Nunca pensé que un clásico chiringuito estuviera en esta lista, pero es mucho más que eso. Un excelente restaurante de playa, con una espléndida carta de vinos y un producto excepcional que se cocina -o no- con una excelente mano. Y este verano con nuevas instalaciones recién estrenadas. Aquí más que nunca, menos es más.
Tenía pendiente una visita a La Milla, en Marbella, desde el pasado mayo. Entonces no me quedé por culpa de la tozudez de la recepcionista, pero me apetecía volver, sobre todo porque, tanto el chef como el director de sala, resolvieron muy educadamente aquel desencuentro y han sido aún más obstinados en que volviera.

Y hechos los deberes, he de decirles, ya para empezar, que es el mejor restaurante de playa que conozco porque, a pesar de la apariencia, esto no es un chiringuito. Es verdad que mantiene esa ficción, porque está cerca de la orilla, lo cubre una gran carpa blanca y los camareros van en pantalón corto. Fin de las similitudes. Aunque todo es sencillo, las mesas -algunas con mantel blanco- son elegantemente bastas, las sillas un cruce entre nórdicas y de enea, la vajilla variada y bonita y la cristalería, la de un restaurante con varias estrellas. Y no es para menos, porque la carta de vinos es excepcional. El ambiente, pues ya se imaginarán, porque está en plena Milla de Oro, exactamente entre el hotel Puente Romano y el Marbella Club. Abundan el oro y los bolsos más caros, las cabezas tocadas con bonitos sombreros y también las sandalias… pero de Hermés… El producto es excepcional y el chef, en estos tiempos de arrogancia cocineril, prefiere que resalten ellos a lucirse él y lo hace -y mucho- a base de sencillez y conocimiento. Y así empezamos, con los moluscos más humildes, conchas finas de Málaga, bolos de Cádiz y ostras de Francia. Todo fresquisimo y del tamaño justo porque, por ejemplo, las conchas finas empeoran considerablemente cuando son muy grandes.

Para seguir, algo más elaborado: anchoas Doña Tomasa y algo más. Solas son excepcionales pero aquí las sirven con un brioche untado con mantequilla de caviar y sobre un queso Comté de 24 meses. Me preguntaron que cuál prefería. Seguramente solo algunas más, porque la anchoa con queso es siempre apuesta ganadora -más aún con uno seco e intenso como el Comté- y la mantequilla de caviar intensifica la salinidad y el sabor marino de la salazón.
Y para seguir con la exhibición de buenos productos, una original selección de crustáceos de la misma familia: camarón de la Ría, gambas blancas de Marbella, langostino de Sanlúcar y alistado de Huelva. Qué les voy a decir. Todos finos y elegantes, todos con una cocción perfecta y que dejaba ver bien las grandes diferencias de sabor entre productos aparentemente similares.
El tartar de quisquillas no está completamente crudo, sino levemente aliñado con un excelente aceite. A su blandura se contraponen como contraste las cabezas fritas que se comen como un chip.
Aún más originales resultan las navajas fritas. Parece que han probado varias fórmulas. Ahora engañan a la vista haciéndolas parecer un pescado frito. El contraste del molusco con la perfecta fritura es delicioso y aún más por el toque siempre perfecto de un buen jamón.
No estaríamos en Málaga si faltaran los espetos, ya saben esa original manera de asar pescado en cañas clavadas en la arena, a la vera de las brasas. Hemos probado la reina de esta técnica, una sardina, pequeña pero muy sabrosa como son las de aquí, y un delicioso salmonete. Impecables.
Uno de los platos estrella llega ahora. Parece que la abuela del chef -afortunado él- cocinaba los langostinos de Sanlúcar apenas con unos ajos y algo de amontillado. Están deliciosos. Lo que no hacía la abuela pero sí hace él era acompañarlos de las cabezas fritas y es una gran idea porque resultan muy bien. Mantienen los jugos, pero se come todo.

Las coquinas son también muy malagueñas. Apenas salteadas con ajo y aceite resultan un bocado delicioso. Así y bien filtradas, porque viviendo enterradas suelen tener mucha arena.

