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Quintonil, ¿el mejor restaurante de México?

Ya les había hablado de Quintonil, de Jorge Vallejo, y lo hice con mucho entusiasmo. En La mano verde de Quintonil ya le auguraba grandes éxitos y me alegro de que así haya sido. Este año se ha clasificado como el sexto mejor restaurante de Iberoamérica en la lista de los 50 Best a solo un lugar del hasta hoy mejor restaurante de México, el Pujol de su maestro Enrique Olvera, el gran renovador de la cocina mexicana. Sin embargo, en la lista de los 50 Best del mundo le supera con mucho al ser considerado el 12° de todo el planeta, mientras a Pujol le otorgan el número 25°… ¡Cosas de las listas!

No he estado recientemente en Pujol pero después de la última visita a Quintonil, me parece que le gana en frescura, delicadeza y modernidad, aunque puede que le falte un punto de refinamiento en las instalaciones y el servicio, si bien es cierto que estas son carenccias muy comunes en los establecimientos mexicanos, en los que sobra la calidad pero también familiaridad. 

En esta ocasión no hubo menú sino que pedimos a la carta. Gran bendición esta de no depender siempre de la rigidez del menú degustación. Mientras se espera, llegan a la mesa dos cuencos, uno de frijoles refritos (lo que para nosotros sería un espeso puré de alubias rojascon hoja santa y otro con una deliciosa y levemente picante salsa tatemada. Los acompañan unas buenas tortillas para con todo prepararse unos buenos y sencillos tacos

Como aperitivo, un refrescante y asombroso ceviche de mango con salicornia que se realiza a base de polvo helado nitrogenado.  La textura es perfecta y los fuertes sabores del cilantro y la lima sobresalientes. 

He repetido los huazontles, una deliciosa hierba mexicana que se presenta en varias texturas. El plato es el mismo que ya había comido y se adereza con queso curado de Chiapas, quinua y sofrito de jitomate (nuestro tomate). El acierto es que el huazontle se toma generalmente capeado (rebozado) lo que le hace bastante grasiento, así que en esta preparación se priman las partes de crema y rallado y el rebozo es más bien un adorno aunque si hubiera aún menos, tampoco pasaría nada…

Con la tostada de salpicón de cangrejo moro volvemos al frescor. La tostada es el otro gran bocado mexicano junto al taco. Aquí, como su nombre indica, la tortilla esta crujiente. La nuestra, que está recubierta de rábano, cebolla, polvo de cebolla y mayonesa de chile habanero, esconde un delicioso picadillo de cangrejo bañado en jugo de lima. Mezclado sobre esa tostada, levemente picante por causa de la mayonesa, resulta un plato de marisco excitante, lleno de sabores picantes y cítricos. 

Había visto una foto de las flores de camarón de Campeche con vegetales de las chinampas y chile de agua y me pareció una composición tan bella que se la describí al camarero para asegurarme. La belleza está en la foto, pero la delicia gustativa la tengo que describir yo. La delicadeza de las flores de calabacín ocultan el marisco y para comerlas se untan en esos puntitos de colores que no son otras cosas que deliciosas salsas: mayonesa de camarón, puré de chile de agua y coliflor rostizada.

Nos regalan después, para aumentar en sabor a mar un vasito de chilpachole, un caldo de camarón espesado con maíz, típico de Veracruz que podía ser uno de esos delicioso caldos de pescado del Maditerráneo, llenos de sabor y fuerte aroma. Habitualmente se hace con jaibas pero Vallejo lo enriquece con camarones

Los platos fuertes de la cocina mexicana son fundamentalmente de carne. Hay algunos de pescado pero esta culinaria -salvo en Veracruz- es básicamente carnófila. El diezmillo de waygu es tierno y jugoso y la salsa prodigiosa, a base de pulque de maíz y reducción de chiles secos. Se acompaña a la perfección de un sedoso puré de maíz y huitlacoche que completa alguno de los ingredientes de la salsa. 

El guajolote (pavo) es uno de los ingredientes favoritos de la cocina mexicana. No en vano se hace con él el que yo considero gran plato nacional y uno de los grandes del mundo, el mole. Este de Quintonil se cocina con otra densa y parecida salsa, el recado negro perfumado en cascarilla de cacao. Los vegetales fermentados y las cebollas confitadas son un festival verde compuesto de zanahorias, cebolla, claro, salsifí a la mantequilla puré colinabo.

Los postres en la cocina mexicana no me parecen gran cosa pero Vallejo, con su formación cosmopolita, tiene buenas recetas como el flan de queso bola de Ocosingo, nieve de apionabo, nips de cacao garrapiñados y tejas de almendra tostadas. Lo mejor, la cremosodad de ese buen flan de queso en contraste con la costra acaramelada que lo recubre. La audacia elegante, el helado de apionabo

Las manzanas caramelizadas con regaliz, el otro postre que probé, no es una maravilla pero resulta agradable, especialmente por el polvo de dulce de leche y un helado de mazapán que combina muy bien con el resto de los sabores. Quizá le falta fuerza pero, también quizá, no todo en la cocina de Vallejo puede ser tan intenso. 

