aceite. Sedosa, muy jugosa y llena de sabor. De las mejores de siempre.

Otro hallazgo reciente es la banderilla de carabinero en la que el líquido de la cabeza se usa de salsa, las patas se convierten en polvo de sal y el cuerpo se usa para espetarlo en un palito y cubrirlo de estupendas piparras picaditas. Sabores y texturas que cambian todo para que todo siga igual.

Y después, gran lujo y absoluta sencillez al mismo tiempo: gamba roja de Denia, langostino de Sanlúcar, gamba blanca y quisquilla de Marbella. Simplemente cocidas, absolutamente extraordinarias.

Estamos recorriendo en esta comida -y lo que nos queda- todos los cocinados de un chiringuito -cocidos, fritos, a la brasa, asados, etc- y ahora tocaban los fritos en forma de unas puntillitas crujientes, de tamaño perfecto y sin gota de grasa, una suerte de adictivo caramelo de mar.

Y continuando la exhibición de grandes productos y jugando ahora con la plancha y los orígenes, contraponen dos grandes: el chipirón de la ría vs el chipirón de Estepona. Se trata de comparar pero yo no elijo porque ambos están estupendos. ¿Para qué?

Y en playa malagueña no pueden faltar los espetos, la deliciosa forma de asar sobre la arena, en las brasas y ensartando el pescado en una caña afilada: aquí una muestra de los de sardinas y de los de salmonetes, ambos llenos de sabor, a pesar de sus escuetas carnes. Dicen algunos que ese tamaño es el mejor pero a mi me gustan algo más grandes.

Y cuando creía haber gozado de todo, llaga la sorpresa de un suculento arroz meloso de almeja rubia gallega, perfecto por su punto y por ser suelto y cremoso, casi como un risotto pero sin adición de lácteos y con el intenso sabor que proporciona un gran fondo de pescado y marisco. Me ha encantado esa melosidad conseguida con paciencia y sin añadidos, porque el efecto es el mismo y el sabor mucho mejor.

Para acabar un postre perfeccionado, una milhojas de queso Payoyo con delicada crema pastelera y un hojaldre caramelizado muy bueno. Pero además lleva un estupendo helado de nata sobre una riquísima confitura de higo. Casi un plato combinado a la antigua usanza, pero en dulce.

Es muy arriesgado decir que este es el mejor restaurante de playa -la nueva ola de los chiringuitos en la era Michelin en los países ricos y gastrónomos- porque también está Jondal en Ibiza y alguno qie no conoceré pero, con esas prevenciones, puedo decir que La Milla es único y que solo aspira a dar de comer muy bien y a proporcionar todos los placeres (hasta carta de puros tienen) salvo los del ajetreo y el sitio de moda. Porque aquí todo es placer y paz. Afortunadamente…

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El Lago Midi

Paso demasiado poco tiempo en Marbella (qué mal hecho) y siempre tengo demasiadas cosas que hacer, así que aún no había ido a El Lago, del joven y talentoso Fernando Villasclaras. Y eso que todo el mundo me había dicho que era un gran sitio. Por segunda vez. Y digo esto tan raro porque con Fernando está teniendo una segunda vida, manteniendo y renovando el gran nivel en que lo dejó Diego Del Río, un gran chef con el que consiguieron una estrella Michelin y que ahora se ha hecho cargo, como ya les conté, de Boho Club.

Por fin he ido y ya les puedo decir que me ha encantado. Y eso que, llenas mis noches por Starlite, solo he podido probar su cocina más informal que es la de mediodía y que ahora se llama Midi. El sitio está en un club de golf y el entorno es precioso. Tampoco está mal el restaurante, sobrio y austero, en un estilo algo anticuado.

Hay gran nivel, originalidad y belleza de platos. Y encima a buen precio. Me han entusiasmado las patatas bravas con las que hemos empezado y que son increíblemente hojaldradas, lo que les da una textura única y un sabor diferente. Una patata de muchas capas que renueva y refina esta receta de siempre y que a todo el mundo encanta, La salsa con puntos de espesura y picante excelentes, está simplemente impresionante.

Después, Fernando se luce con una simple ensalada porque me han parecido fantásticos los tomates huevo de Coín con albahaca frita y aliño delicioso. El toque de albahaca es fresco y aromático y frita tiene más sabor y mejor textura. Usa muchos buenos productos de la zona y estos tomates son extraordinarios, como también el aceite del aliño que asimismo acompaña al estupendo pan de masa madre con el que hemos disfrutado durante toda la comida.