Y acabamos todo este mar salado con mi plato estrella de esta comida, tan sencillo como opulento: un carabinero asado al Josper con un huevo frito con caviar sobre unas patatas panadera. La mezcla de todo es fascinante, pero lo mejor, el simple huevo gracias a su calidad y fritura perfectas. Y llegados este punto, no me resisto a contarles algo. En una visita anterior habíamos pedido una corvina a la brasa y un amigo -extranjero, por supuesto- pidió patatas fritas para acompañar el pescado, no sé si como tuviera doce años o fuera inglés. Casi me da un alipori, pero no por eso dejé de probarlas. Y he aquí, las mejores patatas fritas en años, blandas por dentro y doradas y muy crujientes por fuera y con un sabor excepcional a buen (y limpio) aceite. Se lo cuento para que las pidan pero, sobre todo, para que vean que aquí está todo muy muy bueno, de lo más humilde a lo más lujoso.


Y postres: una correcta tarta fina de manzana y un gran milhojas de aspecto antiguo, muy alto y con un hojaldre quebradizo y muy bueno.

Un buen fin para un almuerzo excepcional en un lugar inesperado, pero nada hay mejor que descubrir la excelencia en uno de esos sitios que son, muchas veces, el compendio de todos los vicios patrios. Aquí, por el contrario, todo está cuidado y el respeto al producto se extiende al cliente, al que se mima en extremo y a quien no se trata de engañar sino de agasajar. Un restaurante imprescindible, en el que lejos de sentir pena por el turista, se siente orgullo patrio por la gran impresión que de nosotros se van llevar P. S. No pagué este almuerzo. Amablemente, lo consideraron una (más que generosa) compensación por el famoso desencuentro.







Y llega otro guiño, para mi una prueba de fuego porque, aunque se llame pescado de palangre en sopa fría ahumada es un gazpachuelo y yo detesto esa manía de ponerle mayonesa al caldo de pescado, haciendo algo grasiento y empalagoso. Pero, milagros de los grandes chefs, este se hace con aceite de piña, pero de pino, con un pescado llamado borriquete y con pepinillo y eneldo, así que no está nada grasiento sino equilibrado y delicioso.


Potage de panceta de choco ibérico es uno más de los fabulosos potage de Juanlu. En el plato, una estupenda yema curada y pedacitos de choco usados como si fueran grasa de jamón. Lo parecen y gracias al caldo hasta la recuerdan sin perder el toque marino. Muy sutil.






Paco Roncero es desde hace años uno de los grandes chefs de España y para mí, uno de los componentes -ya lo dije muchas veces- de la Santísima Trinidad de la gastronomía madrileña, un selecto grupo que está cada vez más cerca de una pentarquía, lo cual dice mucho de esta ciudad. Paco es tan famoso, carismático y solicitado que alguna vez ha parecido dormirse en los laureles, pero ahora ha renacido con más talento que nunca. Voy bastante a La Terraza del Casino, su restaurante estrella (se lo he contado aquí muchas veces), pero esta vez fui porque quería mostrarme sus novedades y además nos invitó. Felizmente, siempre -salvo una vez o dos– he hablado muy bien de él, así que lo que sigue no está movido por la gratitud sino por la justicia.
El sándwich de salmonte y pepino es un bocado fresco en el que el relleno de jengibre y salmonete es muy ligero y sabroso, pero en el que el pan de salmonete, crujiente y reinventando el pan de gambas, resulta brillante.
















consomé de pichón con setas sitake, trompeta de la muerte, castaña y hierbas variadas. Desde el comienzo también se ha infusionado en plena mesa. Tres preparaciones complejas, clásicas, sobresalientes y además, con espectáculo de sala de gran restaurante. Justifica la comida y las estrellas.

El pastel de manzana es más convencional por lo ortodoxo pero vale la pena, aunque solo sea porque lo sustenta un maravilloso hojaldre.
Y cuando todo parece acabar, aparece la gran sorpresa, como en las buenas historias, un giro que lo cambia todo. El circus cake es un enorme armario con aires circenses que se abre a paredes de espejo con diferentes soportes (una mano con varita mágica, cabezas de payaso, un circo antiguo) con suculentas y coloridas tartas sobre cada uno. El mejor carro jamás visto. Al menos por mi.
Hay muchas tartaletas individuales. Se supone que se eligen una o dos pero como resistir. Además, lo hago por ustedes. Las probé todas: piña y yogur, una hábil mezcla de crema y jalea que crea un pastel fresco y delicioso. 
Fruta de la pasión y mousse de plátano consigue el mismo efecto de frescura y ligereza, pero plagadas de texturas.
Chocolate y Sacher no solo es espectacularmente bonito, es que es una versión libre y espléndida de la famosa tarta. 
Leche tostada y nerengue es una bella bola merengada en la que resaltan varios crujientes. 






















































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