Conocí Atrio hace más de veinte años y, aunque estaba en la parte menos bella y caballeresca de Cáceres, me atrapó su elegancia y esa intensa cocina con raíces de Toño Pérez. Porque Atrio es sumamente cosmopolita, pero esencialmente extremeño, en versión picassiana.
Como si hicieran recetas de la tierra, pero convirtiéndolas en cocina de autor. Y la comparación artística es pertinente porque al innato sentido de la elegancia de Toño y José, quien se encabeza de todo lo demás, se une un amor al arte admirable y una gran colección que hace de Atrio una suerte de pequeño centro de arte contemporáneo. Estamos ante mucho más que un restaurante. Aquí se respira arte y cultura. Todo es obra de Mansilla y Tuñón, que les hicieron una bellísima caja de cristal y hormigón blanco que parece de nata y plata.

Los aperitivos ya abruman con sus sabores y saberes. El cristal de patata relleno de queso de cabra es técnica, belleza y sabor. Empiezan pues con los pilares de la casa. También una galleta de cereales y lino con tapenade súper sabrosa y una tierna lionesa con crema de panceta ahumada.

Como todos los platos llevan algo de cerdo, espléndido homenaje a la tierra, llega la serie “el cochinito se va a la playa”: un soberbio morteruelo de caldo de jamón gelificado y frutos de mar, bombón de ventresca de atún y manteca colorá ennoblecida con caviar, una bella mariposa de tapioca, salmón y cochinito y unas potentes gambas al ajillo con adobo de chorizo. Y desde ya, descubiertos ante esta sabia intromisión del cerdo en todo.


Cuando “el cochinito se va a merendar a la dehesa”, lo hace con un paté en croute de muchas partes del cerdo y abierto por arriba para recubrirlo de dulces y suaves higos en una de las mejores versiones que he probado y que lleva hasta la base de la masa pintada. Para el recuerdo.


Además se sirve con sopa “jamonesa” (jamón, mahonesa y tomate), crujiente de trigo con salchichón y emulsión de pimienta y un tartar de lomo doblado, un embutido muy local que me vuelve loco. En resumen, las chacinas de la tierra elevadas al cielo.

Ya en esas alturas, casi no sorprende una sopa sólida envuelta en una empanadilla de manteca y taro (una patata con algo de trufa) con el toque mágico de los cominos. La sensación de envolver el paladar y el olfato es embriagadora.

El porco tonnato es el vitello hecho extremeño y durante muchas muchas horas. Junto a él alcaparras fritas, pimienta fresca y una elegante salsa espumosa de atún y anchoas. La mejor versión.

Otro plato que se apodera de paladar y olfato es el bollo frito de tinta relleno de un gran guiso de calamares y con salsa de calamares en su tinta. La quintaesencia del plato de siempre.

Poner torreznos con vieiras marinadas en cítricos es una gloriosa locura. Los blandos delicados de unas y los crujientes agrestes de los otros, se aman. Unificarlo con un aromático suero de cebolletas es llegar a la loca perfección.

Y el “cochinito se enamora del caviar” y se convierte en flan porque hacer la papada durante casi setenta horas consigue esa cremosa consistencia. El caviar lo hace marino y una salsa que quiere ser gelatina del propio jugo de la papada, aún más campestre. Un gran y “sencillo” plato de singular elegancia.

Y del mar un bogavante que tiene toques cárnicos gracias a un glaseado del colágeno del cerdo, que aquí, cariñosamente siempre llaman cochinito. Además uno chips de garbanzos, Asia en curry verde y lemon gras y el gran acierto del poleo, una hierba poco usada y todo perfume al jardín de un palacio encantado. Lo digo en serio.

Y antes de que el cochinito se ponga goloso, quedan dos grandes platos, uno de ellos el más clásico de la casa, una creación pionera de hace 30 años: careta de cerdo con una suculenta cigala confitada y un soberbio jugo de ave con foie.

Y aún queda una presa en salmuera cocinada lentamente durante catorce horas y que se refresca con ensalada de remolacha con vinagreta de lo mismo. Y junto a ellas, un potente y tierno bombón de paté de cerdo. Espectacular.



Y el “cochinito se pone goloso” empieza casi en salado con jamón y queso, una preciosa audacia de torta del Casar, helado de manzana, dulce de membrillo, bizcocho de té matcha, jugo de manzana, lemon gras y lima, infusionado en hierbabuena y hasta unos pedacitos de jamón que dan un discreto, pero perfecto, contrapunto salado.

La fresca ganache de yuzu tiene aire de yogur y se remata con crujientes de cochino y merengue de hinojo, un contraste colosal.

Y, como debe ser, como siempre fue, se acaba con chocolate y café y en este postre, lleno de preparaciones y matices, la manteca de cacao es de cerdo, lo que aporta toques ahumados y excelentes.

Hay aún una maravillosa sesión de mignardises en el bar y de ellas destacar una perfecta cereza que es lo que parece pero perfeccionado con chocolate.
No hay nada en este restaurante y en esta comida que no sea perfecto. Como en las grandes obras y en los ritos antiguos, Toño y José llevan decenios trabajando, pensando y perfeccionado una obra asombrosa que es pura sensibilidad, cultura, tradición y vida, la suya que comparten con los demás en forma de comida y alimento para el recuerdo.























































































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