También espectacular un canelón relleno -de una farsa de atún picante muy rica- rematado con manzana verde. El canelón es de aguacate, cosa que me encanta, y que le da mucha vistosidad; el conjunto del plato es fresco y aparentemente sencillo, pero hacerlo no lo es tanto y encontrar equilibrio entre esos variados sabores, menos aún.

No tan conseguidas están las croquetas de chorizo. Supongo que son una exigencia de los golfistas gourmets que acuden a este restaurante, porque no olviden que es el del golf. Tampoco le deben disgustar al chef porque nos las ha puesto. Están buenas y son diferentes, pero prefiero las tradicionales y una bechamel más cremosa. Por lo demás son crujientes y sabrosas y, quizá en otro sitio de menos nivel me habrían gustado más.

El pequeño descenso se me ha olvidado rápido porque, gracias a la imaginación y la chispa, un simple higo asado en un kamado (semicrujiente la piel y cremoso el interior) con tartar de atún se vuelve un bocado impresionante.

También refina los bocadillos ya que el brioche de lomo de orza es un pan al vapor -que todo el mundo hace y pocos saben hacer- perfecto con ese buen relleno y además, emulsión de sus ajos confitados. Muy rico también el de atún y piparra.

Ya íbamos sobrados, pero todo estaba tan bueno que hemos pedido más y hemos acabado con una gran carrillera guisada con una salsa densa e intensa y unas ricas patatas panadera rebosantes de cebolla y pimiento verde. La carne tiernísima, pero lo mejor esa salsa profunda y exquisita.

De postre me ha encantado el soberbio flan de nata, de esos que están muy de moda ahora y que inundan la boca de cremosidad aterciopelada porque son más de nata que de huevo. “Flanean” menos pero la textura es inmejorable.

Aunque faltaba casi lo mejor, la sorpresa final, un postre de la noche, como él lo llama: tarta clásica y canónica de requesón y fresa con un increíble y diferente helado de albahaca. Un postre de gran nivel y enorme belleza que me ha sabido a poco (y ya era difícil a esas alturas…)

La verdad es que me muero de ganas por volver y aún más por la noche, al menú más elaborado y complejo. Háganlo por mi, por favor, pero si no, vayan a cualquier hora que las vistas de el lago, con sus patos, sus peces y hasta su tortuga, son plácidas y muy zen, y la comida espléndida

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La Milla

Ya les he hablado bastantes veces de La Milla. Es uno de mis restaurantes de playa favoritos, de hecho, de mis dos favoritos, pero el otro está en Ibiza así que, en la península, La Milla no tiene competencia. Cierto que empezó como chiringuito más o menos elegante, pero César Morales y Luis Miguel Menor -ambos propietarios y director de sala el primero, y cocinero el segundo- han hecho un titánico esfuerzo para convertirlo en un excelente restaurante. Sin más; ni menos. Excelente restaurante a secas , por mucho que esté sobre la arena y al borde del mar.

Detalles que lo confirman: unos productos de lujo, una cocina que los realza con originalidad y hasta opulencia, un servicio espléndido y numeroso (mucho más que el de los vecinos Marbella Club y Puente Romano, ambos meca del lujo), una decoración algo banal y nada imaginativa pero que no desentona y una apabullante carta de vinos (más a la orilla del mar) llena de referencias exquisitas de decenas de países. Por consiguiente, nada le falta para darme la razón.

En la visita 2021 (ojalá fueran muchas más) hemos empezado por unos soberbios moluscos apenas sobre una cama de hielo: una gran y delicada ostra, el humilde y sabroso bolo y esa joya púrpura de Malaga que es la concha fina. Impecable.

Después, un clásico que mejoran cada año: una suerte de bocadillo de anchoa, boquerón en vinagre, queso Comte y un poco de caviar. Simple pero espléndido, porque la mezcla de salazones, lácteos y marinos, vinagre y aceite, forman combinaciones deliciosas.

Nuevo es, sin embargo, -y absolutamente maravilloso- el gazpacho en amarillo con gamba blanca o… debería decir al revés porque llega en el plato un tartar de gamba con la cabeza frita y apetitosa y ambos de bañan con un espléndido (no necesita más) gazpacho de tomates amarillos hecho a la antigua por lo que no es esa espesa crema de Thermomix que se hace ahora, sino una estupenda sopa fría en la que se nota, cómo antaño, la textura de las hortalizas trituradas y pasadas por el pasapurés.