Sería muy arriesgado decir que, siendo tan joven, Quintonil es ya el mejor restaurante de México pero no lo es afirmar que, al menos, es el segundo mejor y uno de los más deslumbrantes de Latinoamérica. Creatividad, color, novedad, sabores apasionantes y una enorme fuerza, así lo atestiguan. Si están en la capital azteca o pasan por ella, ¡no se lo pierdan!

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Estrella a la vista

Hacia algunos años que el hotel Urban no contaba con un buen restaurante. Situado junto al congreso de los Diputados se halla en una de las calles más elegantes y monumentales de Madrid, la que antaño comunicaba el Salón del Prado y Palacio a través de la Puerta del Sol. Hoy es una arteria poblada de turistas, políticos, periodistas y, muchas veces, manifestantes. Los edificios señoriales siguen siendo el elegante y silencioso decorado de tanto bullicio. 

Junto a uno de los más bellos, en otro tiempo sede del Banco Exterior de España, todo sillares de granito e imponentes puertas de bronce, se alza este Urban, un lujoso hotel de decoración moderna que cuenta con una de las más bellas azoteas de Madrid y, lo que es más notable, con una imponente colección de arte africano. 

Y como todo buen hotel necesita un buen restaurante, han tenido la feliz idea de sacar a Yeyo Morales de Ramsés y darle el espacio y la libertad que necesitaba para desarrollar su cocina. Me alegro de haber intuido su talento cuando, única vez, hablé bien de Ramsés en Oro falso, cocina real. Ahora empieza a desplegar su gran cocina en este nuevo restaurante  que ocupa el espacio del antiguo  Europa Decó, despojado ahora de animal print, cuero y horteradas varias. En el nuevo comedor destaca el blanco de los impolutos manteles y el rayado de las paredes de ébano, conservando tan solo del «esplendor» pasado una gran pared de teselas doradas ante la que se elaboran las entradas. 

Sin embargo la llegada asusta un poco porque los aperitivos se sirven en un bar que conserva los lacados en negro y unas horripilantes pilastras doradas. 

Será la influencia del espacio porque lo más flojo de este gran almuerzo -lo adelanto ya- son los aperitivos. La presentación, todos juntos y en una bandeja plateada que pasan varias veces, tampoco es acertada. La ensalada de melón, pepino y hoja de ostra es agradable, el Marshmellow seco, al igual que el plum cake de butifarra, pero excelente la almeja envuelta en gelatina de vermú y la piel pollo en pepitoria, crujiente y llena de minúsculos puntitos de salsa. 

El menú degustación, servido ya en la enorme y confortable mesa, comienza con el calçot, un buñuelo japonés con crema de calçot a la brasa, salsa romescu y una leve crema que se hace con la parte verde del calçot. El buñuelo estalla en la boca inundándola de sabor. 

El bacalao es una empanadilla con pimiento, tomate y cebolla acompañada de una sabrosa crema de aceituna negra. El plato es líquido, o sea una base de cristal rellena de agua, de un efecto excelente. Ya nos hemos dado cuenta de dos cosas: esta cocina tiene sabores tan potentes que no es para melindrosos y el cuidado de la estética en todos los detalles es sobresaliente. 

La quisquilla se compone de tataki de quisquilla (me pareció más un tartar pero estando tan bueno, que más da), gel de sus huevas (por eso es azul) y un aire limón asado refrescante y resistente; porque no se cae. El plato se rellena de arena de la  Costa Brava y la ejecución impecable del marisco nos recuerda al gran maestro de Yeyo, Paco Pérez, el chef del Miramar de Llançá y uno de los grandes de los mariscos y los arroces. 

Callos: una muy delicada y quebradiza tortilla de garbanzos con emulsión garbanzos y un inofensivo chile rojo esconde una sorprendente croqueta de callos, liquida por dentro y crujiente por fuera y que es un estallido de callos a la madrileña.

Hasta ahora ningún plato había salido de la cocina porque todos se preparan en la sala. Tras la croqueta llegan originales panes de churros y negro de cereales con albaricoque y un buen blanco de hogaza. Y con ellos aparece un excelente chipirón,  hervida la cabeza y a la andaluza (fritas) las patas, un contraste perfecto alegrado con salsa de calamar al wok, un  alioli suave y espuma de codium, una deliciosa alga. 

El caviar es un plato sorprendente. Sobre una sopa gelificada de tomillo y un aire de tomillo, que esconde taquitos de pollo ahumado, se coloca el caviar. Los toques de sabor de la crema agria y de estética de los pétalos de begonia realzan una mezcla sorprendente y deliciosa. 

El espárrago es otro plato de gran complejidad e inventiva compuesto, como no podía ser menos, de espárragos blancos y verdes, además de boletus, yema de huevo esferificada, caldo de carne, remolacha, bimi, brotes de soja y trufa negra. Lo que sorprende es cómo todos y cada uno de los sabores se potencian entre ellos y se reconocen a la perfección sin que ninguno impere sobre los demás. 

Boquerón: muchas texturas y preparaciones audaces (boquerón marinado, espina frita y hasta helado de boquerón en vinagre) de este pescado barato y poco usado en la alta cocina. Por si fuera poco tanto riesgo se baña en  garum, la salsa favorita de los romanos, uniéndose a una excelente aceituna esferificada, mezcla que recuerda los aperitivos más castizos. 

La sabiduría marisquera se vuelve a poner de manifiesto en la gamba roja: se prepara en dos cocciones y la cabeza se deja casi tal cual para mantener todos sus jugos. El toque vegetal está en una suave y rosada espuma de  fricandó y en un crujiente chip de alcachofa. Ambos realzan la maravillosa gamba roja de Palamós. 

Ya había dicho que el maestro de Yeyo es un consumado arrocero. Su buen aprendizaje se demuestra en el conejo que es en realidad un delicioso arroz de fuerte sabor a campo (el romero no es poca ayuda) con una picada suntuosa, en la que destacan el azafrán, los ajos y las avellanas. Sobre tan delicioso arroz un sutil carpaccio de conejo. 

Las cocochas surgen de una marmita negra, con tapa y asa, que parece la de las brujas amigas de Macbeth. Son de merluza y se bañan en caldo de cocido madrileño (¿más riesgo, alguien da más?) y se engalanan con zanahoria en varias texturas. Provocador y excelente. 

El jarrete (de waygu) se asa durante 24 horas a baja temperatura. El envoltorio de tendón aliñado y salsa de tuétano resulta algo graso, pero deja de serlo tanto cuando se mezcla con la berenjena a la llama sobre la que se coloca. La verdura da frescor al plato y retira los excesos. 

Afrancesarnos para siempre y empezar los postres con queso me parece una excelente idea, un gran tránsito de lo salado a lo más dulce. Aquí se hace pero de modo más elaborado. Queso es una piel de leche que recubre un queso líquido que inunda la boca y se endulza con los sutiles toques de un pedacito de membrillo, miel de trufa confitura de cereza. El resultado es bueno y el sabor y aroma de la trufa sumamente agradable. 

Fresa es un crujir de pétalos de rosa (el recipiente se rellana de aterciopeladas hojas de rosa) con nata y fresas que es una vuelta a aquellas tartas de toda la vida, pero con texturas y proporciones totalmente diferentes.  

Boqueria es un homenaje a las frutas tropicales y al mercado que en más variedad las vende en Barcelona. Una sinfonía de frutas tropicales: espuma de plátano, esferificaciones de lichis, ravioli de mango, lulo, kiwi y helado de naranja sanguina, una verdadera orgía de sabores frutales con el resultado más leve y refrescante. 

Lo más dulce llega con la Ratifia un original dulce  compuesto por una mousse de ese licor de hierbas que le da nombre, helado de cacao, crema espumosa de chocolate y hasta un falso merengue de haba tonka. Original como casi todo lo anterior y muy bueno. 

Es curioso que el principio y el final, cosas que casi no forman parte de la comida sea lo que menos me haya gustado. Del convento son los dulces que se sirven con el café: praline de almendra, macarron de costrada, rosquillas listas liquidas todo de buena factura pero dulzón hasta lo empalagoso.

Cebo, ya lo habrán notado, me ha gustado y mucho. Es difícil predecir el futuro, especialmente cuando se está al comienzo del comienzo, porque un restaurante, como una vida acabada de alumbrar es algo frágil y quebradizo que depende de cocina, servicio, profesionalidad, amabilidad, variedad, elegancia, eficacia, gestión y mil detalles más. Por eso, habrá que esperar un poco más observando la evolución de Cebo pero, sea como fuere, desde ya les digo -y lo digo pocas veces- que no se lo pierdan y que ¡ha nacido una estrella !

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La familia y uno más 

La omnipresente moda de los emprendedores llega hasta aquí. Quizá la moda sea solo por el nombre porque un emprendedor no es más que un empresario, alguien que emprende, arriesga e innova. Quizá por la desconfianza latina en estos pioneros hayamos tenido que cambiarles el nombre. O quizá sea por esta manía reciente de la neolengua de Orwell, o sea de no llamar a nada por su nombre: desprivatizar por expropiar, ciudadanía en lugar de ciudadanos, esférico en vez de pelota o balón, etc

El mundo de la cocina está lleno de emprendedores, probablemente más, porque ya no hay ningún cocinero que no sepa de las dificultades e incomprensiones de contar con un socio capitalista con mando en plaza. Por eso, los Roca esperaron a ahorrar unos millones antes de reformar completamente su restaurante o David Muñoz (entonces aún no se llamaba Dabiz Muñoz) se instaló en un primer local indescriptible empeñándose hasta las cejas.

Javier Aranda ya tenía La Cabraun gran y bonito local lleno de espacios diferentes y en el que servía su cocina más compleja y creativa junto a otra más informal. A esta parte, demasiado humildemente, la llaman tapería a pesar de no servir tapas y ser de un refinamiento y calidad muy superiores a la media. A la media de los buenos, claro está. Con estos mimbres se construyó una buena reputación que le valió conseguir una estrella Michelin bastante antes de los treinta. Pero como al emprendedor solo le basta emprender, se ha embarcado en un nuevo y aún más ambicioso proyecto, Gaytán. Eso sí, manteniendo el anterior. 