Una creación del pasado año, si mal no recuerdo, y ahora perfeccionada es el huevo frito con tartar de atún. Este es de una frescura y calidad impresionantes y con un aliño superior, pero lo mejor es esa clara de huevo que se convierte en una especie de torta aireada con sus puntillas y todo. En esta versión canapé (en la grande hay yema) la yema de mezcla con soja y participa del marinado del pescado.

Y de nuevo, otra sublime novedad: un pan brioche cubierto de una finísima lámina de tocino semiderretido con tartar de gamba y cabeza frita. Es lo mismo que en el gazpacho pero por mor de los otros ingredientes completamente diferente, un gran juego de sabores y texturas en el que la grasa del pescado se aúna con la del animal, tomando toques deliciosos de jamón. Un platazo que deben pedir sí o sí.

Y un clásico revisitado de modo divertido. Las clásicas sardinas malagueñas, un must de cualquier restaurante típico malagueño, de tres maneras: en espeto, con ese toque de madera del fuego y las cañas, frita al limón (en este caso lima), aromática y crujiente, y asada, con el matiz picante del pil pil malagueño. Sencillo, sabroso y it original.

Es todo lo contrario de lo que viene a continuación porque el salmonete, una pieza de buenas dimensiones, se sirve en dos preparaciones: la cabeza y todo lo que no son lomos frita y crujiente y el lomo a la brasa, con un punto perfecto y una excepcional meuniere de caviar. La mezcla de caviar, limón y mantequilla con lo terroso del salmonete es una delicia. Sería el cielo, o el mar, o, más prosaicamente, el vino, pero, me pasa poco, ha sido probarlo y emocionarme. Uno de los mejores platos del año.

Y no sé cómo, después de esta sensación, pero las gambas de cristal revueltas con un estupendo huevo frito me han encantado también. Eran más grandes y carnosas de lo normal, lo que es mucho mejor, pero igual de crujientes. El huevo actúa a modo de salsa untuosa y les da un carácter más meloso. Gran receta que aquí bordan.

Algo de sencillez y producto para “descansar”: un delicioso pan con jamón y caviar (mezcla extraordinaria) y una excepcional cigala de Huelva a la brasa. Me ha encantado que le pongan n chorrito de aceite que toma el sabor de la brasa y parece ahumado.

Y nuevo subidón con otro clásico de la casa, el carabinero con huevo y patatas fritas que mezclan en la mesa. Todo revuelto salvo las patatas. Hasta los jugos de la cabeza se incluyen en la mezcla. Una maravilla.

¿Qué se podía poner ya después de tanta delicia? Pues un arroz, que además nunca había tomado aquí a pesar de su fama. Y esta es justa. Me han dado el ibérico, muy en esa línea de moda de los arroces cárnicos. Jamón y pedazos de cerdo, unas espléndidas gambas y un fondo profundo y exquisito. Sabor y fuerza con un punto del arroz inmejorable. Es un imprescindible. Y diciendo esto, creo que hay que venir mucho o con mucha gente. Para poder pedir bastante porque imprescindible… es casi todo.

Bueno, los postres menos pero ese el sino de nuestro país. Sin embargo, el milhojas de crema de limón y chantilly tiene aromas a tarta de limón y el hojaldre es bueno y envolvente.

Este es uno de esos restaurantes a los que no encuentro peros, o quizá que, sobre todo en agosto, todo el mundo quiere ir y hay que espabilarse para reservar, pero dónde no pasa eso hoy en día. Pero si eso les abruma este es lugar para todo el año, porque el mar está siempre ahí y las excelencias de La Milla, también. Por favor, no se lo pierdan. Y si es preciso, viajen a conocerlo.

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Dani

Siempre he tenido una relación peculiar con la cocina y la personalidad de Dani García. Lo sigo desde sus tiempos de Ronda y me fascinó en Tragabuches, me gustó en Calima y me sorprendió muchas veces en Dani García, donde consiguió aquellas tres estrellas Michelin, que recibió con tanta justicia como rechazó con tanta negligencia. Para mi ha sido el verdadero modernizador y reformador de la cocina tradicional malagueña y por ende, andaluza. Y así es, porque los caminos del más grande, Ángel León, son otros bien distintos.

Sin embargo nunca me han atraído los otros conceptos para hacer caja, Lobito de Mar y Bibo. Pensados para facturar pecan de descuido y aires de cafetería extremadamente cara. Pero ese es problema mío porque arrasan. Cuando una vez le “reproché” en las redes cambiar un Ferrari por muchos Fiat, me respondió, con su altanería castiza habitual, que lo que había hecho era comprarse la factoría de Ferrari. Bueno, de ilusión también se vive…

Por todo eso, estaba deseando conocer Dani, su nuevo restaurante en el elegante y al mismo tiempo populachero (basta asomarse a ese lobby que parece la plaza de Yamaa el Fna) hotel Four Seasons. Es un paso más de este chef porque precisaba de algo más elegante y cosmopolita, un lugar que sin perder las esencias tuviera eso que en los hoteles llaman cocina internacional.

Hay que decir, para empezar, que se trata del más impresionante restaurante de Madrid, al menos si se mira a su terraza, un enorme espacio oval que da a tres calles y acaba en un morro como de avión, una especie de pájaro a punto de desplegar las alas. Al frente la roja cúpula de cebolla del campanario del antiguo banco (el extinto Hispano Americano que acoge al hotel) flanqueada por las dos grandes cuadrigas de bronce, elegante remate del edificio vecino, y por el neo neoclasicismo de la torre de Generalli. También se atisban, por los lados, el verdor del Retiro, la elegancia decó de Telefonica, los merengues del Casino, todo el cielo y mucho más.

Ante tanta belleza, el interior es algo desangelado -quizá por falta de mesas en época de Covid– y soso y ello a pesar de los grandes cuadros que adornan las paredes y que son préstamo del Thyssen y de la vecina Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Pero basta mirar por los ventanales o instalarse en el exterior. Solo hay una palabra para tanta belleza: deslumbrante.

La cocina está a la par del entorno y mezcla platos populares como calamares a la andaluza, con otros clásicos del tres estrellas como la lata de caviar de Dani García (y los que veremos), con algún guiño al cliente americano como la hamburguesa, eso sí con foie. La carta de vinos está a la altura, gran altura, y el servicio aunque anda algo atolondrado y muy mal vestido (se ve en la foto…), tiene madera, máxime cuando han fichado a grandes jefes, como el hiper amable ex maitre de Alma, uno de los dos mejores restaurantes de Lisboa.

Para ser un restaurante caro (creo difícil con dos platos, postre y algo de vino salir por menos de 100€ por persona) no ofrecen aperitivo (ni mignardises) alguno, pero las raciones son muy generosas. Hemos empezado por el quizá más bello plato de Dani García que, además, es una explosión de sabor. Lo conocía muy bien e imposible es resistirse al tomate nitro y gazpacho verde, toda una explosión de sabor y color en el plato. En los primeros, se mezclan dulzores de helado de tomate, punzantes de pimiento y opulencia de un delicioso tartar de quisquillas. Un plato simplemente perfecto que es una suerte poder volver a comer. Sólo él vale la visita.

Desde que lo vi en Instagram (ha invitado a comer o cenar a media red social) quería comer el milhojas de anguila ahumada, sobre todo porque me muero por un buen hojaldre y ya pocos lo hacen. La crujiente masa es algo basta, pero de sabor está muy buena. El de la anguila ahumada y el de ese intenso rábano que es el daykon quedan perfectos. Para rematar, un poco más de sabor marino de alga nori. Las texturas estupendas, entre el crujiente del hojaldre, los blandos de la anguila y la espumosidad de una buena holandesa en la que el limón se sustituye por un poco (muy poco, felizmente) de yuzu. Una entrada entre lo clásico y lo elegante.

Dani es muy bueno en los pescados, pero había dos carnes a las que no podíamos resistirnos. La primera es el picantón de corral en dos vuelcos. Un picantón tiernísimo y muy sutil, de carnes blancas y sedosas, de dos maneras: en el plato relleno de trufa y foie con un buen fondo del asado y en cazuela aparte en un delicioso guiso de setas y el ave cocinadas a la crema. Un clásico, también muy elegante y que no sé en qué modalidad me ha gustado más.

La segunda carne es una excelente y, muy amorosamente cocinada, paletilla de cordero con maravillosos aires morunos, porque lleva ras al hanout (sobre todo aromatizando el puré de patatas) y un poco de tabulé. Por si fuera poco, unas exquisitas mollejas. Un plato con muchas cosas que está estupendo.