La propuesta es novedosa en Madrid al tratarse de un espacio diáfano -decorado tan solo por enormes columnas escultóricas y una festiva y colorida instalación de verduras multicolores- presidido en el centro por una gran y brillante cocina. Parece un altar alrededor del cual colocar a unos fieles que se distribuyen en mesas de sólida madera con forma de riñón y situadas alrededor de esa cocina escenario. Solución divertida pero arriesgada, porque obliga a olvidar almuerzos de negocios o cenas románticas. Claro que la gastronomía espectáculo aguanta eso y mucho más. 

La cocina que se ve no es la única, por supuesto, pero es en ella en la  que se elaboran algunos platos y se rematan otros, permitiendo que observemos la maestría de Javier y la pericia de sus ayudantes, sea con un wok que parece la espada flamígera de un arcángel o con un pequeño sifón transformado en varita mágica. Para el resto ha sido lampedusiano por lo que lo ha cambiado todo (el menú y la decoración) para que todo siga igual (la calidad, la creatividad y el servicio). 

Lo primero que llega a la mesa es una delicada miniatura: hamburguesa de ternera, un buen bocado que sabe a tradición renovada porque el pan es merengue de tomate, crujiente y sabroso, el filete está crudo y los aliños son más aromáticos. 

El taco de caballa a la llama y jalapeño mezcla los crujires de un taco, que los mexicanos llamarían tostada, con un pescado maravillosamente temperado y con las alegrías de un suave picante que se completa con pequeños trozos de aceituna gordal y un buen caldo de lo mismo. 

Sin embargo, la mayor audacia llega con el plátano y chorizo de montaña que agrega a esta de por sí arriesgada mezcla los toques cítricos del yuzu. Y además, queda muy bien. Un bocado delicioso y nada convencional. 

El buñuelo de panceta juega con los recuerdos de un buñuelo de chocolate aunque no lo es. El panecillo de trigo al vapor se rellena de panceta y se rocía, y este el culmen del plato, con una salsa densa y golosa con algo de dulce. Como se come con la mano, pedí una cucharilla, porque tanto sabor era de aprovechar. 

Lástima que el arrojo naufragara en pasión y bacon, un bocado demasiado graso y empalagoso, porque el sabor del bombón de fruta se baña en una espesísima reducción de bacon solo apta para los muy amantes de las grasas duras. 

Tampoco la ensalada de quisquillas y berberechos está entre las grandes recetas de Aranda. Conceptualmente nada que objetar, además el plato es vistoso y la espuma de limón lo remata bien, pero los sabores carecen de equilibrio y la textura de la pasta no es la más agradable. 

Y hasta aquí las objeciones porque las tripas de bacalao es un plato sobresaliente y por eso hasta les hice un vídeo gastronómicomusical. Se trata de una especie de pilpil revisitado al que se añade un golpe de aceite para que tome un cierto aire de fritura. La gelatinosidad de las tripas se mezcla con sopa y crujiente de tripas, cebolla holandesa crepitante y unos filamentos de ito togarashi. ¿Como se quedan?. Todo el plato es una explosión de sabores excitantes e intensos. ​​​


Del risotto de celeri también me gustó todo. Escondido bajo una piel de leche es en realidad un falso risotto de colinabo sumamente suave y además muy aromático gracias a las deliciosas trufas de verano. 

El salmonete y azafrán es un gran plato de pescado, sobre todo  por el punto del salmonete que se hace al wok, pero no a la oriental, sin que las llamas toquen el pescado, sino a la peruana, exponiéndolo a las llamas, lo que permite un sellado perfecto que mantiene un interior jugoso y poco hecho. Es un acierto combinarlo con leves toques de aire de naranja, crema de azafrán y colinabo porque no le restan un ápice de sabor sino que lo realzan. 

También goza de un punto certero el ciervo y remolacha. La carne está jugosa y sobre todo tierna, cosa que no siempre sucede con estas piezas de caza. Se acompaña además de con la remolacha de un chispeante tomate de árbol, de cacao y ruibarbo

Para hacer un buen menú degustación, no sólo vale trufarlo de buenos platos. El equilibrio entre ellos y un cierto sentido de conjunto es fundamental. Por eso, optar por el frescor después de este festival de sabores intensos es un acierto. La piña, anís y melocotón es una composición fresquísima y llena de frutas sabrosas, que se enriquece con apio y algo de chile,  en un juego de texturas y contrastes sumamente logrado. 

El gazpacho de fresa y frutos rojos cumple la misma función pero esta vez con los más intensos sabores de los frutos rojos mezclados con granizado de malvas y aire de pimiento rosa que además, nos devuelven al bosque, a la caza y al plato del ciervo


Javier Aranda ha vuelto a arriesgar porque junto a este Gaytán mantiene La Cabra intacta y con sus dos propuestas, pero de seguir así habrá ganado. Además, tras una efímera pero poderosa fascinación por Oriente, ha recuperado sus más intensos sabores, perfeccionando su gran cocina manchega pasada por la vanguardia y trufada con técnicas y sabores de todo el mundo. Así que vengan a Gaytán -donde este menú cuesta 70€- y no pierdan de vista a Javier Aranda que, a fuerza de tesón, humildad y creatividad está lleno de futuro. 