Había un postre que me encantaba en Marbella y que también hace aquí: flan de albahaca, en realidad una cuajada muy aromática de albahaca sobre la que campean, hilos de yogur, trocitos de pera, otros hilos de cremoso de caramelo y un rico helado de pera. Para dar textura, un poco de galleta y en el fondo de todo, para realzar los dulces, algo de sal y pimienta. Una mezcla, bonita estéticamente y extraordinaria en sabor.

Y si esto les ha parecido original, vean el chocolate en adobo. Lleva mascarpone pero yo solo he encontrado puro chocolate, delicioso y muy amargo, y unas estupendas “galletas” merengadas de vinagre que le daban un gran contrapunto al chocolate (crema y brownie) y a un excitante helado de especias en el que resaltaban los cominos y el clavo. Un postre no para cualquiera, quizá, pero tan delicioso como lleno de atrevimiento y talento.

Y como no hay mignardises, hasta aquí la comida. Faltan muchas cosas por probar, pero el entorno único y absolutamente maravilloso y una comida para todos los gustos pero llena de platos en los que se aprecia el enorme y estrellado talento del cocinero, bien valen la visita.

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La Milla

Entrar en La Milla -o mejor debería decir salir porque está en plena playa- es sumergirse en el mar. Y no lo digo solo porque su orilla esté a muy pocos metros, sino también porque es el mejor restaurante de pescados y mariscos de Marbella y uno de los más relevantes de España; aunque también tenga carnes que nunca he probado. Sigue la senda de la nueva tendencia, liderada por Estimar, de ofrecer lo mejor de lo mejor, sin importar la procedencia -afortunadamente- y prepararlo con muchas técnicas sencillas, pero sin olvidar toques de genio simple que nunca esconden el pescado, sino que más bien lo realzan.

Como en todas las visitas anteriores nos hemos dejado llevar por los consejos de Cesar Morales, su estupendo y diligente director de sala, la otra mitad del negocio junto con el gran cocinero Luis Miguel Menor. Empezamos con crudos en forma de tres moluscos estupendos, el algo rudo bolo, la ostra Fine Claire y una concha fina medianita, mucho más tierna y elegante que las muy grandes.

Estaba muy bueno todo, pero demasiado simple para mi. Todo lo contrarío de un “bocadillo” absolutamente opulento: punzantes boquerones marinados que esconden unas magníficas anchoas 00 de Doña Tomasa y, en el centro, queso Comté de 30 meses de curación. Un contraste perfecto que se corona con caviar y una crujiente patatita frita. Todo es maravilloso por separado, pero junto…

Más pensamiento aún en un brioche esponjoso que sirve de base a un fresco y envolvente tartar de gamba blanca con su cabeza frita. Juego de sabores y texturas. ¿Ven lo que les decía? Casi nada, pero mucho más que en uno corriente. Menos es más en La Milla.

Y ahora crustáceos, aún más al natural: grandes quisquillas de Marbella, -que están muy buenas, pero son de mayor tamaño y son menos finas que las de otros lugares- y gambas rojas de Denia, estas impresionantes, una hervida y otra a la plancha, ambas pletóricas de sabor y con un punto perfecto.

Como muestra de los famosos fritos de La Milla, puntillitas (o chopitos si lo prefieren), pequeñas, jugosas, muy crujientes por fuera y tiernas y suaves por dentro.

Y para mayor tipismo malagueño, esa estupenda técnica de asado que es el espeto, cañas hundidas en la tierra, a la vera del fuego. Normalmente son de las pequeñas y muy sabrosas sardinas de esta tierra. Aquí también se hacen con otro favorito de la zona, los salmonetitos. Se suelen poner fritos pero el espeto les va a la perfección. Muy jugosos ambos, muy sabrosos. Una delicia malagueña.

No estaba previsto, pero había de probar para ustedes el plato estrella de esta temporada, el tartar de atún rojo. Es perfecto de calidad y aliño pero así hay muchos. Incluso hasta por el caviar que lo remata, pero lo que lo cambia todo es la base que se compone, nada más y nada menos, que de puntillas de huevo frito. Han tomado sola esa maravillosa parte de los huevos fritos, esponjosa y crujiente a la vez, y la han usado como una tosta. El añadido crepitante al blando del pescado y el delicioso sabor a aceite de oliva, redondean un bocado ya de por sí buenísimo.

Y como colofón, una de las recetas estrella ya probadas. Loa huevos fritos con patatas y carabinero. Recordarán que los ponían tal cuál pero este año la cosa es más elaborada y un camarero desmenuza y mezcla, convirtiendo todos los ingredientes en un lujoso y sublime bocado, cremoso, blando, crujiente, sabroso de mar y tierra, explosivo en suma.

Y de postre la milhojas en versión 2020 sumamente mejorada, con unas obleas de hojaldre mucho mas finas y aireadas y una nata más espumosa y suave. Muy tradicional pero muy bien hecha.

Les puedo decir que este es el mejor restaurante de playa que conozco, tanto que no me atrevo ni a llamarlo chiringuito y menos que nunca ahora que tiene una lujosa decoración, algo sosa y oscura pero que cumple y es elegante. La carta de vinos es espléndida para cualquier local, el servicio desenfadado y muy elegante dicaz y el tándem Luismi/Cesar inmejorable. Tan bien está que en su estilo es mi favorito de Marbella. Un lugar que nunca cansa y al que siempre quiero volver.

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Boho Club

No es nada fácil crear desde la nada un local que ha de ser restaurante de hotel, lugar de moda y destino gastronómico de aficionados de altos vuelos. Mucho menos si se ubica en un lugar muy cool plagado de veganos e intolerantes, poblado de suecos y otros nórdicos con poca tradición, además de españoles muy tradicionales, y donde prima el cosmopolitismo. Pues bien, hay alguien que lo ha hecho, y es el estupendo y discreto Diego del Río con el restaurante del hotel Boho Club de Marbella, una sucesión de cabañas sostenibles, colores pálidos y un delicioso aire hippy de luxe que, sin embargo, se convierte en clásico y opulento en un comedor de invierno lleno de cueros y poltronas de terciopelo, por lo que hay cabida para todos los gustos. Y además, amor al arte porque variadas obras salpican los espacios, destacando entre ellas varias del siempre brillante (en ambos sentidos de la palabra) Richard Hudson.

Antes -y después- de la cena, buenos cócteles en el bar de moda y muchos de ellos creación de la casa como el Boho, a base de ron y piña ahumada y asada y repleto de hielo pilé. Y algo que parece una tontería pero no lo es, unas buenísimas aceitunas aliñadas como acompañamiento. Empezamos, ya en la mesa, con una potente y perfecta croqueta de carabineros con su tartar. Todo está bien: un exterior dorado y muy crujiente, un relleno muy cremoso y untuoso y un sabor muy potente. El añadido del tartar aporta otra textura más blanda y suave que va muy bien. Me ha gustado mucho

También la ostra, lo cual es un milagro porque todo el mundo que me siga por aquí o en Instagram, sabe que odio tanto su textura viscosa y húmeda como ese sabor acre que es como una patada en el paladar. Sin embargo, yo soy el que se equivoca porque a todo el mundo le encantan y además son ingrediente estrella de la cocina moderna. Felizmente pueden llegar a gustarme en cuanto me las camuflan un poco y así ocurre con estas que se bañan en un estupendo y punzante ceviche de mango y chile. El dulzor del mango, la acidez de la lima y el picante del chile rebajan el sabor del molusco y el líquido ceviche le cambia la textura. Sin embargo, sigue siendo una ostra por lo que puede gustar tanto a los que a las aman como a los de mi bando también.

También ha ayudado el original cóctel con el que la combinan: una estupenda y extraña mezcla de amontillado, ginger beer y flor se saúco. Refrescante, burbujeante y cosquilleante de jengibre.

Todo me estaba gustando pero me ha encantado por su originalidad y frescura, la muy diferente sopa de maíz con mojo de aguacate y verduras encurtidas. Muy bonita de colores y una gran mezcla de sabores, desde el dulzor del maíz, al avinagrado de los encurtidos, pasando por los toques ahumados que lo impregnan todo. Las verduras muy crujientes son el complemento perfecto de la aterciopelada crema.

Dentro del mismo estilo está el carpaccio de pulpo con salmorejo de pepino y cilantro, también partícipe de los aromas ahumados contrastando con verduras fuertes y muy sabrosas. Un salmorejo tan rico y original que bien se puede servir solo, sustituyendo al tan manido tradicional, que me encanta, pero que es ya un plato fetiche de todas partes como la carrillera o las croquetas.