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Coque o la madrileñidad

   

 Todas las personas tienen un pasado. Mario Sandoval también. Casi sucumbe a los mefíticos -nunca mejor dicho- olores de La Cocina del infierno, un programa más que olvidable. Sin embargo, esta fallida experiencia lo alejó de la espuma de la fama y con tesón, esfuerzo y creatividad renovados se ha convertido en uno de los grandes cocineros españoles y de entre ellos, en el único verdaderamente madrileño, porque los demás parten de raíces de otras regiones o de planteamientos más internacionales. Solo así se explica que, estando dónde está  su restaurante y siendo como es, haya conseguido ya las dos estrellas Michelin, tres soles de Repsol y toda clase de honores. Porque estar, está en una apartado pueblecito de trabajadores –Humanes- en el que pollos multicolores que fríen churros nos observan desde las persianas metálicas, los establecimientos se llaman Tropicana o Suministros Hormigo y tanto las calles como las diminutas tiendas parecen eternamente despobladas. Será porque aquí solo se viene en horas de comida y exclusivamente para comer en este estupendo restaurante, Coque.  

 Y ser, es bastante feo, una obra que Ignacio García Vinuesa debió concebir en algún acceso febril o bajo alucinaciones discotequeras en el Golfo Pérsico. La intervención se hizo sobre el antiguo mesón de los padres y abuelos Sandoval, porque estos hermanos, como los Roca, se han mantenido apegados al negocio familiar. De él se conservan unos espléndidos hornos que, con la luminosa cocina, son los más bonito. El resto, una amalgama de materiales caros, lámparas descomunales que dan poca luz, sillones que torturan al comensal y diversos efectos especiales francamente desconcertantes.  

 Lo demás todo excelente, en especial una puesta en escena que comienza en una lóbrega bodega en la que el suelo de cristal se convierte en reluciente escaparate de grandes vinos, aunque no tanto como los Chateau Latour y Mouton Rothschild de luminosas etiquetas que presumen desde sus anaqueles.  

    

  

 Junto a tan ilustre aristocracia vinícola nos ofrecen un dulce y refrescante cóctel de la casa que acompaña bien a una uva ácida Sauvignon Blanc, que es un delicioso bombón líquido

 o a un llamado bocado aireado de polifenol con queso azul macerado en vino. La tartaleta, llena de sabores fuertes, es mucho más sensata que el nombre y mezcla texturas y sabores admirablemente, si bien la presencia de cualquier componente del vino está presente como en todo el resto de los aperitivos.  

 El crujiente de touriga nacional es un airoso merengue que estalla en la boca y 

 el corte helado de Pedro Ximénez una especie de postre del aperitivo, no sólo por el helado sino también por su dulzor de vino de sobremesa.  

 Antes, hemos tomado de una extraña estructura plateada, el único bocado que no se sirve en caja de vino, el macarron de Merlot con torta del Casar.  

   
A estas alturas nos trasladan a la cocina y uno ya sabe que esta no es cocina de sabores insípidos o tímidas intenciones, sino de otros más recios y contundentes, por eso es típicamente madrileña o castellana. En la límpida y hermosa estancia recibe el enorme equipo encabezado por el famoso chef, que es sin duda alguna, un seductor nato.  

   
Él nos ofrece el primer gran bocado del almuerzo, una enorme creación a partir de la sencillez de un ajoblanco, sencillo, pero también uno de los mayores platos de la cocina española. La particularidad de este es que es de piñones y se llama, piñón hidrolizado con helado salado y extracto de su aceite. Quiere decir que de un simple piñón extraen agua, aceite, leche y dos tipos de pasta y con todo eso, pero con nada más, se elabora este prodigioso plato.  

   
En la zona de los hornos, para los que usan tres tipos de leña, una campana de cristal esconde, entre humos aromáticos, la lechuga Batavia ahumada y estofado de ternera con polifenoles de vino, un bello huerto que mezcla el frescor de la lechuga tierna con la fuerza de la carne.  

      

 El paso al comedor es duro porque, tras tantos placeres, hay que enfrentarse a su penumbrosa fealdad. Menos mal que pronto resurgen los manjares sandovalianos: un delicioso pan al vapor con guiso de ternera y mostaza picante (otra vez el gran juego de sutileza y potencia) acompañado de un intenso consomé de carne y setas al Armagnac.  

   
Muy bueno el único pan que ofrecen, de aceite y leche de oveja cocido en horno de leña. Que haya tan poca elección se justifica por la gran calidad de este panecillo.  

 La adafina (caldo de legumbres) con humus, chucrut y codorniz guisada es otro plato clásico revisitado en el que se rinde homenaje a las legumbres, alimento básico y delicioso en la dieta manchega. Los sabores son fuertes y antiguos, pero la elaboración impecablemente ligera y moderna.  

 Siguen semillas de verduras asadas y encurtidas con especias de los cinco continentes, una propuesta elegantemente presentada, muy viajera y original, en la que tomates, calabacines y pepinos se mezclan con especias de todo el mundo entre las que destacan el azafrán o el ras el hanout.  

 La trucha en salazón con hierbas amargas, encurtido de coliflor y lombarda anisada es indudablemente sabrosa pero no se entiende muy bien su inclusión en el menú, de no ser para darnos un descanso a base de exceso de simplicidad.  