Creo que el éxito de Diego del Río es hacer platos fáciles en apariencia y tradicionales en sustancia, pero llenos de guiños elegantes y diferentes que los alejan de lo convencional sin asustar a los tradicionalistas. Ejemplo claro es un académico steak tartar, pero que completa con yema curada al oloroso y pan de centeno y pasas. Igual pero distinto y con la aromática suavidad añadida de la yema que además lo abrillanta enormemente dejando el plato mucho más bonito. Lo acompaña de unas excelsas patatas fritas, de Sanlúcar, nos dice. No entiendo tanto de procedencia de las patatas pero estas eran perfectas. Me da siempre corte hacer panegíricos de las patatas en grandes restaurantes pero cuando son buenas son tan loables -o más, hoy en día- como una esferificación, que ya las hacen hasta los infantes de Máster Chef. Estas (las patatas) eran inolvidables.

La mayoría de los pescados tienen el problema de su sutileza. Si se mezclan mucho pierden el sabor y si apenas se tocan, para mantenerlo, resulta una sosería de plato. Imagino que por eso está tan de moda el atún que lo aguanta todo. Justo lo contrario de la delicada merluza. Del Río la trata sabiamente porque está cocinada en su punto justo, sin nada y sólo acompañada por unos picantes y bien confitados tomates arrabiata y un poco de espuma de albahaca. Parece una pasta italiana en la que las verduras realzan, sin ocultar lo más mínimo, el estupendo pescado.

Acabamos con una muy jugosa presa ibérica perfectamente rosada. Como en casi todos los platos, no se mezcla con nada sino que simplemente se acompaña de un estupendo mole poblano que se envuelve en un aro de yogur griego que lo aligera mucho y es más original que la simple nata usada en México. Para endulzar, chutney de nectarina y unos pedacitos de cacahuete para trocar cremosos por crujientes.

Muy bien también los postres. El lemon pie es una estupenda mezcla de merengue tostado que envuelve una buena crema de lima y limón, pedacitos de gelatina de limón, crumble de cacahuetes y también garrapiñados y un súper fresco sorbete de yerbabuena. Muchos sabores y variadas texturas para una estupenda combinación que me han recordado mucho las de Eleven en Lisboa.

Y como creo obligatorio en toda buena comida, terminamos con chocolate. Una densa y deliciosa ganache mezclada con crema y pedacitos de avellanas con helado de Amaretto. Ese contrapunto de almendras amargas del Anaretto me flipó -me modernizo…- porque redondean a la perfección.

Experimentado todo esto parece que Diego del Río riza el rizo, haciéndolo muy bien en esa triple condición de restaurante de moda para ver y ser visto, restaurante de hotel para todos los gustos y, sobre todo, lugar para comer muy bien, tanto que estaría entre los cuatro o cinco mejores de esta ciudad donde cada vez se come mejor. Y aun está empezando por lo que se puede ir mucho más arriba. A ello contribuye enormemente la elegante y sabia dirección de Antonio Ramírez que, además de manejar un servicio muy atento y eficaz, ha elaborado una escueta pero excelente carta de vinos. En resumen, estén o no en Marbella, no deberían perdérselo.

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Clos

Muchas son las cosas que me gustan de Clos. Es un restaurante clásico modernizado y hermano pequeño de Skina, en la actualidad el mejor de Marbella. Y digo pequeño porque “solo” tiene una estrella Michelin frente a las dos de aquel; también porque es más reciente. Me gusta su elegancia discreta -¿acaso hay otra?- y que prime la carta sobre el menú degustación, aunque también lo tenga. Como es de precio fijo, se ofrecen dos platos y postre, además de dos aperitivos de la casa, pero pudiendo escoger entre varias opciones de cada uno.

La carta también mantiene muchos platos aunque incluye otros más de temporada. Esto podría parecer un error, pero no lo es porque cuantas veces, en muchos restaurantes, nos acordamos de un plato que nos encantaba pero no podremos volver a repetir por causa de su loable pero también exagerada renovación. Me gusta poder repetir y me gusta poder escoger. Parecen cosas obvias pero cada vez son más excepcionales en los restaurantes de vanguardia.

Ahora el menú comienza con un consomé de pez mantequilla y crema de tomillo. Parece un café con nata pero no sorprende solo el aspecto porque, siendo el sabor a pescado, comparte la misma base, intensa y profunda, de los de carne, más infrecuente en los caldos de pescado. Mucho fondo y mucha cebolla, hasta tiene un aire a caza, al cual no es ajeno el tomillo.