 Nada que ver con el soberbio escabeche de esturión nazarí vinagre de uva, miso, enebro, mostaza y algas, una recreación simple pero que tiene toda la complejidad de lo clásico, enriquecida por la fusión que provoca toda una explosión de sabores.  

 Algo parecido sucede con la pepitoria  de gallina con huevo escalfado, perretxicos y panceta, receta con la que comienza la más grande exhibición de Mario, cosa natural si tenemos en cuenta que la cocina madrileña es más de carnes, aves y guisos que de otros productos. Esta gallina es suntuosa porque los sabores tradicionales se enriquecen con la maravillosa seta de primavera y un toque de trufa que deslumbra al olfato, tan pronto se abre el coqueto recipiente en que se esconde y que parece una polvera de otro siglo. 

   
  El ravioli meloso de toro bravo y tendones con higos y jugo de cochinita picante es un plato recio como los que se hacían en la meseta en tiempos de penuria y calores de secarral. En esta versión sofisticada pero fiel, se aprecia toda la fuerza del toro combinada con la suavidad de un ravioli lleno de sabor y aromas que se deshace en la boca.  

 Sin embargo, tanta altura parece haber servido tan solo para llegar a la incomparable perfección de la suprema sencillez, un excelso cochinillo que parece seguir aquella máxima de que la cultura es el poso que queda después de olvidar todos los conocimientos. Para llegar a esta expresión tan desnuda había que saberlo todo. La carne es perfecta en su ternura y suavidad, blanca con todos los blancos, y la piel crijiente, dorada y churruscante se ha desprendido formando una campana que la protege. El asado en leña de encima es simplemente perfecto y los acompañamientos de puré de ciruela y melocotón asado bellos vestidos para un cuerpo perfecto. Nunca un cochinillo asado había alcanzado tales cotas de perfección.  

   
El helado de flor de hibisco con esponja de ginebra y helado de frutos rojos es el golpe de frescor que el paladar pedía tras tantas sensaciones fuertes, un descanso para el gusto y la vista porque su bello color y ese retorcimiento salomónico son lo más fuerte de lo suave, lo más intenso de lo sutil porque, no lo olvidemos, esta no es cocina para paladares timoratos.  

 Acabado casi todo se nos acompaña al llamado lounge, más discotequero aún que el resto y adornado con esculturas de hiero alojadas  en hornacinas luminosas e imponentes vídeos de paisajes y platos históricos de Coque.  

 Allí se vuelve a la belleza del blanco por el que se empezó (el ajoblanco y el pan al vapor) y que nos siguió hasta el final en muchos de los recipientes o en las inmaculadas carnes del cochinillo. Todo es blancor en el delicioso e intenso yogur ácido de oveja con arándanos y espuma de trebejo ahumada que se sirve entre humos que sacan fulgores aromáticos de palos de canela en una presentación efectista y espectacular. 

   
  Las texturas de chocolate es un plato que nunca falla porque este maravilloso diamante negro que es el cacao admite muchas combinaciones y presentaciones, yendo de lo más suave a lo más denso, del amargor del negro al dulzor del blanco y presentándose lo mismo crujiente, que espumoso, que helado, que gelatinoso. Mario lo borda en un gran postre que equilibra a la perfección todos sus componentes extrayendo todo lo posible de esa mágica pepita que por algo fue moneda en míticas civilizaciones. 

 Las mignardises llegan como pequeñas gemas en un soporte de plata y más parecen orfebrería que gastronomia. El árbol de plata recuerda al coralino donde los Roca sirven los aperitivos. Y es normal ese recuerdo porque si la de los sublimes Roca es cocina ampurdanesa pura, mejorada por la del mundo entero, la de Sandoval es madrileñismo cosmopolita; pero con una gran diferencia y es que él Ampurdán siempre fue mar y tierra, opulento y toscano, mientras nuestro Madrid era, como alguien lo llamó, un poblachón manchego, sometido a sequías bíblicas y azotado por fríos y calores inacabables, una tierra orgullosa pero pobre y con una alimentacion de pura subsistencia, por lo que hacer de ella alta cocina parece más milagro que esfuerzo. Será por eso que dudo si convertir mi Santísima Trinidad de cocineros madrileños en tetrarquía o dejarla incluso en monarquia, porque Roncero es universal, Freixa catalán y Dabiz Muñoz oriental. Solo Sandoval es madrileñidad

 

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Central y el barroquismo étnico 

  En este mundo en el que los niños prefieren ser cocineros que futbolistas porque es ahí donde detectan la verdadera influencia y un auténtico ascensor social, los chefs han de encontrar su lugar en el mundo para no ser uno más. Así, algunos han optado por el exhibicionismo de técnicas y conocimientos, otros por la bioquímica de la vanguardia más insensata y, cada vez más, por el barroquismo étnico basado en recetas elaboradas con los productos más rebuscados -y en ocasiones, inadecuados- de sus países de origen. Los nórdicos no son ajenos a esta tendencia y los latinoamericanos la abrazan con pasión. 

Ya critiqué ese afán de Boragó, porque siendo loable rebuscar en el propio país y querer hallar lo mejor de cada sociedad, la exageración y el afán por inventar tradiciones o reivindicar productos que jamás se usaron, conduce con frecuencia a una cocina fantasiosa la mejor de las veces, y disparatada las peores.   

 La de Central en Lima, mejor restaurante de Latinomérica y cuarto mejor del mundo según la clasificación de la revista Restaurant, continúa siendo brillante y sorprendente, pero apunta una cierta deriva hacia esos excesos.   

 Su bonito y sobrio comedor es todo madera y piedra y la cocina parece un bello escaparate separado de aquel por un estrecho pasillo abierto en el que se cuela el sol.   

 El menú corto de 298 soles (84€) -con maridaje, 165 soles más- se llama Ecosistemas Mater y eso es casi una declaración de principios. Antes de empezar, y con un delicioso Pisco Sour, el perfecto cóctel peruano, me sirvieron unas paltas (aguacate) en texturas: natural con ají panca, panes negros de algarrobo y gelatina de palta y crema de lo mismo con flores, tres preparaciones agradables sin más.

 Las Arañas de roca se sirven con un buen Muscato italiano y consisten en sargazo (un alga), lapa y caracol en láminas y un crujiente de cangrejo, un plato tan sutil que por su textura y delicadeza parece un dulce. 

 Selva alta es una hoja de zapote (fruta amazónica) rellena de yacón (una raíz dulce) y coronada de pato ahumado y hoja mastuerzo, o sea, un plato sumamente fresco, ahumadamente exótico y de aspecto inquietante, aunque todo en el plato es atrezzo.

Escama de río es un bello crujiente de chía (semilla) con caracol (churo) y pescado de río (gamitana), acompañados de sangre de árbol (resina), un bocado tan extraño como crujiente y, como se ve en la foto, de bella presencia. 

 Altiplano y ceja: tunta, achiote, y hierbas negras es el equivalente exótico/andino a nuestro pan con mantequilla. Consiste en un pan de coca de gran amargor que sabe y huele a cenizas, crujiente de tunta (un tipo de papa), una bella estrella de cacao y café también muy amarga y galleta de achiote (otra semilla). Excelente el pequeño pan de maíz, puro extracto de un maíz de intenso sabor y agradables la mantequilla con hierbas andinas tostadas y la crema de ajíes que, tristemente, no pican. En realidad, casi nada pica en esta cocina. 

 Un dulce Riessling acompaña al Suelo de mar: almejas, pepino melón (una deliciosa fruta) en láminas y crema de lima. Los pétalos de flor de borraja deshidratada engañan a la vista. Parecen azafrán pero no lo son. Quizá son ellos los que le dan un levisimo toque picante (¿será puro deseo?) y redondean un plato por fin espectacular y lleno de contrastes asombrosos. 

 También resulta brillante la pesca de cercanía compuesta por un intenso consomé de pulpo y además, barquillo (molusco), coral de pulpo, que es una roca crujiente hecha como un delicado merengue, galleta de sésamo negro -una impresionante e inolvidable filigrana, de una delicadeza extraordinaria- y puré de papa. Maestría técnica y deliciosos sabores. 

 Un buen Malbec de Mendoza se sirve con los siguientes platos, el primero el suelo de laguna, un pollo con crema de papa moraya y cushuro en burbujas, lo que al parecer son bacterias comestibles. Me pareció que claramente se primaba la originalidad de los ingredientes sobre el resto, con un resultado interesante como de pechuga Villaroy posmoderna y agradable pero algo insípida.  

 La Cordillera baja adolece del mismo defecto y se compone de varios tipos de quinuas con res, corazón de ternera deshidratado y rallado, galleta de leche deshidratada y crema de leche, una composición tan colorista como poco excitante gustativamente. 

   
Tampoco me gustó mucho la Mistela peruana hecha de pisco que me sirvieron con los postres pero las Alturas verdes sí que me pareció un dulce espectacular, completamente a la altura de este gran cocinero: crujiente de lúcuma, helado de cacao y rayadura de chaco (una arcilla comestible sabe a chocolate blanco). Un postre original, intenso y de perfecto equilibrio entre texturas y sabores.  

 La vuelta a lo original sin ton ni son del Valle entre Andes volvió a subirme en el desconcierto: kiwicha (cereal) y cacao, gelatina de sanki (fruta del cactus), machua (tubérculo) con manzanilla (patata en dulce) y mucílago (gelatina del cacao) solar: infusión agua I. O. y theobromas. Ni lo entendí ni me gustó!!! 

   Y quizá ese sea mi problema, que no acabo de entender este afán por lo local a toda costa, especialmente partiendo de una de las cocinas más mestizas del mundo y, justo por ello, una de las mejores. Central es un gran restaurante de gran regularidad y llenos de platos magistrales que no deben perderse si van a Lima. Virgilio Martínez uno de los grandes cocineros del mundo con un relato excepciones, pero precisamente por eso, brilla más como ciudadano del mundo que como antropólogo de ocasión. 

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Maido y la genialidad 

  Debo decir que fui a Maido completamente solo. Parecerá una confesión abrumadoramente irrelevante, pero no lo es en absoluto, ya que me declaro totalmente dependiente de amores y amigos. En soledad puedo hacer únicamente dos cosas (lectura y deporte) y más o menos, una (museos/exposiciones). Para el resto necesito compañía y mucho más para algo tan bellamente compartido como la comida. De hecho, pensé durante algún tiempo que mis críticas a Boragó procedían de mi soledad, ya que esa fue la primera vez en que acudí a un restaurante sin compañía.  