Como segundo aperitivo las gambas al ajillo a su manera. Una buena gamba sobre un original merengue de ajo -que recuerda al popular pan de gambas chino- y, en vez de guindilla, algo de chile y también ito toragashi

Tenían para empezar uno mis productos favoritos y que estaba temiendo haberme perdido por culpa del confinamiento, pero se ve que están durando. Hablo de los guisantes lagrima y estaban perfectos. Tan diminutos, aromáticos y tiernos que se dejan crudos y apenas se bañan con una estupenda infusión de gazpacho (tomate básicamente) y algunas flores. ¿Para que más?

Tampoco creía que quedaran espárragos con estos calores, pero también había. En este caso se pasan levemente por la plancha, pero muy poco, y así se mantienen muy crujientes. Para añadir sabor, una intensa pero también muy vegetal crema de porrusalda que les acompaña perfectamente sin restarles un ápice de sabor.

Uno de los clásicos que siempre está es el carabinero con salsa de sus corazas. Es otra prueba de que menos es más porque el marisco es excelente y no lleva más, que una untuosa y potente salsa hecha con sus “corazas”, y bastantes cosas más, hasta conseguir una textura brillante y un sabor intenso. Además, unos puntitos de fresca crema de aguacate y la cabeza, abierta y en plato aparte. Un gran crustáceo y un buen cocinado.

La merluza de pincho con pil pil y espinacas es una suave preparación en la que la espinaca parece un crujiente abanico. Además del suave pil pil un poco de jugo de perejil. Una buena manera de respetar la finura del pescado sin dejarlo simplemente a la brasa o al horno.

También el solomillo de ternera, miel, mostaza y eucalipto participa de esa filosofía de primar un excelente producto sobre el afán de lucimiento o las complicaciones excesivas. La carne es excelente y el punto el más adecuado. Tierna, jugosa y muy sabrosa, se acompaña de una buena salsa con un punto de dulzor sobre el picante de la mostaza, que se coloca a su alrededor. Como guarnición ideal y de siempre, unas encantadoras cebollitas francesas glaseadas y setas. Ni más ni menos.

No me gustan mucho las natillas, lo reconozco, pero estás llamadas natillas madrileñas son otra cosa y me encantan. Sencillamente me parecen la mejor versión de estas que he tomado. Y ello es porque son mucho más cremosas y etéreas, gracias a una mayor presencia de lácteos y a su paso por el sifón, lo que hace de ellas una espuma densa y muy untuosa y de suave caramelizado. Y la adición de un punzante helado de fruta de la pasión les queda muy bien y equilibra tanto dulzor.

También me gusta la pera confitada con muchas otras cosas que se sirven en pequeñas porciones, para poder mezclarlo todo: helado de miel de Amaretto, estupendo mazapán y una buena tarta de queso. Mucho dulce y fruta dulcificada en un agradable postre.

Y pensé que aquí se acababa todo, pero faltaba lo mejor. Privilegios de clientes blogueros, porque gracias a Instagram ya todo el mundo sabe que me muero por un buen suflé y que me paso el tiempo lamentando que haya desaparecido de todas las cartas (como el hojaldre o el faisán, pongo por caso). Por eso alabé mucho en su día el estupendo suflé de mango de Skina, porque no había probado el de chocolate que ahora este restaurante incluye en su elegantísimo y único servicio a domicilio en Marbella (camarero, cocinero, flores, vajillas, cristalería, menú degustación y vinos por 150€ persona). Y esa fue la sorpresa que se nos anunció. Un perfecto suflé de chocolate muy negro, al estilo Ducasse y que, con el de este, está ya entre los mejores que he probado. Es intenso, dulce y amargo a la vez, perfecto de punto (qué difícil), muy esponjoso por fuera y levemente más cremoso -pero sin perder la esponjosidad- en su interior. Soberbio.

Ya les dije al principio -y se lo he ido ampliando después- por qué me gusta Clos, pero no me importa volver a decir que hay que fomentar la comida a la carta, la elegancia discreta y muchos de los mejores valores de los restaurantes clásicos, perdidos en los de vanguardia. Aquí no hay que enfrentarse a apasionantes retos intelectuales pero sí al discreto y elegante encanto de lo clásicamente armonioso.

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