 Felizmente, la visita a Maido demuestra que fui justo porque también aquí estuve absolutamente solo y el lugar me ha deslumbrado, hasta el punto de volver a sufrir un síndrome de Stendhal culinario. Sería por su bondad excelsa o por la botella de Chardonnay australiano que me metí entre pecho y espalda.  

 Maido es el quinto mejor restaurante de Latinoamérica   y el cuadragésimo cuarto del mundo (por delante del Alain Ducasse del Plaza Athénée, por ejemplo), según la revista Restaurant. Creo que no se exceden. La comida es inolvidable y el local singular. Decorado con paredes de espejo que lo circundan y con cuerdas que caen del techo meciéndose sinuosa y lentamente, tiene un carácter informalmente elegante y un impecable y bien entrenado servicio. Practica la cocina Nikkei basada en los productos de la Amazonía peruana y los resultados son asombrosos. Y todo ello sin perder un aire de sencillez y aparente facilidad que asombran.  

 He de reconocer que el primer bocado, Piel de pollo con salsa gengibre, patacón (plátano) y galleta de arroz con chorizo regional me ganó por completo por su belleza rústica y la autenticidad de sus sabores.   

   Le seguía ese día (el menú experiencia Nikkei de 15 platos cambia con frecuencia) un enorme y casi irreal, caracol de río (churo) con espuma de dale dale (un tubérculo) y un toque de ponzu y chalaquita, una sabia combinación de leves picantes y aromas cítricos absolutamente perfecta en su equilibrio.   

 El ceviche de lapas con leche de tigre al nitrógeno, se alegra con el golpe picante del ají amarillo y el crepitar de un maíz crujiente. Un plato que sabe a tradición pero que se reinterpreta inteligentemente. 

 El sandwich de paiche (un pez amazónico que puede llegar a pesar 200kg) se elabora  con pan chino al vapor y cebolla con lulo, otra mezcla de frutas, pescado y verduras peruanas escondidas en tradición oriental. 

 Al llegar a la gyosha de cui (conejillo de indias, sí, eso…) y ponzu amazónico pensé sinceramente que ya había llegado al colmo del placer a base de crujientes y blandos, partes cocidas y a la plancha, pero no era así porque los dos platos siguientes me dejaron atónito.   

 El niguiri amazónico es sorprendente y a la vez sencillo, una de esas obras que hacen preguntarse a uno por qué no se le habían ocurrido a nadie: el primero es de calamar con salsa ponzu y limón rugoso y el otro de  concha (vieiras) con salsa de chía (una semilla similar al ajonjolí) y papel crujiente de papa. Sabores perfectos y equilibro mágico.  

 Ya estaba en trance cuando llegó el alucinante ceviche amazónico, una combinación de tallarines de corazón de palma, crujiente harina de yuca y  leche de tigre con ponzu y ajíes amazónicos.  Por debajo, la sorpresa de un ceviche de camarón con pejerrey, una fórmula mágica en la que no falta ni sobra nada.   

 Lo mismo sucede con el chancho (cerdo) con yuca y reducción de ramen un perfecto y diminuto cubo compuesto por tres partes de pan y otra de corteza de cerdo y relleno de su carne y coronado de misquina.  

    
 Ya todo era ir de sorpresa en sorpresa, de emoción en emoción, y por eso el cangrejo con almejas baby, ajies variados y fideos soba hechos de pasta de papa, me encantó y sorprendió por el conocimiento de tantas técnicas y cocinas aliado a la imaginación más fértil.   

   Los niguiris de tierra con entraña y huevo codorniz infiltrado de ponzu uno, y molleja, galleta de papa y tomate marinado con vinagre de arroz y crema de ajos, el otro, participan de las mismas virtudes y por eso mismo encantan.    

 Los frijoles con crema de palta (aguacate) y galleta de quinoa son un compendio de colores y sabores que además resulta tam bellos como sabroso.  

 Menos mal que como el bacalao fresco me gusta poco por su falta de consistencia, el síguiente plato me dio un respiro y eso que este estaba delicioso por su marinado en miso con escamas de castaña y  la untuosa crema de papa sangre de toro, llamada así por su bello tono púrpura.   

 Con el asado (durante 50 horas al vacío) de tira con huevo corral y canelón relleno de arroz se vuelve a tocar el cielo por la delicadeza de la carne que se corta con el tenedor y por el acierto del acompañamiento.  

 El cacao 70% con castañas y lúcuma es un postre excelente con el cacao en forma de densa crema, la fruta tropical en pequeñas esferas cremosas y la castaña fileteada y crujiente.  

 Se acaba con un helado de plátano maduro con coco (galleta y gelatina) y leche de arroz, un compendio de sabores frescos y cuya muy utilizada combinación no puede más que encantar.  

   Los postres, como tantas veces en la alta cocina moderna, no son lo mejor pero el conjunto es de una altísima calidad, una cocina que esconde su cuidadosa elaboración para parecer sencilla y los muchos conocimientos para no intimidar, convirtiendo a Maido en un restaurante inolvidable en el que varias veces estuve al borde de las lágrimas y no por estar solo precisamente.  

 

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